miércoles, 28 de abril de 2010

Eran los días largos (2ª parte)



Una de aquellas noches se presentaron en nuestra casa mi tía y su marido, quienes venían empapados por la lluvia. Mi madre le quitó a mi tío el paraguas de la mano, que dejó abierto en el portal. No era corriente ver en mi casa al tío León. En muchos puntos el tío León y mi padre raramente coincidían. Cada uno tenía su manera de ver la vida. Mi tío había abierto una tienda cerca del mercado en la que vendía de todo. Sabía muy bien que la vida es puro trueque: todo lo que se da es siempre a cambio de algo.
-Estamos en unos tiempos -decía- en los que el buen paño ya no se vende en el arca. Hay que salir a la calle a exponer la mercancía que uno tiene, o a decir a la gente las cosas que uno sabe hacer. Ya sé que Nicolás no está acostumbrado a estas cosas: a él toda la vida han venido a su casa a traerle el trabajo. Ha sido un privilegiado. Pero es que los tiempos han cambiado, ahora ya nadie sabe quién es el maestro Nicolás. Hay que empezar otra vez desde el principio.
Mi madre siempre admiró la labia de su cuñado, quien, sin quitarse el abrigo, tenía los codos apoyados sobre el hule con florecillas de la mesa. Pero no estaba de acuerdo con lo que decía el tío León y por eso dijo que al maestro Nicolás, mi padre, lo conocía en la ciudad todo el mundo.
-Lo que pasa es que nadie tiene dinero para gastárselo en un traje. Primero está la comida. Ahora la gente se apaña como puede. Pero todo tendrá que volver a lo que fue ...
Mi padre decía:
-Si no fuera por esa guerra ... Se refería a la guerra mundial.
Pero el tío León, seguro de sí mismo, liando un cigarro con tabaco que sacó de una tabaquera, movía la cabeza escéptico diciendo, no sabéis de la misa la media: ya nada volverá a ser lo que fue.
-Nicolás tiene amigos -dijo mi madre.
- ¿Amigos? Hoy nadie tiene amigos.
- No hables así -le decía mi tía dándole en el codo.

-¿Es que no digo la verdad? Que diga Nicolás dónde están sus amigos.
-Todo el mundo tiene sus problemas -contestó mí padre molesto.
Se planteó el motivo de la visita: Mi tío venía con la saludable misión de ofrecerle un trabajo a mi madre. ~A Isabel?
-Para esto valen más las mujeres.
-Pues tú dirás.
-Se trata de algo muy simple.
Ya mi tía le había adelantado la noticia a mi madre, que sólo esperaba impaciente la aprobación de mi padre.
-El trabajo que vengo a ofrecerle consiste en que Isabel todas las mañanas coja el tren y vaya a cierta ciudad cercana (dijo su nombre) donde venderá determinados géneros de primera necesidad a una persona que la estará esperando todos los días.
-Eso es estraperlo -contestó sorprendido mi padre.
-Exactamente.
-Yo no puedo consentir que Isabel se dedique a ese trabajo.
Mi madre, con la niña en los brazos, miró a mi padre y luego a su hermana estupefacta.
-Se trata de algo muy sencillo -insistió mi tío León fuera de sí-o Piensa que lo que te proponemos es meter una peseta en tu casa. No podéis continuar viviendo. como vivís.
-iNo quiero que mi mujer se vea un día en la cárcel!
-iNadie la va a meter en la cárcel!
Fue mi madre la que rompió el mutismo:
-De alguna manera tenemos que salir de este infierno
-dijo.
Era claro que lo tenía decidido.
Mi padre se levantó disgustado y salió de la habitación dando un portazo. Le molestó que mi madre esta vez estuviera de parte de su cuñado. Le molestó porque nunca le cayó bien.

Recuerdo que de la pared colgaba un almanaque con un torero famoso.
Una mañana, casi de noche, tuvo mi madre su primer día de trabajo. La oí levantarse sigilosa, entrar en mi cuarto para besarme como si se fuera para siempre y salir luego de la casa con aquella bolsa gigante cargada de provisiones que, misteriosamente, alguien había traído la noche antes. La bolsa fue colocada con mimo sobre la cama de mis padres, admirada por nuestros ojos sorprendidos, sin atrevemos a tocar aquellas maravillas (pan, jabón, aceite, azúcar) que nos estaban de momento vedadas. Mi padre anduvo curioso en tomo a la bolsa fantástica a la que nadie osó tocar. Aquello era delito. Oí cómo mi madre tiraba del portón y se alejaba. No volvería hasta entrada la noche, agotada de su viaje alrededor del mundo. Nosotros, mi padre, mi hermana y yo, nos pasamos el día con el alma en un hilo, asomándonos a cada instante a la puerta convencidos de que si mi madre tardaba en volver era porque la habían detenido y estaba presa. Mi madre de vuelta se sentó en una silla, se quitó las medias y mirando seria a mi padre que la observaba, dijo:
-El trabajo es muy sencillo. Lo que pasa es que hay que ir muy lejos y el maldito tren para en todas las estaciones.
Sonrió:
-Nunca pensé que hubiera tantas estraperlistas.
-¿ Y la policía?
-¿Qué policía? Yo no he visto ningún policía. Dicen que
cuando aparecen lo mejor es dejar los bultos donde están y hacerse la tonta. Mala suerte.
Mi madre nos puso de cenar. Nos habíamos pasado el día sin probar bocado, pendientes de su suerte.
-Parecéis tontos -protestó mi madre enfadada-o ¡Yo sé bien lo que me hago!
La niña se había dormido en mis brazos.
-Rala -dijo mi madre tomando la niña-, poneros a la mesa.
Aquellas salidas se repetirían muchas madrugadas. Y era verdad que no era ella sola la que se dedicaba a este mercado negro y al mismo tiempo necesario.
-Todos tenemos que vivir -decía mi madre ahora tostada por el sol y por la carbonilla del tren, envuelta en su abrigo usado regalo de la hermana-o Los tiempos no están para contemplaciones. En el tren se habla de muchas cosas y en esto del estraperlo, del verdadero estraperlo, del estraperlo a lo grande, están metidos peces muy gordos. Hasta gente del Gobierno. Lo que pasa (a mi padre) es que tú vives en las nubes.
Fue así como conocimos a otras mujeres que noche todavía llamaban a nuestra puerta y mi madre las recibía para emprender juntas el viaje. Las oía hablar en la cocina tomando café de cebada y luego marcharse cerrando la puerta con cuidado para que los niños (decían) no vayan a despertarse. Me tiraba de la cama sólo para verlas envueltas en sus abrigos y en sus chales, lo mismo que brujas goyescas. Irían caminando con sus cargas pesadas hasta la estación, si no había suerte, un par de kilómetros. El frío era duro. Toda mi niñez estuvo presidida por ese frío atroz que se colaba como un cuchillo por las rendijas de las puertas y de las ventanas centenarias.
Siempre tuvo mi madre más arrestos que mi padre para andar por la vida. Quizá porque mi madre no tuvo nunca más ideal patriótico que sus hijos. Un hijo (decía) es más que un ideal.
Mi padre se limitaba a subir al seminario a preguntar si habría sotanas que hacer o que arreglar y hacer de camino su ronda por el comercio amigo donde llevaba a vender alguna confección. Pura miseria.
-Lo que te pagan por las cosas que haces -le decía mi madre irritada- es una limosna. ¿No te das cuenta de que te roban? Saben que tienes necesidad y se aprovechan de ti. ¿Dónde están los hombres honorables? En este pueblo que tú tanto quieres, todos son unos ladrones. Mucha cruz y mucho golpe de pecho, pero todo mentira. Mentira nada más.

Era la rebelión de mi madre.
-Eso no es verdad, si me dan trabajo es por ayudarme. +Eso es lo que ellos dicen. Lo que tú les regalas por dos ellos lo venden por treinta. ¿Es que no lo ves?
Mi padre no lo veía.
Mi hermana rompió en una rabieta.
-¿'I'e vas a estar quieta? -le chilló mi madre agresiva amenazándola con darle un azote en el culo, que de nada le valió. La niña, enfadada, se tiró al suelo donde continuó su pataleo. Era su amor por mi padre.
Pegué la cabeza a la mesa y pensé en los días pasados, cuando mi padre era feliz en su sastrería cortando sotanas y llamando al orden a aquellos escolares de ojos tristes que esperaban como ovejas sumisas en la puerta del taller. Yo los miraba, cuando iban juntos por la calle, porque sabía orgulloso que todas aquellas sotanas las había hecho mi padre.
Como todas las noches ladró un perro mandón en la placeta.





















Bajé del palomar y dije a mi madre que en la sala grande, junto a la chimenea de campana, calzando botas, la espada flamante apoyada en el muro, sentado en un sillón, estaba aquel don Pedro de Mendoza que había nacido en esta misma casa. Cuando entré en la sala, el caballero levantó su mirada triste haciéndome un saludo con la mano. Estaba claro que, al verme, me había reconocido. Le dije también a mi madre que don Pedro tenía canas en la barba y los labios cortados y con pupas por la fiebre. A los pies, centinela de su mala suerte, dormitaba un perro galgo canela. Mi madre, cuando me oyó decir estas cosas, lo primero que pensó es que su hijo definitivamente había perdido la cabeza. Todo lo que decía no eran más que disparates. Por eso me acunó a su pecho y meciéndome como a un bebé me dijo: Calla, calla.
Como se repitiera varias veces la misma historia irnposible, acabó por tomarme de la mano y subir conmigo la escalera de ladrillo hasta la sala donde ella misma, estupefacta, pudo comprobar cómo don Pedro, caballero santiaguista, continuaba en su sitio. El caballero, al vemos, inclinó la cabeza a mi madre y dejó sobre sus piernas el Ovidio que tenía en sus manos. Fue una visión repentina, que un golpe de viento volatizó en un instante borrando el fuego, el sillón, el perro canela y al caballero, quedando la sala sumida, como siempre, en extraña soledad.
-¿Lo ves? -dijo mi madre confundida-o Aquí no hay nadie.
Pero no era verdad. Ella misma había sido testigo de aquella visión. Prueba de ello fue que durante varias' noches, y para quitarme aquel maleficio de la cabeza, repartió por la casa lamparillas de aceite. Y no fue una vez, sino que fueron muchas las que encontré al ilustre soldado deambulando por la casa, arrastrando la sombra de su galgo y su tristeza, adquirida, supe, en su viaje a la América austral.
-Te dije que no hay nadie =seguía diciéndome mi madre mirando la amplitud de la sala desde la puerta-o Todo es fruto de tus fantasías, que te hacen ver lo que no existe. En esta casa (no sé si para convencerse a sí misma) no vive nadie más que nosotros y nadie viene, que yo sepa, del otro mundo.
Siempre que mi madre escéptica decía estas cosas, se sentaba y movía la cabeza con preocupación.
En general, los días eran tristes. Tristes por el frío. Porque todavía, sobre las casas, asomaban intactos muchos de los destrozos de la guerra. Pero todo el mundo se daba prisa por olvidar lo pasado y se apresuraba a emprender la vida nueva, la tarea común, lo que no era óbice para que muchas heridas se enconasen e incluso se hicieran más sangrantes. En la misma escuela había niños cuyos padres eran de distintos colores ideológicos, que allí apenas si se notaban. Yo, en ese tiempo, seguía con mis ganas de música y, cuando podía, seguía escapándome a la catedral para ver al organista. En ese tiempo quise aprender a ayudar la misa, pero no me lo permitieron porque, dijeron, todavía no había hecho la primera comunión. La haría (la haríamos) en mayo florido, en la Pascua.
Mi madre se obstinaba en que aquellas visiones eran consecuencia de mis ayunos y de mi escasa salud. Eran estos dos factores los que me hacían ver lo que no existe en la realidad tangible, fuera de mi cabeza disparatada.
-iY no quiero que hables más de eso! -me gritaba mi madre.
Pero yo sabía que se engañaba. Y puede que ella, en el fondo, tuviera sus dudas. ¿Quién tiene en sus manos la verdad de este mundo? Yo volvía a encontrar en su sillón al fundador de Buenos Aires con sus pies en el fuego, siempre traspasado por el frío glacial, consecuencia de sus fiebres y de la humedad cogida en su travesía de la mar océana. Para un hombre de tierra adentro, como era él, la mar resulta siempre un enemigo mortal. Andaba tullido, ocultando siempre con las manos su rostro emplastado, roído por el mal gálico. La cara (me dijo un día) es el espejo del alma.

Un día de viento helado en que me permitió que calentara mis manos en su fuego, le pregunté por qué mandó matar a cuchillo a su hermano jurado don Juan de Ossorio, al que todos ponderaban como caballero honrado y hombre de honor. No le gustó a don Pedro la pregunta inoportuna, aunque para él, que prohibió que nadie se apiadara de su mejor amigo so pena de recibir el mismo pago y castigo, no fue una decisión sencilla.
-Un capitán como yo -me dijo solemne- sólo es responsable de sus actos ante Dios y ante su rey. Y allá, en aquellas soledades, yo representaba ambos poderes. ¡Sólo yo! Tenía pruebas contundentes de que el señor Juan de Ossorio era un traidor y un mal nacido y si me negué a publicar estas razones fue por no deshonrar aún más su honra perdida. Mucho pesar me costó este castigo, que algunos malintencionado s afirmaron era venganza de ciertos amores lejanos. Yo estaba por entonces demasiado enfermo para pensar en tales cosas. Si fui al Río de la Plata fue por obedecer al césar, que así me lo pidió. Mi cuerpo y mi alma necesitaban ya otras medicinas. Lo que yo hubiera querido entonces era retirarme de este mundo engañoso y recobrar mi fe perdida. Fue un error que tales sentimientos los interpretase Juan de Ossorio como un signo de debilidad. No, yo era un soldado y sabía hacer honor e hice honor a la confianza que mi señor había puesto en mis manos.
No quise interrumpir tan largo discurso, que había alterado sensiblemente la paz del adelantado. Todavía añadió que fueron las rentas de su mayorazgo, y no los dineros obtenidos en el saco de Roma, las que costearon su viaje a Indias, amén de los préstamos y auxilios de los banqueros alemanes.
-Es verdad que aquel viaje estuvo tocado desde el primer momento de las mayores desgracias.
Al salir de la sala, el caballero me hizo un gesto con la mano para que cerrara la puerta. Su gran temor eran las corrientes invernales. Cerré con cuidado y bajé despacio la escalera de ladrillo gastado por los pasos, mientras le oía hablar cariñoso a su perro galgo canela, amigo de sus horas bajas. Decían que, de vuelta de Indias, acuciado por el hambre, había degollado a este mismo perro con su propia espada, cuya carne devoró.
Ahora mi madre recelosa no me preguntó de dónde venía, temiendo que le dijera que había estado otra vez con aquel hereje que había puesto sus manos pecadoras en la sotana del papa. Hablando a solas con mi tía, le oía decir:
-El niño, o miente o se está volviendo un fantasioso. Se pasa el día hablando solo con personas imaginarias.
-Eso es el hambre -decía mi tía-o Tu hijo, a esa edad, lo que necesita son buenos pedazos de pan.
Mi madre movía la cabeza sin saber qué decir.
Era mi padre quien, por mortificarla, decía que esas historias que yo contaba venían de las muchas horas que ella nos dejaba solos a mi hermana y a mí.
-Los niños necesitan a su madre.
Lo que ella nunca supo es que también hablaba con el Cura Liberal que había habitado la casa mucho antes que nosotros. Al cura lo vi una tarde mirando por su ventana el sol de poniente. Al verme, me dijo hola y dejó sobre la mesa de pino añosa un libro gordo que yo reconocí enseguida, era la Historia de los heterodoxos españoles que había en la escuela. El Cura Liberal me llamó por mi nombre y me invitó a sentarme en una silla baja que yacía abandonada en un rincón. Aquel hombre tenía la voz robusta, de predicador, y si de algo se quejaba, como don Pedro, era del frío incruento que hacía en aquella casa.
-Las noches son horribles -se quejaba-o Por la mañana (señalando) el tejado amanece con un dedo de escarcha.
Esto era 10 que comentaba. aquel hombre alto que tenía que bajar la cabeza a cada instante para no dar con ella en las vigas bajas del techo. Estaba en la casa desde tiempo inmemorial (dijo) por orden del obispo.
-Y así estaré hasta que alguien se acuerde de que continúo aquí.

Se lamentó de que mi padre le hubiera permitido a aquel eclesiástico pedante que hiciera almoneda con sus libros, quemando unos yrobándole los otros, precisamente los que más precisaba. Recuerdo que mencionó la colección de clásicos Rivadeneira, que yo había visto en una biblioteca de la ciudad.
-Para consuelo de caminantes -comentó con ironía el curita conmovedor-, para mi desgracia, que él conoce, me dejó con disimulo sobre la mesa esta Historia de don Marcelino Menéndez y Pelayo. Mala suerte ...
Yo lo miraba embobado, atraído por la personalidad de este cura gigante, quien se decía hijo del Siglo de las Luces.
-A Cristo +me dijo señalándome con el dedo-, no le asustaba la luz. Él era la Luz. Y la luz, también lo dijo, no se pone debajo de un celemín. Los hombres tendrán algún día que acostumbrarse a salir de las tinieblas ...
Me hizo un gesto con la mano:
-Ahora debes marcharte: tu madre te estará buscando. Era muy respetuoso el señor Cura Liberal con mi ma-
dre, a quien compadecía por haberse casado con mi padre y por vivir en tiempos de inquisiciones.
+Mi madre también era una santa: no pudo verme condenado por el tribunal eclesiástico y se murió en buena hora. Dios la tenga en su santa gloria.
Me sorprendió que conociera a mi madre y me dijo que la veía siempre que subía a la torre a cerrar las ventanas. También la veía cuando salía de madrugada camino de la estación con las otras mujeres.
-Las mujeres de este país son las que siempre han salvado a este pueblo. Pero eso no se cuenta en los libros.
El Cura Liberal me despidió en la puerta de la torre, mientras se echaba sobre los hombros una manta alpujarreña. Bajé oyendo arriba el golpe seco de los postigos inclementes.

Un día ocurrió lo que mi padre, agorero, tanto tiempo había estado anunciando: se presentó en nuestra casa una pareja de la Guardia Civil preguntando por mi madre. En ese momento estábamos en la casa mi hermana y yo. Mi padre había salido a lo suyo y me había advertido que no le abriera la puerta a nadie, cme entiendes?, absolutamente a nadie. Pero allí estaba la Guardia Civil y yo les abrí. Me repitieron si era verdad que no estaba en casa mi padre y yo les contesté que no estaba, que sólo estábamos mi hermana y yo. Entraron recelosos y lo miraron todo. Me extrañó que no vieran a don Pedro haciendo su ronda por los pasillos solitarios. Tampoco vieron al Cura Liberal leyendo a don Marcelino Menéndez y Pelayo detrás de una viga maestra. Cuando los guardias terminaron su registro infructuoso, se quedaron indecisos, convencidos de nuestra pobreza ostensible. Ese día amargo ni mi hermana ni yo habíamos desayunado. Por eso uno de los guardias, compasivo, le hizo una caricia ñoña a mi hermana, que lo miraba con sus ojos grandes y la hizo llorar asustada. Fue entonces cuando apareció en la puerta mi padre sorprendido de la visita esperada desde siempre.
-¿Es usted el maestro Nicolás?
-Sí, señor.
-¿Su mujer se llama Isabel García?
-Sí, señor.
-Y se dedica al estraperlo, crio?
-No, señor.
-Tenernos una denuncia.
-Pues se han equivocado ustedes: aquí no hay nada.
Pueden ustedes registrar la casa. -Ya lo hemos hecho.
Mi padre se quedó perplejo.
-No es mal amigo el que avisa -le dijo uno de los guardias mirándole cara a cara-o Quite usted a su mujer de ese oficio. Un día puede pasarlo mal.
Mi padre se puso nervioso. Parecía cogido en una trampa.

