miércoles, 16 de diciembre de 2009

España sin rey (1868)




España sin Rey
- I -
Faltome tiempo y espacio para referiros un suceso doloroso acaecido en la familia de Santiago Ibero. Si me dais licencia, emplearé mis ocios en adobar esta y otras historias particulares anotadas en la cuenta de los años 1869 y siguientes, las cuales a mi entender no deben perderse en el sumidero del olvido, a donde paran muchas historias públicas pregonadas y trompeteadas por esa gran voceadora que llamamos la Gaceta.
...............................................
A su fin corría con paso incierto el año 68, atropellando sus días inquietos entre clamorosas disputas. Habíamos hecho una revolución con el instrumento naval y militar, trayendo después al pueblo a que la confirmara, y apenas cogieron los nuevos estadistas el manubrio de gobernar, saltó la cuestión batallona: si quitado el Trono debíamos poner otro, o constituirnos en República. Y los españoles se encendieron en porfías y altercados sin fin. La oratoria, que había sido achaque de algunos escogidos habladores, se hizo manía epidémica, y hombres, mujeres y aun chiquillos, salieron perorando a cántaros, cada cual según su tema o sus humores. Los más fríos argumentaban así: «Pero, hombre, no es poco trabajo carpintear ahora un trono con las astillas del que acabamos de romper». Y esta discusión primaria pronto había de ramificarse en variedad de peloteras. Los republicanos despotricarían sobre si la República debía llevar penacho unitario, federal o mixto, y los monárquicos andarían a la greña por si encasquetaban la corona en esta o en la otra cabeza.
A principios de Diciembre, el Gobierno llamó a Cortes Constituyentes, fijando los días de las elecciones y de la apertura de la gran Asamblea en que se había de desescombrar a España, y enderezar lo caído, y poner mano en las nuevas construcciones planeadas por los revolucionarios. Y allí fue el correr los candidatos a sus casillas electorales, y el remover en ellas voluntades y opiniones, soltando la catarata de sus discursos. El ardor sectario en algunas localidades, la intriga y los amaños de amistad en otras, la tutela oficial en casi todas, iniciaron la campaña, tempestad ruidosa y fulgurante.
- II -
.................................
El amigo Ibero no necesitó preguntar a Romarate el móvil de tales viajatas. Al punto le dio en la nariz el tufo carlista: como hombre de corazón abierto, lo dijo claramente a los tres señores en la segunda visita que le hicieron; y como añadiese algunas palabras de asombro por la impavidez y ningún sigilo con que los tradicionalistas andariegos llevaban su negocio, replicó el teólogo: «Nos acogemos a los derechos individuales que proclama la Constitución nueva: Libertad igual para todos, señor don Santiago, porque si no, no es tal libertad... Permítame usted que me ría un poco de la candidez de los señores de la España con honra».
-Está bien -dijo Ibero-. Pero la Constitución no se ha promulgado, no rige todavía.
-Para nosotros como si rigiera -agregó el Bailío sonriente, echando atrás la cabeza con airecillo de autoridad dogmática-. Y no dude usted que estamos agradecidos a la España con honra por la generosa concesión de esos derechos... inalienables... En esto se ve la mano de la Providencia: nos dan la libertad que esa misma Libertad necesita para ser abolida..
En otra conversación, solos Ibero y Romarate, este empleó conceptos de hueca solemnidad para contar a su amigo que los carlistas áulicos habían conseguido del Príncipe don Juan que abdicase en su hijo. No era don Juan hombre capaz de sostener en toda su pureza el dogma de la legitimidad. Para esto había venido al mundo don Carlos, hijo de aquel, joven de excelsas virtudes y partes, grande, apuesto, magnánimo, bien penetrado de sus deberes como de sus derechos, que arrancaban de su realeza histórica y divina, hijo intachable, padre de sus pueblos, esposo de una ilustre Princesa que daría prez y honor al Trono de San Fernando. Y antes de acabar esta letanía sacó del bolsillo interior de su levitín un retrato de fotografía que enseñó a Santiago. Este lo había visto ya en casa de Crispijana, afiliado también a la Causa que a la sazón revivía de sus cenizas. Sin entusiasmarse con la figura del Príncipe, elogió la talla lucida, la gallardía marcial, la expresión varonil, y devolviendo la cartulina, con melancólico y frío acento se expresó de esta manera: «Cuando al carlismo dimos sepultura en Vergara, lo dejamos muy a flor de tierra. Claro: con la alegría de terminar la guerra, no pensábamos más que en abrazarnos... No nos dimos cuenta de que el enemigo mal enterrado estaba medio vivo».
-Diga usted que con toda la vida y robustez que tuvo en los días de Zumalacárregui y de Cabrera... Vacante el Trono, por haberse podrido la rama segunda, nadie puede evitar que venga la primera... Declare usted con toda franqueza, como hombre discreto y leal, si cree posible que España reciba y aguante a un Rey extranjero.
-¡Rey extranjero!... Eso nunca -afirmó Ibero poniendo en su voz todo el españolismo de su nombre y apellido.
-Veo que es usted de los míos... Carlos VII es nuestro Rey, el único Rey posible...
-No estoy conforme, señor Bailío; no me llame usted de los suyos... Me sublevo... quiero decir, voto en contra... Guárdese usted su Rey.
-No me lo guardo, pues no sólo es Rey mío, sino de todos los españoles... Precisamente aquí tengo dos cartas... (Metiendo mano al bolsillo.) Una es de don Joaquín Elío (sacándola). Otra es del señor Arjona, secretario de Su Majestad...
-Sí, sí... le escribirán con la pluma mojada en ilusiones...
-Me dicen... (gravemente, envainando las cartas) que antes de San Juan estará el Rey legítimo en el Palacio de Madrid...
-Lo dudo... pero si así fuere... no le arriendo la ganancia... ¿Y cree usted, don Wifredo, que Prim se cruzará de brazos?...
-No sé de qué se cruzará... Sé que en el ejército español hay infinidad de jefes y oficiales que pronto tomarán el camino por donde ha ido el Coronel don Eustaquio Díaz de Rada... Prim verá que el ejército español se le escapa por entre los dedos.
........................................................
- III -
La primera entrevista de Tejado y Villoslada con el Bailío de Nueve Villas y el canónigo Pipaón no duró menos de dos horas. En ella cambiaron instrucciones y planes; hubo trasiego de papeles y notas, designación de pueblos adictos, listas de personas que ansiaban dar su vida por la Causa, y todo lo demás que es materia prima del amasijo de las conspiraciones. Los tales caballeros trabajaban la harina con activa mano; pero faltaba el horno bien caldeado para intentar y obtener la cochura. Sin esto, de nada valdría la preparación de la masa, como verá el que siga leyendo...
Nuevas entrevistas celebraron los mismos sujetos en la casa de huéspedes, y otra, con más asistencia de amasadores, en un tenebroso piso bajo de la calle de la Cruzada. De aquel local recóndito, con trazas de masónica sacristía, salió el acuerdo de que don Cristóbal de Pipaón acudiera incontinenti a varios pueblos de la Mancha, donde era necesaria la presencia de varón tan calificado, y don Wifredo quedase en Madrid esperando instrucciones de carácter delicadamente internacional, las cuales le obligarían a visitar con tapadillo impenetrable las Cortes extranjeras.
Todo lo que dispuso el reverendo Sínodo fue cumplido al pie de la letra, y en Madrid quedó muy gozoso y hueco el señor Bailío, recreándose mentalmente en la secreta misión que se le confiaría y en los graves puntos que había de tratar con las Potencias de Europa; misión que a su parecer encajaba en él como anillo al dedo.
- IV -
Embelesado prestó atención el buen Romarate a este relato fidedigno. «Yo, señor mío, seguí a don Carlos, a la Reina doña Francisca y a sus hijos, con la Princesa de Beira, en la persecución que sufrieron en Portugal, después de la derrota de los miguelistas por las tropas de Saldaña y Rodil, y embarqué en el Donegal con los Reyes y su séquito. Era yo camarista de mi señora doña Francisca, y constantemente al lado suyo en aquellos trances, pude admirar su grandeza de alma y su valor sublime ante la adversidad. Si don Carlos Isidro era la paciencia resignada, en doña Francisca había usted de ver la fortaleza desafiando al Destino. De don Carlos Luis puedo decir que no se ha conocido Príncipe más inteligente, ni más simpático y resuelto. ¡Con su muerte, ¡ay!, perdió España un excelso Rey!».
Con cierta prevención escuchaba don Wifredo este exordio, sospechando que la tronada Marquesa historiaba de oídas; y para salir de dudas, la interrogó bruscamente: «¿Recuerda usted, señora, el nombre del pueblecillo donde embarcaron?».
-Aldea-Gallega -replicó al instante la narradora-. ¿Cómo no he de acordarme si en mi vida he pasado mayor susto que en la angustiosa travesía de la playa al navío, que era inglés, como usted sabe? Lo que tal vez ignora es que el comandante se llamaba Pushave, y era hombre seco y de pocas palabras.
-Lo sabía, señora, y también que en el séquito de nuestros Reyes iban algunos generales.
-Sí, sí: Romagosa, González Moreno...
-Y Maroto, señora, y dos Mariscales de Campo.
-Abreu, Martínez: bien me acuerdo. El personaje que más abultaba por su hinchada jerarquía era el Obispo de León, señor Abarca. También llevábamos al padre La Calle, confesor del Rey, y al Padre Ríos, ayo de los Príncipes, y otros Padres, que no se mareaban y comían como buitres.
-No se olvidará usted del Gentilhombre señor Conde de Villavicencio, pariente mío.
-No me olvido de ese, ni de mi tío materno el Marqués de Obando. Llevábamos también al secretario Plazaola, al Brigadier Soldevilla, a los médicos Llord y Villanueva, y al caballero francés Saint-Silvain.
-Veo que tiene usted una memoria felicísima -afirmó Romarate, sosegado ya de su recelo-. Me ha dicho usted que era camarista de Su Majestad la Reina.
-Sí, señor. Mi esposo, caballerizo de Su Majestad, quedó en Portugal, encargado de traer con sigilo pliegos del Rey a Madrid y a las Provincias Vascongadas... Nuestro viaje fue pesadísimo por causa de las calmas. Doña Francisca, impaciente por llegar a Inglaterra, imprecaba con ardor a los vientos dormidos y al tiempo perezoso... Por fin ¡válgame Dios!, llegamos a Portsmouth, en cuyas aguas nos tuvieron fondeados dos días sin dejarnos desembarcar. ¡Qué ansiedad, qué amarguras las de aquellas horas! A bordo vinieron varias autoridades que, con preguntas irrespetuosas, indiscretas, aumentaban la desazón de la Familia Real. Al cabo llegó un inglesote con el escopetazo de que el Gobierno británico no reconocía los derechos de nuestro señor don Carlos al trono de España, y que no podía tributarle honores regios, ni tampoco honores de Príncipe, como no renunciase previamente a lo que aquel bárbaro llamaba derechos ilusorios a la Corona. No podía, pues, el Gabinete inglés concederle mejor trato que el correspondiente a un simple particular.
-De entonces acá, señora mía -dijo sesudamente el caballero de San Juan-, ha cambiado mucho la opinión de la Inglaterra respecto a estos particulares, y no han tenido poca parte en esta mudanza los escándalos del reinado de esa pobre doña Isabel... Y no la llamo Reina, porque no lo ha sido más que de hecho... El hecho contra el derecho claro y patente no tiene valor alguno. Esa Isabel, mal llamada Segunda, es para mí como una sombra que ha pasado por el Trono sin romperlo ni mancharlo... Siga usted, señora.
-El agravio de aquellos malditos ingleses nos encendió la sangre. Como no nos entendían, les insultábamos en nuestra lengua. Yo no podía contenerme: les dije todas las desvergüenzas que podía decir una señora, y algunas más... Saltamos en tierra... El Rey se mantenía en su paciencia taciturna: miraba al suelo y movía los labios como si rezara entre dientes. Doña Francisca, mujer poco sufrida, de sentimientos hondos, fácilmente inflamables, no disimuló la quemadura en el rostro que el bofetón inglés le había causado, y con fiera dignidad de Reina ofendida protestaba del ultraje en formas iracundas. No había consuelo para ella. La negación, burla más bien, de sus derechos, les ponía en un grado de excitación cercano a la demencia... La familia no quiso residir en Portsmouth. En una quinta de las cercanías de Gosport se instalaron los Reyes con su inmediata servidumbre. De las camaristas, yo fui la única que permaneció junto a -40- la Reina doña Francisca, y puedo asegurar que ni una sola vez puso la Señora sus pies en la calle: tan grandes eran su tristeza y abatimiento.
Pausa larga y patética. Suspiró el caballero de San Juan, y su mirada melancólica, al vagar por la estancia como ave que busca su nido, se cruzó con la mirada igualmente desconsolada y errabunda de la señorita angélica, que figuraba en el mundanal catálogo como sobrina de la Marquesa de Subijana. Chocaron las miradas un momento; la señorita recogiose de nuevo en sí, apretando contra el cuerpo sus alas, sin decidirse a volar; rasgó el silencio una tosecilla del caballero, y al poco rato lo cortó la voz bien entonada de la señora, que así reanudaba el hilo de sus graves historias:
«Triste era la existencia de las reales personas en la soledad de Gosport. Corrieron los días con la única distracción de proyectos de viaje y planes belicosos. En diarios consejos de magnates se trataba de los arbitrios para costear la campaña en el Norte de la Península, donde ya estaba encendida la guerra; tratábase asimismo de si la presencia del Rey era o no necesaria para inflamar los ánimos de la gente carlista. Un día de gran discusión en el consejo, se levantó fuerte altercado sobre esto, y el Obispo Abarca y el francés Saint-Silvain opinaron porque el Rey se reservara, cuidando de no exponer su persona al riesgo de los combates. Presentose de improviso la Reina en medio de la junta o concilio, y con acento de dignidad y enojo soltó un severo discurso terminado con esta frase: Quien aspira a ceñirse una corona por la fuerza, no ha de mirar peligros, no ha de mirar más que a la posibilidad o certeza de lograr el triunfo.
»No fue menester más para que todos se decidieran por la presencia inevitable de Carlos V en Navarra y Guipúzcoa... Poco después, el travieso Silvain se procuraba unos pasaportes falsos expedidos a favor de Alfonso Sáez y Tomás Saubot, comerciantes en la isla de la Trinidad, y al amparo de estos papeles, partió don Carlos de Londres, atravesó el Reino de Francia, y el 1.º de Julio del 34 fue recibido en Elizondo por Zumalacárregui. Un faccioso más dijo el badulaque de Martínez de la Rosa al saber la noticia... El faccioso era el Rey, un leño más, un bosque de leña arrojado en el incendio de la guerra.
»-Incendio -afirmó prontamente el Bailío- que no quedó extinguido en Vergara, sino mal tapado entre cenizas.
»-Llego a lo más sensible, a la mayor amargura y desolación de la historia que me tocó presenciar, y fue la muerte de mi amada señora y Reina doña María Francisca de Braganza. La proscripción, la estrechez de la vivienda, la negrura del cielo inglés, los desaires de aquel Gobierno hereje más inclemente que cielo, suelo y clima, la incertidumbre y ¿por qué no decirlo?, la pobreza, pues Su Majestad llegó a carecer de lo más preciso, destruyeron su salud. La grande heroína quedó desarmada para la tremenda lucha que sostenía... La veíamos desmerecer por meses, por semanas. Su lozanía degeneró en extrema flaqueza. Todo en ella moría lentamente; sólo vivían en sus ojos la tristeza y la majestad. Su hermana doña Teresa y yo, únicas personas que la asistíamos con nuestro cariño y nuestros cuidados, vivíamos en constante alarma. La arrogancia, la tirantez de voluntad que sostenían, como armazón de hierro, aquella desmayada naturaleza, vinieron a tierra con dos golpes de adversidad que recibió en Mayo de aquel año funesto. El uno fue las malas nuevas que recibió del Pirineo, confirmadas por una carta de don Carlos en que le decía que, sorprendido por las avanzadas cristinas, estuvo a dos dedos de caer prisionero. Se salvó de milagro gracias a un pastor llamado Esain que en hombros le sacó por entre peñas y precipicios horribles, ocultándole en una choza».
-Fue la ocasión más crítica -dijo don Wifredo- en que se vio Su Majestad durante aquella guerra, y una de las que más claramente manifestaron la acción tutelar de la Providencia.
-Permítame usted, señor Bailío -dijo con cierto escepticismo de buen tono la Marquesa historiadora-, que dude de las bondades de la Providencia en aquellos días tristísimos. Esa señora tutelar no se dignó evitar a doña Francisca el horrible notición de la escapatoria de Carlos V, llevado a la pela por un pastor, como si fuera una oveja descarriada. Y para mayor desdicha, sobrevino nuevo altercado con las autoridades inglesas por negarle estas a la Señora los honores que a su realeza correspondían... Ardiendo en indignación, doña Francisca no se mordió la lengua. «Mis pretensiones y derechos -les dijo- nacieron conmigo; tienen un origen tan remoto y respetable como mi propia existencia. Toda detentación de estos derechos será un atropello inicuo». No se dieron por convencidos los ingleses... La infeliz Reina, sintiendo que se hundía todo su tesón, cayó moralmente desplomada, y su espíritu no alentó ya más que para prepararse a un morir cristiano... ¡Ay, señor!, no podré contar a usted la muerte de mi amada Señora sin que mis ojos se llenen de lágrimas y el corazón se me despedace. Arrebatada Su Majestad de una fiebre violentísima, estuvo algunos días entre vida y muerte. La ciencia hizo esfuerzos desesperados, y al fin se retiró de la lucha, dejando a la enferma en manos de Dios. Nuestros cuidados fueron también ineficaces... La tribulación y congojas de los últimos días no podré olvidarlas si mil años viviera... Rodeada de su familia y servidumbre, con entero conocimiento, despidiéndose de todos en tierno lenguaje, que parecía descender del cielo, grandiosamente, santamente, entregó su alma al Señor a las once y treinta y cinco minutos de la mañana del 11 de Junio.
