jueves, 4 de noviembre de 2010

MENDIZABAL


Mendizábal

Benito Pérez Galdós


- III -
-Yo, amigo Hillo, no entiendo este endiablado Madrid, ni puedo darle a usted una opinión sobre lo que me pregunta. Aún no he tomado tierra. Ahora vengo de Francia, y allí, puedo asegurarlo, los españoles que he conocido se hacen lenguas del Sr. Mendizábal, y ven en él a un hombre extraordinario, providencial, que ha de regenerar la España.
...
Vea usted a este señor Mendizábal, que se nos ha entrado por las puertas de España. Le encargaron a Inglaterra para Ministro de Hacienda, como se encargan los niños a París, y por llegar, con la sola fuerza de su desahogo, que se impone a todo el mundo, se ha calzado la Presidencia del Consejo y cuatro Ministerios. ¿Y quién es Mendizábal? Un hombre sin estudios, que no aprendió más que a leer y escribir, y algo de cuentas. ¿Pues qué es esto más que suerte? Y los afortunados ¿qué son sino hombres que se pasan el mundo por debajo de la pata, y han tirado la modestia y los miramientos, como se tira la careta de trapo que molesta y acalora el rostro?
-No estamos conformes -dijo D. Fernando, más comedido en sus pocos años que el viejo Hillo-, en esa manera de apreciar las causas del éxito en la vida pública. Además, no admito que el Sr. Mendizábal sea hombre tan ignorante, ni que carezca de autoridad para desempeñar uno, dos o media docena de Ministerios. Cierto que no sabe latín; pero es muy práctico en asuntos mercantiles. Dígame usted, con la mano puesta en el corazón, si cree que para gobernar a los pueblos es indispensable tratar de tú a Horacio y Virgilio.
-¡Qué sé yo!... Una pasadita de Cicerón no les viene mal a los señores que andan en la política. Pero, en fin, concedo...
...
-A eso respondo que el Sr. Mendizábal no es un simple mercader, de esos que compran y venden géneros: es, si se me permite decirlo así, comerciante político, y no me busque usted en este concepto la anfibología, que no la hay. Comerciante político quiere decir: el que entiende de manejar el crédito de los países y distribuir su Hacienda, de imponer y recaudar tributos...
-El Sr. Mendizábal era el año 23 un traficante gaditano; menos aún, dependiente en la casa del Sr. Bertrán de Lis, y se metió a contratista de las provisiones del Ejército, con lo cual hizo su pacotilla en pocos años.
-Sus opiniones avanzadas y la viveza de su genio, le arrastraron a la empresa de abastecer al Ejército y Marina en condiciones tales, que su servicio fue, más que negocio, un caso de abnegación y patriotismo. Todavía no se han liquidado aquellas cuentas, y las ganancias de D. Juan de Dios, si las tuvo, están aún en poder de la nación.
-Porque usted lo dice lo creo... Persona de mi mayor confianza me ha contado a mí que Mendizábal, allá por el año 20, era en Cádiz un muchachón alborotado, bullanguero, de una intrepidez loca para las aventuras políticas. Él y otros tales no hacían más que conspirar en logias y cuarteles para que volviese la Constitución del 12, y destronar al Rey o convertirlo en un monigote.
-Es verdad.
-Y que trabajó por la bandera que defendían Riego, Arco, Agüero, Quiroga...
-También es cierto. Todas aquellas trapisondas salían de la Masonería, que ahora es una vieja pintada, y entonces era una mocetona llena de vida y seducciones, con las cuales enloquecía a la juventud.
-No me disgusta la imagen, señor mío. Adelante.
-En Cádiz existía lo que llamaban el Soberano Capítulo y el Sublime Taller, y qué sé yo qué. De estos talleres y capítulos salían las conspiraciones para sublevar el Ejército y derrocar la tiranía; de allí las trifulcas, las asonadas, los ríos de sangre... Mendizábal -31- era masón, que en aquel tiempo era lo mismo que decir político. Si quiere usted más noticias, pídaselas a D. Arturo Alcalá Galiano, que anduvo con él en aquellos trotes; al Sr. Istúriz, a D. Vicente Bertrán de Lis...
-De donde se deduce, amigo Calpena -dijo el clérigo suspirando fuerte-, que el que pretenda en estos tiempos ser algo o conseguir alguna ventaja, aunque esta le corresponda de justicia, y lo intente sin agarrarse previamente a los faldones o a las faldas de esa gran púa de la Masonería, es un simple o un loco.
-No diré yo tanto. Las cosas son como son.
-Tenga usted presente que hay logias liberales y logias absolutistas. Las primeras conspiran; las segundas también. Unas y otras introducen individuos suyos en la contraria, fingiéndose amigos, para sorprender secretos.
-Sí, sí; y se pelean en las tinieblas de los ritos nefandos. De las unas salen los ejércitos sediciosos, que todo lo destruyen y profanan; de las otras los tribunales sanguinarios que levantan la horca. Así vive España... hoy te fusilo, mañana te ahorco.
-Y vea usted. Si el 24 hubiera sufrido D. Juan de Dios la suerte de su compinche Riego, hoy no tendríamos la dicha de que ese señor nos arreglara la Hacienda y nos hiciera juiciosos y ricos.
-Porque escapó a Inglaterra.
-Le llamaba la banca más que la política.
-Se estableció en un país grande y libre, donde forzosamente había de aprender muchas cosas sólo con tener ojos y ver, sólo con tener oídos y oír.
-Sí, porque en los libros me parece que poco aprende su ídolo de usted. Le llamo así porque veo, amigo Calpena, que es usted de los devotos furibundos del hombre nuevo, y que conoce su vida y milagros, entendiendo por milagro lo que dicen ha hecho en Portugal.
-Algo sé del Sr. Mendizábal... Más de lo que usted piensa.
-¿Andan por el extranjero biografías del grande hombre?
-No he leído ninguna.
-¿Pues quién se lo ha contado?
-Él mismo.
-¡Le conoce usted... le trata!
Al ver en el rostro de Calpena la sonrisa plácida y el movimiento afirmativo con que a su pregunta respondía, Hillo se quedó suspenso de estupor, de admiración... No daba crédito a tan inaudito caso de precocidad. ¡Tan joven, y haber tratado a Mendizábal, charlar con él, quizás poseer su confianza! Desde aquel momento vio el clérigo en su amiguito un ser extraordinario, misterioso. Aumentaban su fascinación la procedencia extranjera del joven; el no saberse quién era; la atención y exquisitos cuidados que le prodigaban los patrones, recatando sigilosamente el nombre de las personas que habían recomendado al nuevo huésped; la educación -33- exquisita de este; su aire, belleza y modales aristocráticos... y, sobre todo, haber tratado a Mendizábal, y oír de él mismo la narración de episodios históricos y lances personales. D. Pedro se levantó de su asiento impulsado de la sorpresa, que como un resorte le movía, y dio pasos desordenados, repitiendo: «¡Le conoce, le ha tratado!... Dígame, cuénteme: no deje que me abrase la curiosidad».
- IV -
-Allá voy -dijo Calpena indicando a su amigo que se sentara-. Paréceme haber contado a usted que los hermanos de mi padrino me mandaron a París a instruirme en el comercio y la banca. Empecé a trabajar, digo, a aprender, en la casa de comisión de Reischoffen y Bloss, alsacianos, donde sólo estuve tres meses, pasando después a la célebre casa de banca de Ardoin, que opera por millones de millones, y hace empréstitos a las naciones apuradas, negociando con los Estados y con los Reyes, con los Gobiernos y hasta con las revoluciones. En fin, esto es largo de contar. Allí estaba yo muy bien. Llevaba toda la correspondencia de la América española; me daban regular sueldo, y el principal me distinguía y me trataba con mucho miramiento. Un día de Febrero vimos entrar -34- a un señor alto y bien parecido, de ojos negros, cabello rizado, patillas cortas, muy elegante y pulcro. Al punto corrió la voz entre los dependientes: «Es Mendizábal, el gran Mendizábal, el restaurador de la Monarquía legítima en Portugal...». Entró en el despacho del Barón, nuestro jefe, y a la media hora este me llamó...
-Para presentarle al Sr. D. Juan de Dios.
-No, señor; para mandarme que le acompañara por las calles de París, que yo conocía perfectamente, y el Sr. Mendizábal no. Tenía que ir a la casa Erlanger, Rue Drouot, muy cerca de la nuestra, Chaussée d'Antin. Cojo mi sombrero, y me pongo a la disposición del hombre grande, en cuya compañía salí muy orgulloso. Por la calle me hizo mil preguntas: quién era yo, cómo se llamaban mis padres, cuánto tiempo llevaba de residencia en París y de aprendizaje en casa de Ardoin. Yo le contesté como pude, y al llegar a las oficinas de Erlanger me mandó esperar para que le condujese a otra parte.
-Nada, que le cayó usted en gracia -dijo Hillo restregándose las manos-. Así se empieza, así.
-Al salir de la visita me preguntó si sabía yo cuál era la mejor casa de París en guantes y perfumería, y le indiqué Damiani, en el bulevar Saint-Denis. Tomó el hombre un coche de alquiler, que allí llaman fiacres, y fuimos de compras. Debo decirle a usted que es algo presumido, y que gusta de acicalarse y lucir su buena figura. De la guantería fuimos a comprar un maletín de mano para viaje, con muchos compartimientos y algún secreto para papeles reservados. Compró también un calzador, tirantes y algunas otras baratijas que no recuerdo. Dejome en mi escritorio, y él se fue a su hotel, en la Rue de l'Arcade, mostrándose en la despedida tan fino y al propio tiempo tan llano, que yo estaba encantado. Díjome que, siempre que no le convidasen, comería en el Palais Royal, en casa de Very, y se dignó invitarme, excusándome yo todo turbado y confuso.