-Ya les he dicho que están ustedes equivocados: mi mujer ha ido a casa de su hermana. Ella no trabaja en eso.
Cuando regresó mi madre, mi padre estaba a punto de un ataque. Se había asomado a la calle mil veces sólo por si venía. Yo mismo corrí a la plaza sin resultado. La impaciencia se lo comía. Se sentaba en el taller y al momento volvía dando con el puño en la mesa. Se culpaba sin razón de todo lo que había pasado.
A mi madre, alguien le contó por el camino el suceso. -Los guardias han estado hoy en tu casa.
-¿En mi casa?
-Sí, en tu casa.
-iDios mío! ¿y mis hijos?
-Lo han registrado todo, pero no ha pasado nada. Tranquilízate. -Dios mío.
-No te apures, mujer. Te digo que no ha pasado nada.
-Me lo daba el corazón. Hace tiempo que me lo daba el corazón.
-Pero mujer ...
Por eso llegó volando. Lo primero que hizo fue abrazarnos y luego se sentó en una silla con la cara como el papel. Parecía una muerta. Mi hermana se echó a llorar.
Ese día mi padre tomó la iniciativa.
-Esto se ha terminado. Tú no sales más a la calle como una perra a vender para que otros se enriquezcan. Tú te quedas en tu casa.
Mi madre tumbó a la niña sobre sus piernas y le cambió los pañales. Luego, muda, se puso a acunarla balanceando la silla. Era la primera vez que alguien entraba a saco en nuestra casa y registraba nuestra pobreza.
- Qué vergüenza -decía-, qué vergüenza más grande.
No me moví del suelo pendiente del vacío reciente entre mi madre y mi padre, quienes, de poco espíritu, permanecían asustados sin atreverse a mirarse a la cara. Me acordaba de cuando mi madre decía que nosotros nunca teníamos suerte. Que todo nos sale torcido. Yo pensaba

en esas palabras misteriosas: suerte, fortuna. También don Pedro triste se lamentaba frecuente de sus desgracias personales. También el Cura Liberal de su prisión inquisitorial sólo por buscar la verdad por otros caminos. A veces, trémulo, con una vela fatua en la mano, en la noche tranquila, el Cura Liberal entraba en mi cuarto y sentado en la cama me hablaba del Siglo de las Luces.
- Qué vergüenza -repetía mi madre avejentada en su silla de anea convertida en pura cosa vegetal, oliendo a humo y carbonilla de tren. Mi madre ferroviaria, cada vez más gitana y más sucia.
No hizo falta que nadie dijera nada para saber que aquella aventura diaria se había terminado. Mi madre no madrugaría más para coger el tren del hambre. Ese tren ya no pasaría por nuestra puerta.
Mi madre me miró y yo sé que ella lamentó en ese momento que yo ya no fuera mayor. Que tardara tanto en crecer y en hacerme un hombre que ayudara en la casa. En la casa sólo había bocas siempre insatisfechas a las que había que alimentar dos o tres veces al día. Un amigo de mi padre que tenía una bodega, compadecido, le dijo un día que cuando yo alcanzara el mostrador, me metería de aprendiz. Y algo ganará ... Pero para eso todavía faltaba. Ésa fue la causa de la mueca extraña que hizo mi madre bajando al suelo sus ojos desalentados. Tuve que ir yo esa noche a las casas de las otras mujeres amigas a decirles que mi madre mañana no irá al tren. Ni mañana ni nunca. Ellas lo comprendieron. Una hasta me dio un pedazo de pan blanco y chocolate diciéndome, anda hombre, cómetelo: no seas tonto.
Luego vendría también, asustada, aquella tía nuestra quien nos miró a todos con sus ojos grávidos. Se sentó en la cama con mi madre mordiéndose los labios.
-Es que han cogido a ese hombre que suministraba las bolsas -dijo aclaratoria.
Mi madre no supo que un día, al abrir la puerta del corral, con una gallina en la mano, vi a una señora muy joven igual a la del retrato que había en el chinero, quien al verme, me sonrió y me llamó por mi nombre. Supe enseguida que era mi abuela niña. Me extrañó verla en esta casa, ya que ella nunca había vivido aquí, en la casa del sastre. La miré a los ojos que eran los mismos de mi madre y de mi tía. Varias veces más la vi saliendo siempre del corral llevando en los brazos aquella gallina plateada que ella acariciaba con sus manos finísimas. Nadie en el mundo tiene una abuela de la misma edad, le dije. Ella me besó en la mejilla y me dijo: Tú sí, tú tienes una abuela que es menor que tu madre. Esa tarde, sentados en el portal, estuvimos jugando hasta muy tarde al juego de los lobos carniceros y las ovejas inocentes. Le gané cuatro partidas y ella a mí tres. Luego me dijo:
-Ahora me tengo que ir, pero volveré mañana.
-¿Mañana?
-O pasado mañana.
Abrió su sombrilla color de rosa, tomó su gallina que picoteaba en el suelo y se fue a la calle, donde desapareció.
















Llegó marzo y mi madre le dijo a mi padre que el niño haría este año la primera comunión.
-Tú verás lo que hacemos.
Mi padre me miró sin saber qué contestar. Yo estaba pendiente de sus labios y de los ojos de mi madre, que parecían esperar un milagro de la boca de mi padre. Pero mi padre, silencioso, no tenía nada que decir. Por eso veo su mirada pendiente del rayo de luz invisible que suponía la declaración de mi madre. A mí, el saber que este año haría la primera comunión, me enterneció. La casa me pareció que se llenaba de amapolas. Era verdad que en la escuela nos habíamos tirado todo el invierno preparándonos para el feliz acontecimiento. Nos habíamos aprendido el Ripalda y luego, sentados en nuestros pupitres, atendíamos entusiasmados las lecturas que el maestro nos hacía de los pasajes evangélicos, de la vida de Jesús caminando sobre las aguas, haciendo el milagro del pan y los peces, curando ciegos y leprosos y resucitando a los muertos. ¿Por qué (pensaba) no viene Jesús ahora a nuestro mundo y repite esos milagros? ¿Por qué cada vez hay más pobres y más desgraciados? ¿Qué buenaventura es esa de la pobreza y de los pobres de espíritu a los que el Señor exige más lágrimas y más pobreza? El maestro decía que los enfermos y los pobres son los preferidos del Señor.
Todavía veo la mirada interrogante y confundida de mi padre sorprendido por las palabras de mi madre.
Pronto llegó la primavera. El aire se templó con los perfumes del campo. Todo invitaba a ese encuentro al que caminábamos. Fue la etapa mística de mi vida. Nunca hubo más pájaros en el cielo. Me lo decía contento el cura liberal haciéndome mirar por su ventana: El cielo es un paraíso. Luego, señalando una nube roja que flotaba, añadió:
Mañana tendremos terral.
Salté por la ventana y corrí por el tejado hasta mi rincón secreto, guardado por mi gato cómplice. Veía las azoteas pobladas de trapos puestos a secar y los palomares repletos de palomas. Pero sobre todo veía a Jesús entrando en Jerusalén el Domingo de Ramos montado en una burriquita, ignorante de que aquellos que lo saludaban con ramos de olivo mañana mismo lo iban a abandonar y lo dejarían morir en la cruz, como un reo. Esto me causaba una tristeza infinita, porque yo, como Pedro dijo, juraba que tampoco lo traicionaría. Pasara lo que pasara, yo estaría a su lado. Recuerdo que cantó el gallo.
Un domingo, a las nueve, hicimos la primera comunión todos los escolares que a causa de la guerra, y a pesar de nuestra edad, no la habíamos hecho todavía. Los primeros, en fila de honor, estaban los niños que habían podido vestir su traje blanco, detrás, -inmensa masa, estábamos seguramente los mismos que hacía tiempo habíamos participado en el saqueo de la catedral, ahora vestidos con nuestras ropas de los domingos. Como distintivo, alguien le había dejado a mi madre un lazo con flecos dorados en el que había dibujado un cáliz con una espiga dorada que ella me cosió a la manga. Me miré al espejo orgulloso de llevar un lazo tan hermoso en el que yo vertí toda la ilusión de verme vestido de primera comunión.
Cuando recibí la hostia sagrada, para mi sorpresa, descubrí al lado del cura a mi abuela niña que me miraba sonriente llevando en sus brazos su gallina plateada.
Yo sabía que los otros niños, los que vestían de primera comunión, acompañados de sus padres y hermanos irían ahora a visitar a sus parientes y amigos y recibirían regalos. Esto era lo que a muchos les atraía de la primera comunión. Pero nosotros (me lo dijo mi madre) somos tan pobres como Jesús. ¿y qué mayor regalo que el que acabas de recibir? Por eso nos fuimos a nuestra casa y, después, sin quitarme el lazo, me fui un rato a la plaza, más que nada porque todos vieran que, a pesar de no tener un traje blanco, también yo era un niño de primera comunión.
Por la tarde se levantó el viento. Me senté junto a mi hermana pensando en las cosas maravillosas que me habían pasado aquel día. Vino mi padre, me miró un segundo y, sin hablar, noté en sus ojos no sé qué ternura. Yo sabía que había como una luz que salía de mí y que llenaba la casa. Creo que esa luz era Dios. A mí me hubiera gustado que mi padre hubiera estado conmigo en la iglesia, como los demás padres. No estuvo porque no iba a misa y porque estaba disgustado con Dios. Yo no dije nada. Bajé los ojos tímidos esperando que me dijera algo, que viera mi lazo de seda tan bonito que llevaba en la manga con las letras J. H. S., que quiere decir Jesús Hombre Salvador. Me daba cuenta de su lucha interior por romper ese muro que le impedía decirme lo que quería decir. Ahora sé lo complicado que es el corazón humano, impelido muchas veces a hacer o no hacer lo que está en contra de sus sentimientos. La verdad es que el día de mi primera comunión fue un día normal, pero distinto.
Cuando a la tarde subí a la sala, don Pedro me abrió los brazos y me abrazó como un padre. El Cura Liberal, emocionado, sin poder remediar las lágrimas que le corrían por la cara, me puso las manos en el pecho por debajo de la camisa y me besó a la altura del corazón diciendo que yo ahora era como un sagrario. Pero quien más me quiso ese día fue mi abuela niña, que me dejó jugar toda la tarde en el palomar con su gallina plateada.

Corría a la catedral, me sentaba en uno de los sillones del coro y me quedaba las horas embelesado oyendo la música del órgano. Cerraba los ojos y la catedral parecía inundada de luz, convertida en un espacio fantástico. Estaba seguro de que el cielo era algo así. Más de cien años estuvo un fraile oyendo el canto de un pájaro celestial que a él le pareció un instante. Cuando terminaba el concierto y veía al maestro organista apagar la lamparita que tenía sobre el teclado y recoger sus papeles de música, me ponía de pie y me quedaba pendiente de su figura, que a los pocos momentos desaparecía en el cancel. Admiraba lo que hacía aquel hombre. A veces lo seguía por la calle hasta que lo perdía. Como el maestro Silvestre, decían que tenía mal genio. Que bebía y que le pegaba a su mujer, una muchacha menuda vestida de negro que llevaba un pañuelo en la cabeza. Yo no podía creer ninguna de las cosas malas que se contaban de él. Pero una vez vi a aquella mujer cara a cara metiendo su dedo en la pila del agua bendita y tenía los ojos marcados por la crueldad de aquel hombre. Cuando en mi casa sacábamos el tema de la música, mi madre decía que lo que llaman música clásica no era más que un montón de ruidos insoportables capaces de volver loca a cualquiera. Yo no tengo la cabeza para esas músicas. A ella le gustaban las serenatas de sus años juveniles, las que los novios galantes con bandurrias y guitarras les echaban a medianoche. Mi padre, en cambio, pariente del tío Silvestre, se veía obligado a ponderar la buena música y para dárselas de en tendido tarareaba alguna zarzuela o contaba que una vez en Granada había visto en la Antequeruela a don Manuel de Falla, que había compuesto El Amor brujo. Pero sobre todo estaba el maestro Silvestre, un músico como no hay dos.
-Beethoven -por decir- era hijo de un tenor. Toda su familia tocaba .en la capilla de su ciudad natal, en Alemania. Y -sonriendo- era gente a la que le gustaba empinar el codo.
Días después vino a la escuela el Inspector. Estábamos

sentados en nuestros pupitres cuando apareció en la puerta llevando en la cabeza un sombrero de grandes alas, que se quitó cuando cruzó el dintel. Nosotros, respetuosos, nos pusimos de pie.
-Níños, podéis sentaros -nos dijo amable sentándose en el sillón de don Antonio.
-Con el permiso del señor Inspector.
-Bien -dijo mirándonos desde su trinchera-o Sé por don Antonio que ésta es una clase de niños muy aplicados. Eso me gusta. Sólo voy a haceros una pregunta para ver si eso es verdad. Vamos a ver, cqué reyes consiguieron la unidad española?
Toda la clase a una voz:
-LA UNIDAD ESPAÑOLA LA CONSIGUIERON LOS REYES CATÓ· LICOS, DOÑA ISABEL I DE CASTILLA Y DON FERNANDO Y DE ARAGÓN, O DON FERNANDO Y DE ARAGÓN Y DOÑA ISABEL I DE CASTILLA, QUE TANTO MONTA MONTA TANTO ISABEL COMO FERNANDO.
El Inspector apretó sus ojos minúsculos al otro lado de sus gafas y miró satisfecho al maestro feliz por la respuesta espontánea.
-Muy bien -dijo el Inspector-. Habéis contestado perfectamente. Como premio os concedo media hora de recreo. ¿Yale?
Un tío de mi padre, su tío Paco, había estado en la guerra de Cuba. Había un retrato suyo en un cajón de la cómoda donde se le veía sonriente con su traje militar de rayadillo y su sombrero grande colonial. Murió en las Lomas de San Juan, pero de eso ya nadie se acordaba. Los muertos, cuando pasa el tiempo, ya no son nada. Me acordé del hijo del Ferroviario y de mi tío Javier, enterrado en un lugar de Rusia. ¡Quién se lo iba a decir! Enterrado en tierra extraña. El día del Juicio Final, cuando salga de su tumba, se encontrará perdido entre personas que no entenderán una palabra de lo que diga. Será horrible.
Mi padre se reía porque los muertos, decía, se mueren para siempre y nunca resucitan.

-Eso de la resurrección de los muertos es un invento de los curas para sacarle dinero a la gente. Yo nunca he visto a nadie que haya resucitado. Al que se muere lo entierran y en paz.
Lo decía con rencor.
A mi madre le escandalizaba que dijera aquellas blasfemias, porque ella era temerosa de Dios y tenía fe en la otra vida. Yo también la tenía. Por eso mi madre me mandaba a jugar para que no recibiera en mi alma aquella semilla perniciosa. Era por eso que siempre estaba yo más al lado de ella, que de él.
-Tu padre es un derrotista: no tiene fe en nada. Un hombre sin fe es un hombre muerto.
Luego, condescendiente, decía:
-Aunque hay que admitir que nunca ha tenido demasiada suerte.
Durante la guerra había estado preso. Él no era político ni tenía cortijo ni nada. Él era un don nadie. Pero alguien lo denunció y lo metieron en la cárcel. Por eso (señalandome el cuadro recién colgado en la pared de la sastrería) tu padre es excautivo por la Patria.
En aquel cuadro aparecía mi padre con camisa azul ornado con dibujos alusivos a su cautiverio (unas cadenas rotas y unas manos esposadas asomadas a una ventana con reja) y las banderas de España y de la Falange y una orla con letras grandes que decían: Ex CAUTIVO POR LA PATRIA.
Lo leí despacio. Mi padre había colgado aquel cuadro heroico suyo, encargo de una casa mercantil dedicada a este tipo de recuerdos patrióticos, sobre el retrato del abuelo Nicolás y el diploma de la casa de modas de Barcelona. Yo estaba orgulloso de ese retrato de mi padre, que era mi padre ideal. Alguna vez lo vi con su traje de falangista valeroso conversando amigable con don Pedro de Mendoza en la sala de armas de la casa cerca del hogar siempre encendido. Hablaban de política, creo. Pero cuando yo lo miré buscando sus ojos distintos él no pareció conocerme de nada. Por eso no estaba seguro de que aquel falangista de camisa azul vieja fuera mi padre verdadero. Parecía otro.
Yo les decía orgulloso a mis amigos que mi padre era ex cautivo por la Patria y para probarlo los llevaba a la sastrería para que vieran in situ el cuadro famoso.
Mi madre, mientras preparaba la papilla misérrima a mi hermana, repetía mil veces lo que ya me había dicho:
-Ya te digo que tu padre nunca se metió en nada. Se pasaba la vida como ahora, en la sastrería. Lo que ocurre es que lo de excautivo se le ha subido a la cabeza. Pero yo todavía no me he enterado por qué lo metieron en la cárcel. A lo peor fue por vivir en esta casa que todos saben que es de los curas. O por coserle a los señoritos.
A mi padre no le gustaban esas dudas de mi madre.
-Me metieron en la cárcel por ser camisa vieja -decía con orgullo-o Yo soy falangista de los primeros.
Mi madre mientras le metía la cuchara de papilla a la niña en la boca decía: Yo no sé por qué te hiciste falangista. Para lo único que te sirvió ser falangista es para que te encerraran y no ir al frente.
-iNecia! -gritaba mi padre irritado dando un portazo-.
No puedes disimular que eres la hija de un republicano.
-¿Sabes lo que le pasa a tu padre? -me decía-o Lo que le pasa a tu padre es que es un idealista. Él ve el mundo a su manera. Un mundo gobernado por sastres de aguja y tijera. Está resentido. Todos los sastres en el fondo son unos resentidos. Sus amigos lo han dejado tirado en la cuneta.
Cuando trataba de hablar de estas cosas con don Pedro y con el Cura Liberal, los dos se quedaban estupefactos. A do~ Pedro le gustaba el lenguaje heroico y grandilocuente de mi padre falangista que le recordaba sus lejanos años de las campanas de .Italia. Los años imperiales, como él decía mesándosc la barba. Por eso sentía don Pedro tanta simpatía por aquel mi padre del cuadro con el que se pasaba las horas conversando. Creo que se hicieron buenos camaradas.