Gimoteando terminó la noble dueña su página histórica, y la señorita angélica rompió a llorar amargamente.
.........................................
- VI -
De aquel innoble desaguisado tenían la culpa la Enciclopedia, Voltaire, d'Alembert, Diderot, y toda la taifa precursora y actora de la infernal Revolución francesa... De aquella ciénaga desbordada venía la corrupción de las costumbres en esta pobre España. Por obra y gracia de los emigrados, importadores del vicio mental, y de los masones y revolucionarios, puros monos de imitación, habían quedado estos reinos limpios y rasos de sus tradicionales virtudes. Apenas quedaban ya damas verdaderas; apenas teníamos hombres de honor. Urgía restaurar la patria, empezando por sus quebrantados cimientos...
- VII -
.....................................................................
A la tarde siguiente, vierais al caballero de San Juan peripuesto de levita y chistera, guantes, botita de charol y un bastón muy majo con puño de marfil, penetrar en el Congreso por la puerta de Floridablanca, harto pequeña para ingreso de casa tan concurrida. Presentó su pase; saludáronle gravemente los porteros, y pronto dio con su estirada persona en el pasillo. A los pocos pasos hubo de quedar preso entre la muchedumbre que allí rebullía. El cuerpo del Bailío avanzaba, chocando ahora con codos, ahora con espaldas; la cháchara de tantas bocas le aturdía; la estrechez y escasa ventilación le sofocaban. Un ratito anduvo el hombre como atontado, buscando entre los cuerpos un hueco por donde avanzar corto espacio. Hablaban los diputados familiarmente, en algunos grupos con cierta vehemencia, en otros con inflexiones humorísticas. Aquí estallaban risotadas, allí susurraba el secreteo. La mayor sorpresa del buen señor fue ver confundidos en aquella grillera los padres de la patria de distintos partidos, bandos y fracciones, y oír que conversaban en tonos de tolerancia y amistad los que públicamente se argüían con dureza.
Por aquel callejón prolongado, que es paso para el Salón de sesiones, para las escaleras, escritorio, buffet y otras piezas; colector y partidor, en fin, de todas las actividades de la casa, se fue colando trabajosamente el Bailío. Deslizándose entre los grupos, ganó la puerta del Salón llamado de conferencias, por la cual no podrían entrar juntos dos hombres de buenas carnes. Al penetrar allí, vio don Wifredo un espacio rectangular con cuatro puertas y ninguna ventana, cuatro chimeneas, alfombra rica y mesa central sostenida por cuatro quimeras. Avanzando, pudo apreciar las proporciones, holgura y simetría del local, la altura del techo, la luz amarillenta que por la claraboya de este se filtraba. El decorado y su pátina de oro viejo le hizo un efecto semejante al de los antiguos altares del renacimiento; los santos eran allí unos señores graves pintados en altos medallones. Muchos de estos aún no tenían santo... En el cuadrado salón había también tropel de diputados, tropel de gente, pues entre tantos individuos ceñudos o risueños, serios o locuaces, el buen alavés no distinguía los padres de los hermanos, sobrinos y yernos de la Patria... Con menos estrechez estaban allí que en el pasillo; algunos en movibles grupos paseaban de chimenea a chimenea; otros platicaban con indolencia en los divanes rojos.
Esparcía don Wifredo sus miradas buscando algún rostro conocido, cuando de un pelotón próximo a la mesa central se destacó el don Juan... Saludáronse con fingido afecto. Momentos después, el Bailío era presentado al pollo antequerano, don Francisco Romero Robledo. El encogimiento y la cortesía ceremoniosa del caballero alavés contrastaban con la soltura y gracia del andaluz, así como la talla corta del primero, malamente agrandada por los tacones y la bimba, quedaba deslucida por la hermosa figura del segundo, y por su arrogante juventud, el rostro animado de picardías, la palabra erizada de agudezas. No tardaron en hablar de política, asunto que abordaba con desenfado el de Antequera en todos los terrenos.
«No harán ustedes nada sin Cabrera -indicó Romero-, y Cabrera, según me ha dicho hoy un amigo que acaba de llegar de Londres, no está dispuesto a meterse en historias. Los aires de Inglaterra han amansado al tigre...».
-Con Cabrera o sin Cabrera -afirmó el alavés, que obligado se creyó a mostrar optimismo y resolución-, iremos al cumplimiento de nuestro deber para con Dios y para con la Patria... Usted, señor Romero, será de los que no quieren confesar que don Carlos es el único Rey posible en España.
-Lo que confieso y declaro es que le tengo por el único Rey imposible.
-Permítame que le diga que no es usted sincero...
-No se ofenda, señor mío, si afirmo que viven ustedes en un mundo de ilusiones engañosas... -y añadió con gracejo-: «livianas como el placer».
-Natural es, señor don Francisco, que usted y yo nos mantengamos en nuestras respectivas torres, y en ellas nos tiremos a la cabeza nuestras opiniones inconciliables.
-Yo admiro a ustedes por su fe...
-Somos los grandes convencidos.
-Pronto serán los grandes desengañados.
Sonaron los timbres llamando a sesión. Era un estridor metálico que tintinaba en diferentes partes del edificio, como el canto de un sin fin de chicharras que a la vez agitaran sus vibrantes elictros2. Los diputados se dirigían hacia el Salón; algunos quedaban en el pasillo; otros entraban, subían a los escaños, a la Presidencia, o permanecían formando corros bajo las barandillas del hemiciclo. La sesión comenzaba perezosa; el Secretario rezongaba el texto del acta como una letanía. En el Salón de conferencias, observó don Wifredo que la muchedumbre política se rarificaba; vio a Romero Ortiz y Ruiz Zorrilla que pasaron presurosos con escolta de amigos locuaces; vio también a un joven de buen año que, cargado de papeles, llevaba el mismo camino (después supo que era Coronel y Ortiz); poco a poco se fue quedando solo; con aire de hastío, tan pronto miraba el reloj colocado sobre la puerta, como las figuras alegóricas pintadas en la escocia, y en esto vio entrar por la puerta del escritorio a su amigo el diputado carlista Vinader. Era un señor regordete, con larga perilla, anteojos, expresión seria, aire de actividad, como hombre abrumado de ocupaciones.
«Querido Romarate -le dijo en el tono expeditivo que en él era habitual-, supongo que irá usted a la tribuna. Suba, suba... no se entretenga, que voy a hablar en seguida... ¡Qué Gobierno! ¡Bonita está la Libertad! En mi distrito han emprendido una persecución horrorosa. Creen que podrán someternos desterrando curas y prendiendo veteranos de la otra guerra... Ya le contaré lindas cosas».
-Celebro esta ocasión de oír a usted... Pero tenga la bondad de indicarme el camino, que aún no conozco las subidas y bajadas de este establecimiento... como dijo el diputado y obrero catalán.
Cogiéndole del brazo, le llevó al pasillo y a una de las escaleras, no sin que en aquel breve tránsito hablaran de la Causa. «¿Qué hay, amigo Vinader? ¿Tenemos alguna novedad?». «Poca cosa, y esa no muy buena. El empréstito no cuaja. Los banqueros Cramer y Breda no dan lumbre sino en condiciones horribles». «¿Y el Conde de Chambord?». «Nada entre dos platos. El Duque de Módena no suelta una peseta... En fin, ya hablaremos. Suba, suba».
Indicándole la ruta que había de seguir, partió como una flecha hacia el Salón. Momentos después, el Bailío entraba en una tribuna junto a la diplomática, y tomaba sitio en la grada tercera; la primera y segunda estaban ocupadas por señoras elegantes... Un mediano rato empleó en contemplar el ancho y vistoso local, la Presidencia, las ringleras de diputados... Luego recogió sus miradas para examinar la sociedad de ambos sexos que inmediatamente le rodeaba. Abarcado todo el conjunto, lo distante y lo próximo, fijose en Vinader, que había empezado su perorata, gesticulando debajo del reloj, un poco hacia la izquierda. El sanjuanista no veía de su amigo más que la calva lustrosa, y la larga perilla que marcaba con nervioso sube y baja el ritmo de la indignación del orador. De lo que este dijo no pudo enterarse. En los escaños y en las tribunas, un murmurar hondo, como zumbido de abejorros, ponía sordina a los discursos. Diputados y público se distraían, se impacientaban...
Con ojos y oídos aplicó Romarate toda su atención a dos damas que picoteaban en la tribuna, separadas de él tan sólo por una grada. Eran la Villares de Tajo y la Campo Fresco, ambas privadas ya de toda frescura en la tez, pero conservándola en el ingenio y la palabra. No eran jóvenes, pero aún tenían ese atractivo emanado de la distinción y de la buena ropa, especie de hermosura convencional que hace las veces de la verdadera, y aun de la misma juventud. Era don Wifredo muy devoto del mujerío, aunque en las más de las ocasiones lo disimulaba, por obediencia al buen parecer y al rigor dogmático de la moral que su significación política le imponía; y entre todos los tipos femeninos, gustábale singularmente el de aquellas damas, ajadas ya, pero siempre seductoras por el prestigio heráldico y social.
Algo daría el personaje alavés por tener coyuntura de entablar conversación con las aristócratas picoteras; pero entre ellas y él -69- había una grada donde varias señoras y señoritas provincianas y un caballero enteco hacían comentarios sobre la gallardía de los maceros, o trataban de interpretar el simbolismo histórico de las frías pinturas del techo.
El señor enclenque, con vanagloria de cicerone parlamentario, iba designando a las provincianas los diputados de más viso: «Aquel de larguísima barba blanca, el vivo retrato de Abraham o Moisés, es Montero Telinge, gallego él y progresista; y aquel jovenzuelo gordo y lucido de carnes es Coronel y Ortiz, entenado de Becerra... Muy cerca veréis al mismo Becerra. Más allá está Moncasi, el gran progresista aragonés. Frente por frente tenéis a Muñiz, aquel de las patillas negras; junto a él, Damato... Más arriba, mi amigo Álvaro Gil Sanz, y en la fila más baja del redondel, veis a Moreno Benítez, a Milans del Bosch, a Paúl y Angulo, a Frasco Monteverde..., los mejores amigos de Prim. Mirad ahora por aquí abajo, tirando a la izquierda. Ahí tenéis a Cánovas, que según dicen es un gran talento: ¡lástima que no sea progresista!... Los republicanos, los que despiertan más curiosidad en Madrid... y en provincias no se diga... no puedo enseñároslos bien. Están aquí, debajo de nosotros. Si os ponéis en pie, podréis ver sus calvas; sus rostros, no. En lo más bajo, García López y el valiente Fernando Garrido; arriba Figueras y el Marqués de Albaida; Castelar un poquito más abajo.. Arriba también, y arrimado a la derecha, se sienta Sánchez Ruano. Lástima que no hable hoy, porque había de gustaros por lo desahogado que es y la gracia que tiene... García Ruiz entra en este momento... Vedle llegar a la escalerilla... Es ese de color de pez, y el peor vestido de las Cortes... Ya sube; tras él viene Díaz Quintero, otro que tal en cuestión de ropa... Toda esta parte la ocupan los republicanos; entre estos y los moderados, tenéis a los carcundas, Cruz Ochoa, Ortiz de Zárate y el Vinader ese, que nos está vinaderizando hace media hora y no lleva trazas de acabar».
Muy mal le sentó al caballero de San Juan este modo irrespetuoso y burlesco de designar a los hombres de su partido y al digno diputado tradicionalista que rompía lanzas por Dios y por el Rey... No pudo contenerse: dirigió al descortés sujeto desconocido una mirada furibunda... El otro se dio por enterado, y fue más discreto en lo restante de sus informaciones, que recordaban el retablo de Maese Pedro. Tanto molestaban a don Wifredo la charla y el desenfado de aquella gente, que hizo propósito de marcharse; mas por fortuna los otros le dieron mejor solución, porque una de las señoritas se sintió sofocada del calor y pidió retirada. Verdaderamente, de Cortes y diputados tenían ya bastante, y el resto de la tarde podían emplearlo en dar otra vuelta por el Retiro. Al Bailío le vino Dios a ver cuando salieron las provincianas y el -71- caballero enteco, no sólo porque se libraba de vecinos fastidiosos, sino porque, al quedar vacía la segunda grada, podía descender a ella y estar pegadito a las damas elegantes... Saltó, hizo el paso de un banco a otro con juvenil ligereza, y en su nuevo sitio sentía gozo indecible aspirando el sutil perfume que las aristocráticas prójimas exhalaban.
- VIII -
Ansioso el hombre de ser notado, tomaba las posturas más propias para caer dentro del campo de visión de sus nobles vecinas cuando volvían la cabeza. Toda exclamación de ellas, ya fuese de alabanza o de burla, la repetía y celebraba, agregándole algún fino comentario. Y tan embargado tuvo su espíritu en este juego de coquetería, que apenas se dio cuenta de que hablaba Sagasta contestando al difuso Vinader. Vagamente fijó sus miradas en el banco azul: vio los ademanes graciosos y elegantes del Ministro de la Gobernación, y oyó sus giros familiares y sus argumentos socarrones. Fue una visión rápida, porque don Práxedes se sentó pronto. La Cámara reía: don Wifredo no sabía por qué.
Inútiles eran las insinuaciones galantes del sanjuanista para enganchar la atención de las señoronas. Sonrisas, miradas, muestras de conformidad y aquiescencia, todo resultaba como pólvora mojada. Él apuntaba; pero el tiro no salía. En esto, presentose un ujier con cartuchos de caramelos que a las damas enviaba el señor Romero Robledo. Pensó el caballero alavés que sus vecinas le convidarían; pero se equivocó en este cálculo risueño. Sin percatarse de ello, también él era un poco provinciano, pues las damas no eran de esas que convidan a un desconocido, como suele acontecer en los coches de un ferrocarril ocupados por gente del montón. Observó que una y otra señora criticaban acerbamente todo lo que oían a los oradores republicanos y progresistas. Sin duda eran moderadas, de las viejas cepas de Narváez o Sartorius. Primero hablaron pestes de Montpensier, por si vendía o no vendía las naranjas de San Telmo. Luego cogieron por su cuenta a don Fernando de Portugal, un Coburgo viudo, casado después morganáticamente con una bailarina. Tembló el Bailío, sospechando que la emprenderían después contra don Carlos; pero con gran sorpresa y deleite oyó decir a la Campo Fresco: «Que no le den vueltas. El único Rey posible es don Carlos». Alguna objeción hizo la otra; pero al punto tuvo réplica categórica y contundente: «O lo aceptan trayéndole con pomada, o España le traerá con sangre. Que escojan».
Encantado de lo que oía, Romarate estuvo a punto de quebrantar la etiqueta, presentándose a sí mismo con sus títulos heráldicos y el dictado de carlista de acción, emisario probable del Rey en las Cortes extranjeras. Pero no había medio de llevar a la ejecución el atrevido pensamiento, porque las señoras, cuando él se insinuaba con ademán de romper el capullo de su timidez, volvían la cara, dejándole cortado y suspenso. Creyó notar que en una de estas cuchicheaban, se reían... El rostro de don Wifredo echaba llamas. «O son -pensó- de las que sólo tienen de damas el nombre y el traje, o también en las personas de alto abolengo se debilita, se pierde la buena crianza. Voy viendo que en este corrompido Madrid para nada existe ya la seriedad. Todo es reír, bromear, sacar chistes a cada paso, y para las cosas más graves le sueltan a usted un chascarrillo indecente».
Por fin las señoras, fatigadas ya de una sesión que les ofrecía poco interés, se levantaron para salir. En aquel momento tan propicio para una cortés aproximación, fue también desgraciado el Bailío, porque cuando alargaba su mano para ofrecer apoyo a la más próxima, vio que un brazo negro avanzó con el mismo objeto. Era brazo y mano de un cura que estaba en la tercera fila y que debía de conocer a las damas, porque algo les dijo a que ellas contestaron con sonriso... La otra recibió apoyo de un oficial de Caballería que acababa de entrar en la tribuna. «Debí acudir más pronto -se dijo don Wifredo pesaroso-. Para otra vez he de procurar ser algo atrevido, pues ya veo que este Madrid liberalesco y corrupto es de los desaprensivos, tirando un poco a desvergonzados».