-Esto se llama caer de pie, amigo mío, o nacer en Jueves Santo. Siga usted, que me parece que aún falta algo.
-Verá usted. A los dos días mandó un recado a mi principal, pidiéndole un buen amanuense español que escribiese corrido, con buena letra y mejor criterio. El Barón me eligió a mí, y aquí me tiene usted, encerrado con el Sr. Mendizábal en una cómoda estancia del hotel Meurice, los dos frente a frente, con una mesa por medio, él dictando y yo escribiendo. Hombre más incansable no he visto en mi vida. Cinco horas me tuvo con la pluma en la mano. Dictó una larguísima carta a Martínez de la Rosa, otra al Conde de Toreno, y dos o tres a personas para mí desconocidas. Él estaba en bata, una bata elegantísima, y zapatillas de terciopelo, con las que lucía su pie pequeño, que parece de mujer. Casi era preciso escribir taquigrafía para poder seguirle. Expresaba su pensamiento con rapidez; rectificaba pocas veces; no se paraba en el estilo; iba derecho al asunto y a la idea, sin cuidarse de la forma. Mandome volver al día siguiente, y me dictó tres o cuatro decretos, uno de ellos suprimiendo las órdenes religiosas y haciendo tabla rasa de todos los frailes, monjas, clérigos y beatas que hay en estos reinos, estableciendo la reversión de todos los bienes al Estado para venderlos... y ¡qué sé yo!
-¡María Santísima! Pero eso sería broma.
-¿Broma? Ya verá usted las que gasta ese sujeto. No habíamos concluido aquella degollina de frailes y la repartición de sus riquezas, cuando entró un señor inglés, que debía de ser diplomático, pariente, sobrino, hijo quizás del embajador en Madrid, que no sé cómo se llama.
-Mister o sir Jorge Williers. Adelante.
-Y hablaron en inglés, y no entendí una palabra... Bueno: pues en esto son anunciados tres españoles, y D. Juan les manda pasar. ¡Ay, qué alegría, qué abrazos, qué maravillas, hablando todos a un tiempo! Evocaban recuerdos de la juventud, alababan lo pasado, denigraban lo presente con saña y cuchufletas... La conversación fue continuada en castellano, después de hacer Mendizábal con gran ceremonia la presentación del inglés a los españoles, y viceversa. Pregunté al Sr. D. Juan si debía retirarme, y me mandó que me quedara, lo que me supo muy bien. ¡Qué gusto estar mano a mano con aquellos señorones, calladito, oyendo todo lo que decían, que era sabroso, picante y muy instructivo, -37- pues yo poco o nada sabía de España! Mandó D. Juan al mozo que sirviese vino de Porto, y con esto las lenguas se soltaron aún más de lo que estaban.
-Recordará usted los nombres de esos tres españoles, que de fijo hablarían pestes de su patria.
-Los nombres no los recuerdo; las caras, sí: de seguro son personajes de acá, y puede que alguno esté hoy en candelero. El uno puso de vuelta y media a ese Martínez de la Rosa; el otro no dejó hueso sano al Conde de Toreno, que entonces era Ministro, y el tercero le hincó el diente venenoso a la Reina Cristina y a su marido D. Fernando Muñoz.
-¡Lástima que usted no se fijara en los nombres!
-Continúo. Pues hablando, hablando de lo revuelto que está todo, de lo mal que gobiernan los que gobiernan, de las cosas gordas que se preparan, la conversación recayó en los asuntos de Portugal, y uno de ellos dijo que en Lisboa había salido un folleto poniendo de oro y azul a Mendizábal, y negando que tuviera arte ni parte en la restauración de Doña María de la Gloria. Armose entonces gran tremolina. D. Juan Álvarez daba golpes en el brazo del sillón, acusando de envidiosos y calumniadores a algunos españoles residentes en Portugal; indignose el inglés, echando venablos en su lengua, y los otros atribuían todo a intrigas de los moderados (no sé qué gente es esta que aquí llaman moderados), por arrojar lodo a la figura del grande hombre que se indicaba ya como el único que podía enderezar al país. No sé cuál de ellos manifestó no estar al corriente de lo de Portugal, por haber vivido fuera de la península durante los años de aquellas tremolinas... (paréceme que el tal es militar y de los que aquí llaman ayacuchos), y entonces D. Juan Álvarez, a instancias de todos, refirió puntualmente las grandes empresas a que prestó su auxilio.
-Y se despacharía a su gusto, abultando los peligros, y presentándose como enviado de la Providencia divina.
-Sólo puedo asegurarle a usted que en lo que relató se ve la verdad, así como una energía pasmosa, fecundidad de arbitrios, recursos ingeniosos, entusiasmo para encender más la voluntad, maña para suplir a la fuerza. Lo que sí me pareció notar es que el buen señor se regodea contando sus empresas: gusta de hablar de sí mismo y de hacer ver que sin él no se hubiera hecho nada, lo que en muchos casos parecía verdad.
-Psh..., todo se redujo a proporcionar a D. Pedro un empréstito... Sin dinero no se hacen revoluciones. Mendizábal, por su metimiento en las casas mercantiles de Londres, fácilmente levantaba fondos para quitar y poner reyes. Si para echar a los reyes se necesita dinero, el volver a traerlos cuesta mucho más. No anda sin unto el carro de las restauraciones.
-Perdone usted. Mendizábal hizo bastante más que proporcionar a D. Pedro los cuartejos que necesitaba. Ya comprende usted que mientras el grande hombre refería sus hazañas, yo ni le quitaba ojo ni perdía sílaba. Todo lo oí, y se me ha quedado bien presente... Hizo verdaderos prodigios, y se mostró gran financiero, gran político, y hasta gran militar, con unas facultades de organización que ya las quisieran más de cuatro... D. Pedro y su hija se habían refugiado en las islas Terceras, y allí pasaban su triste vida mirando al Cielo, esperando su salvación de la Providencia. Pero esta no les hacía maldito caso, y los ingleses, a quienes el buen Emperador brasileño pedía recursos, no soltaban ni un chelín. En una de sus excursiones a Londres, el aburrido D. Pedro y Mendizábal se conocieron. Don Juan le dio alientos; le indujo a perseverar en su empresa, minando la tierra para procurarse hombres y pecunia, ambas cosas necesarias para conquistar reinos, y empezó por facilitarle un empréstito de la casa Ardoin, mi casa, señor Hillo, la casa donde fui triste aprendiz con ciento cincuenta francos de sueldo al mes... Cien mil libras esterlinas entraron en el bolsillo de D. Pedro, y con ellas renació la esperanza de sentar en el Trono a la niña. El hombre se metió de hoz y de coz en la causa portuguesa, y no habría hecho más si Doña María de la Gloria fuera su propia hija.
-Bien, bien: así han de ser los hombres.
-En un santiamén compró dos fragatas por cuenta de la Regencia, que tal era el Gobierno constituido por D. Pedro en la capital de las Terceras. Advierta usted que en estas compras empleaba sus recursos, sin más garantía que una palabra del Emperador. Adquiridos los barcos, agenció en la City más dinero, más, y en seguida, a buscar hombres, soldados. Mientras en las Terceras se organizaban unos seis mil, en Plymouth, puerto de Inglaterra, se alistaban más. Mendizábal, que en todos estos asuntos ponía siempre una vehemencia y un ardor increíbles, y así lo declara él mismo, no tenía sosiego... Creo yo que las empresas políticas le seducen, le enloquecen; pone en ellas toda su alma y una actividad febril... El hombre se multiplicaba. Sus propios asuntos perdían para él todo interés. No vivía más que para la Monarquía liberal portuguesa. Él mismo lo dice: «Cuando se le enciende el patriotismo no vive, no desmaya hasta conseguir lo que se propone». Cien vidas propias daría él por exterminar a los sectarios del usurpador absolutista D. Miguel, que es allí lo mismo que aquí nuestro D. Carlos María Isidro... No contento con los alistamientos que había hecho en Inglaterra con ayuda del Duque de Palmela, se planta en Bélgica, y en cuatro días, auxiliado por su amigo el general Van Halen, busca y encuentra, organiza y equipa un regimiento de mil flamencos con sus jefes y todo... En Ostende les embarcaron en un buque de vapor fletado en Londres, y reunidos en Plymouth con los ingleses y portugueses, zarpó la expedición contra Oporto, mandada por el mismo D. Pedro. Dominaban en Oporto los liberales, por lo que no le fue difícil al padre de Doña María la ocupación de aquella capital. Pero el D. Miguel acudió con mucha tropa, puso cerco a la plaza, y si bien no pudo entrar en ella, tampoco los mariistas podían salir. Allí hubiera sucumbido D. Pedro, si Mendizábal, desde Londres, no le animara a la resistencia ofreciéndole nuevos auxilios. ¿Qué hizo el hombre? Pues buscar más dinero; reunir más soldados; formar al propio tiempo una escuadra, cuyo mando se ofreció al célebre almirante inglés Napier. Escuadra y segundo ejército debían operar en los Algarbes, para sublevar en pro de la Reina a las poblaciones del Sur, y atacar por retaguardia el ejército miguelista. Todo se hizo tal y como lo había dispuesto D. Juan... La segunda expedición se dirige a Oporto, donde refuerza a los combatientes asediados por D. Miguel; después parten dos mil hombres a los Algarbes, desembarcando felizmente. Allí se pasan a los liberales algunas tropas del absolutismo: entre todas invaden el Alentejo. La escuadra mandada por Napier desbarata la miguelista en el Cabo de San Vicente; D. Pedro sale de Oporto y bate a D. Miguel. Replegándose a Lisboa, recibe éste otro achuchón tremendo de las tropas liberales, y ya tenemos al Emperador entrando triunfante en su capital, a la niña Doña María de Braganza en el Trono, y al D. Miguel escapando para el extranjero como alma que lleva el diablo.