No pasaba lo mismo con el Cura Liberal, quien decía que nadie debe vanagloriarse de la fama ajena. El pasado y el futuro son sueños: cada uno, como decía don Quijote, es hijo de sus obras. Por otro lado, los años imperiales hace tiempo que pasaron y los hombres vamos camino de formar entre todos una gran hermandad.
Abrí el portón de mi casa y, con la mano en el collar de hierro con púas de su perro mixto lobo, encontré a mi amigo Manolo al que no veía hacía tiempo. Había estado en un pueblo con su madre.
-Oye -me dijo-, cpor qué no vienes mañana a la catedral y me ayudas en la misa?
Se había metido a monaguillo.
-Lo que tienes que hacer es aprenderte de memoria las respuestas. -¿En latín?
-Claro. Toda la misa es en latín.
-No sé. ¿y qué hay que hacer? Yo no sé nada.
-Eso no importa Tú te vienes y yo te enseño. Te diré cuándo tienes que -tocar la campanilla, cuándo tienes que llevar las vinajeras al altar y cuándo hay que coger el cepo para pedir la limosna.
Lo miré dubitativo. Lo que más temía era mi timidez. Temprano (ya era verano y no había escuela) me levanté de la cama y me fui corriendo a la catedral enseguida que oí el primer toque de las siete. Mi madre se sintió feliz viéndome cristiano viejo. Cuando llegué a la catedral, don Joaquín, que era beneficiado, con las manos temblorosas se estaba revistiendo con dificultad a causa de su mucha vejez. Al verme sonrió y me dijo: Ah, ceres tú?, (tú eres el amigo de Manolito? Le dije que sí, que era su amigo y que estaba allí porque quería aprender a ayudar la misa. Me sonrió desde la blandura de su rostro blanco, que a mí, tan temprano y con la luz que entraba por la ventana grande con reja que daba al paseo, me pareció enharinado. Sin dejar de mirarme, asintiendo con la cabeza, vi que rezaba ya aquellas oraciones de la misa que le salían de los labios como la cereza, húmedos y colorados, al tiempo que besaba devoto la cruz de la estola y se santiguaba con aquella mano temblorosa, mientras aguardaba impaciente que Manolito encendiera apresurado las candelas. Enseguida (Manolo vestido de monago llevando en la mano una campanilla y poniendo en mis manos otra) salimos camino del altar. Era mi primera misa.
Tengo que decir en honor a la verdad que nunca conseguí decir bien el Confiteor Deo omnipotente ... Al menos, no tan bien como lo decía Manolo con su voz silbante. Lo que más me gustaban eran sus AMEN, que sonaban a puerta musical que de pronto se cierra y todo queda en el más absoluto silencio. A mí me parecía que la Señora, con su Hijo en los brazos, miraba sonriente a' Manolito conociéndolo, quien abría y cerraba la boca como si dejara caer de golpe la tapa de un piano. Sólo faltaba que el Niño rompiera a carcajadas. Cuando aprendí a ayudar la misa se complicaron las cosas. Ya no me resignaba a ser un segundón y muchas mañanas me adelantaba a Manolito, me ponía su sotana y su roquete y salía al altar con don Joaquín, lo que desataba las iras de mi amigo, quien llegó a obligarme en pleno altar a devolverle sus ropas: la sotana, el roquete, la campanilla musical. Don Joaquín, en las nubes, nunca se enteró de nada. Toda la lucha era por los dos reales que nos daba cada mañana en pago por ayudarle. Un día las cosas acabaron necesariamente mal, cuando Manolito mi amigo, desde entonces mi enemigo, me retó en la puerta de la catedral donde nos peleamos y él me descalabró cortando en flor mi incipiente vocación religiosa.
-Ite, missa est
Sí señor, ahí se acabó la misa.







Ni siquiera en verano apagaba su fuego don Pedro de Mendoza, quien permanecía impasible en su sillón ocultándose el rostro con las manos para que nadie pudiera verle los estragos del mal gálico. Era por eso, me confesó, que durante el viaje a Indias no salió para nada de su cámara, todo el día tendido en la cama viendo cómo pasaban las nubes otoñales y cómo pasaban los pájaros emigrantes en busca de tierras más cálidas. Nada podía quitarle aquel frío que tenía metido en los huesos. A veces, filosófico, mirándome desde el fuego de sus ojos devorados por la calentura, me decía que aquel frío le venía más de su alma agonizante que de su cuerpo decrépito. Yo le pedía que me hablara de la Roma que conoció, pero éste era un capítulo de su vida que no quería desvelar. Había demasiada sangre en su recuerdo. Demasiada impiedad. Por dos veces clavó la mirada en su espada que ornada con las armas familiares tenía apoyada junto al muro, cerca del hogar permanente. Sí me habló de la coronación imperial en Bolonia el día de San Matías, en el que el emperador cumplía treinta años. La coronación fue en la iglesia de San Patronio. Carlos V salió de la sacristía vestido de brocado y cubierto con un manto real. El papa Clemente VII, que vino a la iglesia vestido de pontifical y llevado en la silla gestatoria seguido de una multitud de obispos, arzobispos y cardenales, ciñó al emperador el estoque, que éste desenvainó y blandió haciendo tres levadas a la vista de la muchedumbre estupefacta. Luego, conmovido, volvió el estoque a la vaina y se puso de rodillas delante del altar. El papa, que lo miraba receloso, tomó el cetro y se lo puso en la mano derecha y luego tomó el mundo y se lo puso en la mano izquierda.
-Mi tío el marqués de Cenete que le sostenía la cola, al ver a Carlos V coronado -dijo don Pedro-, gritó iviva el emperador!
Después de la ceremonia, el papa, que montaba un caballo turco, y el emperador, un caballo blanco, bajo palio, recorrieron entre aclamaciones la ciudad. Un rey de armas iba delante tirando puñados de monedas con la efigie de don Carlos y la leyenda Carolus Ouintus Imperator.
Don Pedro se negó a seguir hablando. Cuatro años después se firmaban las capitulaciones por las que se le nombraba adelantado del Río de la Plata y se le mandaba a conquistar y repoblar aquellas provincias.
-Pero ya mi alma estaba maltrecha.
Taciturno, me hizo un gesto con la mano para que lo dejara solo. Fui a la ventana con ánimo de abrirla y dejar que entrara el viento de la tarde. Hacía calor y los pájaros volaban a bandadas sobre el tejado. Pero no me lo permitió, pidiéndome a cambio que le animara el fuego y cubriera su cuerpo tembloroso con una manta. Luego me hizo una seña para que le diera su Erasmo.
Todavía le pregunté:
-Don Pedro, cenfermó de amores en Italia?
-No es esa pregunta para un muchacho +me contestó molesto-o Todos los hombres de ley se enamoran más de una vez en su vida. La vida es un amor y un desamor permanente. De aquí provienen las alegrías y las mayores desdichas del hombre.
No me permitió más preguntas y lo dejé solo.
A mí me encantaba el verano. Todo el campo se hacía una flor. Desde mi tejado secreto divisaba el cielo y oía las campanas en cuanto amanecía. Lejos, sobre las otras casas, más allá de los montes y de la sierra, todos sabíamos que estaba el mar. ¿Cómo sería el mar .. .? La tierra, a cada hora, cambiaba de color. Había una hora azul, una hora blanca, una hora amarilla y hasta una hora dorada.
Mi madre decía: La tierra tiene color de verano.
Ella adoraba el verano. Sacaba su silla al portal y se pasaba las horas allí con sus trapos. Mi hermana gateaba en tomo a su silla o se ponía de pie viniendo a la puerta para chillarle al perro de orejas gachas y ojos lacrimosos. Mi madre decía que siempre tendría que ser verano.
- El verano -decía- es la estación de los pobres. Ahora a nadie le importa ir desnudo y, por otro lado, siempre hay algo que comer en los campos. El invierno, en cambio, es una estación de ricos, ya que en sus casas no les falta de nada. Tienen buen fuego, buena despensa y buena cama. Pero los pobres se mueren de frío y, como no tienen nada que comer, se ven obligados a mendigar de puerta en puerta ...
Mi madre se callaba. Mi hermana, en tanto, trataba de escalar los 'peldaños del taller donde mi padre permanecía encerrado, ahora la llave por dentro. Era verdad lo que decía mi madre: Los pobres, para nuestra desgracia (nosotros éramos pobres, bien a nuestro pesar), tenemos en nuestra contra el tener siempre más hambre que los ricos. Los ricos casi nunca tienen ganas de comer. A los niños de los ricos sus madres los tienen que zurrar para que coman. Muchas veces comen a la fuerza. Y es que Dios le da las habas a quienes no las pueden roer ...
-Lo que a los ricos les sobra es lo que les falta a los pobres -decía mi madre recogiendo a mi hermana a punto de rodar por la escalera.
La cosa era bastante sencilla.
Era verdad que el verano suponía un consuelo, aunque leve, para los pobres. Los parados de mi pueblo, apontocados a la sombra (si era verano) o al sol (si era invierno) esperaban eternamente al amo generoso que los llamara a su viña. Fue así, con la emoción del milagro, cuando aquel hombre de marras que llevaba un cuchillo en la cintura se lo clavó en la barriga. Horas y horas se pasaban aquellos hombres así, con los brazos de plomo caídos y los rostros macilentos, crucificados como Cristo a la pared. Detrás de ellos estaba lo de siempre: el tifus, la tuberculosis, la sarna, la difteria, el hambre ... Toda una guerra sin banderas. Fueron muchos los que cayeron en esa lucha anónima de la miseria cotidiana. Muertos más que muertos de hambres, que es una manera doble de morirse.
-A veces -me decía mi madre acariciando mi pelo erizado-, morirse no es lo peor. A veces la muerte es un consuelo. Uno se muere y deja de sufrir. Sólo para los ricos la muerte es un infierno ... No lo olvides nunca.
Vino mi tía igual a mi madre y se quedó delante de ella babeándola con su rostro inexpresivo. Se sentó y obligó a mi madre a suspender su costura. Dijo:
-Es necesario que el niño ayude a la casa. Otros, a su edad, hace tiempo que dejaron la escuela y ayudan como hombres a sus padres.
Sentí su mirada sobre mi pelo erizado, ahora más erizado, y me quedé mudo pendiente de sus labios. Sabía desde tiempo cuál era mi porvenir: Desde mi nacimiento, más que las tijeras de mi padre, me esperaba el mostrador de una bodega. Mi madre se secó los ojos con el resto de sábana que siempre llevaba cosido a su bolsillo. Era su bandera.
-Sé lo que quieres decirme -dijo mi madre.
Mi hermana lista se había sentado sobre mis piernas y miraba expectante. Parecía como si entendiera lo que se hablaba.
-Creo que ha llegado la hora de llevarle el niño al Campanero.
Lo sabía. Por eso sentí que me lloraba el corazón. Yo no quería ni a tiros la taberna: yo quería la escuela. Quería leer todos los libros que guardaba el maestro en la librería. Todos los que quemó mi padre en el corral y que eran del Cura Liberal. Por eso bajé la cabeza.
Ese día, arreglado como el día de mi primera comunión, sólo que sin la cinta de seda en la manga, nos presentamos mi madre y yo en la bodega. El Campanero dormitaba junto a una mesa de oficina, con un gato morronga entre las piernas. El hombre, al vernos, me puso encima sus ojos grandes y ensangrentados y movió la cabeza diciendo no, este niño todavía no está maduro. ¿Qué quieres que haga con un niño así? Llévatelo y me lo traes más adelante.
Fue lo que me salvó. Mi madre dejó resbalar una lágrima por su mejilla intentando ablandar el corazón del Campanero. Intento inútil: aquel hombre volvió a cerrar sus ojos sangrantes y nosotros nos volvimos a nuestra casa, lamentando mi madre que mi vida transcurriera con aquella lentitud. Que mi vida fuera tan poco rentable en un tiempo como el nuestro. Que no sirviera para nada. Era su rostro agresivo echándome en cara aquel fracaso.
Corrí al tejado y me tumbé como un gato en mi rincón pendiente del cielo sobrio que parecía de seda. De repente, el mundo de abajo había dejado de existir. Nunca había existido mi padre, ni mi madre, ni mi tía, ni el Campanero ... Vi luego caminando y haciendo equilibrios por la vertiente, con su sombrilla en la mano, a mi abuela niña, quien llevaba suelto su pelo dorado. Estaba bellísima. No sé de dónde vendría por aquel camino difícil. No se separaba de su gallina plateada que, como siempre, me dejó tener en los brazos. Se sentó a mi lado cariñosa y me dijo que sabía que había ido con mi madre a la casa del Campanero.
-Mis hijas son tontas. Tontas sin remedio -me dijo-. Yo nunca hubiera llevado a mi nieto a un lugar tan horrible. Otro día te traeré un libro. Ahora llevo prisa.
Se levantó, me besó en la mejilla y se alejó por donde vino, perdiéndose detrás de una tapia.
El verano pasó volando. Pero en nada se distinguió de otros veranos viejos que yo conocía. La ciudad seguía desolada. La ciudad se llenaba por la tarde de gente errática que no sabía dónde ir. Todo el mundo hablaba de la guerra pasada y de la guerra mundial presente. Se hablaba de la guerra nuestra de cada día, que era nuestro padrenuestro diario. Porque aquella guerra había sido una guerra como nunca había habido otra en la faz de la tierra. Hermanos contra hermanos. Caín contra Abel. ¡Cuánta miseria!
Por la tarde, la campana del hospital era como una gota sonora que lloviera del cielo crepuscular. Se doraron las hojas de los árboles y pronto las vimos volar como pájaros muertos hacía mucho tiempo. Mi madre me llamaba a gritos y yo bajaba de mi cielo particular diciendo, cqué?
Nunca supo dónde me metía. Y si lo supo, se hizo siempre la tonta. Pero eso no era óbice para que me amenazara y me dijera eso de que no quería saber que andaba como un gato por los tejados de la casa. Yo negaba hipócrita mirándola fijo. Sabía que aquellas vecinas chismosas otra vez le habían venido con el cuento:
-Un día tu hijo se mata ...








y otra vez volvimos a la escuela. Don Antonio nos esperaba delante de la puerta con las gafas en la mano reconociéndonos uno a uno como cosa suya. Las ausencias eran notadas y comentadas. Levanté los ojos y vi borradas las goteras que, inexorables, en cuanto llegaran las lluvias de otoño, volverían a estar. Era un mal sin remedio. Miré al balcón y vi los geranios mustios. Vi el ángulo de cielo azul y el patio. Y el pozo, con su cubo colgado de la garrucha. Sería, estaba seguro, mi último año escolar.
Don Antonio, autoritario, dio con la vara en la mesa ordenándonos silencio. Se sentó y nos miró poniéndose las gafas. Había envejecido. No sé cuántos niños tendría metidos en los ojos. Todos los años aquella mirada torva y aquellas otras expectantes.
Junto a la mesa, como novedad, a uno y otro lado, había situado sendos pupitres como tronos que serían ocupados por sus alumnos aventajados. Los llamó por sus nombres y, éstos, como los hijos del Zebedeo, vanidosos como pavos reales, pasaron a ocupar los puestos de honor ante la sorpresa y la envidia de los demás.
-Queridos niños -dijo con la voz tornada-, he querido, para ejemplo de todos, destacar a estos dos alumnos meritorios por ser los más trabajadores de la clase. Son el número uno y el número dos. De ahora en adelante ellos serán mis auxiliares.
Se quitó las gafas y nos miró como si esperara nuestra aprobación o nuestra censura.
-Ellos -continuó- serán algún día hombres importantes. Ingenieros o médicos. Un alumno mío, sin ir más lejos, hoy es capitán de Infantería.
Silencio absoluto.
-De ahora en adelante, ellos repartirán los libros de lectura y recogerán los ejercicios cuando yo lo mande. ¡Silencio!
De nuevo la mirada torva sobre los pupitres. --(Entendido?
Nosotros (niños de la posguerra) sabíamos que aquellas dos elevaciones a los altares de Pepe y Gerardo, más que por sus dotes intelectuales, era porque. el uno, su padre, tenía una panadería y, el otro, su padre, tenía una fábrica de aceite, columnas fundamentales de nuestra subsistencia. Era por eso que don Antonio trataba con tantos remilgos a los dos alumnos, a los que prestaba libros, regalaba lápices y daba clases particulares. En compensación recibía puntualmente su pan y su aceite.
-Vamos a ver, isilencio!, vamos a ver Pepe, hijo, diles a tus compañeros quién descubrió América.
-América o Nuevo Mundo fue descubierto por don Cristóbal Colón el doce de octubre de 1492, año de la toma de Granada. Un marino llamado Rodriga de Triana fue el primero en .ver tierra y por gritar itierra! don Cristóbal le regaló un jubón.
-Muy bien, muy bien.
-A ver Gerardo, hijo, diles a tus compañeros quién era
el Manco de Lepanto.
-El Manco de Lepanto fue don Miguel de Cervantes Saavedra, quien, a pesar de ser manco, escribió la famosa novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. -Muy bien, muy bien.
Luego:
-iAprended de estos dos alumnos!
El maestro, en uno de sus paseos por la clase, se extrañó de que tuviera siempre las manos en los bolsillos y de que las sacara sólo para escribir y las escondiera enseguida. Vino derecho a mis manos, que examinó silencioso y sorprendido, mientras a mí la cara se me ponía del color de la grana, sin atreverme a levantar los ojos. Tenía las manos cubiertas de sarna como don Pedro tenía el rostro cubierto del mal gálico. De noche, antes de acostarme, mi madre me las cubría con pasta de aceite y azufre, receta casera, y me las envolvía con unos calcetines viejos que me servían de guantes y así no manchaba las ropas de la cama. Unos males siempre tiran de otros males. El maestro compasivo no dijo nada y me dejó esconder de nuevo mis manos, que eran mis vergüenzas.