A la tarde siguiente fue don Wifredo más venturoso, porque desde que entró en la tribuna le sonrió la suerte por la linda boca y ojos de una señora que le tocó por vecina. Era jamona, risueña, larga de lengua y opulenta de pechuga, corta de resuello por las apreturas del corsé, el rostro harto retocado de afeites, tan cargadita de buenas joyas como aliviada de cortedad. Su desembarazo era tal, que apenas vio a su lado a Romarate, trabó conversación con él: «Caballero, váyame diciendo... ¿quién es el que habla? ¿Y aquellos de enfrente son los Ministros?... ¡Oh!, sí, ya distingo a Prim: le conozco por los retratos... El que ahora entra es Topete... Dispénseme; pero soy de Cáceres; nunca he visto esto: hoy vengo aquí por vez primera... Estaremos aquí un mes, ni un día más... Pero no faltaremos a ninguna sesión... Esto es precioso... Lo que queremos es oír discursos de esos que levantan ampolla...».
Hablaba en plural, porque acompañada iba de otra jamona, flácida, desvaída y fulastre de vestimenta, con trazas de parienta pobre. Derritiéndose de cortesía, respondió don Wifredo al atropellado interrogar de la señora cacerense, y viendo la fácil llaneza con que esta se insinuaba y su airoso desprecio de toda discreción, entendió que el cielo aquella tarde le deparaba conquista -75- segura, y se dispuso a proseguirla y rematarla del modo más gallardo. No necesitaba ser atrevido, porque la dama le había tomado la delantera en las audacias, y su alma, saliéndosele por ojos y boca, buscaba el alma del caballero. En la finura, este se quebraba de puro sutil.
«Mi deber de informante, señora -le dijo-, me obliga a prevenir a usted que ese a quien ahora se concede la palabra es don José María Orense, Marqués de Albaida. Aquí le tiene usted, debajo de esta tribuna, en el escaño más alto». Atendió la dama gorda, y viendo que el orador era de edad madura, salió con este donoso comentario: «Caballero, usted comprenderá que no viene una de Cáceres a oír a los oradores viejos, sino a los jóvenes». Celebró la gracia el alavés, y ambos escucharon al orador, que explanaba una idea conforme con el dicho de la gordinflona; pedía que al llegar a los veinte años adquiriesen todos los españoles el derecho de sufragio.
«Este buen señor -dijo el Bailío- es hombre agudo, franco, noblote, y de los que expresan su opinión sin rodeos. Por su llaneza me gusta, por su honradez es digno de admiración; pero a mí no hay quien me quite de la cabeza que en la suya faltan algunos tornillos de los más necesarios para el buen discernimiento. Yo pregunto: ¿cómo es que este señor Marqués, aristócrata de raza, milita en los ejércitos del loco republicanismo?». Y la vecina frescachona, que sin duda era filósofa sin saberlo, respondió con cierta gracia ordinaria: «El mundo va caminando ahora cacia la variedad... Todo es de otra manera... ¿No lo entiende? Pues hasta en mi pueblo lo entendemos».
El buen castellano viejo, con ribetes de manchego por su lógica refranesca y su diáfano estilo, defendía la juventud, y con gracejo hablaba de santones y santoncitos, acusando a los viejos de que en sus manos se desacreditaban los movimientos populares. Le respondió Sagasta, imitándole en el razonar marrullero y en los tópicos aforísticos. Ambos hicieron reír con sus donaires al ilustrado concurso, y la cuestión entre jóvenes y viejos pasó, no a la Historia, sino al Limbo de una Comisión parlamentaria y somnífera. Entrose luego en lo que llaman Orden del día, que era el proyecto de Constitución en su totalidad, y dieron la palabra a un orador joven que se sentaba en el banco de la Comisión, detrás del de los Ministros... A la preguntona de Cáceres no supo contestar el sanjuanista. Había visto al orador en el Salón de conferencias: de él había oído que era uno de los jóvenes que más alto picaban en la predicación política; pero no se acordaba de su nombre. Felizmente, uno de la tribuna, con voz alegre, lo soltó en la grada más alta, y pronto corrió de boca en boca: «Es Moret... ese Moret, Segismundo...». «¡Ah!, sí, Moret y Prendergast».
Apenas empezó el orador, supo cautivar al auditorio. La dama cacereña, con sus gemelos chiquitos de teatro, hizo de él un examen atento. «¡Qué guapo es! -dijo sin poner frenos a su admiración; y pasando los gemelitos a la pariente pobre, agregó: «Mira, Jesusa, qué hombre más guapo». Luego le tocó el turno a don Wifredo en el uso del óptico instrumento. Ver de cerca al orador y oír los encomios de la señora, era todo uno. «¿Verdad que es guapísimo? ¡Y qué cuerpo tan gallardo, qué actitudes y qué mover de brazos!». No tuvo el Bailío más remedio que asentir a cuanto se le decía, pues la urbanidad y sus designios de conquistador así se lo ordenaban.
Reconocía el ilustre alavés, en su fuero interno, que Moret hablaba con perfección: dominaba las ideas, y con arte supremo las iba presentando engarzadas; dominaba el lenguaje, que era en su boca un esclavo sumiso y servidor diligente. Pero con todo esto y su airosa figura, el orador le encocoraba, porque defendía el proyecto del Gobierno, y para don Wifredo nadie que patrocinase las ideas septembristas podía ser de su agrado y devoción. Además, los elogios desmedidos de la señora, flores con que a cada párrafo y a cada triquitraque adornaba la persona del caballero parlante, fueron parte a que el de San Juan le tomase ojeriza. ¡Vaya con los hombres guapos! Cuando tuviera más confianza con la cacereña, le diría que otras cualidades, más que la pulidez del rostro y la buena caída de ojos, deben ser estimadas en el hombre.
La simplicidad de la dama era realmente encantadora: con igual candor colmaba de elogios al joven por su gentileza, y declaraba después que no había entendido ni jota del discurso. Y no era que Moret fuese obscuro; al contrario, su verbo resplandecía de claridad. Pero la extremeña era absolutamente indocta en aquellas materias, y no sabía más sino que el orador hilaba bien sus razones. A pesar de esto, el discurso le parecía largo. ¿Por qué no acababa ya? ¿Por qué no cogía otro la palabra?...
......................................
- IX -

La siguiente tarde, que era la del 9 de Abril, la pasó don Wifredo en el Salón de conferencias más que en la tribuna. Hizo conocimiento con Vallín, hermano del que fusilaron en Montoro; con José Luis Albareda y con Augusto Ulloa. De lo poco que les oyó hablar, dedujo que eran orleanistas, y no fue preciso más para mirarles con recelo y antipatía. Después vio al pomposo don Salustiano con sus amigos Pardo Bazán y Montero Telinge: eran el núcleo del bando que patrocinaba la candidatura de don Fernando de Portugal. Creía el noble alavés que los tales, así como los de Montpensier, estaban locos, o que se habían vendido al oro extranjero. Esto mismo pensaba y decía Cruz Ochoa, por quien el Bailío sintió vivos estímulos de amistad apenas le hubo tratado. Era joven, esbelto, rubio como las espigas, y sus palabras despedían esa fragancia de las convicciones que con nada puede confundirse. Había sido guardia civil, y con el uniforme de este Cuerpo se le vio años antes en las aulas de la Universidad estudiando la carrera de Derecho. Los carlistas de Pamplona le dieron sus votos para las Constituyentes. Cumplió en ellas como soldado parlamentario de la Monarquía que llamaban legítima. Después se hizo cura, estado a que le llamaban sus ideas, cierta testarudez del ánimo, nacida del trato con cabecillas veteranos y clérigos levantiscos. Contribuyó a encender la guerra civil con su palabra, no con el ejemplo de lanzarse al campo ungido por la Iglesia, trocando la estola por el fusil.
Con otro constituyente simpatizaba don Wifredo, saltando por encima del ancho foso que entre ellos abría la política. Era Sánchez Ruano, el ático ingenio salmantino. Admiraba en él la juventud, la gracia, la oratoria impulsiva y pendenciera, en la que armonizaba la virilidad del luchador republicano con las sales del humanista. Debe añadirse que el caballeresco Romarate sentía menos aversión de los republicanos que de los monárquicos llamados constitucionales. Entre aquellos los había dignos de simpatía y aun de amistad; los otros, hombres sin fe religiosa ni política, no merecían más que desprecio. Los que, hartos de recibir honores de la Reina Isabel, la destronaron groseramente, y andaban luego pidiendo prestado un Rey a las naciones extranjeras, le parecían seres descoyuntados, políticos de circo ecuestre, cuatreros con puntas de rufianes. Al pensar así, don Wifredo no era más que un lorito repetidor de la opinión de su partido.
Un momento subió a la tribuna por ver qué ocurría. De la pena de muerte y de la necesidad de su abolición, hablaba un orador progresista tiernamente compadecido de los asesinos y ladrones. ¡Horror! A la descarriada España con honra no le faltaba ya más que honrar el delito y repartir a los delincuentes chocolate de Astorga... Escapó de la tribuna cuando empezaba la votación de proyecto tan desatinado, y en el Salón de conferencias, donde platicaban sosegadamente no pocos escépticos de la pena de muerte y de otras penas y glorias, agregose a la trinca de Romero Robledo. Le agradaba el antequerano por su alegría, por el tijereteo de su sátira, y por su ropa, que resultaba en él de una perfecta elegancia personal, aun contraviniendo los cánones indumentales para hombres públicos. Usaba comúnmente chaquet, pantalón y chaleco de colores distintos, corbata un tanto chillona. Con estas prendas, que en otro habrían sido demasiado pintorescas, resultaba el rubiales de Antequera muy bien. Así lo entendía don Wifredo, y más de una vez le contempló con idea de imitarle; pero pronto se hizo cargo de que la imitación era imposible. Lo que debía buscar el Bailío era una originalidad propia, huyendo del plagio, más peligroso en esto que en literatura...
Rodeado de amigos, entre ellos Barca León y Llerena, Bermúdez Reina, Urríes y otros, el pollo antequerano picaba en todos los asuntos del día, en las personas más que en las ideas. Desenfadado, locuaz, gratísimo a las damas, poseía cuanto es menester para una brillante carrera política, y él la iniciaba con el arte instintivo, netamente español, de dejarse querer. Lo primero que aprendió fue a enguatar su ambición de modo que no lastimase a nadie. Fumaba cigarrillos con pinzas de plata para no manchar sus dedos pulcros... Fue a las Constituyentes como satélite de Ayala, y desempeñaba en derredor de este la Subsecretaría de Ultramar. En el arte en que había de ser un águila andando el tiempo, el arte de hacer amigos, despuntaba ya entonces con genial precocidad. Cuentan que Ayala le decía: «Ya me duele la mano de tanto firmar credenciales para tus protegidos de Antequera... y de media España».
Un ratito figuró don Wifredo, aunque con muy escaso brillo, en la constelación de habladores presidida por Romero. De allí le llevó Urríes al pasillo largo que une las estancias de los dos Presidentes, de la Cámara y del Consejo, y paseo arriba, paseo abajo, trabaron palique con diferentes sujetos que asiduamente concurrían a la casa: periodistas, algún ex-diputado, algún ex-gobernador del Bienio en expectación de destino, aspirantes unos, sobreros otros de la política. Allí, como en el Salón, había hombres arcaicos junto a otros que eran plantas nuevas acabadas de traer de la almáciga; los había también que confundían en sus rostros los signos de la antigüedad con los de la juventud. Entre estos individuos, uno con particular interés fue presentado a don Wifredo por Urríes, para lo cual misteriosamente los arrimó a un rincón, encareciéndoles la conveniencia y oportunidad de que fuesen amigos. El desconocido y presentado lo fue con el nombre de Celestino Tapia y con filiación tradicionalista. «Es de los empedernidos», había dicho Urríes.
El tal Tapia lo mismo podía pasar por joven revejido que por anciano remozado: diríase una vida desligada del fuero del tiempo. Tenía cara de vieja; su labio superior ostentaba un bigotillo más poblado que el que decora la faz de algunas mujeres. El color era moreno, como pasta de higos; la nariz trompuda, los ojuelos chispos y maliciosos, la boca rasgada y pícara, conductora de un verbo ceceoso, sazonado con donaires. Desagradable a primera vista, dejaba de serlo cuando la palabra fácil y entretenida animaba el corcho de aquellas facciones... Del cuerpo, nada malo se podía decir: era esbelto y flexible en su mediana talla, y de añadidura correctamente vestido según la moda del día. Esto cautivó a don Wifredo, admirador de los figurines vivos. Pero no tenía el sanjuanista bastante mundo para distinguir la verdadera elegancia de la de aluvión, adquirida en pocas lecciones con el texto de un buen maestro sastre. Tanto o más que el lujo y propiedad del vestir, agradó al Bailío el santo amor a la Causa, manifestado por el Tapia desde las primeras conversaciones. Cierto que también esta cualidad era de acarreo; mas el ciego fanatismo del señor de Romarate no podía como tal apreciarla.
Después de cambiar sus cortesanías, subieron los dos amigos a la tribuna. Lo primero que hizo don Wifredo fue pasar revista al mujerío, y a este propósito le dijo Tapia: «Estamos en el mejor campo para conquistas, señor de Romarate. En los días que llevan discutiendo la totalidad del proyecto de Constitución, yo he hecho tres... y no malas». Admirado y dolido de tales venturas, don Wifredo pidió a su amigo que le revelase el secreto de sus rápidos triunfos. «Aquí no hay más que citar con los ojos -dijo Celestino-. En seguida toman varas... Vienen a lo platónico y a lo que no lo es... Elija usted luego». Replicó el Bailío que él, por su condición de representante de los principios de Religión y Monarquía tradicional, no podía traspasar los límites de la moral cristiana. «Ya hablaremos de ello -dijo el otro-, y oigamos los discursos de estos bandoleros, que tienen secuestrada a la pobre España, y la venderán al extranjero si los dejamos... Paréceme que la función de esta tarde será de las que hacen época en la historia del aburrimiento... Si a usted le parece, dejemos este beaterio y vámonos a batir calles y a ver chicas guapas».
Así lo hicieron, y la tarde y prima noche pasaron sin sentirlo, charlando en Recoletos y en el café Universal. Comieron en la fonda de Barcelona, donde vivía Tapia, y prolongaron la sobremesa parloteando hasta más de las doce. Nunca había gustado tan intensamente don Wifredo el placer puro de la charla, hablar por hablar, picando en todos los asuntos desde el político más alto al chismográfico más rastrero. Algo sabía el alavés de historias cortesanas; pero Tapia, que era viviente archivo de lo verídico y de lo falso, colmó la medida de la curiosidad de su amigo. De innumerables personajes o fantasmones en candelero hizo Tapia disección cruel, rajando sin piedad y sacándoles al aire las entrañas. A las mujeres de algunos puso mentalmente en la picota, aligerándolas de ropa para poder azotarlas más en lo vivo, refiriendo sus vicios, engaños y trapisondas, que movían a indignación y risa. El bendito don Wifredo estaba horrorizado.
Derivó la conversación hacia la pura política, y el desvergonzado Tapia hizo, con trazo gordo y chafarrinones espesos, retratos de hombres y partidos, esmerándose en pisotearlos y ennegrecerlos. Véase la muestra: «Esos pobres progresistas son un hato de borregos, que no saben ni balar; los de la Unión, zorros que vienen al robo de gallinas y huyen al menor ruido; los demócratas, papagayos disecados, que con un mecanismo dan los tres golpes de Libertad, Igualdad, Fraternidad. Ni entre todos valen tres pepinos, ni son capaces de hacer nada. Desaparecerían de un soplo si no tuvieran a su frente a ese hombrecillo desmedrado y lívido, a ese Prim, monstruo que parece un arrapiezo, saco de malicias, vaso de bilis... Su perversidad es tan grande como su inteligencia... Y ahí le tiene usted: es el amo... ha cogido a España y se la ha metido en el bolsillo... ¿Quién es el guapo que se atreve con él? Créame, señor don Wifredo: Prim es el estorbo insuperable, la rémora, el atasco...».
Quedaron los dos un instante pensativos, y luego mordieron en otro tema. Era viernes; el sábado también lo pasaron juntos; el domingo, no. Tapia tuvo que ir a Aranjuez, y el Bailío empleó el día en visitas: quería exponer al joven Olazábal y al viejo Aparisi su situación equívoca y desairada en el partido. El lunes 12 de Abril, conforme a la cita que se habían dado, reuniéronse a primera hora en el Congreso para presenciar juntos la sesión, que había de ser interesante: hablaría Manterola. Puntuales y madrugadores acudieron a la tribuna, resignándose a las apreturas y al largo plantón con tal de tener sitio. Casi todas las delanteras estaban ya ocupadas cuando Tapia y Romarate llegaron. Las señoras eran las más impacientes, las más ávidas de obtener lugar, y explotando el fuero de galantería, desalojaban a los caballeros de los sitios preferentes para ocuparlos ellas. Con gran trabajo lograron los dos amigos un par de puestos en primera fila, arrimados a una columna: hallábanse en situación contraria a la que otras tardes ocuparon, es decir, a la derecha del Presidente, costado de la Epístola, aunque sea mala comparación. Tenían debajo a los ministros y a la Comisión; veían de frente a las minorías o izquierdas, que caen siempre del lado del Evangelio, comparando mal.