-Y hecho todo eso, que si es como usted lo cuenta, no dudo en calificarlo de maravilloso, el D. Juan Álvarez se volvió a su escritorio de Londres tan fresco, a contar millones, calcular empréstitos, extender letras de cambio, mirando dónde salta otra reina que socorrer, y otro usurpador malsín a quien poner en la puerta.
-Que no faltan, como usted ve.
-Pero Portugal es chico: puedo compararle a un juguete, para estas cosas de revoluciones y quita y pon de tronos. Ahora veremos cómo se las arregla aquí el gaditano; aquí, donde salimos de una zaragata para entrar en otra, donde nos peleamos por los derechos a la Corona, por las Juntas, por la Milicia Urbana, por una letra de más o de menos en la Constitución, y por lo que dicen o dejaron de decir Juan y Manuela. Vamos a ver a los hombres guapos; a los salvadores de sociedades; a los que sacan el dinero de debajo de las piedras para equipar soldados; a los genios, como ahora se dice; a los que calman las olas revolucionarias con el quos ego... del amigo Neptuno.
-Sea lo que fuere, amigo Hillo, mi parecer es que Mendizábal no ha venido aquí por -43- ambición, sino por patriotismo. Oí contar que se hallaba muy tranquilo en Londres cuando recibió el nombramiento de Ministro de Hacienda, que le dejó estupefacto.
-Y estupefacto se ha venido aquí por Portugal; y en cuanto llegó a Badajoz, empezó a largar decretos... Bueno: le concedo a usted que esto sea patriotismo; pero es un patriotismo... romántico, y lo romántico sepa usted que a mí no me gusta. En literatura me apesta, y a ese francés que llaman Víctor Hugo le mandaría yo cortar el pescuezo: en política tengo por más funesto aún el romanticismo.
-Puede que esté usted en lo cierto; pero el Sr. Mendizábal es ante todo hacendista, y en esto no creo yo que quepan romanticismos. Los números ¡ay!, los números, amigo mío, son clásicos.
-Allá lo veremos; y pues ya tenemos al hombre con las manos en la masa, pronto hemos de saber si yo me equivoco o se equivoca usted.
-Yo no profetizo: yo espero, y...
-¿Cree usted firmemente que D. Juan Álvarez enderezará esta desquiciada nación?
-No lo aseguro; pero confío en que lo hará.
-Pues yo no.
-¿En qué se funda?
-No dudo que le sobren buena intención, voluntad firme, actividad, talento; pero...
-¿Pero qué?
-Que con sus buenas cualidades incurrirá en el defecto de todos los ilustres señores que nos vienen gobernando de mucho tiempo acá. Talento no les falta, buena voluntad tampoco. Y fracasan, no obstante, y continuarán fracasando unos tras otros. Es cuestión de fatalidad en esta maldita raza. Se anulan, se estrellan, no por lo que hacen, sino por lo que dejan de hacer. En fin, amiguito, nuestros mandarines se parecen a los toreros medianos: ¿sabe usted en qué? Pues en que no rematan...
-¿Qué significa eso?
-No se ría usted del toreo, arte que me precio de conocer, aunque no prácticamente. Y sepa usted, niño ilustrado, que hay reglas comunes a todas las artes... De mi conocimiento saco la afirmación de que nuestros ministriles no rematan la suerte.
-¿Y cree usted que Mendizábal...?
-Hará lo que todos. Empezará con mucho coraje, y un trasteo de primer orden... pero se quedará a media suerte. Usted lo ha de ver... Que no remata, hombre, que no remata... Y créame usted a mí: mientras no venga uno que remate, no hemos adelantado nada.
- V -
....
-¿Ha leído usted El Español de hoy?... ¿A que no?... ¿A que tampoco ha leído El Mensajero ni El Eco del Comercio? En mi cuarto los tengo. Vienen los tres diarios echando bombas, cada uno según el son a que baila. Yo me alegro, para que se arme de una vez. Esta visita de los compinches de Iglesias tan a deshora, significa que anoche hubo gran trapatiesta en la casa de Tepa, entiéndase logia, y en los cafés donde bulle la patriotería. Parece que las Juntas no quieren disolverse, las de Andalucía sobre todo, y he aquí al Sr. Mendizábal en un brete, porque nos ofreció poner fin a esta horrible anarquía, y en los primeros días creímos que lo lograba. Pero aquí, para que usted se vaya enterando, tanto puede la envidia de los propios, como la mala voluntad de los extraños; o en otros términos, que los amigos, o -55- sea el agua mansa, son más de temer que los enemigos. ¿No lo entiende? Pues quiere decir que los estatuistas templados caídos del poder con Toreno, se introducen en los conciliábulos de los patriotas, fingiéndose más exaltados que estos, para sembrar cizaña, y al propio tiempo los libres que aún no tienen empleo se van a las sacristías del otro bando y atizan candela, para que los diarios de la moderación se desborden y se encienda más el furor de las Juntas. Estas nos ofrecen un espectáculo delicioso. Una pide que se restablezca la Constitución del 12; otra que se modifique el Estatuto, y entre todas arman una infernal algarabía. El señor Mendizábal pretende gobernar en medio de esta jaula de locos furiosos. Manda tropas contra las Juntas, y los soldados se pasan a la patriotería... Y los carlistas, en tanto, bañándose en agua rosada, preparándose para venir hacia acá, porque Córdoba no les ataca mientras no le manden refuerzos... Estamos en una balsa de aceite... hirviendo. ¡Qué gratitud debemos al Señor Omnipotente por habernos hecho españoles! Porque si nos hubiera hecho ingleses o austríacos o rusos, ahora estaríamos aburridísimos, privados de admirar esta entretenida función de fuegos artificiales.
-¿Y esos que están en el cuarto de Iglesias...?
-Son patriotas furibundos... de buena fe; de los que creen que con degollar frailes, azotar monjas y hablar pestes de todos los -56- ministros, se arregla la nación. Sin quererlo, les preparan la suerte a los moderados. Algunos creen en Mendizábal, y otros le repudian porque no va por calles y plazuelas perorando, con un pendón en la mano... A todos tiene que contestar el señor de las largas levitas. Trabajo le mando... Si quiere usted que olfateemos lo que traman los compinches de Iglesias, vámonos a mi cuarto, donde al paso que usted lee El Español y El Eco, yo me daré mis mañas para pescar al oído alguna palabreja... Véngase usted para acá.
Fuéronse de puntillas al cuarto de D. Pedro, y desde él oyeron gran batahola en el de Iglesias; y no pudiendo este resistir el fuerte estímulo de su curiosidad, se coló en la caverna de los conjurados, pretextando recoger un tomo de las Palabras de un creyente, de Lamennais, que había prestado a su amigo. No tardó en volver risueño con el libro, y con preciosas noticias de la conspiración, que resultaba la más inocente que en cerebros revolucionarios pudiera caber.
«Nuestro gozo en un pozo, amigo Calpena. No tratan de ahorcar a medio mundo, ni de sublevar la tropa, ni de meter más fuego a las Juntas. Las Juntas y toda esa marimorena les importa tanto a esos ángeles de Dios como las coplas de Calaínos. Lo que les trae tan levantiscos es que las elecciones para el Estamento están próximas, y ellos, cosa muy natural, quieren ser procuradores. Mendizábal conferenció anoche con Caballero, y -57- parece que le asegura la elección por Cuenca. Los otros dos, y alguno más que vendrá después, andan a la husma de las procuras, y quieren estar bien con Mendizábal y con el Ministro de la Gobernación, D. Martín de los Heros. Vea usted el secreto de estos aquelarres misteriosos».
- VI -
...
-El caso es el siguiente... Permíteme -indicó Nicomedes, que no gustaba de que otros dijesen lo que él podía decir-. Sabemos que el Gobierno por una parte, la Reina por otra, despachan agentes al campo y corte de Don Carlos, a los cuales encargan que se finjan rabiosos absolutistas para ganar la confianza de los íntimos del Pretendiente. El objeto es introducir allí la discordia y acabar con el absolutismo por su propia descomposición. Al propio tiempo, los facciosos tienen aquí infinitos emisarios que hacen el propio juego, de lo cual resulta, señores, un tan espantoso lío, que ni aquí ni allí nos entendemos, y no sabemos ya cuáles son los adeptos legítimos y cuáles los apócrifos...
-Pero hay otra cosa peor -interrumpió López, que, como buen orador, gustaba de expresar por sí las ideas de los demás-; hay otra cosa. Hierven discordias mil en la corte del Pretendiente, por ser muchos los carlistas de viso que desean la transacción, siempre que el Gobierno liberal les reconozca grados, emolumentos y honores.
-Andan estos -prosiguió Caballero, que hablaba poco y bien-, en continuo teje-maneje de Oñate a la Granja y de la Granja a Oñate, zurciendo voluntades y buscando la reconciliación de antiguos comilitones, ahora desavenidos; y como, si lograran su objeto, habrían de sobrevenir grandes males a la Nación, nosotros, que miramos por la permanencia del sistema representativo, haremos cuanto esté de nuestra parte porque todas esas artimañas resulten fallidas.
-Y además... hay -apuntó Nicomedes- una tenebrosa y hasta hoy indescifrable conjura de la infanta Carlota...
-Señores -declaró D. Pedro, poniéndose en pie-, la Iglesia, como dueña del local en el cual, por su tolerancia, que no por su gusto, se celebra esta nefanda reunión, recomienda a los señores preopinantes que no hablen de las reales personas.
-Tiene razón nuestro noble castellano -dijo López con sorna-. No nombraremos a ninguna persona real; pero podemos designar por su nombre griego al que lo recibió y adoptó conforme a rito, cuando y donde todos sabemos. Hablaremos, pues, de Dracón.