Los americanos habían desembarcado en Italia y una mujer, que sabía que mi padre era falangista y excautivo, le dijo agresiva a mi madre: ¡Pronto os vais a enterar los fascistas!
Don Pedro, a quien mostré mis manos sarnosas, me consoló diciendo que los males del alma son peores que los males del cuerpo.
-Y tú tienes el alma limpia como el sol -me dijo-o Mi mal, en cambio, es distinto: Yo pago lo que debo.
Me sequé las lágrimas y le aticé el fuego. Hacía frío.
Otra vez los vientos en el palomar. Le angustiaban a don Pedro los vientos inclementes que tanto le recordaban los vientos marinos. Dos meses tardaron desde la isla de San Jacobo a la isla de los Alcatraces donde, después de tan larga y dura travesía, los marinos, como locos, se entretuvieron matando a palos millares de aves de las infinitas que habitaban aquella isla solitaria.
-Tullido y sin poder moverme, sentado en un sillón, los veía hacer desde la cubierta. No me gustó nada aquel espectáculo canalla, aquella algarabía de pájaros mutilados, chillones y moribundos que regaban la tierra de sangre y cuyo clamor se extendió más allá del mar. No pude resistir aquella matanza y desde la borda, con los ojos quemados por la rabia, grité: ¡BASTA!, y mi voz corrió por toda la isla maldita. Zarpamos y, como a tres días, llegamos a Río de Janeiro en territorio del rey de Portugal. A tanto había llegado mi mal que en esta isla mandé a mi hermano jurado que se hiciera cargo del gobierno de la expedición. En mala hora lo hiciera. ¡En mala hora!
Por la ventana se vio pasar una bandada de pájaros. -Nunca creas nada de escribanos, historiadores o novelistas. Ninguno dice la verdad. Todos mienten como bellacos -me dijo arrojando al suelo el libro de su vida que yo había abierto sobre sus piernas-o ¿Qué mal podía yo querer para quien era mi hermano? Me sangraba el corazón desde que dejamos los Alcatraces. Me perseguían como furias los gritos de las aves apaleadas. De aquellos curas y

vírgenes que en Roma arrojamos al Tíber desde las murallas. La verdad es que a causa de mi abatimiento la disciplina militar estaba quebrantada. Por eso ordené al señor Juan de Ossorio que tomara el mando. Pero Ossorio era un hombre débil... A veces es preferible que muera un hombre ...
La noche se hizo por la ventana. Ardía indecisa la lámpara sobre la mesa. Me dijo:
-Cierra los postigos. Es tarde.
Se oyó el toque de ánimas. Entonces me pidió que lo dejara solo. Bajé y, al verme, mi madre me dijo como en secreto:
-Tengo que decirte una cosa.
Me senté y me quedé esperando su noticia. Mi hermana jugaba en el suelo con su muñeca de trapo.
-Le hemos encontrado un trabajo a tu padre.
- ¿De sastre?
No sé por qué se me ocurrió la pregunta. -No -protestó mi madre-o De guarda.
-¿De guarda?
-Ha sido don Joaquín ...
Se' me vino de pronto la cara enharinada de don Joaquín mirándome en la sacristía aquella mañana mientras se vestía para decir su misa. Vi sus labios de cereza y sus manos blancas cuando tomó el cáliz para llevarlo devoto al altar.
-Don Joaquín -repetí evocando su figura casi olvidada.
A veces, es verdad, envuelto en su manteo lo encontraba en la placeta de la catedral camino del palacio del obispo. Yo le decía: Adiós, don Joaquín.
-Don Joaquín -insistió mi madre esperanzada-o Ha sido él quien lo ha recomendado.
Yo sé que el hambre envejece a los hombres y a los niños. Más a los niños que a los hombres. Por eso no sé qué sería mi cara en ese momento incapaz de decir otra cosa que no fuera don Joaquín, don Joaquín, nuestra mina de oro. Nuestra providencia. Ahora las cosas serán de otra manera. Lo decía mi madre hablando con ella misma. Volvía a lo de siempre: Dios aprieta, pero no ahoga.
Nadie debiera nacer sin tener un don Joaquín. Nadie debiera venir a este mundo sin sus papeles en regla. Sin tener asegurado su derecho a la vida. De no ser así, nuestra vida será un puro azar. Suerte. Por eso quizá decían que mi padre era un hombre de poca suerte. De ninguna suerte. Todavía, con mi cabeza entre mis manos sarnosas, seguía repitiendo don Joaquín como un tonto, como un talismán ... Se me vino a la cabeza las muchas veces que le ayudé a misa. Oía detrás de mí el eco de sus pasos plantígrados, hasta que sentía en mi hombro su mano sagrada buscando un punto de apoyo para subir las gradas del altar, alegría de su juventud. Lo veía besar con unción el relicario de la mesa, levantar los brazos al cielo, inclinarse, volverse beatífico al pueblo silencioso para decirle: Dominus vobiscum. ..
A mi madre, después de tanta espera, le había trastornado la noticia. Tomaba a la niña y la dejaba de nuevo en el suelo, repitiendo a cada momento, Dios mío, Dios mío. Vino mi padre, se sentó y apenas si tomó algo. Estaba nervioso. Lo habían llamado esa misma tarde para decirle: El puesto es suyo. Ha habido muchas recomendaciones. Teníamos cientos de compromisos. Ya ve usted. Bastó con que don Joaquín estuviera por medio para que el puesto sea suyo.
Don Joaquín: Otra vez aquel nombre pendular.
De guarda. Poco sabíamos de aquel trabajo inhabitual de mi padre, hombre de tijeras y aguja. Mi padre era un artista. Pero la vida ...
- Me han dado una escopeta y me han dicho que mi trabajo consiste en guardar la fábrica de noche. Así, si usted quiere, durante el día puede usted dedicarse a la sastrería.
Mi madre oía interesada.
Mi hermana, con lo pequeña que era, advirtió enseguida que algo había pasado y por eso, rara, iba de los brazos de mi padre a los brazos de mi madre, celosa de -su protago-

nismo perdido. La miseria nos había enseñado que es más importante un pedazo de pan que un hijo.
- ¿Y cuándo empezarás tu trabajo? -preguntó ansiosa mi madre. .
-Esta noche.
Toda la noche me la pasé soñando con mi padre vestido de falangista, arma al brazo y en lo alto las estrellas, haciendo su vigilancia tensa delante de aquella fábrica gigante de grandes ventanas vacías que fue bombardeada durante la guerra y luego había sido carcel. Mi padre estaría allí con su escopeta de doble cañón, capaz de ladrar como un perro.
Don Joaquín le había dicho a mi madre y a mi tía que aquél sería un trabajo provisional que nos serviría para ir tirando y salir del trance. Más adelante, compasivo, Dios dirá.
Era nuestra fortuna.
De noche abrí los ojos y junto a la cama vi a mi madre pendiente.
-Ha sido don Joaquín ...
-Don Joaquín ...











Todas las tardes, a punto de anochecer, mi padre se ponía su abrigo con vueltas de piel heredado de su padre el maestro Nicolás, tomaba su escopeta de dos cañones y se marchaba camino de la fábrica. Mi madre le veía cenar en silencio, a la escasa luz de la bombilla eléctrica que caía exhausta sobre la mesa y el mantel de hule. En cuanto terminaba, ella misma le ponía el tapabocas en el cuello y le decía: Nicolás, ten cuidado. Era su consejo diario. Mi padre asentía, tomaba su arma que permanecía colgada de la percha, nos miraba a mi hermana y a mí, y se marchaba a su trabajo.
Su trabajo era meterse en la garita de la fábrica, que había sido garita de soldados durante el tiempo en que aquélla había sido cárcel y se pasaba la noche allí, con su brasero entre las piernas, con el arma al alcance de la mano, pendiente de cualquier movimiento extraño en la casa rodeada de tapias y con una acequia de aguas negras y espesas, resto de la antigua molienda de aceitunas. Ahora la fábrica se utilizaba temporalmente como almacén de remolacha que, durante el día, er a cargada en vagones del ferrocarril y transportada lejos.
Cuando mi padre salía de nuestra casa, mi madre salía a la puerta y permanecía allí hasta que desaparecía calle abajo. Luego cerraba el portón y corria el cerrojo de hierro, con lo que quedábamos aislados del mundo. A mi madre, sin mi padre dentro, le parecía que estábamos solos, que la casa estaba vacía. Nos decía mirándonos a mi hermana y a mí:
-Vamos. Tenéis que acostaros enseguida.
A mi madre le asustaba -ahora más que nunca- el aullido del viento y los ruidos extraños de las vigas centenarias.
Yo le decía a mi madre:
-Ese que pasea es don Pedro. No puede dormir.
y no podía dormir porque su cuerpo mortal yacía hundido, con una bola de hierro a los pies, en el fondo de la mar océana.
-Pero, cde qué don Pedro hablas? -me decía mi madre, alarmada, abrazando a mi hermana despierta.

-Del que fundó Buenos Aires.
-Calla -me decía.
y lloriqueaba porque no le gustaba que yo trajera a las mientes el recuerdo de aquel hereje, un hombre que había osado poner sus manos pecadoras en la sotana del papa de Roma.
-No nombres a ese impío. La noche era larga.
De madrugada, contaba mi padre que todos los días hacía su ronda alrededor de la fábrica. Para ello llevaba montada la escopeta. Para ello contaba también con el auxilio de un perro mastín que, durante el día, permanecía sujeto a una cadena. Más que un perro era un lobo. A mi padre le tomó cariño. Mi padre, con una linterna en la mano, recorría los patios y las naves solitarias llenas de remolacha hasta el techo. Nunca había nadie. Temprano venían los obreros a pesar la remolacha en las grandes básculas y a cargar los vagones que salían enseguida hacia la estación.
Mi madre se despertaba a esa hora y decía: Tu padre ya estará haciendo su ronda.
y era verdad. Ella se levantaba y se quedaba mirando por la ventana, como si desde allí, en silencio, pudiera verlo con su escopeta y su perro.
Más tarde, cuando se ponía en movimiento todo aquel mundo de camiones, carros, pesas y vagones, mi padre cogía su abrigo y su escopeta, encadenaba al perro y se venía paso a paso a nuestra casa. Desde mi ventana lo veía venir como antiguamente los griegos hijos verían regresar de la guerra a los griegos padres. El mío parecía un cazador con su escopeta colgada del hombro.
Un día fui a la fábrica, vi cómo dos operarios sacaban de uno de los almacenes un par de grandes jaulas llenas de ratas como gatos que habían caído en la trampa durante la noche. El perro feliz brincaba ahíto en torno a las jaulas al tiempo que las ratas, a la defensiva, se replegaban y atacaban dando saltos intentando morderle el hocico.

Los obreros transportaban riendo su carga a un descampado donde abrían una jaula y después la otra y daban libertad a las ratas. asustadas a las que el perro cazaba velocísimo rompiéndoles de una dentellada el espinazo y arrojándolas moribundas lejos de sí. Estaba tan fascinado con el espectáculo que ni oí las voces de mi padre apuntando a la jaula con su escopeta por si alguna de aquellas se escapaba. Nunca creí, visto el pavor de sus ojos, que tuviera tiempo de apuntar y descargar su escopeta de dos cañones sobre las ratas.
-No debes contarle a tu madre nada de lo que has visto -me dijo-. Ella no debe saber que la fábrica está infestada de ratas. Parece como si todas las ratas de la tierra se hubieran refugiado aquí. Salen por todas partes. Pero tu madre -insistió- no debe saber nada de esto.
Me callé mientras pude, pero un día se lo dije a mi madre:
-En la fábrica hay ratas.
Mi madre no prestó mucha atención a mis palabras. Ratas (debió pensar) hay en todas partes.
Pero las cosas empeoraron cuando un día mi padre, mirándonos a todos, dijo asustado:
-En esta casa hay ratas. Las he oído chillar toda la noche. Esa noche se había quedado en casa.
-¿Ratas? -preguntó sorprendida mi madre-. En esta casa no hay ratas; nunca ha habido ratas.
Recordó que hacía dos meses una se había metido en el portal y enseguida la cazaron los fragüeros quienes la echaron viva a su horno.
-Después de ésa, no se ha visto ninguna más. No creo que les hayan quedado ganas de volver -rió.
Pero mi padre, serio, insistió en que había ratas en la casa.
-Las he oído -clecía-. Tienes que cerrar mejor la puerta de la casa y la puerta del corral.
y nos miró preocupado a nosotros, especialmente a mi hermana, quien jugaba entre sus piernas.

- No sé por qué Dios ha creado a un animal tan horrible.
No lo sé - decía hablando consigo mismo.
Pronto me di cuenta de que aquellas ratas de la fábrica de las que intentaba defenderse con su escopeta de dos ojos, se le habían metido en la cabeza. y esas ratas (me decía don Pedro) son más peligrosas que las que viven en las cloacas.
Un día busqué en uno de los libros de la escuela la palabra rata y leí lo siguiente: «Las ratas son los roedores más conocidos y más extendidos de todo el mundo. Pueden alcanzar 50 cm de longitud, y presentan cabeza pequeña, hocico puntiagudo, orejas tiesas, cuerpo grueso, patas cortas con reducción de pulgar y cola larga, cubierta de escamitas entre las que despuntan pelos». Leí también que proceden del sudeste asiático y que transmiten numerosas enfermedades. La llamada rata negra, una de las más conocidas, en sólo tres años, puede alcanzar hasta doscientos cincuenta mil descendientes ...
Otro día mi padre levantó la cabeza y preguntó sorprendido:
- ¿Oué ha sido eso?
Eso no había sido nada. Pero él estaba trémulo con las orejas levantadas.
-He visto una rata esconderse debajo del chinero.
Mi madre paciente movió los muebles para que viera con sus propios ojos cómo no había nada. Pero él se negaba a esas maniobras temiendo que la rata acorralada diera un salto sobre nosotros.
-iNo toques nada! -decía-o Saca primero a los niños.
Lo que más temíamos es que mi padre, con aquella obsesión, enfermara de los nervios. Llegué a pensar, como había leído en los libros, si mi padre no sería presa del delirium tremens. Don Pedro me había contado cómo a bordo de una de sus naves lo había padecido un marinero quien, acorralado por sus bichos mentales, intentó defenderse cuchillo en mano, terminando por arrojarse al mar, donde pereció.

El maestro vino a mi pupitre y me dijo: -Sé que tu padre tiene un trabajo ...
-Sí señor. Ahora es guarda.
No se alegró.
El médico le dijo a mi madre cuando me reconoció el pecho y me miró los ojos que todo aquello se me iría quitando conforme fuera creciendo. Yo veía al médico sentado en su sillón delante de aquella mesa de madera noble con las patas rampantes cubierta de muestras farmacéuticas y con una escribanía con un don Quijote ecuestre seguido por su escudero Sancho Panza. Las paredes luminosas estaban cubiertas con títulos y diplomas. Mientras miraba los cuadros, el médico atento escribía en su cuaderno de recetas, sin dejar de mirarme dubitativo antes de
decidirse a estampar su firma. .
-Hay noches -le dijo mi madre- que parece que la vida se le sale por la boca. Tose como un perro. -<-Éste es el del aguardiente?
-No me lo recuerde usted -le contestó mi madre jocosa.
Yo permanecía protagonista delante de la mesa, admirando la figurilla de bronce del hidalgo famoso cuyo caballo Rocinante parecía disponerse a abrevar en uno de los tinteros llenos de tinta azul. Don Francisco, poniéndose de pie, acarició mi pelo erizado y le dio a mi madre algunas de aquellas muestras, que ella agradeció al tiempo que el médico, con su voz nasal, le daba los últimos consejos.
-Dos cucharaditas antes de acostarse.
Mi madre, lacrimosa, aprovechó el momento para disculparse y decirle, qué vergüenza me da, don Francisco: todavía le debemos la iguala. Pero ya sabe usted lo mal que le han ido las cosas a Nicolás.
El médico, paternal, le dijo a mi madre:
-No te preocupes, mujer. Ya me pagarás cuando puedas. Lo importante es que el niño crezca sano. Eso es lo importante.
-Sí, señor.
Veo a mi madre disminuida como una niña delante de

la mirada enharinada de don Francisco, doctor en Medicina y Cirugía, que tanto me recordó la mirada bondadosade don Joaquín cuando salía de la sacristía camino del altar. La veo enlutada con aquella bata que era su hábito convertida en sombra de sí misma. Los ojos se le pusieron blandos que, en cuanto nos vimos en la calle, se los secó con el envés de la mano (de repente) cambiando su cara afligida por su cara normal. Entonces me di cuenta de que la vida fuerza a los pobres a representar su comedia para sobrevivir.
En ese tiempo, mi hermana se pasaba la vida en el corral o por la casa escondida en los aparadores y alacenas y gritando irritada cuando alguien trataba de invadir su terreno. Mi padre era el único capaz de sacarla de ese su mundo: en cuanto oía sus pasos, dejaba sus juegos solitarios y corría feliz a su encuentro abrazándose a sus piernas. Mi madre, cuando hablaba con la niña, siempre decía lo mismo:
-Tiene mejor salud que el niño. La niña se está criando muy sana.
La niña levantaba los ojos y me miraba seria comprendiendo perfectamente lo que había dicho mi madre.
Otra vez el maestro despistado me preguntó si era verdad que mi padre había encontrado un medio empleo.
- Sí, señor -le dije.
-Vaya, me alegro. Me alegro de que el pobre Nicolás haya encontrado al fin donde meter la cabeza.
Se notaba que lo decía de corazón. A pesar de sus alumnos especiales, yo sabía que me tenía apego. Jamás se enfadó conmigo. Me decía: Tienes que hacerte un hombre para que el día de mañana puedas ayudarle a tu padre. Tu padre es un buen hombre.
Habían estado juntos en la cárcel. Él también era excautivo por la Patria. Por eso, cuando me dijo lo de mi padre, se me hizo un nudo en la garganta. •
Un día, en el tabaque de costura de mi madre, encontramos dos gatitos recién paridos de una gata gris que vivía en el corral. Cuando mi hermana, curiosa, fue a esconderse en su alacena la detuvo el aullido amenazante de la gata defendiendo sus crías. La niña, llorosa, vino a mi madre pidiendo auxilio, volviendo sus ojos a la puerta misteriosa de la alacena maternal. Allí, enroscada, estaba la gata recién parida con sus gatos mamones. Fue un descubrimiento sensacional. Mi padre dijo que para que uno de los gatitos se criara sano lo mejor era quitar a la gata el otro y ahogarlo en la acequia. Nuestros gritos de protesta le hicieron desistir de esa acción criminal: los dos gatitos se quedarían en la casa, de la que no tardarían mucho en hacerse dueños. Con el tiempo, los encontraría muchas veces arropando los pies del Cura Liberal, quien los llamaba por los pasillos y les ponía en el suelo tazones de leche.
En cambio don Pedro los despedía a patadas cada vez que entraban en su sala. Su perro los odiaba.
Una noche vino la abuela niña y me dijo: -Sé que tenéis gatitos.
Asentí acariciando su gallina plateada. -Vaya. Me alegro.
- ¿Quieres verlos?
-No. Ya los he visto. Uno de ellos asustó a mi gallina.
La miré y vi cómo todavía temblaba.