Largo rato hubieron de esperar viendo la Presidencia desamparada, los grandes semicírculos rojos como enormes mandíbulas bostezantes. Don Wifredo engañaba su hastío mirando al techo y al abanico de cristales que se abre o se cierra para templar el aire del Salón; miraba las pinturas frías, cual estampas iluminadas y desteñidas por la luz, representando reyes aburridos y alegóricas figuras de las Artes y las Ciencias, que también gemían bajo el imperio de simbólico fastidio. De allí, por buscar el consuelo de la variedad, abatió sus miradas sobre la curva fila de las tribunas, y desfloró gozoso la ringlera de señoras que en aquel cuerno de oro brillaban. Movidos por el calor, aleteaban los abanicos; movidos de la curiosidad y del tedio expectante, mariposeaban los ojos. Colorines de sombreros salpicaban de temblorosos puntos todo el circuito...
A poco de comenzar la mujeril requisa, don Wifredo vio en la tribuna de los diplomáticos a las dos orgullosas damas que una tarde le mostraron un desvío mortificante. En otra tribuna frontera vio a la señora cacereña que por breve rato fue su amiga. A la derecha estaba el tremendo marido de los bigotes espantables; a la izquierda, la pariente pobre, cuya mirada recogió la del sanjuanista, y ambas quedaron enzarzadas y como en simpática trabazón una con otra... Creyó el alavés que al correr de los minutos, los ojos de la dama pobre variarían de objetivo; pero no fue así. Continuaban fijos en el caballero, sin hartarse de su contemplación. Indudablemente, era una mirada del año 43, toda fe, ternura y constancia; mirada que decía: «Quiero un amor puro... y eterno».
- X -
No se le escapó el juego al maligno Tapia, que así dijo a su compañero: «Amigo, conquista tenemos... y esta es de las que vienen con prisa... Allí hay unos ojos que se lo comen a usted. Supongo que esto no es nuevo, pues no se empieza con tanto furor...».
-Cierto que no es nuevo -murmuró el Bailío dándose tono lo más discretamente posible-. Ello data de hace días... Es una señora que adopta formas humildes; es persona que sufre; un ejemplo más de grandezas -92- caídas, que no quieren contaminarse de la farsa reinante... como aquella otra que ve usted a su lado... una gordura cerdosa, imagen del siglo, ¿verdad?... La que me mira pertenece a la primera nobleza de Cáceres... Algo ajada está de tanto llorar, de tanto sufrir humillaciones...
En estos y otros decires y comentarios se fue animando el Salón. Llegaban diputados; aparecían los maceros precediendo a los señores de la Mesa; comenzaba el run-run del Secretario en la tribuna. Ya ocupaba Rivero el alto sitial. Su figura recia, tozuda y ciclópea, llenaba la Presidencia. Ladeado en el sillón, hablaba con Ministros y diputados que a saludarle subían. Como todos los días, el principio de la jornada parlamentaria era un diluvio de exposiciones con miles de firmas pidiendo la unidad católica.
Los Ministros, andando de lado como los cangrejos, iban poblando el banco azul. Ya estaban en su sitio todas las celebridades: enfrente, Castelar, Orense, Figueras... debajo del reloj, Cánovas; más a la izquierda, Ríos Rosas. Don Wifredo y Tapia vieron los solideos de Manterola y Monescillo, sentados bajo ellos, no lejos del banco de la Comisión. Un escaño más arriba veíase la roja vestimenta del cardenal Cuesta. La orden del día no se hizo esperar. Empezó Cánovas rectificando, y a pesar de su fama, no obtuvo la atención de don Wifredo. Tratábase de contestar a conceptos de Ríos Rosas en la sesión última. Más que esto, le importaba al Bailío cerciorarse del mirar persistente de su conquista, la cual, en su expresión amorosa, a juicio del caballero, no pasaba ni un día más acá de la caída de Espartero, y con sus ardientes y febriles ojos decía: «Tu amor o la muerte». Era como un alarido del romanticismo que quería volver de ultratumba.
Recreándose en los ideales románticos, y acariciando a cada instante con su expresión caballeresca el mirar dolorido que de la tribuna frontera venía, el alavés no paraba mientes en los discursos. Ni le interesaba la oratoria viril y membruda del gran Ríos, ni menos la de Cánovas, en quien no vio más que uno de tantos constitucionales que en la España sin Rey iban a su negocio, llevando por señera el nombre de cualquier candidato de los averiados e imposibles... Prendido estuvo el espíritu del sanjuanista como una mosca en la red de miradas que tejía desde enfrente la dama melancólica y pobre, hasta que don Nicolás María Rivero, con su voz ciclópea, dijo: «El señor Manterola tiene la palabra».
A este sí había que oírle. Era la Monarquía legítima, era la Religión, era la Verdad, voz augusta que pronto habría de desvanecer y dispersar las gárrulas mentiras. Púsose en pie Manterola, requirió su manteo, desembarazó su garganta con ligera tosecilla y empezó su perorata con ademán grave y modesto, con palabra llana, fácil, sin otro defecto que una leve guturalización de las erres. De él se había dicho que era más tribuno que predicador, y que sus éxitos en el Congreso habrían de superar a los obtenidos en el púlpito. Y era verdad: Manterola se revelaba como un parlamentario hecho y derecho. ¡Con qué habilidad tocaba la delicada cuestión de creencias, sin herir las creencias o incredulidades del contrario! ¡Y qué arte puso en disimular la pesadez de la erudición eclesiástica!
«¡Lo que habrá leído este hombre!» dijo don Wifredo al oído de Tapia... Y este replicó: «Sabe demasiado. No es menester atracarse de lecturas malignas para traer aquí la sana y sencilla verdad». Esta idea era reflejo de una opinión muy extendida en el país vasco navarro con respecto a Manterola. Creían por allá que para combatir la herejía y su derivación liberal, bastaban la fe y un conocimiento somero de la cuestión. Los creyentes habrían querido a Manterola más burdo, más elemental, quizás un poco zote, ayuno y limpio de exóticas filosofías. De tal absurdo protestó así el alavés: «Necesitamos venir al combate armados de todas armas, y con pertrechos y material de guerra semejantes a los que traen nuestros enemigos. He aquí un adalid que con cuatro mandobles no tardará en merendarse a toda esta caterva de sofistas y desvergonzados masones. Usted lo verá: aguárdese un poco. Vea con qué atención le oyen; note las caras de sorpresa y terror. Claro: no esperaban esto. Creían que los dignísimos sacerdotes se venían acá con los Gozos de San José y la Letanía Lauretana. Y ahora les sale la criada respondona... y ahora este coloso de la dialéctica y la palabra los vuelve locos, los aniquila, los aplasta».
Admirable y completo, dentro de la corrección o etiqueta parlamentaria, fue el largo discurso del cura Manterola; más admirable aún y de grande eficacia dentro del estricto criterio católico. Dijo con excelente lógica y persuasivo estilo cuanto había que decir: de la Teología y de la Historia sacó y expuso cuantos argumentos había menester para robustecer su tesis; tuvo sus rasgos de alta retórica para mover a la pura y noble emoción; y cuando hubo terminado y se sentó a descansar, como Dios después de haber hecho el mundo, con calurosos plácemes y apretones de manos le felicitaron los dos Obispos sentados a su vera, y otros conspicuos tradicionalistas que no lejos de aquel lugar tenían su puesto. Mientras recibía el buen presbítero tantos y tan valiosos parabienes, en los escaños altos de enfrente se levantaba un hombre regordete, calvo y bigotudo.
Al verle, don Wifredo, que había llorado de emoción oyendo los elocuentes conceptos finales de Manterola, no pudo reprimir su enojo, y limpiándose las lágrimas que humedecían el rostro caballeresco, dijo a su compinche: «¿Pero este majadero de Castelar se atreve...? Saldrá con alguna canción... con alguna de esas coplas que debemos recomendar a los ciegos...». Y hablando así, buscaba las miradas de la dama de enfrente, que constante en su apasionado ensueño le decía: «Amor puro, amor eterno en el seno de nuestra Madre dulcísima la Iglesia católica...».
Descendían sobre el salón las sombras de la tarde. Apenas distinguía don Wifredo la faz de la señora enamorada y pobre... Poco tardó en verla con claridad... Hablaba ya Castelar cuando se encendieron las luces. En las cristalinas bombas que encerraban los mecheros, detonaba el gas con alegre bum-bum al contacto del fuego. Cada bocanada aumentaba una luz, y la suma de ellas, difundiendo intensa claridad, ponía el color y la vida en los rostros de los constituyentes y en el pintoresco semicírculo de las tribunas. Todo renacía; todo se llenaba de matices y resplandores, con los cuales poco a poco se fundía el resplandor mágico del verbo castelarino.
El maestro de la elocuencia no atacó la fe: tuvo la extraordinaria habilidad de rodear de veneración y respeto lo fundamental del Catolicismo. Su táctica era describir los inmensos males ocasionados por la intolerancia religiosa. Gran estratega, sabía llevar al enemigo al terreno en que fácilmente pudiera destrozarlo. En esta maniobra avanzaba despacio, midiendo las cláusulas, graduando los efectos, graduando también las fuerzas que una tras otra al combate lanzaba. A medida que desarrollaba su plan, se iba creciendo; su voz ganaba en sonoridad rotunda, su actitud en desembarazo majestuoso... El interés y la atención del auditorio crecían de igual manera. Don Wifredo lo veía en las caras, lo respiraba en el aire, por el cual pasó una corriente ciclónica, y la corriente giraba y pasaba de nuevo, aumentando en intensidad a cada vuelta.
De pronto oyó el sanjuanista un rumor lejano... que rápidamente se aproximaba. Era el profundo son subterráneo que precede a los terremotos, o el rodar de la nube antes de descargar el granizo... Castelar se había crecido enormemente, y con voz que no parecía de este mundo exclamó: «Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede; el rayo le acompaña; la luz le envuelve; la tierra tiembla; los montes se desgajan... Pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y diciendo: -Padre mío, perdónalos; perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores porque no saben lo que se hacen...».
Al Bailío se le iba la cabeza, se le nublaron los ojos... El suelo de la tribuna se estremecía; el soplo ciclónico pasó velocísimo, sacudiendo el cuerpo y el alma del caballero... Este miró al techo, creyendo por un instante que tan alto llegaba la cabeza del orador. Y Castelar, como si con letras de fuego escribiera en los aires lo que decía, prosiguió así: «Grande es la religión del poder; pero es más grande la religión del amor. Grande es la religión de la justicia implacable; pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre de esta religión, en nombre del Evangelio, vengo aquí a pediros que escribáis al frente de vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, Libertad, Fraternidad, Igualdad entre todos los hombres».
Quedó el alavés sin resuello, viendo que la Cámara ardía, que todos gritaban. Los aplausos en escaños y tribunas, el golpe y sacudida de miles de manos derechas contra miles de manos izquierdas, daban la impresión de innumerables aves que aleteaban queriendo levantar el vuelo. ¿Qué pasaba? ¿Era una tempestad de entusiasmo ardiente, o un espasmo colectivo de terror? Sacando las palabras del pecho con dificultad, dijo a Celestino: «Hágame el favor de darme algunas palmadas en la espalda... no sé lo que me pasa... no puedo respirar». Hizo el amigo lo que se le pedía, y el señor de Romarate pudo echar de su boca estos conceptos: «¿Qué quiere ese hombre? ¿Libertad de cultos? Yo digo: matarle, matarle... Pero habla bien; me ha conmovido... Sin quererlo, se siente uno magnetizado... Esto es un abuso, amigo: no hay derecho a magnetizar... Eso no vale, no vale... Es como darle a uno cloroformo para dormirle y robarle... sacándole del bolsillo el dinero, o del corazón la Unidad Católica... No, no mil veces. Atrás magnetismo, atrás gotitas de cloroformo... ¡Castelar, fuera de aquí!... Oradores que le sustraen a uno con engaño la Unidad Católica, ¡a la cárcel, a la cárcel!...».
Completamente tranquilo, veía Tapia con ojos escépticos la calurosa ovación que a Castelar hacían los diputados de aquende y allende. Contemplaba el hecho, el fenómeno, como quien lee una página histórica, y reservaba su juicio para mejor ocasión. Don Wifredo, con avinagrado talante, propuso la retirada. Se asfixiaba en aquel recinto, viendo flotar junto a sí en jirones dispersos la Unidad Católica... Veía los cadáveres de Manterola y de los reverendos obispos tendidos en el suelo. Quiso salir, pero no podía. El público desalojaba la tribuna con lentitud; las señoras tardaban un siglo en franquear la última grada... En estas apreturas, el caballero miró a la tribuna de enfrente, y advirtió con pena que su dama del año 43 ya se había retirado. Como ella y él habían de bajar por escaleras distintas, ya no era fácil aproximarse a la incógnita y enamorada señora...
¡Nueva desilusión, nueva trastada de un Destino adverso y cruel, que no permitía el cuaje de la más inocente conquista! Como formulara esta queja al traspasar con gran trabajo la puerta de la tribuna, el amigo se apresuró a sosegarle, diciéndole que por la galería interior podían pasar de las escaleras del Florín a las que descargan en Floridablanca. Pero don Wifredo se encontraba -100- imposibilitado de acelerar el paso: sus piernas flaqueaban; tenía que arrimarse a las paredes. El gentío le mareaba, y el largo tiempo de quietud en la tribuna le había entumecido. En tal situación, andando a empellones, Tapia se encontró a un amigo, con quien trabó conversación. Separáronse inadvertidamente Celestino y don Wifredo: este quedó como perdido...
Cuando se encontraron con feliz coincidencia a la salida por Floridablanca, Tapia, risueño y burlón, cogió del brazo al sanjuanista para socorrerle en su premiosa y divagante andadura. «He visto a la familia cacereña -le dijo-. Hace un momento desapareció por la calle del Sordo. El señor de los bigotes es, en efecto, un terrible espantajo, muy propio para Carnaval; la señora gorda es una linda tarasca que podría servir como anuncio del género de Candelario y Almorchón; y en cuanto a la conquista de usted, mi querido don Wifredo... he de decirle que... la pobre anda con mucha dificultad. ¡Lástima que no saliese usted y le ofreciera el brazo para llevarla hasta su casa! ¿No entiende, o se hace el mal entendedor? Pues la he visto bien de cerca. Está en estado interesante... tan interesante que... vamos, debe de haber entrado ya en el octavo mes... ¿Qué dice? ¿Duda del embarazo? Pues yo, que he visto a la dama, no dudo... y digo más: creo que es de usted...».
-Señor De Tapia -replicó don Wifredo plantándose en actitud y tonos de la más genuina al par que correcta caballería-. Yo me permito decir a usted que si es broma puede pasar... pero que en el caso presente, y tratándose de personas de absoluta moralidad y principios, no debo tolerar chanzas de tan mal gusto... Como le aprecio a usted, siento mucho verme precisado a emplear este lenguaje...
Con explicaciones afectuosas de Tapia se restableció la concordia, y el paladín de Jerusalén envainó el temido acero.
- XI -
Las tristezas que agobiaban el alma del Bailío se ennegrecieron en los días subsiguientes a la portentosa oración de Castelar. Ya se ha dicho que salió el hombre del Congreso, en aquella memorable tarde, atontado y desvanecido. El discurso fue para él como un golpe de maza en el cráneo. A la impresión producida por el sublime estruendo y los fulgores de aquella tormenta oratoria, se unía, para desconcertarle más, la consternación que le causara el ver al orador republicano aplaudido y aclamado por tan diversa gente. Los diputados todos, casi sin excepción, corrieron a felicitarle; en las tribunas fue terrible el entusiasmo; hasta las nobles señoronas moderadas batían palmas, y otras de peor pelaje chillaban como rabaneras... Castelar era un gran magnetizador de gentes, y por tanto, un inmenso peligro para la paz pública.
Pero aún tenía el caballero de San Juan otros motivos de desazón que personalmente le afectaban, y era que corrían días, semanas, meses, sin que le llegaran instrucciones ni avisos de aquella misión diplomática que le anunciaron Villoslada y Tejado. ¿Qué ocurría? ¿Por qué se le descartaba de toda intervención en los trabajos del partido? ¿Acaso había encontrado don Carlos de Borbón y de Este hombres que le sirvieran con más solicitud, lealtad y abnegación? Estas incertidumbres y resquemores le amargaban la vida. Dos o tres veces visitó al señor Aparisi y Guijarro; pero ni el insigne letrado carlista ni el joven áulico don Tirso Olázabal arrojaron luz sobre el giro que llevaban las cosas... Ambos le dijeron que no se le pretería ni se le olvidaba; que los trabajos estaban paralizados, y no habrían de ser emprendidos con brío hasta que cesaran las vacilaciones de Cabrera y se resolviese la cuestión madre y batallona, que era el empréstito. «Tenemos hombres de sobra -decían-; pero para salvar a España necesitamos dinero, dinero... Sin dinero no se salva nada».
............................................................
- XII -
Era el 26 de Abril. Ya se había discutido la cuestión religiosa en la totalidad del proyecto de Constitución. Faltaba examinar los artículos 20 y 21, en que se concedía de una manera farisaica y meticulosa la tolerancia de cultos. Aunque mucho se había dicho de tan grave materia, mucho y bueno quedaba por decir. La expectación era grande; las tribunas estaban llenas antes de empezar la sesión. Propuso don Wifredo a su amigo quedarse en el Salón de conferencias, donde no faltarían ociosos con quienes engañar las horas en dulce charla. Pero anhelando Tapia para sí y para el Bailío las fuertes emociones, a remolque le llevó arriba, y se colaron en la tribuna de periodistas, donde aquel gran entrometido tenía vara alta.