-63-
-¡Alto! -gritó Hillo poniéndose en pie-, porque el designado con notoria irreverencia con ese nombre, que huele a chamusquina masónica, es S. A. el infante D. Francisco. Al menos yo lo he oído así, y no permito, señores, no permito...
-Bueno, bueno -dijo Caballero-: no lastimemos los sentimientos religiosos y monárquicos con tanta sinceridad manifestados por este buen señor. A Dracón todos le conocemos, y no hay que hacer misterio de él ni de su nombre de batalla. Creo que se exagera la importancia del tal: de mí sé decir que no creo que exista plan ninguno verosímil fundado en la personalidad del Infante.
-Poco a poco -apuntó Nicomedes-. Fermín, a ti te consta que sí lo hay.
-No... lo que me consta es que algunos cándidos han echado a volar ese nombre, denigrándolo con la suposición de que teníamos en la persona que lo lleva un nuevo Pretendiente. Y esto es absurdo; esto no cabe en cabeza humana, ni aun en la de un español de 1835, que es la cabeza que nos ofrece la historia como más destornillada.
-Y, sin embargo, hay quien lo dice.
-Y quien lo cree, y lo sostiene como cosa muy práctica.
-Y no falta quien asegure que es la única salvación del país.
-Señores, son muchas salvaciones para un solo país... Salvadora la Reina Cristina, salvador D. Carlos, salvador Mendizábal, y ahora también D. Francisco nos quiere salvar... Vamos, con tantas salvaciones, España va al abismo.
-Señores, no desvariemos -indicó Hillo-. El señor infante D. Francisco, que es persona discreta, no ha puesto sus ojos en el Trono... Se contentará por hoy con sentarse en el Estamento de Próceres.
-Pretensión contraria a las leyes, tras de la cual hemos de ver y vemos una ambición política muy sospechosa, señores, muy sospechosa.
....
Fíjese usted, Sr. Calpena, en lo que voy a decirle, para que no se embrollen sus ideas con la extraordinaria confusión que ha de resultarle de lo que decimos. Los estatuistas nos acusan de haber preparado, dispuesto, organizado, en una palabra, el degüello de los frailes, el asesinato de Canterac y otros abominables hechos de que usted tendrá conocimiento. Se nos quiere denigrar, inutilizar para la gobernación del Reino. Si hay responsabilidad, no pueden ellos eludirla, pues en los terribles días de Julio del año pasado era Presidente del Consejo el Sr. Martínez de la Rosa; Ministro de la Gobernación el Sr. Moscoso, y Corregidor de Madrid el señor Marqués de Falces. ¿Sabéis lo que, en mi presunción, contiene la estafeta que ha traído el Sr. Calpena? Pues el plan de Constitución que hicimos Olavarría y yo; la exposición dirigida a S. M. por Flórez Estrada, condenando el Estatuto; el proyecto de asonada general; el plan de Ministerio, presidido por Pérez de Castro; los compromisos contraídos por Palafox y Calvo de Rozas, con el nombre de trabajos militares, y, por último, el informe de la Comisión que nombramos para proponer al Gobierno el mejor sistema de extinción de frailes. Todo eso y algo más había. Aviraneta, como iniciador de la Isabelina, arrambló con el archivo cuando la persecución de la policía le obligó a emigrar a Francia. ¿Trataría de hacer algún negocio con Luis Felipe? ¿Habrá entrado en contubernios con D. Carlos? Yo no lo sé... Ya os he dicho que no me fío de ese hombre, y que de su refinada astucia y doblez lo temo todo. Vosotros creéis en Aviraneta; yo no. Para mí es un monstruoso talento, el más sutil y agudo para la intriga. El año pasado conspiraba o aparentaba conspirar con nosotros. Este año trabaja secretamente por los enemigos del progreso. Vosotros creéis en sus alardes de patriotismo revolucionario; yo no. Vosotros confiáis en su lealtad; yo desconfío hasta de su sombra. Si le ayudáis, ayudáis al desprestigio de Palafox, de D. Jerónimo Valdés, de San Miguel, de los patriotas Quiroga y Palarea, de Salustiano, del propio Mendizábal, pues ya sabéis que D. Juan Álvarez comunicó desde Londres su propósito de constituir allí un Círculo isabelino, y de facilitar fondos para la causa, y en esfera más modesta ayudáis también a vuestro propio vilipendio y al mío...
-Fermín, Fermín -dijo Iglesias, apretando los puños, encendido el rostro-: tú siempre pesimista, tú siempre malévolo y suspicaz, desconfiando de los hombres más adictos a la idea, de los que han sabido padecer por ella persecuciones horribles.
-Y tú, Nicomedes, siempre iluso y confiado, pobre enfermo de la calentura patriótica, -69- ni aprendes nada de la experiencia, ni atiendes a las lecciones del tiempo. Tanto a ti, pobre Iglesias, como a ti, Joaquín, almas crédulas, espíritus generosos, os digo que desconfiéis de Aviraneta, que no le ayudéis en sus maquinaciones, que le dejéis solo en la febril inquietud de su conspirar instintivo, genial, por amor al arte, por ley de su naturaleza.
Y cambiando bruscamente al tono familiar, antes que sus atontados amigos pudieran replicarle, se levantó y formuló la despedida en estos términos: «Ya he sermoneado bastante, y ahora me voy, que tengo que trabajar. Holgazanes, quedaos con Dios».
-Fermín, aguarda, siéntate... que aún tenemos mucho que hablar.
-¡Hablar! La maldita palabra. Es la sarna del país. España llegará al fin del siglo sin haber hecho nada más que rascarse, es decir, hablar...
- VIII -
...
Luego se limpiaba el sudor de la calva, y contaba a sus subalternos lo que el otro jefe de Sección le había dicho: que todo iba muy bien; que la quinta de cien mil hombres daría un resultado maravilloso, y que no había duda de que Istúriz y Galiano apoyarían incondicionalmente al Sr. Mendizábal en el Estamento próximo. No se podían dar las mismas seguridades de López y Caballero, y Toreno y Martínez de la Rosa no saldrían de su pasito moderado. Había, pues, situación Mendizábal para un rato, y se verían realizadas las reformas que el grande hombre había prometido en su famosa exposición a la Reina. Pero la noticia culminante era que la Milicia urbana se reorganizaría, tomando el nombre sonoro y magnífico de Guardia Nacional. «Todo será a estilo de Francia -concluía D. Eduardo-; y lo mejor es que a los milicianos de Madrid y su provincia se nos da carácter de ejército regular, formando con nosotros una división mandada por un Jefe superior, y bajo la inspección de un General... Por eso ha dicho San Miguel que seremos el ángel custodio de las instituciones».
- XII -
La placentera holganza en que vivían los individuos de la sección o mesa de que era jefe el Sr. D. Eduardo Oliván e Iznardi tuvo su término, que si no hay mal que cien años dure, tampoco los bienes suelen ser duraderos, y el motivo de tan brusca alteración, que produjo enorme desquiciamiento en la anecdótica parsimonia del jefe, no fue otro que el haberse manifestado en aquella esfera administrativa el impulso de actividad que imprimió Mendizábal a los asuntos de su Ministerio, cuando se desembarazó de las graves cuestiones políticas a que en los primeros días tuvo que atender. Desempeñando interinamente, además de la cartera de Hacienda, con la Presidencia, las de Guerra, Marina y Estado, hubo de promiscuar en el despacho de mil negocios diferentes. Por milagro de Dios no se volvió loco el bueno de D. Juan Álvarez, que materia ofrecía cualquiera de aquellas oficinas para trastornar el seso del más pintado en tiempos tan revueltos. Confiado ya en dominar la espantosa anarquía de las Juntas que convertían el Reino en una inmensa jaula de locos; seguro ya del éxito de la quinta de cien mil hombres, arriesgado acto de Gobierno que revelaba iniciativa poderosa y voluntad de acero, se metió en su casa propia, Hacienda, y empezó a remover y sacudir, con mano de atleta, las mohosas inercias de la administración heredada de Fernando VII. ¡Lástima que no lo hiciera con más pulso, para que las ruinas y los escombros no embarazaran la obra nueva! Construía con el hacha... Aunque no carecía de habilidad, no pudo evitar el cortarse las manos con la herramienta que tan presuroso manejaba.
....
En este punto entró Mendizábal acompañado de un sujeto con quien hablaba vivamente y en tono áspero.
«Esto no puede ser... Yo he dicho a todos los Subdelegados que dejen votar libremente, y que no intervengan en las elecciones. Claro es que siempre tiene el Gobierno la influencia moral. Pero en Cádiz no puedo hacer nada. Galiano y el amigo Istúriz son los que manejan el tinglado de la elección. Por cierto que Istúriz quiere traer algunos que no conoce nadie. ¿Quién es ese Luis González?».
-Es un chico muy despierto, buen periodista, orador fogoso. No creo que salga por esta vez.
-Pues si en Cádiz no logra usted meter a su patrocinado, intente algo en Sevilla. Pero tampoco podrá ser. Ya tengo noticia de los candidatos probables... No les conozco. Hablan con gran encomio de un tal Cortina... Y ese Pacheco, ¿quién es?
-Un escritor notabilísimo: le tengo en mi periódico.
-Bueno, bueno. Tráiganme gente de mérito, segura en sus principios, y que no se asuste de la libertad... Pues decía que procure usted entenderse con los sevillanos. Yo no puedo hacer nada, amigo mío, absolutamente nada.
-Mi patrocinado es aquel joven que usted mismo ha elogiado con tanta justicia, por su actividad, por su inteligencia, en la Secretaría de Marina.