Pero mi padre no tenía aquel mal que, según don Pedro, había terminado con la vida de aquel marinero demente. Mi padre sólo tenía cada vez más rotos los nervios. Por eso estaba tan delgado. Por eso buscaba el consuelo de mi hermana, quien se colgaba de sus piernas para que la tomara en sus brazos. Dicen que las hijas quieren más al padre que a la madre, y que los hijos quieren más a la madre que al padre. En mi casa, siempre me sentí más a gusto con mi madre Isabel, hija del Antonino, aun cuando fuera ella la encargada de castigarme. Con mi padre me faltaba confianza y, cuando estábamos solos, no sabía nunca de qué hablarle: parecíamos dos extraños. Puede que la culpa fuera de mi madre, celosa de que yo pudiera quererlo a él más que a ella. Cosas de mujeres. La verdad es que mi padre ideal era aquel del retrato con sus dos banderas y su orla de excautivo por la Patria, que era lo más hermoso que a mi padre le había ocurrido en su vida y de lo que de verdad, porque era patriota, se sentía orgulloso. La Patria se siente, no existen palabras que claro lo expliquen las lenguas humanas ... decíamos en la escuela mirando el mapa de hule colgado de la pared donde don Antonio señalaba con su vara los cabos, los golfos, los ríos, las montañas de la España inmortal. La Patria dura era esa piel de toro por la que tantos y tantos habían dado su vida. Quizá la tierra más regada de sangre hermana de todas las tierras. La familia, la casa, el trabajo, los amigos, las fiestas, los bautizos, los casamientos ... todo eso junto y más era la patria.
El maestro aquella tarde vino al pupitre, miró mi cuaderno y me dijo:
-Dile a tu madre que venga mañana a verme.
No sabía para qué quería el maestro a mi madre. -¿y para qué quiere don Antonio que vaya?
No lo sabía.
Don Antonio había visto mis manos curadas.
Al otro día, mi madre se presentó en la escuela a la hora del recreo. Yo la vi con don Antonio en la puerta, negando lacrimosa al tiempo que desviaba su vista para mirarme. Sabía que hablaban de mi. Veo más que oigo las palabras calmas y convincentes del maestro cuando en algún momento se asoma a la clase vacía. Y veo el rostro de mi madre, su boca y sus ojos, como cuando hablaba con mi tía queriendo convencer al maestro de que lo que se propone es imposible. La palabra pobres es como una mueca en su boca. La única palabra que yo leía perfectamente en sus labios que le llenaba la cara, que era como su rostro total, a la que sumaba sus manos aferradas. Al fin se fue mi madre. Antes me hizo señal con la mano para decirme iqué podemos hacer! El maestro cerró la puerta de la clase y, sin mirarme, pesaroso, me dijo: Anda, baja al patio y súbete un cubo de agua para las macetas. Bajé, eché el cubo al pozo y, cuando estuvo lleno, tiré de la cuerda. Veía en tanto asomada al balcón la figura grave del maestro pendiente de mi maniobra.
-Deja medio cubo y sube -me dijo.
Dejé el cubo en el brocal y devolví la mitad al pozo.
A mí me gustaban las macetas. Miré al maestro esperando una explicación a la visita misteriosa de mi madre. Pero no me dijo nada.
Sabría que don Antonio había llamado a mi madre para decirle que era una pena que el niño, que tiene facultades, no haga ningún estudio. Pensaba que los padres (mis padres) estaban obligados a sacrificarse por un hijo así. Él mismo dijo que estaba dispuesto a darme clases particulares igual que a sus alumnos sabios para que hiciera el examen de ingreso en junio, aunque pasara de la edad. El problema de la edad era problema de muchos en ese tiempo: la guerra nos había robado tres años.
-Lo que quiere el maestro -decía mi madre- es una bar.baridad. Nosotros no tenemos medios. Lo que hace falta -mirando a mi padre oyente- es que el niño se haga un hombre y ayude pronto a la casa.

Mi padre no pudo replicar. Me daba cuenta de que a él le hubiera gustado que yo fuera a las clases y tuviera las mismas oportunidades que los demás.
-Nosotros no podemos pagar los estudios -seguía mi madre-o ¡Qué más quisiéramos nosotros! Lo que el niño tiene que aprender es un oficio.
Era una triste verdad que mi padre tuvo que aceptar.
Tendría que ser como él. Él sólo podía enseñarme a ser sastre, que era la herencia familiar.
Cuando por la mañana volví a la escuela, el maestro me preguntó:
-¿Qué te ha dicho tu padre?
Yo le dije que mi padre no había dicho nada. Sólo que nosotros no podemos pagar estudios.
-Mi padre gana poco. Además, últimamente no está bueno.
-Está bien -me dijo--. Tú te quedas esta tarde con los otros y más adelante yo hablaré con tu padre. Tú le dices que don Antonio te dará clase y que ya habrá tiempo para lo demás. ¿Entendido?
Sonrió.
- Sé que tú quieres venir a las clases. Le dije que sí.
Ahora don Antonio era como don Francisco y como don Joaquín. Cuando conté en mi casa lo que me había dicho el maestro, mi madre se echó a llorar irritada. Éramos pobres pero orgullosos. De ninguna manera quería que fuera estudiante. Lo que más le enfadaba era que el maestro quisiera darme clase sin cobrarme una peseta.
-El maestro no puede trabajar gratis. cOué se ha creído el maestro? El maestro es un trabajador como nosotros. Además, tiene muchos hijos.
-Me lo ha dicho.
-Pues aunque te lo haya dicho.
Me rebelé. Dije que iría a las clases porque quería ir.
Mi madre me amenazó y yo tuve que salir corriendo

para que no me alcanzara. Nada del mundo impediría que yo fuera a la escuela.
- ¿De dónde vamos a sacar nosotros el dinero para el maestro?
La frase de mi madre se quedó grabada en mi cabeza.
Dinero. El dinero milagroso capaz de moverlo todo. Me detuve como a un metro de ella mirándola a la cara:
-¿Es que el dinero es Dios?

El Cura Liberal, con sotana y boina, se pasaba las horas arropado en su manta alpujarreña, dando zancadas por el palomar. Por la ventana se veía el cielo cargado de nubes y los tejados cenicientos de las casas. Hacía frío. A mi vista el Cura Liberal se quejó de que por no tener una estufa (el obispo que lo encarceló se la había prohibido), los pies y las manos los tenía hinchados por los sabañones.
-Yo ya no tengo edad para aguantar estos fríos -decía. Permanecía encogido, con los brazos cruzados y las manos de hielo en las axilas.
-La verdad -decía- es que yo nunca tuve vocación de cartujo. Si hubiera tenido vocación de cartujo me hubiera ido a un convento. Nunca pensé que para ganarse la vida eterna tuviera uno que morirse de frío. Yo creo que en un término medio está la virtud.
Le pregunté si llevaba muchos años preso y, asintiendo, me dijo que cuando yo nací y antes de que naciera mi padre él ya estaba preso.
-He perdido la cuenta de los años que llevo aquí. Se puede decir que me condenaron a cadena perpetua.
Se sentó para volver a levantarse intentando calentarse los pies dando saltos. De cuando en cuando caminaba por el palomar cuidando de no golpearse la cabeza con las vigas que se interponían en su camino. Acabó sentándose definitivamente, apoyando los pies en el alféizar de la ventana herméticamente cerrada para que no se colara el viento norte. Yo mismo, con papel de periódico, le estuve ayudando en esta operación. A veces, con el periódico en la mano, me preguntaba por el conde de La Bisbal o por don Rafael Riego. La verdad es que yo no sabía qué responderle: vivíamos en dos mundos distintos. Una de esas tardes me habló de la guerra de la Independencia en la que él no había luchado ya que, en ese tiempo, se encontraba en Cádiz como diputado de las famosas Constituyentes.
-Cuando regresó de Francia el Deseado +me dijo- se me acusó de afrancesado. De ilustrado. Y todo porque dije que el poder reside en el pueblo y no en el rey. El rey recibe el poder del pueblo, que es quien se lo otorga. Tuve que refugiarme en la plaza de Gibraltar, de donde un día aciago, a pesar de mis advertencias, vi salir a Torrijos y sus compañeros hacia una muerte segura engañados por el general González Moreno. De haberlos acompañado, habría corrido la misma suerte de ellos. Durante muchos años anduve por Europa y hasta escribí un drama (Los Liberales) que no llegó a estrenarse. Yo era amigo de Martínez de la Rosa. Cansado de vagar por el mundo, impedido de ejercer mi ministerio, recalé de nuevo aquí, en la tierra que me vio nacer, pensando que con los años todos me habrían olvidado. Pero este pueblo tiene buena memoria. En cuanto llegué fui juzgado por un tribunal eclesiástico, que me condenó a reclusión en esta casa, donde sólo se me permitió traer un baúl de libros, del que tu padre me desposeyó en hora mala, condenándome a la mayor indigencia mental. Del siglo de las luces he pasado al siglo de las sombras. Amigo mío, lo peor que le puede ocurrir a un hombre es perder la libertad. La libertad es como la sangre del espíritu: sin ella no se puede vivir. Todo hombre está obligado legítimamente a luchar por su libertad como por su vida. Todo lo que se opone a la libertad se opone al hombre.
Mi padre, despectivo, decía que había sido la libertad la que nos había llevado a la guerra civil. Que hacer lo que nos da la gana es lo que toda la vida nos ha gustado hacer a los españoles. Yeso es anarquía.
El Cura Liberal, oyéndome, sonreía.
-Toda libertad +me señaló con el dedo- supone el respeto a la libertad del prójimo. El cristianismo lo dijo muy claro hace ya mucho tiempo: La libertad consiste en querer para el prójimo todo el bien que queremos para nosotros mismos.
Nunca me preguntó el Cura Liberal por don Pedro, dueño de la parte noble de la casa. Sin embargo, me constaba que conocía su presencia: él era el autor de aquellos apuntes biográficos que yo había encontrado manuscritos en su baúl.
No era muy aficionado el Cura Liberal a la discusión.
Permanecía la mayor parte del tiempo taciturno con los ojos clavados en la ventana.
-Yo amé la libertad +me dijo-, y el destino me la robó.
Si te paras a ver, cambian los personajes de la vida, pero la comedia es siempre la misma.
Justicia. Libertad.
En ese momento entraron en la torre los dos gatos peludos, que corrieron amigos a meterse entre los pies del cura, ahora en el suelo.
-Éstos son los únicos que se apiadan de mí =acariciándolos con ternura-o Me prestan el calor de sus cuerpos débiles, con el que yo intento calentar mis pies y mis manos. Tú también eres mi amigo.

Lo que mi madre temía es que a mi padre, cuyo oficio verdadero era el de sastre, un día se le fuera la 'cabeza como se le había ido a la Natalia y se fuera por ahí contándole a todo el mundo historias de ratas que salían por todas partes. La oí decírselo a mi tía, quien la miraba en silencio, diciendo mi madre que de seguir así tendríamos que encerrarlo en uno de los cuartos vacíos de la casa. Ella nunca mandaría a mi padre al manicomio. Sabía que mi padre nunca sería un loco peligroso.
-Antes que verlo detrás de una reja como un preso, prefiero verlo muerto -decía mi madre-. Muerto mil veces.
Lo decía viéndose en el espejo mimético de la hermana quien, una mano de plomo sobre la otra, no sabía qué decir a este nuevo mal.
-No sabes lo que me da -decía mi madre dolorosa-, cada vez que lo veo coger su abrigo y su escopeta y salir camino de la fábrica. Un día se me queda en el camino.
y todo porque mi padre no había nacido para pasarse la noche en una garita empuñando una escopeta, oyendo en el silencio los ladridos de un perro.
-No sé qué haría él -seguía mi madre- si una noche por un casual, tuviera que disparar su arma contra alguien. Yo sé que él no es capaz de matar una mosca. Lo suyo es la aguja y la tijera.
-Pero si eso lo sabemos -protestaba mi tía mirándose en los ojos de mi madre-. Todos sabemos que lo suyo es la sastrería. El caso es salir del paso hasta que todo se haya solucionado.
-iQué mala suerte! Lo nuestro es cosa de mala suerte. A nosotros nos vienen las cosas peor que a otros. ¿y qué es lo que hemos hecho nosotros, Señor, para que nos castigues así?
Mi tía, negando con la cabeza, decía, mujer, no es oro todo lo que reluce. Las cosas están mal para todo el mundo. -La vista engaña.
-Ya lo creo que engaña. Ya lo creo -decía.mi madre, sin querer comprender.

-Lo que a Nicolás le pasa es que nunca tuvo carácter.
No está preparado para hacerle cara a la vida. Es como un niño.
-No es eso -negaba mi madre-. El tiempo que estuvo en la cárcel le hizo mucho daño.
-y la bebida -añadió mi tía mal intencionada-o Eso es lo peor de -Nicolás. Cuando bebe se vuelve otro hombre. No parece el mismo. Yeso lo sabes tú mejor que nadie. Eso le costó perder la colocación del ayuntamiento.
-Que le guste una copa, no es ningún pecado, mujer,
-protestó mi madre-o León también bebe y nadie dice por eso que sea un borracho. A todos los hombres les gusta tomarse una copa. ¿Qué malo tiene eso?
Mi tía, enfadada, descompuso el espejo y levantó las manos para decir: iNo digas eso, mujer! Sabes bien que Nicolás ya tenía mala bebida desde que erais novios. Todo el mundo lo sabe, menos tú, que debajo de la mesa tiene un botijo que en vez de agua del pozo tiene vino del país.
-iQué disparate! -rnás escandalizada mi madre-o iQué disparate! Me estás diciendo en mi cara que mi marido es un borracho.
-Sabes que padre no lo quería por eso.
-iQué disparate! iQué disparate!
Era inútil la discusión con mi madre. Mi tía dijo:
-Cambiemos de tema.
De nuevo se recompuso el espejo y yo vi el rostro de mi madre repartido en las dos mujeres. Lo mismo estaba su rostro en la una que en la otra.
-El maestro quiere que el niño haga estudios. Dice que tiene talento.
Mi tía me miró sorprendida.
- ¿Estudios? ¿De dónde vais a sacar el dinero para eso? ¿Pero dónde tenéis la cabeza? Lo que hace falta es que el niño ayude pronto en la casa.
-Eso digo yo.
Las dos caras del espejo estuvieron de acuerdo.

-Ésas son fantasías de rico. Los pobres nunca han estudiado. Gracias a que habéis podido mandarlo a la escuela, otros, ni eso.
-Eso digo yo.
-El niño tiene que aprender un oficio. Algo que le enseñe a andar por la vida. Si tiene talento, que trabaje. El trabajo es la mejor escuela para un hombre. Mi marido no tiene estudios y míralo: a ver quién lo engaña.
-Eso digo yo.
-Tenéis que quitaras esas ideas de la cabeza. Un hijo todo el día con los libros en la mano haciendo el vago por ahí. Vamos, un señorito inútil en una casa de pobres. iQué disparate! Ese maestro no está bien de la cabeza.
-Eso digo yo.
Era la primera vez que veía a mi tía habladora. -iQué desgracia!
-iQué desgracia! ¡Qué desgracia! +repetía mi madre.
Recuerdo que, harto, me levanté del suelo y, rnirándolas, rompí de un golpe el espejo mágico.
-iYo iré a la escuela! -les grité-. llré aunque vosotras no queráis!

A la salida de la escuela, vino Daniel y me dijo: Ven. Y yo le seguí. La tarde era apacible y apenas si se veía un alma en la calle. Llegamos a una calle vacía con una casa de dos plantas en la esquina y una pared larga de ladrillo que era el muro de una huerta. Por encima asomaba una parra y un árbol con las ramas torcidas. No sabía adónde me llevaba Daniel, pero desde que embocamos el callejón me di cuenta de cuál era su propósito. Me lo dijo al oído:
Vamos a ver la casa de las niñas. Las niñas, para Daniel, como para mucha gente, eran las putas. Terminamos el callejón y salimos a un descampado, donde había una casa en ruinas con sólo dos o tres muros de pie. Era un lugar inmundo. Daniel me hizo un signo para que lo siguiera y nos metimos allí, donde instalamos nuestro observatorio para espiar a placer a las niñas de la vida cuando entraban y salían con sus amantes. Era nuestra primera aventura erótica.
Daniel me dijo que alguien había dicho a alguien que una de aquellas mujeres se desnudaba todas las noches en el balcón. Era por eso que nosotros (entre luces) estábamos allí. Esperaríamos pacientes a que la Malagueña (era su nombre de guerra) saliera puntual al balcón y se exhibiera en pelota, tal como ese alguien había contado.
-¿Totalmente desnuda? -le pregunté con el alma en la boca a mi amigo seguro, quien sin quitar los ojos de la casa (un balcón y dos ventanas) me contestó:
-En pelota, como la parió su madre.
En principio nada distinguía a aquella casa distinta de las otras casas iguales. Se vio a una mujer a la puerta encendiendo tranquila un brasero. Hacía frío. Luego salió otra mujer que enseguida volvió a retirarse. Más tarde, hablando y fumando aparecieron por el callejón un par de hombres irresolutos ayudados por un tercero que llevaban bajo el brazo una guitarra. Daniel, bien informado, me sopló que esos hombres con sombrero eran los ciegos, los músicos de las niñas. Cuando ellos llegaban, empezaba la juerga. Los vimos entrar en la casa y a poco, después de oír gritar ¡Manuel! ¡Manuel!, se oyó templar la guitarra. Alguien se animaba a cantar flamenco. Todo parecía normal, hasta que apareció en escena el chulo de la Malagueña, quien desde la puerta la llamó a voces: il.olal il.olal
-Viene todas las tardes a sacarle el dinero que ha ganado. Si no se lo da, le da una paliza.
No terminaba de comprender. ¿Es que ese hombre era su amo?
Ahora se mezclaban los gritos del borracho con la música de la guitarra, el cante flamenco y las palmas de las mujeres que se reían escandalosas. El hombre entró en la casa y enseguida oímos los gritos y el llanto de aquella Lola que trataba de escapar de su chulo indignado, quien la apretaba por el cuello para que vomitara (decía) hasta el último céntimo. El hombre la sacó a la calle cogida del pelo, la zarandeó y finalmente la dejó en el suelo, donde la pisoteó como si fuera un fardo. Yo estaba aterrado. Lo que más temía es que aquel mal hombre matara a la Malagueña y por eso pensé salir corriendo. Fue Daniel quien me tiró de la camisa y me ordenó que no me moviera. Si el individuo nos descubría espiando a su querida (dijo) a lo mejor nos mataba. Era mejor seguir escondidos en nuestro muro.
-No te muevas. No me moví.
Vimos como la mujer pintada se levantó llorando del suelo y corrió has de su hombre dispuesto a abandonarla. Lo tomó de la ropa y se echó a su cuello abrazándolo y besándalo, pidiéndole perdón. Era increíble.
-¿Has visto? -me dijo Daniel tragando saliva-o A las ni-
ñas les gusta que sus chulos las peguen. -¿Por qué?
Era un misterio que nadie sabía.
El caso fue que la pareja volvió a la casa. Un par de veces se abrió el balcón y fue para baldear a la calle. En ningún momento apareció la Malagueña, objeto de nuestra centinela. La noche total vino pronto y el campo se cubrió de luces tristes, como pequeñas flores del mal. Oímos ladrar un perro solitario y, frustrados, mirando al cielo cubierto de estrellas, decidimos abandonar nuestro puesto de caza y marcharnos corriendo. Sólo veíamos la luz pálida de las ventanas de la casa de las niñas de la vida. Echamos a correr callejón adelante sintiendo como si alguien (nuestro miedo) tratara de cogernos por la camisa y reternernos allí, hasta que alcanzamos nuestra playa salvadora. Daniel, sin resuello, mirando para atrás, dijo:
-Otro día vendremos a ver la mujer desnuda. Asentí, seguro de que no.
Daniel me contó que hacía tiempo una de aquellas niñas rodó por la escalera de la casa y se rompió la crisma en mil pedazos. Una de las mujeres contó que la niña se había caído porque sí, otra porque su querido la había empujado. Nunca se supo la verdad. Lo mismo que a un perro muerto, la llevaron a enterrar en una caja cuatro de aquellas mujeres de la vida. Pensé arrepentido: El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Cuando llegué a casa, mi madre mártir estaba sola. La niña se había dormido en sus brazos. Entré a sabiendas por primera vez de que venía de hacer algo verdaderamente malo y por eso no me atrevía a mirar a mi madre cara a cara. Si mi madre se entera (pensaba) que vengo de ver a las niñas, me mata. Todo eso pesaba en mi ánimo no contrito que ante la extrañeza inocente de mi madre me mantuvo mudo toda la noche. Cené y me acosté. Pero no me dormí en seguida. Con los ojos abiertos seguía viendo aquella casa de ventanas iluminadas y a las mujeres de la vida riendo felices en la puerta abrazadas a sus hombres. Cerré los ojos para dormir, pero no pude: tenía demasiado vivo todo aquello. Cuando seas un hombre (me decía Daniel) tendrás que venir a bailar como todos. ¿O es que no eres un hombre? Eran las palabras de Daniel. También se me vinieron a la mente las palabras del maestro pensativo cuando decía: Vosotros no sabéis lo que es ser mayor. Ahora sois felices, pero un día todo cambiará. Cuando seáis mayores os atraparán las pasiones. ¿Qué serían las pasiones? Ahora lo había comprendido: las pasiones eran las mujeres de la vida.
El maestro leyó en el periódico que Roma había sido bombardeada y que el papa había salido del Vaticano a consolar a los heridos. Venía una fotografía en la que se veía a Pío XII con los brazos en cruz con la sotana blanca manchada de sangre.
Mi madre decía que aquella guerra, como la que nosotros habíamos padecido, era un castigo de Dios.
-Dios está harto de nosotros, -decía mi madre afligida. El maestro me decía:
- En cuanto salgas de la escuela te vas enseguida a tu casa y te pones a estudiar.
Se movían las copas de las acacias y algunas palomas pasaban volando.
Supe que Daniel se había echado novia, porque me lo dijo y porque lo vi detrás de aquella niña de la cara blanca que tenía pecas. Ella decía que no era su novia, pero sí lo era. Los vi correr por el parque. Daniel le hizo una poesía, que ella se guardó en el bolsillo.
El maestro dijo: Ya estamos en marzo. Pronto será tiempo de exámenes.
De exámenes de ingreso. Pese a mi madre, todas las tardes me quedaba en la escuela para la clase particular. Mi madre, harta, me había dicho que ella no quería saber nada de eso: Allá tú con el maestro.
Dijo don Antonio:
-Tenéis que repasar los ríos de España.
Un pájaro vino y se paró en el balcón. Levantó el vuelo y desapareció en el tejado.
Cuando salimos, Daniel me dijo: -Te vaya presentar a tu novia. Nos reímos.
En la esquina esperaba la pecosa y una niña que era mi novia.
-Ésta es Mari Carmen.