Viose, pues, el ilustre hijo de Álava en un mundo nuevo y desconocido, el mundo de la Prensa, formado por personal de diferentes castas y procedencias, por hijos de diversas madres políticas, amamantados antes con unas leches, ahora con otras. Lo que -a primera vista le causó más sorpresa, fue ver confundidos en cháchara compañeril a los que seguían las inspiraciones de don Pedro la Hoz y a los que las recibían de Castelar o Rivero. «¿De modo -se dijo- que en este coro angélico se practica la libertad de cultos?». Nueva sorpresa fue para él que los folicularios de Dios y los de Luzbel aparecieran también unidos para ofrecerle en aquel beaterio sitio de preferencia donde pudiese ver y oír cómodamente.
Ya empezada la sesión, pudo observar el alavés que algunos de aquellos pícaros le miraban con cierta malicia, y apartados murmuraban risueños. Por Tapia, que entre ellos se sentaba y con todos alegremente departía, sabían el nombre y condición social del caballero. El que a su lado estaba, como los demás prevenido de lápiz y papel para extractar los discursos, le ofreció caramelos, y entrando en conversación con él sobre si estorbaba o no en aquel sitio, le dijo: «Usted no estorba en ninguna parte, y para nosotros es un honor tener en nuestra compañía al señor don Gaiferos».
Al pronto, tuvo el Bailío por irrespetuosa la alteración de su nombre de pila, y poco le faltó para corregir airadamente al picaresco escritorcillo; pero luego reflexionó que el Gaiferos no era más que la castellanización castiza del gótico nombre, como está escrito en los libros de caballería y en los romances de gesta. No había, pues, motivo para enfadarse por un rasgo de erudición. En esto, había empezado a discursear un orador republicano de lucida estatura y semblante un poquito diabólico, rostro largo y huesudo, frente ancha, ojos vivos, pelos negros y erizados en tres mechones, uno por arriba y dos en las regiones temporales; barba en la forma que llaman de candado, también negra, partida como cola de pez mitológico; figura, en suma, semejante a la que se ve en la parte inferior de algunos retablos. El periodista dijo así a su vecino: «Este es Suñer y Capdevila, diputado federalista, y ateo él gracias a Dios». Y a poco de oír el nombre, oyó don Wifredo de boca del orador esta frase sintética: «Ni el Gobierno ni la Comisión han comprendido bien la idea nueva, y voy a decírselo. La idea caduca es la fe; el cielo, Dios. La idea nueva es la ciencia, la tierra, el hombre».
Sorprendió a don Wifredo la idea; mas no levantó en él indignación. Se sentía caído, amilanado; yacía su alma en un pantano de indiferencia o cobardía, en el cual dormitaba la perezosa voluntad. Las graves cuestiones de conciencia no tenían fuerza para sacarle de allí, y pasaban sobre él como aves errabundas, dejando caer la vana elocuencia de sus cantos o graznidos. No pudo confiar su impresión al vecino más próximo en la tribuna, porque el diligente cronista transcribía con rápida mano las palabras del ateo... Este la emprendió luego con Jesucristo y la Virgen María, en forma tan irreverente, que toda la Cámara y las tribunas respondieron con murmullos... Romarate estaba perplejo; no sabía qué pensar. El orador dijo: «Jesús, señores diputados, fue un judío, del cual todos los católicos, y sobre todo las católicas, tienen una idea equivocadísima... Jesús fue hijo de un carpintero... Según San Mateo, siendo María desposada con José, antes que vivieran juntos se halló haber concebido del Espíritu Santo...». El Bailío, cada vez más lelo, buscaba en los rostros circunstantes el efecto de aquellas palabras. Oyó claramente la voz de Tapia, exclamando: «¡Bárbaro!... ¡fuera!». Otras voces oyó, que por un momento ahogaron la voz del orador.
«¿Qué ha dicho?» preguntó don Wifredo al periodista.
-Que San José... no sé... que no conoció a María... que esta tuvo otros hijos, a más del primogénito... Ese tío está loco... Aquí no se pueden decir ciertas cosas...
Trató la campanilla presidencial de atajar al impío; este, con diabólica impavidez, hablaba del sentido que debemos dar a la palabra bíblica conocer. Quería demostrar que María tuvo más de un hijo, y que Jesús no provenía del Espíritu Santo... Rivero, haciendo de San Miguel, ponía el pie sobre Suñer, aunque aparentemente los golpes caían sobre la mesa... Pero Suñer no se daba por entendido. Su calma y la feroz tranquilidad de su acerba crítica podrían tener expresión propia cuando el lenguaje paradójico nos consintiese hablar de la frialdad del Infierno. «No debe olvidar Su Señoría -decía el Presidente furioso, descargando la espada ondeada sobre la testa dura de Suñer- que no discutimos aquí la religión, sino la forma política que debemos dar a la religión en España». Y el Belcebuth parlamentario devolvía la admonición con este zarpazo y coletazo de tente tieso: «Mi enmienda abraza dos partes: primera, que los españoles tengan libertad de profesar cualquier religión; segunda, que estén en libertad de no tener ninguna... He indicado que sería una ventaja para los españoles el estar limpios de toda religión...».
Oyendo estas cosas, don Wifredo vacilaba entre la risa y el enojo. El periodista su vecino le dijo con marcada socarronería: «Gracias a Dios que oímos aquí a un hombre de fe... ¿No cree usted que este Suñer es el evangelista del porvenir, y que su ateísmo es obra de la gracia divina?». Sin comprender el burdo humorismo de esta frase, Romarate asintió con sonrisa y cabezadas. Y luego, para su chaleco se dijo: «Estoy degradado. Busco en mí mis opiniones, y no las encuentro... efecto de la embriaguez y de andar entre Magdalenas que no quieren arrepentirse». Sus ojos buscaron a Tapia, el cual alarmado le miraba, temiendo que las horrendas herejías del orador afectaran al puntilloso paladín católico, y que este se disparase a una protesta ruidosa en plena tribuna. Pero Romarate parecía tranquilo y como aletargado. A las preguntas que por señas le hacía Celestino, contestó a media voz... «No oigo nada... Estoy sordo». Poco después de declarar el Bailío su sordera, Suñer y Capdevila soltaba nuevas y más detonantes bombas. Véanse algunas de estas: «La ciencia debe sustituir a la fe, el hombre a Dios...». «La moral se deriva directamente del hombre...». «El hombre no será hombre mientras Dios sea Dios...».
Por último, entre la Presidencia, que quiere cerrar a todo trance la boca del diablo republicano, y este y sus amigos co-diablos, que afirman ruidosamente su atea libertad de pensamiento y de palabra, se entabla un vivo diálogo. La Cámara, salvo el cotarro de la izquierda, apoya con calurosas excitaciones al Presidente; el orador sucumbe al fin a los golpes de los innumerables San Migueles que surgen de los escaños. Todos creen, todos envainan su indiferentismo práctico, para blandir el ondulado acero religioso que les ayuda a conservar sus posiciones políticas... El Satán parlamentario, acusado de una parte y otra por las voces que le motejan y las manos que le presentan cruces, repliega su cola erizada de escamas, esconde sus uñas, y con amargura flemática dice que no puede continuar apoyando su enmienda. Se sienta... Don Wifredo alarga su cabeza... ve desaparecer los cuernos del ateo entre las cabezas de los cachidiablos que le felicitan.
La necesidad de respirar aire no tan impuro como el de la Cámara, puede más que el entumecimiento perezoso del señor de Romarate. Se levanta; salta trabajosamente de la grada inferior a las superiores; su vecino le ayuda... Tropieza en unos y otros. Pide perdón, y una voz dice: «Tiene ángel este don Gaiferos». Suénale a burla el Gaiferos; pero le faltan alientos para protestar... Al fin, sus manos encuentran las del amigo Tapia, que le ayuda a salvar los últimos obstáculos para salir al pasillo. Tras de sí, en la cavidad rojiza y negra de la Cámara, deja un vago rumor de tempestad que gradualmente se apacigua, y una como neblina o tenue polvareda, producto de las retóricas emanaciones. «¿De veras está usted sordo?» le dice Tapia cariñoso. «Sordo del espíritu -replica el alavés-, impedido del pensamiento. No sé razonar, no sé juzgar. Me encuentro acorchado, o algodonado... Es atroz... no sé qué me pasa».
El portero le ofreció una silla en la antesala de la tribuna para que descansara. Dábase aire el Bailío con un pañuelo. A su lado, algunos periodistas disputaban. «Eso no puede decirse en un Parlamento...». «En un Parlamento se dice cuanto es menester para fundamentar la opinión que se profesa...». «¿Pero qué tiene que ver la Sagrada Familia con la libertad de cultos?...». «¿Pues no ha de tener que ver? El Estado me manda que adore a San José, y yo, en uso de un derecho indiscutible, me niego a ello...». «No es eso... por Dios, no es eso...». «Suñer no predica el ateísmo; no hace más que proclamar el derecho a no creer en nada». Uno de ellos, no de los más jóvenes, se dirigió a Romarate con frase afable y benévola: «Habrá usted pasado un rato amarguísimo. No debe venir aquí el que no pueda dejarse las creencias en la calle de Floridablanca».
A esta y otras indicaciones de los que a su lado bullían, contestaba don Wifredo indistintamente, abanicándose, sí sí, o no no, sin saber a qué ideas asentía ni cuáles reprobaba. Un amigo de Celestino tomó la defensa del diablo Suñer, encareciendo así sus virtudes privadas, las únicas que tal nombre merecen: «Es un hombre honradísimo, excelente padre de familia, cumplidor exacto de sus deberes en todos los terrenos. No ha necesitado extraer del catecismo su moral... y es benigno, generoso, indulgente... Ensalza a los buenos y detesta a los malos, sin preguntarles a qué religión pertenecen. Ama la ciencia, y la practica como médico. Respeta la fe... La fe suya arranca de la Naturaleza. No hace mal a nadie. Don Juan Prim, que le conoce bien, le ha retratado en pocas palabras: un santo que no cree en Dios».
........................................................
- XIII -
Al siguiente día, fue llamado un médico. Con los antiespasmódicos y la gradual alimentación nutritiva, se obtuvo una mejoría franca. El pobre señor a los cuatro días del acceso, parecía totalmente reparado; hablaba poco y sin desvariar; pero su debilidad no le permitía salir del aposento. Visitábale a menudo la Marquesa de Subijana, acompañándole cariñosa... Una prima noche hablaban los dos tranquilamente de cosas gratas, extrañas a la política, y de pronto el alavés, sin venir a cuento, salió por este desatinado registro: «Yo, señora, iría de buen grado a pasar una temporadita en el campo, si no me retuvieran en este maldito Madrid mi obligación y compromiso de redimir a una gentil persona que por sus cualidades y su belleza no merece la vida miserable a que está condenada... Si usted, señora mía, se viera en esa esclavitud del trato con diferentes hombres, ¿no solicitaría el auxilio de un honrado caballero redentor?».
Asustada de verle camino del despeñadero, Carolina torció la conversación hacia otro tema... En aquellos días regresó de su viaje a la Mancha don Cristóbal de Pipaón, -127- el cual, enterado de la dolencia del amigo y de sus causas, creyó confortar el espíritu de este leyéndole una pindárica y palmípeda oda que en Daimiel había compuesto en elogio y defensa de la Unidad católica, tan combatida en aquellos días por los energúmenos parlamentarios. La composición había sido inspirada por el soez insulto de un diputado (García Ruiz) que llamó monserga a la Santísima Trinidad, y por la fervorosa protesta que contra blasfemia tan horrible formularon el cardenal Cuesta y el obispo Monescillo... Empezaba el poeta implorando el auxilio de la Musa o Numen, que en aquel caso tenía que ser el Espíritu Santo, y ya con el soplo de la Divinidad sobre su frente, rompía en apóstrofes trompeteros contra los impíos y desvergonzados, diciéndoles que venían del Báratro, que traían marcadas en la frente la garra de Astaroth y la uña de Baal; tronaba en hinchadas voces contra la infanda cohorte; luego se volvía lisonjero hacia los defensores de la fe, hablaba del pío arrebato con que proclamaron la verdad, y terminaba invocando el auxilio y pronta venida del generoso Príncipe y enviado de Dios, que había de redimir a España de la esclavitud del error...
Apenas concluyó, díjole el Bailío que lo del redimir era la parte más inspirada de la canción, por la forma y por la idea. «Lo demás -agregó-, permíteme la franqueza, paréceme harto frío y obscuro. Si una lengua infernal llamó monserga a la Santísima - Trinidad, también tus versos tienen algo de monserga por lo ininteligibles y enrevesados... y no te enfades, Cristóbal, por este juicio de tu leal amigo».
Pidiole después don Wifredo noticias del giro que llevaba en la Mancha el negocio carlista, y Pipaón, lastimado aún por el poco aprecio que el Bailío hiciera de su oda, contestó que todo iba mal en el país manchego, que los carlistas aguerridos y fieles no querían echarse al campo mientras no se les diera con qué sostenerse. Soflamas y ojalaterías no valían para nada. No había dinero. Las pocas y desmandadas partidas del Campo de Calatrava no eran carlistas más que de nombre, pues alentaban y comían con dinero de Montpensier. Terminó don Cristóbal su informe con estas graves palabras: «Así me lo han asegurado, y mil pormenores he visto que lo confirman. Por esto he decidido retirarme, y acudir a París, o a donde esté el Señor, y plantear la cuestión en estos términos: O se procura metálico abundante para que nuestros hombres no tengan que tomar el de ese tío maulón, o arrollemos nuestra bandera, y envainemos la espada de nuestra fe, hasta que Dios nos depare un maná o tesoro militar... Harto saben las tres personas de la Santísima Trinidad que sin dinero no se mueve el carro de la guerra entre los hombres. Lo de que la fe lleva de aquí para allá las montañas, está dicho en un sentido espiritual».
Absorto quedó Romarate con estas opiniones y noticias, y cuando rompió el silencio fue para decir que él había barruntado que las partidas carlistas de la Mancha y tierra de Burgos se alimentaban con dinero masónico. «Hay que ver en este Madrid el pujo de los candidatos, para comprender que ese maldito Duque lleva la mejor parte. Él es rico, y ricos son sus partidarios. Si Prim, que es el amo, por él se decide, ten por cierto que será Rey. Prim dispone de los caudales de la nación... Así estamos... Y yo te digo: Cristóbal, aconséjale al Señor que se entienda con Prim... ¿Cómo?... A mí me parece que antes se entregará por ambición que por codicia, antes por honores que por moneda sonante. ¿Por qué no le ofrecen la soberanía de un pequeño reino? ¿No habrá por ahí una isla, o algún pedacito de tierra firme...?».
-No creas, también yo había pensado en eso... Hagámosle Rey... por ejemplo, de la República de Andorra.
-O aunque sea de la República de las Batuecas... Lo aceptará, sí, a cambio de abrir el camino al Señor... Y si no aceptara, los de Montpensier se encargarán de matarle... Esto he pensado yo... que lo maten los de Montpensier. Así lo he visto en mis delirios. He soñado; por mi magín han pasado mil extravagancias que pueden resultar la pura realidad...
Callaron, meditaron. Poco después, don Cristóbal, confinado en su aposento, escribía cartas en cifra conforme a clave. Una de las epístolas iba dirigida al señor Labandero, Ministro de Hacienda de don Carlos; otra era para Homedes, que llevaba y traía mensajes entre don Ramón Cabrera y el Señor. Los conocedores de las interioridades del Destino y de las revueltas de la Historia, sabían que en cuanto recibía Cabrera los cifrados escritos de Pipaón, los hacía trizas sin leerlos y los arrojaba al cesto de los papeles rotos.
...................................................
«No hagan caso de Wifredo, que está... un poco ido... El hombre parece otro... Y por lo que toca al Urríes, no puedo decir de él nada bueno. Es montpensierista, y con esto se dice todo. Hay más: me han asegurado que ese andaluz pinturero y otros farsantes como él, valiéndose de agentes astutos o de falsos tradicionalistas, promueven y pagan el levantamiento de partidas, ora carlistas, ora republicanas, para que alboroten, escandalicen y atropellen. El intríngulis de esto bien claro se ve: que España se aburra, que España se desespere y a gritos pida la conclusión de esto que llaman Interinidad. España padece este grave mal, y es forzoso curarla, desinterinizarla: el desinterinizador que la desinterinice no puede ser otro que ese franchute avariento y ruin, a quien yo llamo Antonio Igualdad, amamantado como su padre y su abuelo a los pechos de la Revolución francesa...». Partieron Demetria y Fernando para La Guardia, llevando entre sus alegrías la tristeza de un enigma.
...........................................................
- XIV -

Las visitas de Urríes al sanjuanista fueron breves y de pura fórmula. Al salir del aposento de la Subijana, llegábase al del vecino, y en él permanecía unos minutos, o bien, limitándose a preguntar a doña Leche «¿Cómo está el señor Baldío?», se iba sin poner interés en la respuesta... Corrían ya los primeros días de Mayo; en uno de estos, despidiose de Urríes su amigo Tapia, que partió a Barcelona, para de allí salir a cacería de incautos en la montaña de Cataluña. El objeto de tales correrías no consta en los archivos de donde se ha sacado el meollo documental de estas historias, y para conocerlo se ha de esperar a que las hablillas del vulgo (que asimismo son documento y manantial de históricas verdades) se concreten en hechos positivos. Partió el mozo viejo, en quien se confundían las dos naturalezas de carlista y demagogo, dejando un pequeño vacío en los afectos de Urríes. Este consagraba parte de su tiempo a la política, y al Congreso asistía con la puntualidad de los que allí laboran por sus intereses o apetitos, despojados de todo ideal; otra parte, la mayor quizás de sus horas, dedicaba al mujeril enredo, que era en él conveniencia tanto como diversión o deporte.