-Montes de Oca, sí... excelente sujeto. Tendría yo mucho gusto en traerle al Estamento... Pero no soy yo quien elige: es el Pueblo. Vea usted a los gaditanos; entiéndase con Istúriz, que, por lo visto, no se para en barras, y...
Una mirada que dirigió el Ministro a los dos empleados de su secretaría particular bastó para que estos se retirasen.
«¿Quién es ése...?» preguntó Calpena a su compañero, a lo largo del pasillo.
-Este es Borrego... Andrés Borrego, el que escribe El Español.
...
- XIII -
Al quedarse solo, Mendizábal escribió una carta de cuatro pliegos a Córdoba, General en Jefe del ejército del Norte. Con nerviosa mano, sin cuidarse de la estructura gramatical, trazaba los conceptos, en algunos puntos ampulosos, pedestres en otros, fiel imagen de su pensamiento, que empezaba a ser desordenado y vacilante por el cansancio de la tremenda lucha. Anhelaba mostrarse amigo del que en su mano tenía la mayor fuerza existente en España, estar en su gracia, pues tomado el pulso al país y a la raza, si mucho temía D. Juan del paisanaje de levita y chaqueta, más temía de la tropa... Aunque aplicar quiso toda su atención a la escritura, no lo lograba: el pensamiento se dividía, fluctuaba, y dejando a la pluma formular con incorrecta sintaxis los conceptos epistolares, se escabullía por otros espacios. Trajo el ministro a su imaginación la historia de los últimos años, desde el 14, y veía las trifulcas, los sangrientos y bárbaros motines, las sediciones militares, siniestro brazo de la idea disolvente, ya se llamase liberal, ya realista... Con estas imágenes se confundía en su mente otra, que como un espectro familiar de continuo se le presentaba. Era su promesa de terminar la guerra civil en seis meses. ¡Lucido quedaría si no la cumplía; si el ejército cristino, reforzado pronto con los cien mil hombres de la quinta, no lograba sofocar la facción y restablecer la anhelada paz! Su ensueño era Córdoba, el caudillo denodado y caballeresco, y en medio de aquel trajín electoral, anuncio de las trapisondas parlamentarias y políticas que habían de sobrevenir con la apertura de los Estamentos, volvía D. Juan Álvarez sus inquietos ojos al Norte, mirando a lo que era su temor y su esperanza. Si el General no le ayudaba, su empresa de salvación nacional fallaría sin remedio. Y para que Córdoba coadyuvase a la gran obra, era preciso que venciera, o por lo menos que con rudos achuchones quebrantase a los carlistas; y para esto era indispensable enviarle recursos en hombres y dinero. La carta, en su difuso estilo, plagada de noticias de acá y de allá, de referencias diplomáticas y de rumores de intrigas, vino a parar en positivas promesas. «Dentro de quince días le mandaré a usted millón y medio. El mes próximo podré mandarle otro tanto, y si puedo más, más». Hablábale de remesas de vestuario y calzado, de arreglo de hospitales. Exponía también planes estratégicos que a él se le ocurrían. «Respetando su iniciativa, le diré que si usted lograra ocupar el Baztán con quince mil hombres, podría atacar a los facciosos por retaguardia... Eso usted verá...».
Concluía ofreciendo remesarle nueve millones antes de tres meses, y manifestaba viva intranquilidad por la lentitud de las operaciones. Aplicando a todo su febril genio de travesura y arbitrismo, habría querido que Córdoba moviese en tres días su grande ejército, que desalojase a los carlistas de sus formidables posiciones, que los arrollase, que los deshiciese, dispersando a unos, matando a los más, y cogiendo prisionero a Don Carlos con toda su trashumante Corte. ¡Qué hermoso sería esto, y con cuánto desahogo podría dedicarse entonces el Presidente a la reforma del país, que era su ilusión, su sueño!... Pero ¡ay!, al llegar a este punto, cruelísima duda le asaltaba. Si Córdoba obtenía una victoria rápida y decisiva, cortándole de una vez a la hidra todas sus patas y aplastándole la cabeza, Córdoba y no otro había de emprender y realizar la salvación de la infeliz patria. Buen tonto sería, juzgando el caso con el criterio genuinamente español, si siendo él el vencedor guerrero, dejaba a otro la gloria de la campaña política. Lógico era, no obstante, que el militar allanara el camino, y que el civil marchase por él desembarazadamente hacia la victoria política y social. Pero aunque poco ducho aún en artes de gobierno, D. Juan de Dios conocía la historia, más por lo que había visto que por lo que había leído, y no ignoraba que, en nuestra tierra de garbanzos y pronunciamientos, el guerrero victorioso es el único salvador posible en todos los órdenes.
Terminada la carta, vagó su mente en aquel meditar triste. ¿Quién salva, quién no salva? ¿Sería un error suyo gravísimo haberse creído capaz de fundar una nación grande y rica sobre las ruinas de las facciones deshechas y de las banderías sojuzgadas? De Londres había salido con esta ilusión; con ella entró en Madrid. Sus entrevistas con la Reina Gobernadora la confirmaron. El entusiasmo patriótico, la fe en sí mismo y en la eficacia de sus manejos se avivaron cuando Su Majestad le encargó del teje-maneje gubernamental. Ya tenía la máquina en su mano. Ya era dueño de sus iniciativas. ¿No podría desarrollar libremente sus ideas, aplicar su voluntad potente a la grande obra?
Las cosas, y más que las cosas las personas, enfriaron su entusiasmo al mes de gobierno. Cierto que le ayudaba la opinión vocinglera; pero las principales figuras políticas no hacían nada en su favor. Los adictos de fila pedían destinos y actas, y esperaban que el jefe lo diera todo hecho. Los contrarios aparentaban una calma prudente, tras de la cual D. Juan de Dios creía sentir el sordo roer de las conspiraciones. Aún no había perdido la confianza en sí mismo; seguía creyendo en su papel providencial; pero ya le anunciaba el corazón que la empresa no era coser y cantar, y que tendría que tragar mucha quina antes de rematarla dignamente.
Conferenció con Galiano, a la hora convenida, sobre asuntos electorales; con Saavedra, sobre la probable benevolencia de los moderados Toreno y Martínez de la Rosa; con Olózaga, para ver de que las sociedades secretas hiciesen entender a las Juntas que había llegado la hora de poner fin a la bullanga, pues en Palacio comenzaban los infalibles síntomas de desconfianza y miedo. De esto le había hablado aquella misma tarde D. Fernando Muñoz, dándole una prueba de verdadero aprecio. Y, francamente, no había que esperar ninguna ventaja política, mientras no se diese a toda la gente de allá, real o morganática, una plácida confianza y un sueño tranquilo. Con Williers habló de asuntos diplomáticos y de eso que tiempo ha viene siendo la constante pesadilla de los pueblos débiles: la actitud de Inglaterra. Mendizábal era muy afecto al leopardo, y esperaba un apoyo más positivo que el de la prometida legión. El astuto representante de la Gran Bretaña repitió a nuestro Ministro sus recomendaciones de siempre: refrenar la anarquía, no temer la libertad practicada dentro de las leyes, poner en funciones regulares el Parlamento, acudir a la guerra con toda clase de recursos, y trazar las grandes líneas del porvenir efectuando la venta inmediata de toda la propiedad territorial de las Órdenes religiosas.
Cerca de la una, Mendizábal se quedó solo; mas no se resolvió a retirarse a su casa, porque el aposento ministerial le retenía, le agasajaba; temía dejarse allí las ideas si se iba, y con sus ideas la ilusión risueña y querida de salvar al país y hacerlo dichoso. No menos de media hora estuvo paseándose de un ángulo a otro, a la luz ya mortecina de los quinqués, entre los retratos de personas reales o de eminencias políticas: la Reina Amelia, clorótica y triste; Fernando, sanguíneo y echando a borbotones la perfidia por sus ojos de fuego, el sarcasmo por su belfo labio... más allá, personajes de peluca que habían gobernado la Hacienda y la Marina: Patiño, Ensenada; en un ángulo Riperdá, con su risa ladina; en otro Macanaz, con su hermosa cabeza poblada de ricitos.
Cansado de pasearse, Mendizábal sacó de su pupitre varios papeles, cartas que aún no había leído, de esas cuyo escaso interés se adivina por el sobrescrito, y que se dejan sin abrir por no desperdigar la atención; otras de letra bien conocida, que, positivamente, no eran de asuntos ministeriales, más bien pretensiones ridículas, jaquecas, extravagancias, anónimos quizás, llenos de injurias repugnantes, o denunciando algún proyecto terrorífico de las logias masónicas.
Era hombre D. Juan que a lo mejor transportaba toda su atención de lo grave a lo menudo, como espíritu aventurero, que gozara en suponer la existencia de cosas grandes, escondidas de un modo carnavalesco detrás de cualquier insignificancia. Su imaginación le llevaba a la puerilidad. Creía fácilmente en las posibles emergencias de sucesos importantísimos, efecto enorme engendrado por la menor cantidad posible de causa. No estaba exento su espíritu de superstición: esperaba bienes repentinos, no anunciados por la lógica; temía desventuras abrumadoras, caídas como el rayo, sin el antecedente natural de errores determinantes.