La niña se tapó la boca con la mano para aguantarse la risa. La pecosa la tomó del brazo e hicieron un aparte. Nosotros nos quedamos firmes sin saber qué decir. -Recaditos en unión, falta de educación -dijo Daniel acercándose para oír lo que hablaban.
Naturalmente lo rechazaron.
En el aparte, previo examen de mi persona, colegí se había decidido que Mari Carmen, la del labio partido, fuera mi novia. Por eso se hablaban en secreto y me miraban como si se rieran de mí. Luego, las dos juntas, sin decir una palabra, sin miramos siquiera, echaron a caminar como si no existiéramos. Daniel, experimentado, me hizo seña de que me colocase al lado de mi novia mientras él se colocaba al lado de la suya. Iríamos de paseo.
Yo no sabía qué tenía que decir a una novia a la que acababa de conocer y que sólo hablaba con su amiga como si yo no existiera. Empezaba a resultar engorrosa aquella novia del labio partido a cuyo lado, a pesar de todo, me gustaba ir. Veía su nariz, su boca y hasta su ojo, su único ojo para mí, cada vez que la miraba. Más que una novia era una medio novia. No sé el tiempo que anduvimos oyendo las bravatas fantasiosas de Daniel, el de los leones que, a pesar de saber que todo eran mentiras, tanto divertían a las dos niñas olvidadas por completo de mi persona. Lo odié con toda mi alma por saber contar aquellas sandeces que tanto divierten a las mujeres.
-No dices nada -fue lo único que se le ocurrió para mortificarme,
-No -contesté como un cañonazo.
Las niñas se echaron a reír y yo me sentí fusilado.
De noche, en la cama, me sentía el hombre más infeliz del mundo. No sabía por qué me había enamorado de aquella Mari Carmen medio tonta a la que no tenía nada que decir. ¿Qué se le puede decir a una novia que sólo sabe reír? Yo nunca había hablado con un niña. Siempre habíamos dicho que jugar con niñas era cosa de maricas. Pero ahora las cosas eran distintas. Ahora no salir con ellas era también cosa de maricas. Yo veía en sueños la media cara de la media Mari Carmen a la que tímido acariciaba. Por la mañana, antes de irme a la escuela, echaba a correr sólo por verla en el camino. Verla de lejos. Y no me explicaba por qué a mí aquel noviazgo me desasosegaba y a Daniel, tan hablador, lo dejaba indiferente. Con el tiempo descubriría que el amor está más allá de las palabras. Que no exist-en palabras para el amor. Que el lenguaje del amor son las miradas.
- ¿Quieres ver a tu novia?
Estaba en la esquina con la pecosa. La miré y la sangre se me subió a la cara. -No -dije. y me fui triste a mi casa. Así se acabó el noviazgo.









Cuando llegué a mi casa, mi padre (que tenía que estar en la fábrica) estaba sentado a la mesa con la cara descompuesta. Mi madre me dijo:
-Tu padre se encuentra mal: lo han traído de la fábrica. Le dijo a él: .
-Te vas a acostar ahora mismo. Mi padre negó:
-Tengo que irme a la fábrica.
-Irás cuando te encuentres bien. Ahora te vas a acostar.
-No. Me tengo que ir a la fábrica.
Mi madre, a la oreja, me dijo que le había dado un mareo y que por eso lo habían tenido que traer. Pero yo me di cuenta de que estaba bebido.
-Quiere don Eugenio que mañana vaya yo a verlo -me dijo preocupada.
Don Eugenio era el gerente de la fábrica,
Hacía frío. Por encima de los tejados se veían las nubes como trapos que el viento arrastrase. Era noche ya, pero todavía el cielo estaba iluminado por los claros que se abrían con el paso de las nubes. Acostamos a mi padre, quien seguía con su manía de irse a la fábrica. Pronto la casa se llenó de silencio. Sólo se oía la voz de mi hermana preguntando curiosa, ¿y papá? Mi madre, como otras noches, encendió su lámpara milagrosa a la Virgen, dijo, para que nos ayude. Vi la lamparilla sobre el chinero delante de la imagen y del retrato de mi abuela niña, tal como era ella. La lámpara se movía como una hoja viva, como una lengua fatua dentro de su fanal. El fuego todo lo purifica. Con un carbón encendido limpió su boca el profeta Isaías. Miraba y pensaba esto viendo a mi madre enlutada delante de la mesa y yo sabía que, como en noviembre, mi madre le pedía aquel milagro a su madre difunta.
Me dijo mi madre:
-Asómate a ver cómo sigue tu padre.
Me levanté y fui al cuarto paterno sumido en la oscuridad. No se veía nada y tuve que acercarme a la cama en la

que se suponía que estaba mi padre. Palpé, pero no estaba: la cama estaba vacía. Salí nervioso y se lo dije a mi madre:
-Mi padre no está en su cama. No está en su cuarto.
Mi madre, alarmada, se levantó y vino presurosa a comprobar lo que decía. Encendió la luz, miró debajo de la cama, miró en el ropero y se quedó estupefacta. No era posible que delante de nuestros ojos mi padre hubiera desaparecido. Parecía cosa de brujas.
-Ay, Dios mío -se quejó asustada.
Llegué a pensar si no se lo habrían comido sus ratas mentales como le había pasado al marinero de marras, mientras nosotros permanecíamos silenciosos sentados a la mesa. Echó mi madre aterrada todas sus mariposas en un vaso y con aquella lámpara en la mano, subió a los salones vacíos y recorrió los pasillos solitarios. Bajamos y, por una corazonada, entramos en la sastrería, donde al fin apareció en la total oscuridad de pie delante de su mesa con las tijeras de cortar en la mano.
-Pero Nicolás -le dijo mi madre estupefacta-, cqué es lo que estás haciendo aquí?
Se tapó los ojos con las manos para defenderse de la luz que le molestaba. Estaba en camiseta y calzoncillos. -Mañana tengo una prueba -dijo.
Me dio mi madre la lámpara, ayudándole a salir del taller y metiéndolo de nuevo en la cama. Toda la noche se la pasó mi padre diciendo que tenía trabajo atrasado y que tenía que levantarse. Nunca lo había visto más borracho. Mi madre, junto a la cama, no hacía más que mirar la cara de mi padre, quien ya de madrugada se quedó dormido.
Por la mañana mi madre se puso su abrigo y se fue a la fábrica a ver a don Eugenio, quien más o menos le dijo lo siguiente: Señora, le dimos a su marido un puesto responsable atendiendo la recomendación de don Joaquín, quien tanto se interesó por ustedes, pero estará de acuerdo conmigo que la guarda de esta casa no puede seguir en manos de un hombre que se pasa la noche borracho. Ésta es

una falta que nosotros de ninguna manera podemos tolerar. Aun lamentándolo mucho, nos vemos obligados a despedir a su marido, quien pese a todo sabemos es un buen hombre.
Mi madre, aturdida, no supo qué decir.
-Lo que a su marido le pasa es que echa de menos su
oficio. Lo suyo es la sastrería. -Don Eugenio.
-He tenido mucho gusto, señora -la cortó el gerente.
Fue en mi casa donde mi madre estalló ante el espejo de su hermana: Me lo han tirado a la calle como a un perro. Ni siquiera han querido escucharme.
Mi tía, sin abir la boca, culpaba ahora con los ojos a mi madre, desesperada de verse así por su mala cabeza, porque nunca debiste casarte con un hombre que no te iba, porque tú sabes muy bien que no te iba. Estaban en su mente los pretendientes formales que mi madre había despreciado para su mal, por esas cabezonadas que tienen las mujeres ...
-Mundo ruin ...
El maestro, antes de empezar la clase, vino a mi pupitre
y me dijo:
-Sé que tu padre se ha vuelto a quedar sin trabajo. Se me hizo un nudo en la garganta.
-Si, señor.
Mi padre famélico tendría que ir ahora al mercado y esperar que un amo bueno lo llamara a su viña. Fue la primera vez que lloré.

El maestro, con la vara en la mano, abarcándonos con la mirada, señaló en el mapa primero la región andaluza (la nuestra) y segundo la región catalana. De la región andaluza celebró los vinos de Jerez y los aceites de Córdoba y Jaén. De la región catalana las butifarras, los vinos del Panadés y los tejidos.
-Andalucía, con los moros -dijo-, fue un reino importante. Llegó a ser Andalucía todo lo que hoy se conoce por España. Córdoba, patria de Averroes, fue centro cultural del mundo.
El maestro, hablador, saltaba de una a otra región ante nuestra mirada absorta que seguía sorprendida el ir y venir del puntero incansable sin que en ese viaje le estorbaran para nada la Penibética, el Sistema Central o el Sistema Ibérico, cuyos nombres nos hacía repetir citando siempre sus cimas sobresalientes. Quizá ninguna como el Veleta o el Mulhacén casi siempre cubiertas de nieve.
Yo sabía que Cataluña industriosa era una región afortunada en la que había trabajo, y Andalucía una región rica pero desafortunada en la que no lo había.
El maestro, con las gafas en la mano, se derrumbó fatigado en un pupitre.
-Yo nunca he estado en Barcelona -dijo como si le pesara.
Pero se acordaba de cuando la Semana Trágica y del fusilamiento de Francisco Ferrer, que tanto alboroto metió en todo el mundo.
Repitió que nunca había estado en Barcelona, pero un hermano suyo telegrafista sí que había estado.
-Mi hermano estaba en Barcelona cuando el corte y tuvo que huir a Francia con los republicanos. En el camino vio al poeta don Antonio Machado con su madre, que era una mujer muy anciana. Mi hermano cargó parte del camino con aquella mujer, que a cada momento preguntaba cuánto faltaba para llegar a Sevilla.
Claro que su hermano (Pedro) fue de los que no tuvie-

ron inconveniente en regresar a España cuando les fue planteada la cuestión. Yo, a España.
=Mi hermano no tenía nada que temer. Fue a la guerra como todos. Por eso pidió enseguida que lo dejaran volver con su familia. Otros no quisieron y se quedaron allí para siempre. Por algo sería ...
Cuando yo contaba estas cosas en mi casa, mi padre, repuesto, sentado a la mesa, decía que don Antonio, que había estado con él en la cárcel, siempre había sido de derechas. Pedro (decía mi padre) ya era otra cosa.
El maestro se puso de nuevo las gafas y señaló con la mano el río Guadalquivir, que nace en la sierra de Cazada y sale al océano por Sanlúcar de Barrameda.
-Y tiene como afluentes principales -señaló- el Guadalimar y el Jándula por la derecha y el Genil por la izquierda.
Otro río importante, que al final se hace andaluz, es el Guadiana, que nace en las lagunas de Ruidera y desemboca por Ayamonte, provincia de Huelva, haciendo frontera con Portugal.
-Los dos ríos hacen la Andalucía baja.
Por un momento me pareció ver caer al mar las aguas mansas de uno y otro río, tan distintos de nuestras ramblas siempre secas.
-Andalucía -continuó el maestro- tiene ocho provincias administrativas. La región de España que más provincias tiene, gracias a don Javier de Burgos, que era de Motril. También tiene una Capitanía general (la de Sevilla) y dos Universidades.
Repetí: En Granada, la Alhambra; en Córdoba, la Mezquita; en Sevilla, la Giralda; en Málaga, Gibralfaro; en Jaén, Úbeda y Baeza en Huelva, la Rábida; en Cádiz, Puertas de Tierra y en Almería, la Alcazaba mora.
-En Andalucía -con rabia y golpeando con la vara el apéndice patrio- también tenemos el Peñón de Gibraltar.
Nuestro rostro se encendió de justa indignación. Eran muchas, en esos años, las manifestaciones públicas reclamando la devolución de la plaza. GIBRALTAR ESPAÑOL.

-Los ingleses han sido siempre aves de rapiña.
Por nuestras cabezas pasaron las lecturas recientes de la Invencible y Trafalgar, batallas en las que aquéllos nos vencieron gracias a los elementos, por no decir al diablo, que nos jugaron una mala pasada.
+Cara a cara nunca nos hubieran vencido. Fue lo que dijo don Felipe TI.
En ese tiempo los alemanes, perdidos, bombardeaban Londres, y los periódicos traían fotografías de Mr. Churchill con su puro en la boca y la mano levantada haciendo la V de victoria.
-Todo eso nos pasa -se refería don Antonio alodio ancestral europeo de Francia, Inglaterra y Países Bajos- por ser España el pueblo más católico de la tierra. Por haber sido también la nación más grande que ha existido. Como que en nuestros territorios jamás se ponía el sol...
El maestro patriota bajó el puntero hasta el suelo. Se hizo un silencio profundo. Levanté la vista y vi la España piel de toro del mapa y vi la España de carne que éramos nosotros, España real, temblando de frío en nuestros pupitres añosos. Por el balcón, como un retal, se veía un resto de cielo azuL Llovería como siempre, y aquella España nuestra de la escuela se nos llenaría de goteras. Yo pensaba con orgullo en mi España pobre y verdadera que pedía limosna en las puertas de las iglesias y en la calle.
Andalucía, ocho provincias, 87.268 m- (tantos como Portugal y mucho más grande que Bélgica, Holanda y Suiza) con cinco millones de habitantes, gran número de ellos sin trabajo. Andalucía oriental y Andalucía occidental, compuesta por infinidad de pueblos perdidos y olvidados. Mirando el mapa, veía mi ciudad como una simple gota de agua en el mar. Y si mi pueblo, siendo tan grande, era en el mapa una simple cagada de mosca, cqué no seríamos nosotros?
-Pepe -dijo el maestro a uno de sus predilectos-, recuérdale a tu papá lo del aceite. El otro día se te olvidó. -Sí, señor. Esta vez no se me olvida.

Pepe estaba a su derecha, como el Hijo está a la derecha del Padre.
Le decía, no sin rubor:
-Vamos a ver, Pepito, lee en alto este párrafo de la Historia Sagrada para que tus compañeros te oigan.
Pepito dejaba vagar sus ojos sobre nuestras cabezas como erizos gigantes caídos sobre los tableros de los pupitres manchados de tinta. Pepito (al que admirábamos por su limpieza y su guapura) tomaba el libro en sus manos y nos leía la historia del rey David, la de José vendido por sus hermanos o la de Tobías viajero guardado por un ángel.
-Está bien -terminaba el maestro-. Podéis salir al recreo.
Era como levantar la pajarada. Dejábamos los pupitres y salíamos volando al patio a disfrutar de nuestra hora feliz. A veces hacía frío, pero eso nada tenía que ver con nuestros juegos.
Más tarde, la palmada del maestro, sus iarribal, ivamosl, nos hacían volver a la realidad, reintegrándonos rápido a nuestro cuartel.
La clase se llenaba con el frío que venía impregnado a nuestras ropas. Se hacía el silencio. Otra vez don Antonio se colocaba frente al mapa revelador. Esta vez (nos dijo) me vais a hacer un ejercicio de redacción. Preparamos nuestras plumas de gallo. Aquella mañana nos había hablado don Antonio de un pintor que se llamaba don Francisco de Gaya y Lucientes, famoso en todo el mundo. Escribiríamos de ese pintor aragonés que había sido amigo de la duquesa de Alba y retratista de don Carlos IV y don Fernando VII. Lo más importante de él (nos dijo) es que rompió con la pintura académica que se hacía hasta entonces e inventó una nueva manera de pintar. En sus cuadros plasmó el alma profunda del pueblo español, perseguida siempre por la fatalidad de su tragedia interior. Pintó nuestro carnaval cotidiano, nuestra sensualidad, nuestro patriotismo y nuestro espíritu religioso siempre rayan-

do la locura. También pintó nuestra crueldad, que el vio muchas veces en la fiesta de los toros.
-Al final de su vida fue tachado de liberal y por eso murió fuera de España.
El maestro se detuvo un instante meditativo visionando la España sangrienta cuya imagen estaba tan reciente. Nos mostró algunas láminas de aquel libro, los cuadros de la guerra de la Independencia y algunos dibujos de los llamados Desastres.
-Dicen que don Francisco, noche ya, salía de su casa y recorría con un criado los lugares de' Madrid escenario de tantos crímenes y, a la luz de un farol, acaso el mismo que se ve en el cuadro de los Fusilamientos, tomaba con prisa sus apuntes.
Se conmovió nuestro pecho patriótico. -Bien -ahora poneros a escribir.
Muchas veces había hojeado ese libro fantástico que hablaba de los pintores del Museo del Prado. Allí había visto pinturas de Ribera, Zurbarán y Murillo. En mi mente viva tenía muchos de esos cuadros iguales a otros de los que yo mismo había sido testigo.
Llovería y tendríamos que colocar como siempre nuestros cacharros de lata bajo las goteras musicales.
Mi patria en ese momento (pensé) era la escuela con su mapa, la bandera nacional que ondeaba en el balcón, el crucifijo y los retratos a uno y otro lado de Franco y José Antonio. Pero, sobre todo, la patria éramos nosotros, semilla de patria, de nuestra patria seca y (mirando el techo) a veces húmeda, oscurecida ahora por aquella nube errática que pasaba por el cielo.
Mi patria era también mi madre de luto absorta delante de aquella ventana eterna por la que ella esperaba firme en su fe el milagro nuestro de cada día, convencida de que la fe siempre termina por remover la montaña.
Mi madre, contemplando mi rostro, decía que todos los que nos habíamos criado en la guerra y después de la guerra no servíamos para nada.