El hermano de don Juan, Marqués de Ben Alí, era también diputado; pero no había venido al Congreso más que para jurar, y en su pueblo de la provincia de Córdoba permanecía gobernando y feudalizando con los instrumentos de tortura o dominación administrativa. La connivencia entre los dos hermanos era completa, y ambos se daban maña para fortificar la torre del cacicato y hacerla inexpugnable. Con esto queda dicho que don Juan sostenía correspondencia larga y prolija; carteo constante, entreverando los amores con la politiqueja local. Levantábase el hombre a medio día, y desde que almorzaba hasta la noche tiraba de pluma con verdadero frenesí. Cartas empezadas en su casa concluía en el Congreso, y algunos días no paraba hasta la noche, viéndose privado del recreo de la conversación.
Viéraisle una tarde abandonar el escritorio y acudir al Salón, dejar el cigarro en el pedestal de la estatua de Isabel la Católica, colocada en el rincón de la derecha; ocupar su asiento junto a una de las escalerillas de la banda ministerial, y allí, solicitado su espíritu de la necesidad epistolar que en muchos casos era obligación de caballero, levantar el pupitre y escribir, aislando su atención del interés de la Cámara o compartiéndola con él. Así resultaba en sus escritos, no pocas veces, una incongruencia de ideas y un anarquismo gramatical que le obligaban a pedir indulgencia. Aquella tarde puso en garabatos esta graciosa coletilla: «Perdóname las faltas. Escribo en el Salón, en medio de un espantoso barullo, oyendo a un loco que nos habla de la Virgen María, y añade que no quiso ofenderla ni presentarla como esposa infiel... Este bruto es el Suñer que habló la semana pasada... Aquí te pongo su retrato...». Y con cuatro rayas y borrones trazaba la silueta infernal del ateo.
No le bastaba esto, y poco después añadió a la postdata otra igualmente garabatosa: -«Para que te rías. Ha dicho este bárbaro que los que se han escandalizado de sus blasfemias son cuatro beatas, cuatro sacristanes y muchos hipócritas. Aplícate el cuento... También nos ha contado historias de ídolos chinos, de una diosa de buen ver que se llamaba Ton-Pao, y que con sólo mirar a una estrella tuvo un hijo, a quien pusieron el nombre de To-Hi... Te aseguro que es muy divertido oír estas cosas... Y todavía no hay quien le dé una patada a este tío... Adiós; hasta mañana... Adorándote...».
..............................................
Englobada su atención en la atención de la Cámara, bajó don Juan el pupitre, y con propósito de terminar después su carta, ojos y oídos puso en la persona del orador, que hablaba detrás del banco azul.
«Este Echegaray -dijo una voz junto a Urríes- me parece más científico que político, y más poeta que científico. Tiene el don singular de vestir sus ideas con imágenes tomadas de la astronomía y de la geología, y sobre estas figuras físicas sabe poner las humanas». Esto lo decía Moreno Nieto. El andaluz, lego en tales materias, como en todo lo que no fuera el arte de amar, aplicó de lleno su sensibilidad al orador, un hombre de algo más de treinta años, flaco, espiritual, barbudo y con anteojos, de dicción fácil y razonar persuasivo. Le agradó sobremanera esta idea con tanta galanura expresada: «La ciencia ama la religión, sólo que la ama a su manera; no se encierra en ella, no se ahoga en ella; es como el águila que ama las montañas, que pasa de unas a otras, que se posa un momento en la más elevada, pero que después tiende su vuelo, sube a las nubes, se pierde en el espacio, y las montañas allí se quedan, inmóviles, gigantescas, colosales». La imagen empleada por el matemático poeta para exponer la idea democrática, el doble proceso cósmico desde la nebulosa hasta el planeta, y desde la unidad al individuo, impresionó al frívolo caballero, individualista impenitente en cuestiones de moral y de amor.
Echegaray, de quien pudo decirse que poseía el secreto de la inspiración científica, alumbraba con potentes resplandores las cuestiones más distantes de la poesía. Tratando el punto harto prosaico de las relaciones entre la fe y las leyes humanas, trazaba con tonos dramáticos el cuadro de la teocracia y de su abusivo poder despótico en épocas remotas. Combatía la Unidad Católica como el más apropiado ambiente para que aquel poder tiránico pudiese atormentar a la humanidad; y al describir el quemadero del llamado irónicamente Santo Oficio, cuyos vestigios fueron desenterrados en aquellos días, puso en su acento toda la humana ira y las maldiciones más elocuentes. Por esto le gustó a Urríes, por la pasión del intento y el fuego de la palabra.
Admirable fue la reconstrucción que hizo el orador del lugar siniestro en que tostábamos a los herejes. En el corte del terreno veía como un libro cuyas negras páginas declaraban la infamia de aquel tribunal, que afrentó a la justicia divina con sus atroces crímenes. De las capas de terreno extraía residuos calcinados o a medio quemar, y con ellos daba teatral realismo a los actos inquisitoriales; a su conjuro resurgían los verdugos fieros, las piras crepitantes, el chasquido de las carnes lamidas por el fuego y la blasfema imprecación de las víctimas, que en el paroxismo del dolor pedían al Cielo que se desplomase sobre tanta iniquidad. Por este y otros inspirados pasajes, Echegaray tuvo un éxito ardoroso. Urríes aplaudió a rabiar. Moreno Nieto dijo: «Lo que hemos oído es hermoso y dramático». Y al bajar a felicitarle, completó así su pensamiento: «Muy bien, muy bien, Echegaray. Lástima que no sea usted dramaturgo».
- XVI -
«Yo, señor Capellán, no puedo negar mi abolengo carlista: fui dama de honor de la primera esposa de don Carlos María Isidro en su emigración; en mis brazos expiró aquella digna señora; leal servidor de la Causa fue mi marido hasta su muerte, ocurrida en Italia. Deste entonces mi vida ha sido un via-crucis de contratiempos, privaciones y apuros, y a la hora presente, cuando me veo remediada de tantos males, me asalta y acaba por apoderarse de mí la idea de que la lealtad es tontería, ridículo amaneramiento que debemos desechar. ¿Qué debo yo al carlismo? Nada. ¿Por qué caminos me conducía la fidelidad? Por los de la miseria. ¿A quién debo mi reparación y estos alientos de vida? A la tan maldecida y execrada Gloriosa... Perdóneme usted si lastimo sus sentimientos. Contra doña Isabel no digo nada. Pero tampoco puedo negar que a los hombres que la destronaron debo yo la restitución de un bienestar perdido... A pesar de esto, no me gustan los delirios revolucionarios. Yo vería con gusto que este nudo se desatara con la abdicación de doña Isabel».
-En el fondo, la idea de usted no es mala -dijo gravemente el señor Vela-; pero nada espere de esos elementos desencadenados que llaman aquí Cortes Constituyentes...
-Perdone usted, don Pedro, que le contradiga en este punto. No debemos hablar de estas Cortes con ira ni menos con desprecio. Yo he tenido la paciencia de leerme todo lo que han hablado en ellas los hombres de los diferentes bandos... Urríes me trae el Diario de las Sesiones, y allí me entero y formo mi juicio, equivocado tal vez; juicio de mujer, pero mío, y por él tengo que guiarme, mientras no me den otro que me parezca mejor... ¿Qué, se asombra usted de lo que digo? Pues espérese usted un poco. -160- En las Cortes hay una suma de inteligencia que no encontraremos en ningún otro momento de la Historia de España en este siglo. Si de este foco de inteligencia no sale lo que debe salir, no es cuenta mía... ¿Qué tiene usted que decirme de los discursos que negros y blancos pronunciaron hace días sobre la forma de Gobierno? ¿Leyó usted el discurso de Figueras?... ¿y el de ese Pi y Margall que sabe por veinte?... ¿y lo que dijeron los de la otra cofradía, Ulloa, Silvela y Ríos Rosas?
Con breves palabras, acentuadas por gestos negativos, indicó don Pedro Vela que no perdía su tiempo en vanas lecturas. Prosiguió impertérrita Carolina con claridad y desenfado: «Yo, hallándome ya en edad que no admite fantasmagorías, veo la procesión histórica, y a ella me agrego, marchando detrás modestamente... ¿Quiere usted que le hable, señor cura, con absoluta sinceridad, como se habla al confesor? Pues allá voy: al recobrar mi hacienda, tengo que ser muy otra de lo que he sido en mi desgracia. Los bienes que poseo me dicen que la vida es buena, y que no debo derrocharla en quejas lastimosas del mal ajeno, ni comprometerla uniendo mi suerte a la de causas que yo no perdí, que se perdieron por sus propios errores o porque Dios así lo dispuso... Óigame hasta el fin, don Pedro, y no me juzgue mal. Yo veo la procesión histórica, y no soy tan tonta que me eche a andar en sentido contrario... no, señor: ando con ella, tras ella... porque soy rica... tengo al menos con qué vivir, y no se vive bien a contrapelo, señor mío...».
-Hasta cierto punto -dijo Vela reprimiendo una sonrisa-, tiene usted razón... Vivimos a pelo derecho; pero podemos pensar a contrapelo...
-No, señor, que el pensar de ese modo altera los humores, y amarga la existencia. Es más saludable y entretenido mirar las comitivas históricas y dejarse ir al compás de ellas... Respetemos los hechos y asistamos a su paso majestuoso, cualquiera que sea la música que vayan tocando... No maldigamos a esta gente hasta que veamos a dónde van a parar con sus musiquillas y sus estandartes. ¿Qué ocurre? Que han hecho una Constitución... Vayan con ella benditos de Dios... Por una Constitución más no hemos de reñir... Han votado la Monarquía... Muy bien. Esto nos gusta a usted y a mí... Adelante con ella. Ahora falta que encuentren Rey. Yo... que tengo para vivir... perdóneme que insista en mi argumento capital... yo, que soy modestamente rica, no debo apurarme porque el Rey se llame Juan o Perico... Ya le veremos, ya le examinaremos de pies a cabeza cuando nos lo traigan... En tanto que se ponen de acuerdo sobre este particular, nos dan un poco de Regencia... y en este Trono de la Interinidad colocan al general Serrano. Muy bien, muy bien.
-Muy mal, horriblemente mal -dijo el capellán alborotándose-, y no se enfade si le contesto tan a contrapelo.
-No me enfado, señor Vela. Usted maldice a Serrano por lo que llama su ingratitud con la reina Isabel. Pues yo, dejando esta cuestión a un ladito, bendigo a Serrano, porque a él debo el remedio de mis abstinencias. Sí, señor mío: los amigos que me han ayudado en este negocio interesaron en favor mío al Duque de la Torre, y este ha sido mi salvador. Por eso digo a voz en cuello que Serrano es el primer caballero de España y un Regente dignísimo. Comprenda usted, señor Vela, que vivimos bajo el imperio de la Fatalidad, y que el egoísmo es el gran constructor de caracteres. Yo debo enaltecer a los que me han devuelto mi posición. Las ideas caen desplomadas en cuanto tosen fuerte los intereses... Sea usted franco. ¿Por qué es usted furibundo isabelino? Porque doña Isabel le resolvió el problema de los garbanzos... ¿Qué? ¿se ríe? He llamado garbanzos, hablando en lenguaje popular, a la raíz de la existencia.
-Raíz... está usted en lo firme; pero no es la única -dijo el capellán transigiendo benignamente-. El caso es que si arrancamos esa, todas las demás mueren al instante.
-Al fin me da usted la razón... Las circunstancias me han obligado a cambiar de ídolos... Así hemos de llamar a los figurones que dirigen las cosas públicas. La gratitud se parece mucho a la devoción religiosa. Por ella quito de mi altar los santones apolillados, y pongo un santirulico acabado de salir de la tienda, el Duque de la Torre... A la derecha de esta imagen tengo que colocar la de la Duquesa, que, por lo que me han dicho, fue quien hizo más para sacar a flote mi asunto... De Madrid no saldremos hasta que podamos visitar a esa señora. No hemos ido ya por... a usted puedo decírselo en confianza... porque este paso de la estrechez a la holgura nos ha cogido mal de ropa. De la modista depende que cumplamos pronto ese deber... Dicen que la Duquesa es un prodigio de hermosura.
-Vaya usted, vaya bendita de Dios -dijo don Pedro con leve dejo humorístico-. Apostaría yo que ahora, en su nueva posición empingorotada, visitándose con la Regente y otras damas de rumbo, se aficionará usted más a la vida de Madrid y la tendremos aquí mucho tiempo.
-¡Oh, no, don Pedro!... Yo me voy a mi tierra; tengo que estar a la mira de mis intereses, mejorar la explotación de las salinas hasta duplicar su producto... Además, debo atender con la mayor solicitud al porvenir de Céfora.
-¿Y para casarla con Urríes tiene usted que ir tan lejos?
-No he hablado de Urríes; no he dicho tampoco que mi sobrina desee casarse... Es que Céfora no acaba de decidirse entre la vida religiosa y la matrimonial, y en mi país estoy en mejor terreno para elegir... yo, yo, no ella... lo que más convenga.
-Eso es puro despotismo. Veo, señora, que acabadita de hacerse constitucional, sigue usted tan carlista como antes.
Al pronunciar don Pedro Vela estas palabras, despertó súbitamente el Bailío, diciendo con fuerte voz: «Estoy conforme, absolutamente conforme...».
-¿Con qué, mi buen Wifredo?
-Con todo lo que ustedes han hablado, y con la conclusión, con la síntesis... tan carlistas como antes.
-¿Pero qué decíamos, señor Bailío de mi alma? -le preguntó afectuosamente Carolina, llegándose a él.
-No se me ha escapado una sílaba de la conversación de ustedes... Lo primero, que murió la pobre Reina doña Francisca en Gosport... suceso tristísimo que nos ha hecho derramar lágrimas, y que por poco cae don Carlos en poder de los cristinos... Gracias que un pastor le cogió en hombros, como a una oveja, y le puso en salvo... Después viene la noticia del día, la más sonada, la más gorda... Que han matado a Prim... Se cree que haya sido Tapia el matador... Conste que el tal Tapia no es carca, sino montpensierista... Pues muerto Prim, la Regente, Duquesa de la Torre, resuelve la cuestión de Rey... ¿Cómo? Del modo más sencillo... Isabel II larga su abdicación, y casamos a don Carlos con Céfora... digo, con la Infanta Isabel Francisca.
-No hay más inconveniente sino que la Infanta y don Carlos están casados ya.
-El Sumo Pontífice, Gregorio XVI o quien quiera que sea, casa o descasa cuando así conviene a las naciones... Y ahora, Carolina, no falta más que redimirla a usted... Tenga usted calma, que todo se andará. Hoy, sin ir más lejos, hemos visto en San Sebastián una redención por vía de matrimonio... No ha sido cosa mía, sino de un caballero guarnicionista que arregla las monturas del Apóstol Santiago... Espere usted una buena coyuntura, y digamos con el corazón: «Tan carlistas como antes».
Con miradas tristes dijéronse la Marquesa y el Capellán que Romarate no tenía remedio, y diputándole perdido totalmente de la cabeza, le recomendaron el reposo... Retirándose por el pasillo, la noble señora y don Pedro Vela convinieron en aplicar al sanjuanista el único remedio práctico, que era mandarle a Vitoria, donde el descanso y los aires del país nativo le repondrían del grave estropicio cerebral.
Llegaron por aquellos días a Madrid los presuntos Marqueses de Gauna, don Luis de Trapinedo y su esposa, parientes del buen Romarate, herederos del título y hacienda del casi centenario don Alonso. Como venían con propósito de pasar en Madrid un largo mes, esta era buena proporción para el traslado del Bailío, si otra más pronto no se presentaba. El Marqués de Gauna, a quien todos daban el título antes de poseerlo por legal sucesión, era un caballero que física y moralmente llevaba consigo la simpatía, -166- y aunque por tradición de familia militaba bajo las banderas de la legitimidad, la lectura y los viajes le habían modernizado. Y más que el viajar y el leer, influyó en esto su amistad íntima, casi fraternal, con Cánovas del Castillo. Tenían la misma edad, cuarenta y un años, en la época de esta historia; se habían conocido en Madrid, siendo ambos estudiantes; escribieron, no con criterio igual, en La Patria, fundada por Pacheco en 1849; juntos recibieron las inspiraciones y los consejos de Estébanez Calderón, y cuando Cánovas, a fines del 54, fue destinado a Roma como Encargado de Negocios y Agente general de Preces, allá se fue también Trapinedo, en viaje de novios, y poco menos de un año permaneció junto a su amigo, embebecido con él en la admiración y el estudio del arte clásico.