En aquella hora de calma y soledad, aplicando a los objetos secundarios más bien la curiosidad que la atención, fijose primero D. Juan en una cuenta de zapatero; después pasó la vista por un plan en que anónimo arbitrista ofrecía saldar toda la Deuda de España con una simple combinación de cifras; leyó en seguida una carta procedente de Londres, escrita en español de colegio inglés. En la primera carilla, una mano trémula había trazado quejas melancólicas, reproches agridulces; en la segunda, se lamentaba de un olvido semejante, de abandono; en la tercera, formulaba con indecisa escritura una protesta de firme constancia a prueba de desdenes, y en la última, pedía dinero. En la postdata suplicaba se le mandase inmediatamente orden contra la casa Tal... Esta epístola y los documentos anteriores fueron a parar, en pedazos, a la cesta de los papeles inútiles. Cogió luego otra carta, cuyo sobrescrito era un puro adefesio, y abierta, leyó con no poca dificultad: «Señor D. Juan excelentísimo: Por encargo de la señora Doña Jacoba Zahón, que permanece enferma en cama, le digo cómo la ropa de la niña importa mil setecientos y veinte y dos reales efectivos, que hará el favor de remitir a la mayor brevedad, para atender a las urgencias. Pues ha de saber que se debe lo del maestro de piano y baile viceversa, con lo demás que había pendiente del coste del mes pasado inclusive, y son por junto naturalmente trescientos y doce reales netos, con lo de medicinas trescientos ochenta y ocho. Doña Jacoba espera le suministre pronto la suma total de los expresados líquidos reales de vellón, como débitos naturales, y me encarga conjuntamente le diga que le besa las manos, y que tendrá el honor de visitarle en cuanto se alivie de sus reumas achacosos. Dios guarde a usted, excelentísimo, años muchos, y mande a su servidor, que lo es -Cayetano Lopresti».
Suspirando fuerte, señal inequívoca de lo desagradable del asunto, cogió la pizarrita en que anotar solía las obligaciones perentorias del día siguiente, ya fuesen políticas, ya del orden familiar y privado. Media pizarra estaba escrita ya con diversos recordatorios de varia importancia: «circular intendencias... ver Argüelles, proyecto electoral... recuento de frailes... relaciones de monjas... escribir Duque de Broglie...». Con mano enérgica, fruncido el ceño, apuntó debajo: «Asunto Negretti... Din. jor. (que quería decir: mandar dinero a la jorobada)».
Guardó unos pasteles en las gavetas; recogió otros, metiéndoselos en el bolsillo; tiró de la campanilla. El sonido lejano de esta produjo la aparición de un portero que surgió de entre los pliegues de la cortina. «Mi capa... el coche» dijo Su Excelencia dando pataditas en la alfombra, que aún era de verano. Se le habían enfriado los pies, calzados con zapatito mujeril.
Y con esto se fue Mendizábal a su casa de la calle de San Miguel. Durmió mal. Volteaba el cuerpo entre las sábanas, y en su cerebro enardecido por el trabajo se torcían las ideas y se enlazaban como queriendo formar una trenza: «Ley electoral... ¡Pobre Negretti!... La guerra... ¡Pero esa niña, esa fastidiosa niña... esa guerra, esa maldita guerra!...».
- XXIV -
...
-Bueno -dijo Mendizábal, cuya atención, queriendo abarcar mucho de una vez, se detenía poco en un asunto-. Escríbame usted la carta a Argüelles, incluyendo esta minuta de los principales puntos de Hacienda que debe tener presentes al defender el voto de confianza. Luego carta citando a Istúriz y a D. Antonio González, para que nos pongamos de acuerdo sobre el orden y método de discusión...
Despedido el secretario familiar, entraron los que iban a la firma, y Su Excelencia trabajó con ellos el resto de la tarde. Dos días después empezó en el Estatuto la gran tremolina parlamentaria del voto de confianza, en que Mendizábal, blasonando de atrevido gobernante, pidió a los Estamentos poder y autoridad para disponer de las rentas públicas, con el desembarazo que exigían las críticas circunstancias por que atravesaba la Nación.
Ya en aquellos debates empezó a torcerse la buena estrella del reformador, que hasta entonces no había visto más que satisfacciones, bienandanzas y popularidad. Los patriotas extremaron su oposición; los llamados moderados llenaban sus discursos de -reticencias maliciosas, chispazos que levantaban llamaradas y humareda en la opinión neutral; y los amigos de Mendizábal, que hasta entonces le habían defendido con ardor, empezaban a sentir ese frío triste, que es síntoma de ver con malos ojos el bien ajeno. Algunos continuaban apoyándole, porque estaban ligados por la gratitud; otros hacían de ésta tabla rasa, y empezaban a mostrarse temerosos de que D. Juan de Dios realizase lo que había ofrecido. Entre políticos, el fracaso de los grandes halaga a los pequeños. La masa total no se entusiasma con el éxito si este lo representa un hombre. La vulgaridad colectiva tiende siempre a conservar el nivel.
Empezaron, pues, las inquietudes, las comezones, las ganitas de jarana, y la curiosidad sabrosa de ver al jefe embarullado y sin saber por dónde salir. Claro que los más votaban como carneros; pero otros se hicieron los bobos, afectando escrúpulos de rigidez constitucional. A estos llamaban santones.


- XXV -
...
Paréceme este rigor poco digno de un hombre que se nos ha venido acá con la pretensión de traernos el reinado de la libertad, de la justicia y del orden social, y así pienso decírselo. Perdóneme el Sr. D. Juan y Medio; pero me parece que ha obrado como un santón cualquiera, de esos que ahora le están armando la zancadilla. El motivo de estas pequeñeces es que el grande hombre considera la popularidad como el principal fundamento de su fuerza, y le saca de quicio todo lo que puede mermar o poner en peligro ese fantástico y vano poder. ¡Qué error! Fíjate en esto para que vayas aprendiendo. La fuerza la da el buen gobernar, el cumplimiento de lo que se ha ofrecido, la energía, la rectitud; de todo esto sale al fin el aura popular. Pero pretender el calor de la opinión cuando no se hace nada, o se hacen las cosas a medias, es grande ceguedad. De este mal mueren todos nuestros políticos... La confianza en un prestigio ilusorio perderá a este buen señor, que podría indudablemente regenerar el país si se cuidara menos de aspirar el incienso que le echan sus aduladores y paniaguados. Buenas ideas trae, grandiosos planes ha concebido; pero difícilmente logrará realizarlos, porque, como dice tu amigo, no sabrá rematar la suerte».
...
- XXVI -
...
En los pasillos del Estamento había tanta gente, que le fue muy difícil cazar a Nicomedes. La sesión era interesantísima: se discutía el voto de confianza. Anduvo de aquí para allá, saludando a los que encontró conocidos, y uno de estos le dijo que Iglesias estaba en la tribuna oyendo hablar a Toreno. Hablaría después Mendizábal, y se procedería inmediatamente a la votación. Arrimose Hillo a una de las puertas laterales, donde había una gran masa de intrusos aplicando la oreja al rumor oratorio, y oyó algunas palabras del Conde, pocas y desvanecidas por la distancia. El local era malísimo: el salón de sesiones una iglesia secularizada. Para formar los pasillos circundantes se habían derribado tabiques de la sacristía, aprovechando con fáciles chapuzas la parte de capillas y salas interiores que destruyó el incendio de 1823. Buscó Hillo mejor sitio de escucha por otro lado, y al fin, agazapándose en un rincón de lo que fue camarín de la Virgen, y que caía detrás de la Presidencia, pudo ver y oír algo. Por entre una crestería de cabezas distinguió a lo lejos la del Sr. Mendizábal y parte de su busto. Acababa de levantarse, y hablaba premioso, mirando, ya al pupitre, ya a los señores de enfrente. Por su gigantesca estatura descollaba D. Juan entre aquel cúmulo de hombres chicos y medianos. A su corpulencia no correspondía su voz, parda y cavernosa, ni menos su oratoria, que en las cuestiones de Hacienda era muy árida, y en las políticas elevábase tan sólo por la energía que le prestaba su convicción y los tonos dulces que le daba la sinceridad. Estirando mucho el pescuezo por entre brazos y cabezas de curiosos que bloqueaban la puerta, pudo pescar Hillo alguna que otra frase: «...Pues habiendo tenido la suerte de negociar un empréstito para una nación vecina a 74 por 100, cuando Don Miguel...». Y después: «Se ha dicho aquí si el Gobierno, en virtud del artículo 3.º...». Siguió un concepto ininteligible, y luego: «Pero, señores, un Gobierno que no quiere apelar a poner una contribución extraordinaria, ¿cómo es posible que...?». Retirose Don Pedro aburridísimo, viendo que nada en limpio sacaba, y esperó paseándose, leyendo la orden del día puesta en una tablilla, o los partes de la guerra, que siempre decían lo mismo. Por fin, comenzada la votación, los parroquianos de tribunas descendían a los salones bajos y pasillos. Los Procuradores, conforme votaban, iban apareciendo por las puertas del salón de sesiones, y el tumulto crecía, la atmósfera era espesa y cálida, y el ruido bastante a marear la cabeza más firme.
Apareciósele Nicomedes, sofocadísimo, echando lumbre por los ojos, entre un pelotón de periodistas, y desde lejos le intimó en esta forma: «¡Eh, clérigo... en qué mal día viene! Imposible hacer nada hoy. Ya ve su merced el jaleo que hay aquí». En pocas palabras le informó D. Pedro de que no venía más que a retirar todo lo actuado, y a manifestar a su amigo que ya no quería más recomendaciones ni molestar a nadie. Sin hacer caso de lo que decía el presbítero, prorrumpió Iglesias en ruidosas exclamaciones, a las que siguieron cláusulas narrativas, en pintoresco y familiar lenguaje: «¡Válgame Dios, qué discurso nos ha largado el camello! Lo que me hace más gracia es el tonillo sentencioso que toma para decir las mayores simplezas».
Apretose el corrillo alrededor de Iglesias (metiéndose en él D. Pedro con empuje de codos), y uno de los jovenzuelos más avispados que en el cotarro bullían, se echó a reír diciendo: «¿Pero ustedes le oyeron los latines con que hoy nos ha obsequiado?... Mutatas mutandas... Es divino este señor».
-Él no sabrá de citas históricas, como dijo ayer... pero lo que es gramática...