-Sois una ruina como personas. No sé qué va a ser de vosotros el día de mañana. Os mantenéis de puro milagro.
El maestro se puso de pie:
-Ha llegado la hora de salir. Mañana repasaremos la se-
gunda conjugación.
Y advirtió:
-No salgáis como animales.
Todos los días la misma historia. El patio, la formación en hileras, el rezo, los cantos patrióticos y la bajada de la bandera que ondeaba en el balcón.
Yo pensaba: Andalucía, Cataluña.
Siempre ese pendular. Siempre esa doble cara de la moneda. Sol y sombra. Agua y sed. Día y noche.
Ese día (recuerdo) salió el río y la tierra se llenó de repente de su estruendo maravilloso. Corrimos a la carretera y desde el puente lo vimos bajar y romper estrepitoso en los ojos lanzando remolinos de agua turbia sobre los campos. Hedía la tierra mancillada. Se veían flotar árboles y animales vivos o muertos. Lejos, el cielo se rompía por los truenos gigantes gue luchaban tenaces contra la montaña tapada de nu-bes. Todo el campo de plomo se iluminaba con el resplandor de los relámpagos. Olía a cieno, a campo profanado, a lluvia que arreciaba sobre la tarde negra.
-¿Dónde te has metido? En la calle y con la tarde que
hace.
-He ido a ver el río que ha salido -conté orgulloso. Venía empapado.
-En el río -gritó mi madre, pensando en mi tos de perro nocturna-, en el río ... -seguía repitiendo mientras me despojaba de mis ropas. -Hueles a fango.
Vi su mano amenazadora sobre mi cabeza, que cubrí con las mías.
Olía a fango. A tierra mojada. A niño de escuela. A río grande y seco salido de repente.
Vino mi hermana mimética y metió la nariz en mis ropas.

-Hueles a fango -repitió, levantando la mano para pegarme.
La besé riéndome de su amenaza y su gesto de mujer esclava.
Aquella noche soñé que venía el diluvio y que la lluvia, que nunca cesaba, cubría los campos, las casas y hasta la torre de la catedral que, solitaria, emergía en medio de las aguas como la torreta de un submarino alemán. Pero nuestra casa era el Arca de Noé y nada nos ocurría. Desde mi ventana yo veía cómo el arca navegaba como un barco. Un día, mi padre Noé abrió una ventana y esperamos la paloma con el ramo de olivo en el pico que tenía que volver. Pero no vino la paloma, sino una nube de moscas que enseguida borró el blanco de la pared. Fuera, dijo mi padre mirando, todo está muerto ...

















Los días eran largos como días sin pan y el cielo, cara a la primavera, se pintaba de azul celeste. Temprano, abría la ventana de mi cuarto y, desde allí, gozoso, veía el ancho mundo. Ya olía la primavera por llegar. Las estaciones eran siempre los olores distintos desde mi ventana. La brisa mecía los trapos a secar en los terrados como pequeños barcos de vela. Barcos pobres. O balsas de navegantes solitarios con su camisa ondeante pinzada en el mástil. La primavera era siempre la arribada de esa flota de sábanas blancas empujadas por el viento.
Don Pedro, compungido, decía que la primavera es siempre marinera. No abría nunca su ventana, pero desde el cristal contemplaba el volar alegre de los trapos y de los pájaros azules que se detenían en su ventana enrejada. Don Pedro sabía que esa arribada equivalía a la aproximación anual de su muerte. En un tiempo así, decía, perdí la vida.
Los días eran largos. Yo me sentaba en una silla vieja del palomar y repasaba mis libros. Luego volaba a la escuela próximos ya los exámenes. Veo ese tiempo lejano. Todo parecía nuevo y todo parecía viejo. Muchas veces me iba a la escuela sin desayunar. Ni siquiera aquel café de cebada que dejaba su tinta en la taza. Buscaba los platos de la noche en busca de los restos comestibles: pero nunca había nada. Veo el cielo claro sobre los tejados donde duermen tranquilos los gatos imperiales ajenos a la penuria. Para ellos la vida también ha cambiado: de noche habrá quien los persiga, los cace, los guise y se los coma como conejos. A veces mi madre pone sobre la mesa rodajas de cebolla cruda, sucedáneo del pan.
Mi padre seguía sin trabajo. Ésta era su casi permanente situación. Lo veía decrépito salir por la mañana de la casa en busca de ese trabajo incontrable. Visitaba los comercios amigos en busca de la confección barata. Se metía en la sastrería donde quemaba sus horas trazando rayas con la regla, el cartabón y la tiza, hilvanando con alfileres. Apenas si hablaba.
Un día conté en mi casa:

-El padre de Paulino, el de la moto, se ha ido a Venezuela. Cuando su padre gane dinero los mandará llamar y todos se irán allí.
Eran historias que se contaban en la escuela. En la calle. Ya de antiguo la gente emigraba a América. Un tío de mi madre se había ido, hacía años, a la Argentina. Nunca supieron de él una palabra. Pero todos vivíamos obsesionados con la idea de que teníamos un tío en América que a lo mejor era rico y nos dejaba una herencia. De América o se vuelve rico alguna vez para morir en la tierra, o no se vuelve nunca. La gente sólo hablaba de los que volvían, pero, ¿y los otros? ¿Quién llevaba la cuenta de los otros? Don Pedro, por ejemplo, que volvía pobre y enfermo de las Indias, no pudo alcanzar la tierra prometida, su patria tierra, y expiró a medio camino.
Yo sabía que esas ideas de las Américas les pasaban muchas veces a mis padres por la cabeza. Pero, cqu.ién piensa en un lugar tan remoto? Había que quitarse ese pensamiento de la cabeza. Y más con dos hijos. A América sólo van los fuertes, los que están dispuestos a una lucha sin cuartel. Mi padre, pobre de espíritu, no era hombre para esa clase de vida espantosa y, nosotros, tampoco.
Otro día era el padre de Manolo Gutiérrez el que se llevaba la familia a Cataluña. Poco a poco toda aquella masa ingente y destruida empezaba a ponerse en marcha, a escapar de la ratonera de la inactividad en busca del pan de todos los días negado hoy. Había que desarraigarse, cortar dolorosamente la trampa que nos mantenía cogidos al suelo ingrato, único suelo al fin en que se había nacido, sufrido y peleado. Ello me hizo pensar si la patria, en definitiva, no sería el pan que no teníamos.
Mi madre arraigada, decía:
+Uno debe morir en la tierra donde ha nacido. Es ley de Dios. Ésta es nuestra tierra. Nadie debe ser obligado a irse a otra tierra que no sea la suya. Nosotros somos de aquí, como son las casas y los árboles. Nadie arranca las casas y los árboles y se los lleva a otra parte.

Mi padre, pensativo, no decía nada. Cogía sus tijeras de cortar y se pasaba las horas con ellas en la mano. Abría la ventana de la placeta y entraban los mil ruidos de la calle. Los gritos felices de los pájaros ajenos.
Decía el maestro:
-En este pueblo siempre se ha pasado hambre. España ha sido siempre un pueblo de hambrientos. Si no hubiera sido así (lógico) ccreéis que hubiéramos podido descubrir y conquistar América? Hasta la novela, la novela española, nuestra mejor novela, tiene su origen en el hambre.
Lo peor de mi padre es que ahora todo le daba igual.
Empezaba a desentenderse de la vida. La vida ya no le decía nada.
Mi madre me decía:
-Tu padre ha perdido la ilusión. Cada vez lo veo más triste. Le cuento las cosas y ni me escucha. Piensa que todos le han traicionado.
Lo miraba y veía su rostro que era el mismo de su padre famoso envejecido. Y pensaba: Mi padre es ahora también más viejo que su padre. Lo miraba y no sabía cómo romper el muro de hielo que se interponía entre nosotros. No sabía cómo decirle aquello que forzosamente tenía que haberle dicho. Nunca tuve valor para preguntarle, cqué te pasa? ¿Qué puede hacer un hijo egoísta por su padre? Me quedaba siempre en el umbral de su tristeza y no podía soportar su presencia, su estar allí en silencio, extraño. Deseaba que se fuera al taller, que nos dejara solos a mi hermana y a mí. O con mi madre. Cuando le veía abrir la puerta y alejarse, entonces recobraba mi equilibrio' mental. Mi padre era mi padre, pero no era mi amigo.
Cuando volvía de la escuela subía derecho al palomar y por la ventana saltaba a mi tejado secreto compartiendo mi soledad con aquel gato de ojos aburridos, gato burgués que, en cuanto me veía aparecer, movía el rabo a modo de saludo ritual, me observaba displicente y se echaba de nuevo a dormir, en cuanto me veía en mi rincón. Cerraba los ojos y me ponía a imaginar mil cosas: veía cómo los

cielos se abrían, y yo imaginaba que la Virgen, con su manto azul, lo mismo que en los cuadros de Murillo, bajaba en una nube de ángeles y se quedaba grávida sobre los tejados. Era un sueño simple y maravilloso. De la calle subían los golpes de mazo de la fragua y los gritos de los pregoneros. De cualquier manera las voces de las gentes anónimas, los ladridos de los perros, los golpes lejanos, eran lo mismo que nadas lejanísimas e inexistentes. La brisa era ahora dulce. Lo bueno era poder evadirse del mundo, estar fuera de él.
Cuando bajé del tejado, mi madre se me quedó mirando: ---(Qué tienes en los ojos?
Había notado que me picaban. Fui al espejo y me los es-
tuve viendo. +No sé -dije.
-Ponte un pañuelo con agua fresca.
Me senté en una silla con los ojos tapados con un pañuelo mojado con agua del cántaro y esperé tendido a que se me pasara aquella irritación. Vino mi hermana pendiente de mi figura desvalida. Con su mano levantaba el pañuelo, me miraba y decía pupa. Le impresionaban mis ojos enrojecidos como los ojos de un ciego. Yo mismo llegué a imaginar que lo era y que mi hermana (como Lazarillo de Tormes) me llevaba de la mano por los caminos y por las posadas del mundo. Si éramos tan pobres como decía mi madre, a nadie tenía por qué extrañarle que yo fuera un ciego. Todos los ciegos son pobres. Por eso extendí mi mano suplicante y empecé a canturrear con voz de ciego errático, una limosna por caridad para un pobre ciego ... Debió de divertirle el juego a mi hermana ya que, cogida de mi pierna como de un bastón, con la mano también extendida, tapándose los ojos con la otra, empezó con su media lengua a entonar también la misma cantilena: Una limosna por caridad ... El juego sabático duró toda la mañana, hasta que mi madre, harta, nos gritó:
-¡Os callaréis de una vez!
y lo dijo irritada, sin comprender los motivos que po-

dríamos tener para jugar a una cosa tan horrible y tan absurda, como dijo. La vimos aparecer en la puerta de la cocina con su máscara desagradable, cansada de que la vida sólo fuera esa pobreza cotidiana y sin salida, la pobreza más pobre. Por eso nos callamos de repente, las manos de la niña varadas en mis piernas, temerosos, una vez más de la agresividad de los mayores.
-¡No quiero que juguéis a esas cosas! -fue lo que dijo amenazándome, retirándose otra vez, repitiendo Dios mío, qué desdicha más grande.
Todavía permanecimos allí, yo con los ojos tapados y mi hermana asida al tronco de mi cuerpo, símbolo de lo que sería nuestra vida.
Los días eran largos como días sin pan. Cuando volvía de la escuela, nadie me preguntaba, cqué dice el maestro? ¿Cómo van las clases?
Mi madre me decía:
-¿Por qué has tardado tanto? Anda, coge la cartilla y vete volando a la tienda: dicen que hoy habrá jabón. ¡No tardes!
Anda, ven. Anda, vete.
Otra vez aquella campana cuyo sonido era un sonsonete interminable en mi cabeza. Siempre de un lado para otro, siempre igual. Cogía la cartilla y la bolsa y salía corriendo como un repique de fiesta. Eran los días largos, larguísimos.

El maestro seguía con su lección obsesiva sobre las regiones. Y lo curioso, decía, es que hay regiones ricas, como la nuestra, que resulta que son pobres. Y no era fácil de entender. Don Antonio se quedaba firme en su sillón con la vista perdida en el fondo de la clase: el mundo está lleno de contradicciones y nadie sabe el porqué.
Cuando ya en mi casa comentaba esta lección incomprensible con el Cura Liberal, éste, mirando por la ventana, decía que la historia es especialmente eso, la lucha de la razón contra la sinrazón. La lucha de la justicia contra la injusticia. La lucha de la luz contra las tinieblas ...
-Algún día brillará el sol sobre la tierra y los hombres, al fin, habrán alcanzado su madurez y podrán llamarse hombres verdaderos. Nosotros dependemos en casi todo de la naturaleza hostil: caminamos por la sombra hacia la luz.
Se arropó en su sotana vieja y se quedó pensativo con los ojos perdidos en la sombra estólida del palomar, adonde acudió veloz uno de sus gatos amigos: el otro, infeliz, había caído en la trampa mortal de los fragüeros come gatos, quienes lo degollaron y lo echaron a su olla. Cada vez que los veía semidesnudos en la fragua, sabía que nuestro gato ausente estaba muerto en sus barrigas hinchadas.
Mi madre, sentada a la mesa, un tanto evasiva (aquella tarde había estado en casa de su hermana, mi tía) planteó vagamente lo que estaba en la mente de todos: el tema de Barcelona, tierra de miel y de flores. La veo sentada con los brazos desnudos (sin su chal) echados sobre el mantel de hule. La veo flaca, con los ojos cada vez más hundidos y la boca, antes bella, sin color y ajada. Parece que tiene más años de los que realmente tiene. La oigo como si sus palabras vinieran de más allá de ella misma, ya que ni siquiera parecen palabras de ella, nacidas y venidas de ella, sino brotadas de las palabras de otros muchos, de todos aquellos que como nosotros, desheredados de la fortuna, empezaban ya a guardar su llanto inútil e iniciaban el necesario éxodo hacia lo desconocido mejor que lo malo conocido.
-Dicen que mucha gente se está yendo a Barcelona.

Que allí hay trabajo para todos -dijo mi madre sin mirar, sabiendo que sus palabras eran como ojos que miraran derecho a mi padre todo oídos.
Mi padre, mudo, bajó la cabeza sintiéndose visto. Luego, con su mano pulida de hombre de aguja y tijeras, se quitó una lágrima. Aquel llanto seco no eran las lágrimas de un beodo, eran las de un hombre vencido, quejoso de sí mismo. Su cara, sus ojos, su barbilla, eran de ceniza. Se sentía culpable de su mal y de nuestro mal. Por eso andaba sin meta del taller ocioso a la calle insolidaria, envidiando quizá no haber nacido otra persona. Porque lo suyo, no le servía de nada. Se levantó de la silla sin esperar una segunda frase de mi madre y se fue derecho a la sastrería, refugio de su soledad. Con su ausencia, algo por dentro me lo dijo, la casa se llenó de zozobra, de un mal que se palpaba. Quizá por eso leí en los ojos de mi madre lo mismo que yo estaba pensando: mi padre esta vez se pega un tiro. Sabía que guardaba en secreto una pistola en el arca, justo debajo del retrato del abuelo Nicolás. Yo mismo la había visto en una ocasión. Sin esperar la voz de socorro de mi madre incapaz de moverse de su silla, me levanté y corrí en su busca, encontrando a mi padre delante del arca abierta como una tumba.
-cOué es lo que quieres? -me gritó.
Fue una pregunta agresiva, la primera vez que mi padre me pegaba con palabras. Mis ojos angustiados se fueron derechos al fondo del arca, donde seguía en su sitio la pistola negra como un reptil venenoso a punto de saltar. No me había engañado. Mi padre tenía su idea suicida escrita en la frente. Por eso vi cómo crispaba sus manos impotentes y ante mi rostro herido de pavor cerró de nuevo su tumba. Nunca olvidaré las manos de mi padre como las manos de su cuadro patriótico de excautivo por la Patria. Manos de esclavo, de condenado a muerte. El arca había sido su cruz. Me abracé a su tronco por primera vez en mi vida y lloré como un hijo, mientras mi padre, arrepentido, dejaba sobre mi pelo erizado su mano de plomo.

-Anda -me dijo-, vete a jugar a la calle ... Al día siguiente, mi madre me dijo:
-Tu padre ha entregado la pistola.
Sentí que un peso se me quitaba de encima Luego me dijo:
-Vamos a ir otra vez al Campanero.
No pensó para nada en mis estudios. Lo de mis estudios era cosa entre el maestro y yo. La miré y no dije una palabra.
Sé que mi madre, por el camino, le fue pidiendo a sus santos bienhechores que el corazón del tabernero se ablandara a mi vista y me diera al fin la colocación hacía tiempo prometida. El Campanero bonachón estaba donde siempre, desde donde me miró hostil, contrariado por haber prometido lo que nunca debió prometer. Quizá par eso estuvo agrio con la dependencia, que no le había avisado con tiempo de nuestra llegada siempre inoportuna. Oí la voz sumisa de mi madre ponderando mi estatura y mis condiciones.
-El niño puede hacer cualquier cosa .
El Campanero, cuando reparó en mi persona, me despreció.
-A mí su hijo no me sirve de nada -fue lo que dijo mordaz, mirando procaz y sin respeto a mi madre.
El Campanero no tenía tiempo que perder con nosotros. Por eso nos volvió la espalda y se puso a hablar con alguien, al tiempo que le oía la palabra borracho refiriéndose seguro a mi padre.
-Vámonos -le dije con ira a mi madre, quien se resistía a perder su guerra con aquel hombre, no importándole para nada la humillación.
-Espera -me decía.
- No quiero -casi le chillé-, vámonos de aquí.
Mi madre me culpó de que el Campanero no me admitiera en su taberna y por eso, atribulada, caminaba de vuelta a mi lado lanzando pestes contra mi persona y contra mi orgullo tonto. No quería admitir lo que era evidente.