Las estrechas relaciones mantuviéronse luego en España con el carteo frecuente. El ministro de la Gobernación en el Gabinete Mon-Cánovas (1864), ministro de Ultramar con O'Donnell (1866), no olvidó en ninguna ocasión a su amigo. Este hizo un viaje a Madrid en 1867, expresamente para asistir a la recepción de Cánovas en la Academia Española. Claro es que la primera persona visitada por Trapinedo en su viaje del 69 fue el entonces solitario malagueño, que en las Constituyentes representaba una causa harto embrionaria y verde para ganar prosélitos. No estaba aún el horno para las empanadas alfonsinas. Cánovas, conforme en esto con la ingeniosa Marquesa de Subijana, no pensó en andar a contrapelo de la procesión política: iba con ella muy a retaguardia, esperando la madurez y oportunidad de los fines que perseguía. Para redondear este párrafo de historia privada, que pública podía ser a poco que se escarbase en ella, dígase que la señora de Trapinedo, María Erro y Sureda, era muy amiga de la Marquesa de Villares de Tajo, Eufrasia para los lectores de estas anécdotas que van cosidas con un hilo histórico robado del costurero de Clío.
Casi todas las tardes dejaba ver el Marqués de Gauna en el Congreso su agradable persona. Allí departió con Urríes; allí se permitió recordarle el compromiso matrimonial con la hija de Ibero. Obligado por razones de lógica y de dignidad a ratificarse en lo dicho, ya que no implícitamente pactado, hízolo con expresiones de fina delicadeza. Noticias interesantes agregó el Marqués. Que Fernanda estaba cada día más guapa (ya se lo imaginaba el novio)... Que la familia se había instalado por breve temporada en Bergüenda, donde Ibero había adquirido un monte que fue del Condado de Fontecha... Una y otra vez expresó Urríes su impaciencia por ir a La Guardia o a donde estuviese la sin par Fernandita; pero no podría zafarse del herradero hasta el mes de Julio.
Apenas terminada esta conversación, corrió don Juan al escritorio, acordándose de -que estaba en deuda epistolar. Con rauda escritura enjaretó una carta, de la cual se entresacan estos interesantes trozos: «Al hablar hoy con Luis, he sentido tan acerba la nostalgia, que me ha faltado poco para llorar. El tiempo vuela, y yo no puedo volar hacia mi cielo... A las razones que te dije en mi anterior, añado hoy otras, recomendándote el sigilo por tratarse de asunto muy delicado. Ya sabes que por mi buena o mala estrella, soy de los que trabajan la candidatura de Montpensier. No puedo decirte por escrito los medios que empleamos en esta secreta campaña. A su tiempo lo sabrás todo, vida mía».
Reflexionó un instante, temeroso de correrse más de la cuenta en las revelaciones; y una vez pensada y medida la parte que la discreción podía ceder a la confianza, prosiguió así: «Por hoy te diré que entre un amigo y yo hemos catequizado a Becerra, el furibundo demócrata: ello se ha hecho ganando de antemano la voluntad de su mujer, una señora tan ilustrada como respetable, a quien llaman aquí Madame Rolland. Después de esto, he tenido yo solo un triunfo mayor. Asómbrate: he conquistado a Sagasta, el buen amigo de tu padre; Sagasta, Ministro de la Gobernación. Ahora trato de conseguir que don Práxedes arrastre tras sí a la reata de sus amigos. Para ello cuento con Abascal, a quien he metido en el ajo... Es un antiguo progresista, hoy encargado de la administración y conservación de los bienes que fueron de la Corona. Palacio y los Sitios Reales están bajo su custodia. Pues verás: el que bien puedo llamar Intendente del Real Patrimonio, dará muy pronto un banquete a Sagasta y a los amigos que él quiera llevar. Sitio: el Escorial. Fecha: uno de los próximos días festivos...
»Espero que en esta comida traerá don Práxedes al campo del Duque una buena parte del rebaño de Prim. Figúrate mi alegría si esto se logra. ¡Quererme tú, ver yo cumplidos mis deseos en la esfera de amor y en el terreno político!... ¿Qué mayor felicidad para un hombre? Ya tienes bien explicado el motivo de mi tardanza, y seguramente me autorizarás para detenerme aquí un par de semanas... Otra cosa tengo que decirte. Cuidado, Fernanda mía: de esto, ni una palabra a tu padre, que hace fu a toda candidatura que no sea la de Espartero. Amor de mi vida, espero ansioso tu carta con el perdón que solicito y la licencia para vivir lejos de ti unos diitas más...». Con veloz pluma trazó las últimas fórmulas de pasión, echó la firma, y ¡zas!, al correo.
- XVII -
......................................................
Desde el 29 de Septiembre, venía siendo Prim la voluntad impulsora de la situación. A principios de Junio del 69, vigente ya el nuevo mamotreto constitucional, la cabeza visible, Serrano, fue colocada en jaula de oro, y apareció al frente del Gobierno el que de hecho lo presidía ya y era su efectiva cabeza... Propuso Iranzo a don Luis de Trapinedo introducirle en el Salón por la mampara de la izquierda, para que pudiese ver y oír a Prim. Aceptó gustoso el forastero, y en pie, en el ángulo donde estaba la estatua de Fernando el Católico, presenció lo más interesante de la sesión. Justo será decir que le agradaron la persona enjuta y el amarillo rostro del General de los Castillejos, así como su oratoria ceñida, clara, de genuino estilo militar. Vino a repetir Prim la muletilla de los Presidentes del Consejo en tales casos: que el nuevo Gobierno era continuación del anterior, y que si cambiaban los hombres, inmanecían las ideas; o en otros términos: que la idea, Prim, se perpetuaba, aunque por dar pasto a las ambiciones se variaran las figurillas del retablo.
Volvieron Iranzo y el Marqués al pasillo curvo, donde no tardó en agregárseles Cánovas del Castillo, el cual expresó una opinión, como suya, muy interesante y atinada. «No entiendo -les dijo- cómo este Prim, hombre de una agudeza fenomenal, ha reconstituido el Ministerio sin dar participación a los demócratas, que vienen siendo, aunque el General no quiera, la salsa del guisado septembrista. Oigan ustedes a Martos, a Becerra, al mismo Rivero, y verán por dónde respiran. Lo que ellos dicen: '¿Y para esto nos hemos hecho monárquicos?'. No ha de tardar mucho la explosión de estas ambiciones hasta cierto punto legítimas... A esto dicen los de la Unión Liberal: 'Sin nosotros estaríais aún en la emigración, cantando las letanías ojalateras...'». En este punto pasó junto a ellos un joven regordete, con gafas, afeitado totalmente el rostro... Gauna, que no le conocía, le tomó por un profesor de latín o por un clérigo humanista que ahorcado había las negras hopalandas. Tocó en el brazo a Cánovas; este alargó el suyo, le enganchó de la mano, le trajo al grupo y con afecto le presentó al de Gauna: «Mi amigo muy querido, Cristino Martos, Vicepresidente, gran orador y demócrata de la congregación de la paciencia».
-Ya sabes, Antonio -replicó Martos con gracejo, después de los cumplidos-, que no soy impaciente. Los que fabricamos el porvenir sabemos esperar.
-¿Y qué dices de los nuevos ministros?
-Que no traen más que una muda de ropa política... como quien viene para pocos días... Abur. Me llama el Presidente.

- XIX –
Hablan ahora las damas. Eufrasia dijo: «Sólo en el carlismo veo yo un peligro imponente».
Y María Erro, que hasta entonces había permanecido taciturna, anunció un nuevo pasaje histórico: «Que cuente Luis lo que sabe acerca del carlismo, y ustedes dirán si debemos mirarlo como un serio peligro, o como un estorbo pasajero. Yo soy legitimista: mis apellidos traen acá los ecos de Oñate, de Estella, de Vergara. Pero no vive uno por vivir, sino por aprender. Seguiremos siendo carlistas platónicos mientras no se nos traiga una cosa mejor, o algo que sea nuestro ser trasplantado a la vida real. Así lo dice Luis; así lo digo yo, que ante todo soy católica, apostólica, romana».
La curiosidad de lo que el Marqués de Gauna había de contar no admitía espera. Apremiado por todos, don Luis cogió la palabra: «No es cuento, aunque lo parezca. Es, -no diremos un hecho, pero sí un propósito que ha de traducirse en hechos reales. Me han traído noticias de Cabrera, y las tengo por tan verídicas como si yo las recogiera del propio don Ramón, mi querido amigo. Cabrera, sépanlo ustedes, acepta al fin la dirección del partido, que es como decir la dirección de la guerra. Cabrera se pone al frente de las muchedumbres carlistas, llevando a su lado al Rey hasta traerle a ocupar el Trono. Pero... Aquí viene lo bueno. Cabrera será la espada de don Carlos, con la condición de que este acepte un programa liberal, franca y abiertamente liberal. Aquí tengo copia de las bases (saca un papelito que pasa a las manos de Cánovas). Míralo, Antonio, y te convencerás: es copia exacta de las condiciones enviadas a Carlos VII... programa liberal a la europea, pues de otro modo, la Causa sería recusada por el mundo entero: Constitución, Parlamento y libertad de imprenta; tolerancia religiosa, vivir a la moderna, dar de lado a frailes y clérigos, sujetando a la beatería con un Concordato inspirado en las ideas regalistas...».
-Basta, basta -dijo Cánovas con expresión victoriosa-. Si esto es verdad, y verdad será cuando tú lo dices, pon una losa sobre el carlismo, que ha muerto para siempre. ¿Rechaza don Carlos las condiciones de Cabrera y se lanza a la lucha con los elementos que ahora tiene? Pues será vencido, irremisiblemente vencido y destrozado. ¿Acepta el liberalismo que le ofrece el Conde de Morella? Pues pronto le abandonarán los elementos clericales, que son su fuerza, son el alambre que mantiene derecha esa estatua de barro... Don Carlos, antes de disparar el primer tiro, tendrá que irse a su casa, porque el carlismo dejará de ser tal, y cambiando de ideas, ha de cambiar necesariamente de nombre: se llamará Alfonso XII
Callaron todos, esperando más vivos comentarios. Y Cánovas siguió así: «Esto lo sabe Cabrera mejor que nadie. Me consta que lo sabe... Por lo demás, esas condiciones diríanse ideadas con el fin de desengañar a don Carlos y abrir sus ojos a la realidad. Por ese medio Cabrera se quita de encima una mosca importuna, pues ni él está para salir a campaña, ni sus ideas son las que tuvo en 1838 y 1840. Vive en Inglaterra; está casado con una protestante, que es más fiera que él, y no puede ver ya en el carlismo más que una leyenda para solaz de inválidos de las clases militar y eclesiástica».
A poco de terminar Cánovas, y cuando acababan de tomar café, fue anunciado Urríes. Pasaron los comensales al salón, donde no había más visitante que el diputado andaluz, con quien Eufrasia y sus amigos empalmaron la hebra de su charla política. «¿Qué noticias nos trae, Juanito? ¿Sigue en alza el papel Montpensier?... Díganos antes: ¿cómo es que no viene con usted esta noche Juanito Valera?».
-Está en casa del Duque de Rivas, donde habrá lectura de una colección de elegías. -Juan quería llevarme; pero como esto de las elegías entiendo que es cosa triste y funeraria, he preferido brillar por mi ausencia... En cuanto al papel Montpensier, tengo el sentimiento de declarar que hay tendencias a la baja.
-¡Ah, Juanito! Ya me lo figuré en cuanto le vi a usted. Nos trae esta noche una cara terriblemente elegíaca. Vamos a ver: ¿qué ha resultado de la reunión masónica en el Escorial? ¿Fueron los amigos de Prim y de Sagasta? ¿Consiguió este hacerles entrar por el aro? Ea, no nos venga usted ahora con reservas y tapujitos. Descúbranos el lindo pastel.
-Como el pastel se nos ha quemado, todo lo diré, sin ocultar nombres... El primero, nuestro espléndido anfitrión Abascal, Intendente, o cosa así, del Real Patrimonio; después Sagasta, que era el llamado a recomendar al Progreso el papel Montpensier; seguía la reata... Vaya usted contando: Figuerola, Llano y Persi, Moreno Benítez, Juan Manuel Martínez, Venancio González, Ricardo Muñiz, Bonifacio de Blas, Carratalá y este cura... Me parece que no se me olvida ninguno.
-Pues han sido ustedes trece. ¡Fatalidad!
-Dispénseme, Eufrasia. Mala cuenta hace usted. Éramos once. Y este número debe ser más fatídico que el trece, porque el final de la reunión hizo competencia al rosario de la aurora... Sagasta desempeñó su papel con brevedad. Su argumento fue de los que no -197- admiten réplica: «Señores, no discuto la valía del Duque. Sólo afirmo que ha venido a ser el único candidato viable. No hay otro. Todos los intentos han fracasado. El que de ustedes crea posible mejor solución, dígalo pronto. Yo sólo añadiré que cada mes, cada día de interinidad, es un gravísimo peligro para la Patria. No patrocino a Montpensier; expongo la urgente necesidad de tener un Rey. Don Fernando de Portugal se niega en absoluto... en el Duque de Génova no hay que pensar... ¿Qué hacemos? Quiero saber la opinión de mis queridos amigos».
»Y la supo; la oyó bien clara y terminante, contraria resueltamente a la propuesta o consulta del Ministro de la Gobernación. Cada cual según su temperamento, unos con suavidad, otros con energía, alguno con fiereza, todos se interpusieron entre la Corona de España y la cabeza del cuñado de Isabel II. Antes la Interinidad indefinida; antes el desgobierno, el motín crónico, el diluvio. No sólo era cuestión política, sino cuestión moral. Yo me permití decirles que estaban obcecados, que estaban locos. Pero si de Sagasta no hicieron caso, ¿qué caso habían de hacerme a mí?
- XX -
..............................................
El mayor, el único regocijo de Urríes al salir de Madrid por la vía de Zaragoza, fue ver la lozanía con que maduraban los frutos de la Interinidad. Como fanático de Montpensier, deseaba que en el cuerpo y extremidades de la Nación brotaran granos y pústulas, para que fuese menester acudir al heroico remedio. Gravísimas noticias traían el viento y el telégrafo, el correo y las públicas voces. España decía: «Estoy muy molesta con insufribles picazones en todo mi viejo corpacho. Por aquí me duele, por acullá me arde, por esta otra parte se me hincha la piel. Me salen carlistas por donde menos podía pensar, me salen federales por do más pecado había».
Por el camino repasaba Urríes en su mente el sin fin de manifestaciones eruptivas que infestaban a la Nación. Todo aquel sarpullido era por don Carlos y la Unidad Católica. Indudablemente el ejemplar más castizo y picaresco de aquellos brotes insurreccionales, fue el que la Historia designa con el epígrafe de El Cura de Alcabón. Era do Lucio Dueñas, según sus biógrafos, un clérigo chiquitín, casi enano, buen hombre en el fondo, pero tan fanático y cerril que perdía el sentido en cuanto el viento a sus orejas llevaba rumores de guerra carlista. Apenas se enteraba de que ateos y masones sacaban los pies de las alforjas, preparaba él las suyas llenándolas de víveres y cartuchos. Convocaba inmediatamente al vecindario del mísero pueblo de Alcabón, y entre mozos y viejos disponibles reclutaba una docena, o algo más, de gandules dispuestos a defender con su sangre y su vida la Unidad Católica y la Monarquía absoluta. Hecho esto y reunida su mesnada, que rara vez pasó de veinte hombres, echaba la llave a la iglesia, cogía la escopeta, enjaezaba su rocín flaco, y, ¡hala!, a pelear por Dios y por Carlos VII.
El campo de operaciones del minúsculo guerrillero tonsurado era la banda Sur de la provincia de Toledo. Pasaba el Tajo por donde podía; evitaba los pueblos grandes; en los pequeños entraba impetuoso, arengando a su gavilla; pedía raciones, cebada y pan o lo que hubiese; y si en alguna parte le atendían, daba recibo en papel encabezado con este membrete: Real Comandancia de Toledo. Su refugio y descanso buscaba en Menasalbas o en Guadalerzas. Era en verdad delicioso y romancesco el cleriguillo de Alcabón. Hacía poco o ningún daño; no fusilaba; valíase de los muchos amigos que en la comarca tenía para escabullirse de la Guardia civil; pedía y tomaba raciones; no despreciaba caballo cojo ni burro matalón, y aprovechando alguna coyuntura feliz arramblaba con los menguados fondos municipales. Como experto cazador de toda la vida, don Lucio conocía palmo a palmo el terreno. Alguna vez recalaba en la posesión de don Juan Prim, en Urda. El administrador, que era su amigo, le daba raciones y buen vino de las provistas bodegas del General. El jefe y los bigardos de la partida se apimplaban para hacer coraje, y luego salían por aquellos campos gritando como energúmenos: «¡Viva la Religión, viva la Virgen, viva don Carlos!». El exaltado cura, tan pequeñín que apenas se le veía sobre el jamelgo, se esforzaba en suplir su menguada estatura con la fiereza de sus gritos y la bizarría de sus actitudes.