-Esto del voto de confianza -manifestó con saña Nicomedes- resulta lo que digo en mi artículo de esta mañana: un cubilete de charlatán.
-Como que todo esto no es más que un tapujo de los agios y embrollos que este D. Juan y Medio se trae.
-Bueno es el mundo, bueno, bueno, bueno -dijo uno de los presentes, mozo espigadillo, de grandísimos ojos negros, que relampagueaban en su rostro expresivo, con una seriedad que por ser tan seria resultaba extraordinariamente burlona.
-Eso mismo digo yo -indicó Hillo tímidamente-. Bueno, bueno, superior.
...
Y siguieron charlando, mientras Iglesias, con hueca voz ponderativa, encomiaba el discurso pronunciado en la primera parte de la sesión por D. Agustín Argüelles, a quien se seguía llamando el Divino, si bien no aplicaban todos este lisonjero mote en sentido recto. «¡Señores, vaya un discurso el de Don Agustín! Es de los mejores, de los más elocuentes que ha pronunciado en su larga vida parlamentaria. Si el camello hablara así, ¿quién le aguantaba?».
Y deteniendo a un joven espigado, pulcro, bien afeitadito, vestido con esmero y elegancia, que de un cercano grupo se desprendía, le dijo: «Querido Juan, ven acá. ¿Qué te ha parecido el discurso de la divinidad?».
-Verdadera divinidad tutelar es D. Agustín para ese buen señor. ¿Qué sería de Mendizábal sin esta defensa, sin este escudo, sin esta protección?
-Sería lo que la yedra, cuando muere el tronco del olmo a que se agarra -dijo uno de los que se adherían a Iglesias-. A ver, Sr. D. Juan Donoso, usted que lo entiende, ¿qué opinión ha formado del discurso de Don Agustín?
-Admirable como forma -declaró con aire de suficiencia el que llamaban Donoso, joven extremeño que iba para notabilidad literaria y política-, poco sólido como aparato dialéctico. Me recuerda la oración Pro lege manilia. Fáltale la primera condición de toda pieza oratoria, el convencimiento. Se ve que no cree en la leyenda de este buen señor, ni en sus planes, ni ve nada dentro del artificio del voto de confianza. Le defiende porque no es decoroso despedirle cuando hace tan poco tiempo que nos le han traído con tanta parambomba. Para mí esto es claro. El generoso D. Agustín, empleando excesivamente la argumentación extra causam, ha sabido cubrir con la púrpura de su elocuencia esta olla vacía...
Alejose llamado desde el cercano grupo, y dejó el puesto a otro de los amigos de Iglesias, al inquieto y vivaracho González, el cual, antes de que le preguntaran, se metió en el corrillo diciendo: «Caballeros, para mí, este buen D. Agustín chochea...».
Prodújose después de esto un silencio repentino, porque apareció el propio Argüelles, viniendo del salón hacia la sala donde despachaban y recibían los Ministros (que era parte del refectorio del transformado convento; en la otra parte se reunían las juntas de comisiones). Pero acosado por los felicitantes y aduladores, el buen señor no podía dar un paso. «Bien, D. Agustín, sublime... Como siempre, el Demóstenes español». Y él, con bondades y modestias, de esas que se usan en la política, desplegando todo aquel sonreír dulce y un poquito clerical, que caracterizaba su rostro austero, respondía: «He salido del paso como he podido... No tenía más remedio que defender el voto de confianza, que es un resorte político y parlamentario muy recomendable en ocasiones como la presente... No sé de qué se maravillan estos señores moderados; si en el Parlamento inglés estamos viendo todos los días esta clase de concesiones amplias a la iniciativa gubernamental... Creo haber puesto la cuestión en su verdadero terreno... Ya se le habrá pasado el susto al pobre Mendizábal...».
-Sr. D. Agustín -le dijo Iglesias con toda la franqueza compatible con el respeto-, es usted el hombre de más abnegación que existe en el mundo. Yo creí que ciertas virtudes eran incompatibles con la política; pero ya veo que no, ya veo que no.
-¿Por qué dice usted eso? -preguntó el Patriarca de la libertad, más risueño que sorprendido-. He cumplido con mi deber... Están ustedes soñando si creen...
-No les ha parecido ésta buena ocasión para derribar el falso ídolo.
-Aquí no somos idólatras, amigo Iglesias: aquí no hay más que hombres de buena voluntad que trabajan por la libertad y el bien del país, cada cual según lo que puede y sabe...
Y acosado por la turba de felicitantes, siguió de grupo en grupo, perdiéndose entre el gentío. Trueba y Cossío, secretario de la Cámara, pasó saludando risueño; mas no quiso dar su opinión. En un grupo de ministeriales, de los empedernidos, claveteados de optimismo, decían: «Argüelles, haciendo equilibrios; Toreno velado, avieso, dejando traslucir, hoy más que nunca, su mala intención; Mendizábal admirable, diciendo claramente lo que debe decir y callándose lo que le conviene reservar».
-Esta es la verdadera elocuencia parlamentaria, a la inglesa... Lo que yo digo: el Parlamento no es una academia. Aquí se viene a ilustrar las cuestiones.
Y más allá: «Esto es una farsa. Lo que se quiere es desacreditar la representación nacional... poner en un conflicto a la Corona...».
-Y el desquiciarlo y revolverlo todo, ya está visto, para traernos el reinado de la plebe...
-Que sigan así las cosas, y pronto tendremos que no hay más que dos partidos: la camisa sucia y la camisa limpia.
-Se ve venir el imperio de las chaquetas. Las levitas van a menos.
-No así las de D. Juan y Medio, que cada día son más largas.
....
- XXVIII -
...
... (Una carta) Concluyo, mi señor capellán, advirtiéndole que en la logia de la plazuela del Carmen andan ahora en grandes peloteras. Los libres se desatan, y en su delirio, en la fiebre del motín y de la bullanga, ayudan a los estatuistas a derribar a Mendizábal... Los de la moderación, que se traen ahora un cierto tacto de codos con el absolutismo, se proponen no dar tiempo a Don Juan y Medio para la realización de su plan de reformas. Tiran a impedir que decrete la supresión de monacales y la venta de sus bienes, porque calculan que con los recursos de la enajenación se haría fuerte el hombre, rodeándose de un baluarte de plata y oro... ¡Y esos badulaques, esos patriotas exaltados no ven que son instrumento de los que abominan de la Libertad! ¡Siempre lo mismo!... Con que ya sabe: métase allá, y no vacile en ponerse al lado de los que alboroten en pro de Mendizábal. No nos conviene que caiga tan pronto D. Juan: lo necesitaremos más adelante, quizás muy pronto. Adiós, señor capellán; en sus oraciones no deje de encomendarme a Dios».
- XXX -
No se abatía con los reveses el animoso espíritu de D. Juan Álvarez, ni por un tropiezo parlamentario, o por la defección de media docena de amigos a quienes tuvo por incondicionales, dejaba de creer que su buena estrella triunfaría de todo, llevándole al cumplimiento de las promesas hechas a la Nación. La confianza en sí mismo no le abandonaba nunca. Formábanla el conocimiento de las energías que atesoraba su voluntad, y los recuerdos de sus éxitos anteriores, todo ello amalgamado con un poquito de soberbia. En su gigantesca estatura, que dominaba los cuerpecillos de sus compañeros de Estatuto, como el alto ciprés a los helechos humildes, veía un simbolismo de la supremacía de su voluntad. Fe ciega tenía en su entendimiento, más fecundo en recursos sagaces, en mañosos ardides que en concepciones hondas. Verdad que la política de entonces, como la de ahora, no era terreno propio para lucir las supremas dotes de la inteligencia: era un arte de triquiñuelas y de marrullerías. En la oposición sí desplegaban los políticos una ideación fastuosa, con carácter teórico, que deslumbraba a los papanatas del partido y a la parte de opinión neutral que toma en serio las batallas oratorias, comúnmente sin sacar nada en limpio de ellas; pero gobernando no eran más que unos pobres caciques, unos manipuladores más o menos hábiles del teclado de la cosa pública, en pro de intereses siempre inferiores a los supremos de la Nación.
Cierto que Mendizábal tuvo alguna idea grande, y que su ambición, en vez de limitarse, como la de otros, a prolongar todo lo posible las maniobras caciquiles, picaba en los altos fines nacionales; pero no le asistió la inteligencia en proporción de la magnitud de su deseo. Buena es la fecundidad en arbitrios, buenos el ingenio y la travesura; pero el perfecto hombre de Estado, rara avis, debe unir a tales dotes otras de carácter sintético. La vista de Mendizábal solía percibir los remotos ideales; pero no discernía bien el camino para llegar a ellos, no poseía la completa y audaz visión del hombre de Estado, el cual necesita saber mirar, sin cegarse, lo mismo al sol que al polvo.
Las trapatiestas parlamentarias de la ley electoral, que terminaron con la derrota de D. Juan de Dios, y el compromiso de proponer a la Reina la disolución de los Estamentos, quebrantaron los ánimos del primer Ministro. Verdad que la batalla había sido ruda. La cuestión electoral fue entregada sin detenido estudio a las iniciativas de una ponencia, compuesta de cinco procuradores mal elegidos. Todo era desconcierto, imprevisión, ignorancia de los métodos de gobernar. Salió, pues un grande cien-pies, que veían con gozo los moderados. En el partido de Mendizábal no faltaba gente práctica; pero no supo o no quiso prestarle ayuda, ilustrándole en el procedimiento parlamentario para sacar adelante las leyes, y el hombre pasó las de Caín en una mortal semana de estériles y rencorosos debates. Sobre si la elección debía ser directa o indirecta, por provincias o por distritos, sobre si se daría o no voto a las capacidades, estuvieron aquellos hombres, como locos, agotando toda la retórica insubstancial que viene siendo la función abusiva de los cerebros políticos, y ha concluido por esterilizarlos.