La veo sentada a la mesa sin poder llorar, la mirada como perdida sobre mi hermana, que juega inocente en el suelo. Mi madre lleva puesta su bata negra, que es su uniforme nacional. Me da pena pensar que ha envejecido como la casa en que vivimos. Que ha perdido parte de su ·dulzura. Que cada vez es más arisca, menos cariñosa con mi hermana y conmigo. Nos habla a gritos. Todo lo que hacemos le parece mal. A veces pienso que somos la causa de sus desdichas y, por eso, lo mejor es que mi hermana y yo no hubiéramos nacido. Mi madre ya no nos quiere. En este mundo en que vivimos nadie quiere a nadie ...
Se oyó lejos la pitada de un tren, y mi hermana, levantando los ojos, se quedó esperando una segunda pitada. Sabía que era el tren, el tren que todos los días se había estado llevando a mi madre ...
-Anoche te oí toser -me dijo. No le contesté.
Mi madre, a solas con su hermana, cuidando de que mi padre no las oiga, hablaban de nuevo del tema catalán. Las dos conspiraban en el dormitorio, la una frente a la otra.
-Nicolás, que es un buen sastre, podría colocarse en alguna fábrica de confección. Y tú. y el niño.
A mi madre le brillaron los ojos viéndose en la Arcadia feliz. Mirándolas, recordé el mapa de España: Al noreste, Cataluña, bañada por el Mediterráneo, separada de Francia por los montes Pirineos. Al Sur, Andalucía.
-Mucha gente se está yendo. Aquí no hay nada que hacer.
-Cuesta mucho levantar una casa -dijo mi madre mirando las paredes desnudas de la nuestra.
-Esto no es una casa -dijo con desprecio mi tía-o Esto es un cuartel.
. Una casa es como la ropa que uno lleva puesta. La casa es lo que más se parece a uno mismo. La casa está llena de lo que nosotros somos en cada momento. Por eso, salir de la casa es como desnudarse, encontrarse perdido en el

mundo, sin punto de referencia. Es imposible no ser de alguna parte.
La casa es el claustro materno en el que nos pasamos la vida. Vamos de una maternidad a otra maternidad. Tan madre es una casa como nuestra madre.
-Una casa sin una mujer no existe -dijo mi madre como si hablara con alguien-o La casa es todo lo que tenemos. Es lo único que tiene la mayoría de la gente.
Se le deshizo una lágrima en los labios. El maestro, mirándome serio, me dijo: -Sé lo de tu padre.
Me lo dijo en un aparte para que los demás no se perca-
tasen.
-Mi madre no sabe qué hacer -dije. Asintió pensativo.
-Estos son unos tiempos muy difíciles --comentó-. Y peor que se van a poner si Dios no lo remedia. Unos se mueren de hambre como perros, corno si no fueran hermanos nuestros, y otros malgastan el dinero que no les pertenece.
Era la primera vez que don Antonio me hablaba de hombre a hombre.
- Mi madre quiere quitarme de la escuela. Dice que con catorce años ya soy mayor para estar aquí. Quiere que trabaje .
- ¿En qué?
- No sé, en lo que sea. ¿Y tu padre?
- Mi padre calla.
El maestro rumió mis palabras. Se alejó sin hacer comentarios.
Venía la primavera y por el balcón resplandecía la pared de cal. Sobre el tejado se veían los pájaros alegres a bandadas. Ni siembran, ni cosechan y ya los ves, nunca les falta una semilla que echarse a la boca. Era mi segundo filosófico. Por eso deseé ser pájaro como deseé ser tantas cosas en mi vida. Pájaro como aquel gorrión que se detuvo un instante en el hierro del balcón y luego se echó a volar.
Mi madre ahora, después de lo de la pistola, no se atrevía a hablar de emigración delante de mi padre acobardado. Irse de su casa y de su pueblo era como irse a la guerra, a la que él no había ido. Prefería morir a ir a otra parte.
El maestro decía:
-Los problemas del mundo, son problemas de injusticia. Si hubiera justicia, no habría guerras. Ni hambres.
Mi madre, a lo que el maestro llamaba injusticia, ella llamaba egoísmo, incomprensión, falta de caridad.
Mi hermana abrió la puerta del corral y apareció esplendorosa con una margarita en la mano. Pensé: Es nuestra paloma que vuelve al fin al arca con su ramo de olivo.





Levanté la cabeza y vi su piel brillante, saurio verde temeroso y a la defensiva caminando con la boca abierta, seguro de que yo, obstáculo en su camino, lo aplastaría con mi pie agresivo. Él no sabía que a mí me daban miedo los lagartos y que por eso estaba perdido en mi camino esperando que él, obstáculo en el mío, cambiara de rumbo y corriera al tronco del árbol, donde trepó. Pero de nada le sirvió ya que, en un instante, cayó en manos de la turba juvenil que lo venía persiguiendo. Cazado, se le ató de la cola y se le paseó por el parque colgado de su cruz con la cabeza para abajo. Y eran inútiles sus esfuerzos desesperados por volverse y romper con los dientes la cuerda que lo mantenía preso. Al final, colgado de una rama, se le fusiló a pedradas hasta que quedó aplastado y sin vida, animal hermoso y maldito, quedando su cuerpo sangrante pegado al tronco, ahora paredón y suplicio, al que acudieron decenas de moscas.
La mañana de abril, llena de sol, olía a naturaleza. El olor de la naturaleza para mí es el olor de la vida. Le hice un ramo de flores a mi madre que ella feliz puso en un búcaro con agua. Todavía se puso una de aquellas margaritas en el pelo como seguramente había hecho cientos de veces en su juventud perdida. La vi mirarse en el espejo del lavabo y hasta coquetear mirándose y diciendo, ¿verdad que estoy guapa? No le dije nada, porque a mí siempre me ha turbado decirle piropos a las mujeres. La miré y en ese momento pensé que era la mujer más bella del mundo. Mi madre, que me conocía, se echó a reír y dejó el búcaro sobre la mesa. Toda la casa se llenó con el perfume silvestre que parecía decir la vida es hermosa. Mi madre me besó, porque le gustó que tuviera ese detalle fino con ella. A las mujeres les gusta que les regalen flores. Siempre recordaré ese día, como un día feliz.
Pronto llegaron los exámenes. Aunque no esté bien decirlo, la verdad es que había estudiado mucho, única manera de agradecer los desvelos del maestro, quien en todo momento se negó a recibir una peseta de nuestra pobreza.

Siempre decía lo mismo: Cuando seas un hombre ya me pagarás. Tú no pienses ahora en eso ... Ese día mi madre me puso mi ropa nueva de los domingos: mi camisa limpia, mi pantalón. El maestro había dicho que cada uno deberíamos ir provistos de un pliego de papel de barba, de tinta, lápiz y pluma. El día antes habíamos ensayado el examen.
-Tenéis que estar tranquilos -nos dijo el maestro-. El mayor enemigo de un estudiante son los nervios. No tenéis por qué estar nerviosos. Vais bien preparados y eso es lo importante.
No pude dormir esa noche. Toda la noche estuve dando vueltas en la cama repasando las mil cosas que habíamos estudiado esos meses. Aunque hice por dormirme y por olvidarme de todo, no pude: se me venía a la cabeza el dichoso examen, mi primera prueba de fuego en la vida.
Por la mañana, en cuanto se hizo la luz en la ventana y oí el canto de los pájaros, me levanté, me vestí, tomé mi papel, mi pluma y mi tintero y me fui directo al Instituto, donde ya esperaban otros niños impacientes que tampoco habían podido dormir. Permanecían silenciosos en la puerta, atentos a los consejos paternales de los señores maestros.
-Y sobre todo -decía don Antonio endomingado, con su sombrero nuevo-, nada de prisas. Tenéis que poner mucha atención a lo que se os diga. Mucha limpieza en la escritura y nada de faltas ni borrones.
La situación era francamente grave.
Más tarde se asomó a la puerta un bedel, pasó lista y uno a uno fuimos pasando obedientes a un aula donde un profesor nos iba situando estratégicamente en los pupitres. La luz de la calle entraba por las ventanas abiertas. Aquel primer examen sería escrito: Aritmética y Gramática.
-Silencio.
Las mismas palabras que pronunciaba con frecuencia don Antonio.

-Mucho silencio. Van ustedes a escribir un dictado, cuyas palabras analizarán morfológicamente y después realizarán dos problemas aritméticos. ¿Entendido?
Entendido.
El exámen fue fácil. Mucho más fácil de lo que habíamos supuesto. Lo hice pronto y bien. Cuando pasó el tiempo señalado, el profesor fue recogiendo los ejercicios y nos salimos al patio mientras convocaban el ejercicio oral, con el que finalizaría el largamente esperado examen de ingreso en el bachillerato. Los alumnos repasaban mentalmente con sus maestros la mecánica y la resolución del análisis gramatical y los problemas buscando un posible fallo.
La verdad es que el examen oral también resultó sencillo y no me costó ningún trabajo contestar a las preguntas que se me hicieron. Cuando bajé del estrado don Antonio, testigo, me abrazó satisfecho y dijo que había estado colosal.
- Has hecho un examen perfecto. El mejor examen.
Me dieron un sobresaliente. Padres, maestros y alumnos me rodearon felicitándome, alabando el examen que había hecho. Me sentí feliz, felicísimo.
Corrí a mi casa con el deseo de que mis padres afortunados participaran de la suerte de su hijo sabio. En ese momento no había nada comparable a mi alegría. Llegué a mi casa y, en la puerta me sorprendió encontrar a mi madre agresiva con mi hermana colgada de su cuello, quien, al verme, me gritó ¡golfo! fuera de sí.
- ¿Dónde te has metido todo el santo día?
Había olvidado mi examen. A mí se me cayó el tintero a los pies, sin comprender los motivos de mi madre odiosa. Hasta sentí su mano sobre mi cara abofeteándome sin piedad, llamándome canalla y mal hijo, que, sin ninguna compasión hacia ella, me había pasado la mañana en la calle como un gitano.
- ¡Porque eres un gitano! -viendo mis pies manchados de tinta.

El cielo entero saltó en mil pedazos. Por eso, angustiado, sintiéndome acosado como un animal en una trampa, grité con rabia y arañé la puerta de mi casa queriendo destruir destruir destruir mi vida mil veces muerta, cayendo al suelo finalmente de donde no pude levantarme.
Me había dado un ataque.
Lo que había pasado ese día, es que mi padre una vez más se había emborrachado y había ido al Ayuntamiento con la intención de ofender al alcalde amigo. Lo habían traído a la casa entre dos y ahora yacía sobre la cama gritando que iba a matar a todo el mundo ...
No sé el tiempo que estuve enfermo. Sé que, como una sombra, a veces sentía los pasos de mi madre dolida y su mano sobre mi frente, como si su mano fuera su rostro y su boca que me besaba tierna como sólo saben hacerlo las madres. En ese tiempo, haciendo una excepción, venían de noche a visitarme don Pedro y el Cura. Liberal. Y el maestro, quien me miraba desde los pies de la cama y me decía: No te preocupes, ya me pagarás cuando seas mayor ...
Pero quien más sintió mi mal fue mi padre contrito, quien se pasó tres días solo en la sastrería llorando más que lloró san Pedro cuando negó al Señor.
Mi madre me dijo un día:
-Nos has dado un susto de muerte.
Y otro día:
-El médico dice que ya te puedes levantar.
Por la ventana abierta se veía el sol y se oían los pájaros en el tejado. Ya no me acordaba de nada. Me levanté, subí a mi rincón y estuve un rato contemplando la ciudad.
-Todo esto te daré si me adorares ...
Ese día me enteré que mi padre se había ido a Barcelona con otras personas en busca de trabajo.
-Tu padre ha querido reparar todo el mal que te ha hecho. Ha jurado ante Dios que nunca más tomará una copa. Ven.
Y me llevó al corral donde estaban los trozos del botijo alcohólico estrellado contra la pared. Me entraron ganas de llorar cuando mi madre frotó mi pelo erizado.
-Esta tarde iremos a casa de tu tía. Te tiene preparada una sorpresa.
Mi tía tenía su casa en la calle principal. Desde su balcón se veía pasar a todo el mundo (decía mi madre). Llegamos a la casa y, en la puerta, estaba sonriente mi tía, quien nos besó cariñosa y nos hizo pasar a su comedor de lujo donde nos sentamos en torno a la mesa. Como era verano el balcón estaba abierto y mi madre vino enseguida a asomarse y ver la gente. Ella siempre decía que aquel balcón era una hermosura.
Dijo mi tía:
-Ahora la sorpresa.
La sorpresa era dos suculentos tazones de chocolate con bizcochos para mi hermana y para mí.
-¿No te dije que tu tía os tenía preparada una sorpresa?
Anocheciendo, oí que dijo mi tía con tristeza:
-Pronto os iréis de esta ciudad a otra más grande y más bonita.
No supimos qué decir. Mi madre, que pensaba en mi padre, bajó la cabeza y se quitó una lágrima. Yo pensé en don Pedro, quien una vez me había dicho que algún día yo, como él, también me iría a descubrir una gran ciudad.
Pero mi padre no estaba.


Pasó algún tiempo antes de que mi padre emigrante nos escribiera al fin su carta anhelada y nos enviara su giro pidiéndonos que nos pusiéramos enseguida en camino. Tengo ya trabajo y una casa en la que viviremos. Con la carta en la mano, mi madre comprendió que, desde ese momento, habíamos pasado a engrosar aquel ejército en marcha que día a día abandonaba las tierras del Faraón en las que tantos años había permanecido esclavo y ahora se dirigía en busca de la Tierra Prometida. Era nuestro éxodo.
De noche, durante aquella espera, mi madre encendía su lámpara milagrosa para que la Virgen y los santos libraran a mi padre de los males de la gran ciudad e iluminaran su mente y sus caminos. Luego, con su recuerdo permanente, nos íbamos a la cama.
-Lo que ha hecho tu padre por nosotros -nos decía mi madre a mi hermana y a mí- nunca se lo podremos pagar.
Decía la verdad.
El día que recibimos su llamada y su dinero, mi madre tomó una vela y nos fuimos los tres a llevársela a la Virgen. Mi madre se quitó los zapatos y a pesar de la llovizna y del frío, fue descalza todo el camino.
-Se lo había prometido a la Virgen -nos dijo secándose la cara con su retal.
Cuando volvimos, mi madre, nostálgica, sentada a la mesa, volvió a hablarnos de mi padre, al que no olvidaba. Me dijo:
-Ahora tú eres el hombre de la casa. Tú eres ahora como un padre.
Era por eso que me hablaba como a un igual. Me contaba sus problemas y sus dudas. Yo sé que le costaba arrancarse de la casa en la que tanto había vivido. Vivir (decía) es sufrir. Era su manera de pensar.
-Hemos sufrido mucho en esta casa para que la olvidemos enseguida. Aquí habéis nacido vosotros.
Le dijo mi tía mirándola a los ojos:
-Isabel, tienes que hacerte la valiente.
La niña, nerviosa, se colgó de los brazos de mi madre.

.Nos dijo mi tía:
-¿Estáis contentos? Dentro de nada, en Barcelona.
El tío León, que había viajado por toda España, nos habló de Barcelona. Por eso nos sonaban algunos lugares de la ciudad: El Tibidabo, las Ramblas, Montjuich, el Paralelo, el barrio Chino.
-Tú no dejes a tu madre. Ni a tu hermana.
Seguía desconfiando de mi padre.
Fui a despedirme de don Antonio, quien, al verme, me echó su brazo sobre los hombros y me habló como a un amigo.
-Te has convertido en un hombre -lo dijo porque había crecido y porque llevaba puestos mis primeros pantalones largos, que mi madre me había arreglado para el viaje de unos viejos de mi padre-. Ahora te vas a ir a una ciudad que, al principio, extrañarás. El hombre tarda mucho en hacerse a lo nuevo, pero, al final, siempre se hace. Entonces aquella ciudad te gustará más que ésta. Yo lo único que como maestro tuyo te encargo es que recuerdes que la honradez es el tesoro de los pobres. Si eres honrado, te querrán y te respetarán en todas partes. No olvides el consejo de un amigo. Y aunque sea mucho pedirte, procura no olvidar las cosas que has aprendido en la escuela. Que Dios os dé mucha suerte. Y que mandes alguna carta, hombre.
Lo abracé con cariño. Don Antonio había sido un verdadero amigo y eso nunca lo olvidaría.
Me despedí de mis amigos de la calle y de mis amigos de la casa. Los primeros no supieron qué decirme. Don Pedro, de pie delante del hogar, me contó que un día así también él había salido de esta ciudad, vuelto de Roma, para emprender su viaje a la América austral.
-Mi pensamiento era fundar allá otra Roma. Antes, en Sevilla, me había postrado a los pies de la Virgen del Buen Aire, guía de los mareantes, a quien prometí poner su nombre a la ciudad gigante que pensaba fundar y fundé. Aunque después se me haya querido despojar de esa gloria.

Me abrazó y no quiso venir hasta la puerta, por temor a las corrientes.
Subí con prisa a ver al Cura Liberal, quien, triste, no quiso levantarse de su silla envuelto como estaba en su manta alpujarreña. No estaba de buen humor. Los días nublados aumentaban siempre su tristeza y se quejó de que la vida tenga siempre un final.
-Ahora nada me apetece: ni leer ...
Cuando bajé, me sorprendió encontrar a mi madre conversando amigable con su madre niña, quien le había dejado su gallina a mi hermana. Mi abuela me besó en la mejilla y me dijo: Ya no nos veremos más.
Mi madre cerró el portón y sin poder reprimir su llanto, le dio la llave a mi tía, también lacrimosa, como debió de entregar el rey moro la llave de Granada al rey Católico. La casa grande se había terminado para siempre. Lo supe cuando oí aquellas dos vueltas pesadas de la llave de hierro dentro de mi pecho, como un candado. Ahora, dentro, solitarios, vivirían sólo sus fantasmas. Vi, cada uno en su ventana, los rostros de don Pedro de Mendoza y del Cura Liberal diciéndome adiós. Levanté la mano ante la mirada curiosa de mi madre, quien me preguntó:
-¿A quién dices adiós?
Estaba nublado y, mientras el coche que nos llevaría a la estación corría cargado con nuestras maletas y baúles, las nubes parecían de plata sobre las copas de los árboles. Todo el campo era de plomo. Subimos al tren, y cuando el convoy resopló y se puso en marcha, desde la ventana, vimos cómo el pueblo, los árboles, la gente, los tíos ... todo se fue perdiendo, perdiendo para siempre. Era un tren cargado de gente errática que hablaba a gritos de la Tierra Prometida. Mi hermana, feliz, saltaba y reía. Pronto pasaríamos nuestro Mar Rojo: la tierra ocre, la tierra dulce y azulada, el campo verde, las casas, los pueblecitos, la tierra rica, la tierra pobre: vinos, aceites, cereales, las ocho provincias, los dos ríos, la tierra que volaba, volaba, volaba ... que era la tierra andaluza.

Alguien le preguntó a mi madre:
-A Barcelona, ¿no?
¿Cómo lo sabía? Mi madre asintió con la cabeza y, sin echar una lágrima, apretando con rabia los labios, cubriéndonos a mi hermana y a mí con sus brazos, contestó:
-A Barcelona ...