Más temibles que el enano de Alcabón eran en la Mancha Sabariegos y Polo, cabecillas veteranos que asolaban el Campo de Calatrava. Los bárbaros que les seguían llegaron a formar cuadrillas imponentes, que so color de la Unidad Católica cometían mil desafueros. Estos granos o diviesos eran de más cuidado que los de tierra toledana, y mortificaban con punzadas dolorosas el tronco de la madre Iberia. Pero esta sufría en otras partes de su cuerpo enardecido múltiples tumores que en sanguinoso avispero se juntaban. Los párrocos y canónigos de Astorga, alzando pendones por la Monarquía absolutamente católica, se comprometieron a dar cada uno para la santa guerra un hombre armado o su equivalencia en dinero. Pronto se reunieron elementos tan silvestres como belicosos. Del Seminario salió un intrépido sacerdote y catedrático, el señor Cosgaya, que, organizada la evangélica partidita, se lanzó a las aventuras macabeas. Su hazaña primera fue matar a un pobre alcalde; después siguió de pueblo en pueblo racionando a sus hombres y caballos, y aliviando al Fisco de la cobranza de contribuciones.
Pero la cuadrilla más audaz y vandálica de la provincia de León, fue la que guerreaba bajo las banderas del heroico beneficiado de la Catedral, don Antonio Milla, de quien se dijo que era tan sutil teólogo como hábil estratégico. Asoló diferentes pueblos, dejando en Santa María de Ordax memoria perdurable, por los delitos que allí se perpetraron contra la vida, la hacienda y el pudor. Otro de estos Cides con puntas de bandoleros fue el ilustrado canónigo don Juan José Fernández, que no se quedó corto en los atropellos y depredaciones. En una provincia cercana, Palencia, salió Balanzátegui, no cura, sino soldado y de los más valientes, a quien perdió el necio delirio de imponer a tiros y sablazos la Unidad Católica y el Concilio de Trento. Su ciega y fanática intrepidez le perdió: fue pasado por las armas...
El divieso del Burgo de Osma fue García Eslava, que brotó y reventó entre aquel pueblo y Almazán. En tierra de Burgos aparecieron como abscesos infecciosos los afamados Hierros, que operaban con ruda valentía y eclesiástico fervor en la patria del Empecinado y en los términos de Aranda de Duero, Roa y Coruña del Conde... En la provincia de Segovia, los facciosos dispersos se juntaban en Revenga bajo el garrote y bonete del capellán de Juarrillos, para correr al latrocinio de leñas, carbones, pan y cebada; en tierras de Madrid, el cabecilla Jara salía de Santa Cruz de la Zarza en busca de los pingües esquilmos de Aranjuez; desde Valdemorillo y Colmenarejo partían bandas de campeones de la Unidad Católica en persecución del Real Sitio, y amenazaban las preciosidades de la Casita de Abajo. Era, en fin, un levantamiento general y a la menuda, en la mayoría de los casos organizado y dirigido por indignos clérigos. Y estos bribones, que al verse perdidos se acogían al último indulto, volvían luego tranquilamente a sus parroquias, santuarios o catedrales, y sin que nadie les molestara continuaban ejerciendo su ministerio espiritual, y elevaban la Hostia con sus manos sacrílegas.
Y aún había más, mucho más que lo rápidamente contado, que fue repaso y enumeración en la mente de Urríes. Todo el mísero cuerpo de la Nación estaba invadido de la plaga. En el Maestrazgo, Valencia, Aragón y Cataluña, sufría España la terrible picazón. De aquella sarna que la obligaba a rascarse desesperadamente, brotaron los horribles tumores que la pusieron en tan asqueroso estado. Acudía el Gobierno con los emplastos emolientes del envío de columnas en persecución de los malhechores católicos, unitarios, absolutos o carlistas, que de mil modos se llamaban. Pero como era forzoso atacar un mal esporádico en tan distintas y distantes partes del enfermo, unas veces llegaba tarde el remedio, otras demasiado pronto, como pasó en Montealegre, cerca de Barcelona. Los conjurados se reunían por órdenes del cabecilla Larramendi, y conforme iban llegando al punto de cita, con arreos de cazadores, la columna del brigadier Casalis los cogía y tranquilamente los fusilaba. El único que pudo escapar fue Larramendi, que olió la quema y se puso en salvo.
De algunas de estas erupciones oyó hablar Urríes en el curso de su viaje; otras las supo en Barcelona, donde se detuvo pocos días para dar cumplimiento a la misión que llevaba. En el centro de propaganda y de irradiación activa que allí tenía el de Orleans, supo que los carlistas se llamaban a engaño y ya no daban juego. Mejor resultado se pensaba obtener de los federales, que ya en diferentes partes de Cataluña movían los secretos humores para salir a la epidermis nacional. El mal y su difusión aterradora provenían de la sangre viciada por el terrible virus de la Interinidad, y el enfermo llegaría pronto a la gangrena y la muerte si no le ingerían la droga interna, que era -tragar al Duque. ¡Amarga pócima para España, que, rechazándola con signos negativos, se rascaba y se condolía, siempre risueña y grave, inmensamente noble y picaresca!
...............................................
- XXVIII -

Y era verdad que tomaba el billete en la estación de Barcelona; mas no para Zaragoza, como pensó don Wifredo, sino para Tarragona. No iba solo: dos señores le acompañaban. No le movían empeños o compromisos amorosos: empujábanle, con inquietud y curiosidad, móviles políticos y el inmediato interés de la causa dinástica que defendía. Observar quiso la tromba insurreccional que se iba formando en toda España, y con más ímpetu que en parte alguna en las regiones catalanas próximas al Ebro. Era la explosión del sentimiento republicano, el más joven y por tanto, el más vigoroso de los sentimientos políticos en aquella época de pasmosa florescencia vital. Brotaban los nuevos gérmenes con fuerte empuje de la savia, y el poder y virtud de esta se malograban por querer crear el fruto antes de producir las flores... Este arrebatado movimiento tomó la encarnación teórica más atrevida, el pacto federal, y tras él iba con generoso raudal de sentimiento. El federalismo creyó llegar más pronto a su fin batiendo las alas de la razón filosófica que andando modestamente con los pies de la cautelosa realidad. Pronto había de pagar su error.
Como se ha dicho, fueron Urríes y dos más a ver de cerca el ciclón, sin acercarse mucho, por si llovían golpes y tiros. Los compañeros de don Juan eran un señor Angulo y un señor Solís, muy notados de montpensierismo doméstico y público. Lamentaban que en España hubiese tantos hombres que exponían su vida y su hacienda por don Carlos o por la República, y que no saliesen de ninguna parte ni siquiera cuatro gatos armados que mayasen por el de Orleans. En su lista de adictos tenía este generales y políticos de peso; en sus arcas millones que derrochar, si pudiera más la ambición que la codicia, y con tales elementos era el hijo predilecto de la impopularidad. Angulo, Solís y Urríes salieron de Barcelona con objeto de ver si en el revuelto río federal era fácil pescar alguna trucha que pudiese comer tranquilamente el señor Duque.
Vieron los tres caballeros la grande agitación de aquel país, y en un tris estuvo que retrocedieran a Barcelona; pero más pudo la curiosidad que el temor, y adelante siguieron. Sabían que las radicales ideas de Pi y Margall habían cristalizado en los organismos federativos de pueblos y regiones, y que pronto lo harían en la Junta central, común atadijo de los haces regionales. Sabían también que la guerra civil republicana se iniciaba en ciudades populosas y ardientes, como Zaragoza, y en otras que siempre fueron pacíficas. No desconocían que tras ellos quedaban soliviantados pueblos importantes de Barcelona y de Gerona; que Suñer y Capdevila reclutaba hombres a centenares, a miles, para expugnar la institución monárquica todavía platónica y acéfala, pues había trono, mas no Rey que lo ocupase; pero ignoraban lo que podía venir del lado de Tortosa, donde algunos diputados republicanos y otros que no lo eran, hombres de tan viril entendimiento como Valentín Almirall, jóvenes exaltados como José Luis Pellicer, habían adiestrado al pueblo en el arte de la reivindicación y en otras artes complementarias, como el maldecir cantando y el aclamar rugiendo. Inspiraba el gran niño admiración por su infantil fiereza; causaba miedo, porque su inocencia no era ya inofensiva.
Al llegar a Tarragona, nada vieron anormal Urríes y sus acompañantes. Fueron a visitar al Gobernador don Juan Manuel Martínez, hombre tan inteligente como simpático, amigo inquebrantable del General Prim, satélite de adversidad más que de fortuna, pues con alegre constancia le siguió por todos los ásperos senderos y atajos de la emigración... No le encontraron: había ido a Barcelona a conferenciar con el Capitán General Gaminde, y pedirle fuerzas con que contener el nublado que se les venía encima.
Recibió a los curiosos forasteros el Secretario, Gobernador interino don Raimundo Reyes García, el cual no pareció temeroso de que estallasen desórdenes graves a la llegada de los republicanos que vendrían de Tortosa. Según dijo, conocía bien al pueblo tarraconense; teníale por reflexivo, poco dado a excesos revolucionarios; pensaba que arengándole con lenguaje conciliador, invocando su dignidad y cordura, todo se reduciría a un poco de ruido. Contagiados de la tranquilidad del Secretario, se fueron los caballeros a la fonda, luego a un café, Rambla de San Carlos, donde departieron sobre los presuntos alborotos. Seguramente, si estos eran extremados y traían atropellos de la propiedad y ataques a las vidas, más ganaba que perdía la causa del Duque. Convenía que la odiada Interinidad se pusiera su máscara más cadavérica y su mortaja más pavorosa para asustar a la Nación.
Con estos comentarios ojalateros pasaban el rato cuando oyeron rumor de marejada popular, y a la calle se lanzaron, siguiendo la corriente que con hervor de gritos descendía de la Rambla de San Juan a la de San Carlos. Por la calle de la Unión precipitáronse a la Plaza de Isabel II, donde ya era menos fácil el paso por lo que iba espesando la muchedumbre. Dejábanse llevar del torrente humano que corría cuesta abajo, y por calles que desconocían, rectas y de anchura diferente, llegaron a una gran explanada, en cuyo término se veía la estación del ferrocarril. Era la escena del drama federal anunciado, que se hallaba en su primer acto, mejor será decir en el único, porque fue tragedia breve, con muy poco espacio entre la prótasis y la catástrofe.
Sobre la multitud que ondeaba con hinchazón rugiente, como un mar tempestuoso, se destacó la figura arrogante de un militar anciano que subió a un coche. Su hermosa barba blanca dábale aspecto de un gran Rabino, con ros y levita galonada... Era Pierrad, hombre valiente en la guerra, desgraciado en la paz, y en toda ocasión política enormemente inoportuno; tardío cuando debía llegar pronto, prematuro cuando su tardanza podía ser un suceso favorable. No se sabía si a la multitud arengaba, o si oía su bronco alarido sin comprenderlo... El General era sordo.
Entre don Blas Pierrad y la Estación, el Gobernador interino arengaba en otra forma y con mejor sentido a la brava multitud. Esta, también un poco sorda como su ídolo en aquel momento, no se enteraba de las sensatas exhortaciones de la autoridad... se arremolinó en torno al señor Reyes; este cayó al suelo... La fiera se inclinó sobre él... Era como el niño recogiendo el juguete que se le ha caído... Los niños, en sus juegos inocentes, inventan diversiones crueles y hacen simulacros de maldades... Ello fue que la iracunda caterva popular echó una cuerda a los pies del infeliz Gobernador interino y le arrastró, no sin tropiezos y dificultades, porque el suelo estaba muy mal empedrado... Los arrastradores, con incierta marcha de niños embriagados por la travesura, tiraban hacia el puerto... Pierrad fue y vino en su coche... los caballos encabritados, -296- parecían luchar con las olas, como caballos de Neptuno. Alguien gritaba junto al General refiriéndole lo que ocurría; mas él no parecía comprenderlo bien.
Urríes, Angulo y Solís no creyeron prudente marchar a la cola de la bárbara tragedia que se alejaba; y deseando apartar de sus oídos el espantable resuello de la plebe, mezcla de carcajada hombruna y de aullar de canes, retrocedieron calles arriba...
«Filiberta -dijo don Wifredo a su criada, abriendo los ojos y requiriendo el libro que había dejado sobre sus rodillas-, ¿has oído un estrépito como de loza que cae y se rompe en mil pedazos?».
-No, señor -replicó la mujer huesuda, que entró de puntillas cuando su amo dormitaba en el sillón-. Nada oigo, y en casa no se han roto tazas ni pucheros.
-Pues creí... Estaba yo leyendo unas historias del País de los Volcanes... cada casa tiene su cráter... país de terremotos... el suelo está siempre bailando... Pues leía que estalló una gran erupción... no sé más, porque me amodorré... Dime, Filiberta, ¿fue ilusión mía, o en la calle había bullanga? ¿No pasó un grueso gentío alborotando?
-No, señor: no ha pasado más que el carromato de Estella con cuatro mulas... Alboroto hemos tenido en Vitoria; pero ello fue anoche... En el teatro se juntaron esos locos republicanos, y estuvieron echando prediques hasta las once o más. Luego, a la salida, hubo lo de que si tú, que si yo; vivas y mueras, y empujones muchos que por poco se vuelven palos.
-Fuera de don Pedro la Hidalga, varón respetable, aunque de cáscara más amarga que la hiel, todos los republicanos de acá son niños echados a perder por el estudio... Entre ellos hay muchachos listos... simpáticos. ¡Ricardo Becerro, Daniel Arrese, Sotero Manteli, ángeles de Dios!... Antes de irme a Madrid discutía yo con ellos, y les volvía tarumba, despedazándolos con sus propios argumentos... Ahora, los ángeles se han quitado de cuentos, y tratan de traernos el Caos. ¿Sabes tú, Filiberta, lo que es el Caos?
-Señor, como saberlo, no lo sé... pero ello debe de ser algo parecido a la República Federal, porque esta no se les cae de la boca... Pues el otro Cao, el de Carlos VII, también tiene pelos... Y para que estemos más divertidos, Cao de Montpensier, Cao de Espartero y del Demonio coronado. Digo, señor, que no ganamos para Caos.
-Es verdad; no ganamos... Y a propósito, Fili: estoy algo inquieto... El corazón, desde anoche, me dice cosas tristes. Todo cuanto leo me hace pensar en trifulcas lejanas, en calamidades y sucesos sangrientos... en volcanes y cataclismos. ¿No te parece que...?
«Sí, sí: me parece que debe el señor arreglarse, vestirse y echarse a la calle -dijo la mujerona con regaño y mimo, a la par severa y cariñosa-. ¡A lucirla, a pintarla... a que diga la gente: 'Ahí va el primer caballero, y el caos de la pura elegancia'! Fuera murrias, y viva mi dueño». Fácilmente persuadido por este exabrupto de cariño maternal, don Wifredo despachó sus lavatorios matutinos; con media hora más quedó de punta en blanco, y a la calle... ¡Albricias! El gran Romarate reaparecía como el sol después de un largo y triste nublado.
Entrada la noche fue al palacio de Gauna, donde halló más gente que de costumbre, y la novedad de que estaba allí el Gobernador contando el trágico suceso de Tarragona. Un cronista muy autorizado fija en la noche siguiente la visita del señor Ezcarti. ¿Qué más da? Y en último caso, con correr una fecha queda la Historia en su punto... Al entrar don Wifredo, el digno Gobernador, rodeado de graves señores y algunas damas, iba ya muy adelantado en el relato del espantable motín, que sabía por telegramas oficiales: La autoridad militar, General Acosta, no dio señales de vida hasta que le llevaron noticia de que el pobre señor Reyes había sido arrastrado. Antes de que llegara la escasa tropa que guarnecía la plaza, algunos guardias civiles y carabineros lograron contener a la salvaje plebe; pero no salvar a la víctima, que aún estaba entre la vida y la muerte, yacente en la Plazuela de San Fernando, cerca del mar, a donde los arrastradores querían arrojarla...
-¿Y el Gobernador civil?
-Llegó de noche... pudo recoger el cadáver del desgraciado Reyes, espantar a don Blas, que se volvió a Tortosa, y dar principio al desarme de los voluntarios de la Libertad. Don Juan Manuel hizo prender en Tortosa al general Pierrad, y le trajo a la cárcel de Tarragona; después, reuniendo toda la fuerza disponible, persiguió a los amotinados. Estos se corrían a Reus, a Valls, a Montblanch... En fin, que había para rato, y aquella insurrección daría mucho que hacer al Gobierno.
Los comentarios fueron, como es de suponer, vivos y medrosos. Algunos, encastillados en la rutina, creían que sólo al carlismo correspondía la especialidad, casi casi el derecho, de la insurrección. Romarate oía y callaba, pues había perdido el hábito de las disputas políticas. María Erro, Gracia y la señora de Prestamero no extremaban su indignación, y sólo veían en la tragedia el peor síntoma de la gravísima dolencia de España, llamada Interinidad. En cambio, las añosas damas doña Manuela Tirgo y doña Rita de Landázuri sacaban de sus amojamadas laringes voces de ultratumba, para pedir un régimen absoluto sin Cámaras, aunque con camarillas, que pusiera freno a tantos desmanes. Luis Trapinedo, Ezcarti, Santiago Ibero y otros, pedían represión por los medios constitucionales, y los que blasonaban de católicos antes que políticos, como don Ramón Ortiz de Zárate, don Francisco Juan de Ayala y el valetudinario don Tirso Pipaón, ex-Provincial de la Orden de Predicadores, afirmaron que la tragedia de Tarragona y otras que se estaban preparando tenían por único fundamento la relajación de los principios religiosos.
...............................................


FIN DE ESPAÑA SIN REY



Madrid, Oct., Nov., Dic. de 1907; Enero de 1908.