No tuvo más remedio el Jefe del Gabinete, al término de esta desdichada campaña, que disolver los Estamentos. La Reina no le puso obstáculos, y Próceres y Procuradores fueron mandados a sus casas. En la brega perdió D. Juan y Medio la amistad de sus dos más ardientes defensores, Istúriz y Alcalá Galiano, en quienes ya, desde Diciembre, se columbraban las ganitas de formar rancho aparte; juego escénico que ha llegado a constituir el resorte más rutinario y más amanerado de nuestra fastidiosa comedia política. Aunque a Mendizábal le llegó al alma esta defección, no por eso se acobardó, y aún soñaba con que el nuevo Estamento le proporcionara medios eficaces de realizar sus grandes propósitos. Pero si no desmayaba en sus alientos y ambiciones, físicamente se sentía fatigado, pues la tarea de los últimos días de Enero y de los comienzos de Febrero fue para rendir a un gigante. Bien se le traslucía el cansancio en la palidez del rostro, y también en la inclinación de su cuerpo, ya no tan espigado como cuando nos vino de Inglaterra radiante de esperanzas. El buen señor propendía más a la meditación; gustaba de la soledad, donde pudiese ahondar en los graves problemas que la realización le ofrecía; mostraba menos confianza en las personas circunstantes, y un poquito de asco de la adulación, de aquel incienso continuo con que algunos se recomendaban a su benevolencia. En tal situación moral y física le encontramos una noche en su despacho, a hora muy alta de la noche, engolfado en diversos asuntos apremiantes, queriendo resolverlos todos, y aplicando desordenadamente su atención a este y al otro con voluble inquietud. Había comido en casa de Seoane, retirándose después a su Ministerio con varios amigos, a quienes despidió para poder trabajar. Deslizábase el tiempo entre la actividad febril y súbitas caídas en la sima de la meditación. Escribía, soltaba la pluma, revolvía papeles. Su pensamiento iba de un asunto a otro, ondulante, vagabundo, como mariposa que no sabe en qué flor quedarse. A lo mejor se posaba en una idea y en ella permanecía, perdiéndose en un discurrir opaco, dulce imaginar que casi tocaba en la somnolencia.
«Este Córdoba... este Córdoba... -decía entre dientes escribiendo al General en jefe del ejército del Norte-. ¿Será cierto que es la clave de la situación? ¿Será cierto que vivimos en el Gobierno porque nos tolera, y que moriremos cuando se canse de vernos vivos?». Y luego escribía, interrumpiéndose a menudo para pensar los conceptos, cosa nueva en él, pues comúnmente enjaretaba un largo escrito, como el buen nadador que aguanta mucho tiempo en las profundidades sin tomar aliento. Antes de terminar la carta al General, la dejó para leer párrafos de otras ya leídas, que quería recordar... Y de pronto contemplaba con vago mirar un montoncito de cartas que aún no habían sido abiertas: las removía, se fijaba en los sobrescritos... Apareció de pronto un portero con dos más, y al poco rato volvió con otra carta que dejó sobre la mesa, sin que el señor Ministro se dignara mirarla.
Cerrando por fin los pliegos para Córdoba, cayó la mente de D. Juan en un sombrío bache de ideas que le tuvieron suspenso, fija la vista en los diferentes papeles que en la mesa había, sin ver nada. He aquí lo que pensaba: «Olózaga acaba de decírmelo, y no me decido a creerlo... En Palacio están hartos de mí... estoy caído ya... Gobierno aún porque no han encontrado el modo, decoroso para ellos, de ponerme en la calle... Esto no puede ser. Olózaga es muy mal pensado, y tiene en la masa de la sangre el odio a los Borbones... La Reina me ha recibido hoy con visibles muestras de aprecio... ¿Pero quién se fía...? Será o no será sincera... ¡Dichosos reyes!... y nosotros medio locos aquí por defenderles, por sostenerles en el trono; nosotros muriendo para que ellos vivan... No, no es verdad que esté acordada mi caída, ni mi sustitución por Córdoba o Martínez de la Rosa. Creo en la lealtad de Córdoba... que en su última carta, concretándose a cosas militares, nada me dice de política... En Martínez lo creo... de Toreno todo lo temo; los fabricantes del Estatuto se mueren de tristeza lejos del poder... Los señoritos esos de la suprema inteligencia no acaban de persuadirse de que el país no existe exclusivamente para ellos... El país, señores del Anillo, no es un fraque hecho a vuestra medida... el país...». Estimulado al trabajo por un aguijonazo de su voluntad, pasó la vista por otra carta, y quiso contestarla; pero no tardó en distraerse de nuevo, pensando: «Debe de estar en lo cierto Olózaga... Como que me lo ha dicho también Seoane... El Sr. D. Fernando Muñoz, a quien Romero Alpuente llama con mucha gracia Fernando Octavo, no se recata para hablar pestes de mí: me llama déspota, y a Castroterreño le dijo que yo soy un Calígula... ¡Calígula!... Este buen señor sabe menos de historia que yo. ¡Llamarme Calígula porque me apoyo en la voluntad del pueblo, porque me inflama el amor del pueblo, porque con y para el pueblo me propongo llevar hasta el fin mis planes...! Aguárdese usted un poco, Sr. Muñoz, buen caballero y amigo mío. Gusta usted, según dicen, de acercarse a los corrillos de las tertulias aristocráticas y palatinas, y aplicar el oído y enterarse de lo que charlan, para dar traslado al Ama, como usted dice... Pues lléguese usted aquí y óigame esto que el Ama debe saber... Juan Álvarez Mendizábal ha caído en desgracia porque no quiere la cooperación francesa para terminar la guerra, porque no accede ni accederá a que Palacio nos traiga acá otro Duque de Angulema, que es lo que allí pretenden...». Rápidamente giraba de un punto a otro su pensamiento... La memoria le punzaba, haciendo dar a su atención un salto atrás. «Se me olvidó decir a Córdoba que no deje de poner -diez mil bayonetas en el Baztán... explicarle los motivos por que prefiero la intervención inglesa a la francesa...». Y no tardó en enlazar esta idea con otra: «Williers me apoya, Williers no me falta. Bien claro me lo dijo anoche, añadiendo que no recele de Córdoba. Él y Córdoba son uña y carne. Se escriben todos los días... Pero me decía en París mi amigo Maury, el poeta, que no me fíe nunca de los diplomáticos. Esta noche, charlando en casa de Seoane, dijo aquel joven, secretario que fue de Ofalia, no recuerdo su nombre... dijo que Williers juega con dos cartas... Yo no hice caso... Confío en Williers. Su apoyo es sincero. ¡Que no tenga uno, en esta posición, un lente milagroso para ver las almas, para ver el pensamiento de los que nos hablan!».
Y divagando siempre, encontrose frente al Ama, y le dijo: «Señora Ama, para que Vuestra Majestad se ahorre el pretexto de que no hago nada, voy a demostrar ahora que no quiero que la posteridad ignore quién ha sido Mendizábal... Todo lo paso, menos que los niños de las escuelas, dentro de cincuenta años, pregunten: «¿Quién fue ese Mendizábal?...». Buscó en la mesa un papel que le habían traído poco antes para que lo examinara, por si deseaba corregir algo en él, y no hallándolo tan fácilmente como creía, se impacientó. «...Es mucho cuento... ¡Si lo tuve en mi mano hace dos minutos...! ¡Ah, no me negará la señora Reina que está influida por el Embajador de Francia...! Menudean las cartas del hijo de Igualdad... ¡Francia, Francia! De allí ha venido siempre la perdición de nuestros Reyes borbónicos... ¡Francia...! ¿Pero dónde lo he puesto, Señor...?, y de los de acá, Martínez es el inspirador de Vuestra Majestad. Reconozco realmente que Martínez es un hombre honrado... pero... padre del Estatuto, le molesta que mi personalidad anule su personalidad... Yo no he fabricado Estatutos, pero sé hacer países... yo no soy poeta; pero soy hacendista, y en este momento voy a cantar una oda, que no le cabe en la cabeza al Sr. Martínez... porque yo, Sr. Martínez, no sabré latín, pero sé... ¡Ah!, aquí está... ¿Pero dónde te habías metido, papel? ¿Quién te puso en este montoncito de las cartas de mujeres?...».
Fijó su atención en el largo escrito, y leyó cuidadosamente, recreándose en cada párrafo, en cada palabra, en cada letra. El preámbulo era frío, despiadado, cruel. El artículo 1.º, semejante a una inmensa hoz, decía con aterrador laconismo: «Quedan suprimidos todos los Monasterios, Conventos, Colegios, Congregaciones y demás casas de Comunidad o de instituto religioso de varones, inclusas las de clérigos regulares y las de las cuatro ordenes militares existentes en la Península, islas adyacentes y posesiones de España en África...».
Continuando la detenida lectura, algo hubo de encontrar en el artículo 5.º que no le gustaba. Trazó la enmienda entre líneas, y después de borrar y escribir de nuevo al margen, tiró de la campanilla. A poco de penetrar el portero y de recibir una breve orden del Ministro, presentose un señor de mezquina estatura, con anteojos de oro sobre el huesudo caballete de su nariz de trompa; traía en la mano un papel semejante al que D. Juan de Dios acababa de leer.
«Mire usted, Sánchez -le dijo el Ministro dándole el decreto-, hay que modificar la disposición referente a los conventos de monjas que deben quedar. No están claras las atribuciones de las Juntas que han de determinar el número de religiosas... Prevengamos las malas interpretaciones, los abusos. Vea usted cómo he redactado el párrafo segundo del artículo 5.º... Ponerlo todo en limpio y que lo vea Argüelles... Ese otro decreto (el que Sánchez le traía recién copiado), no necesita más enmienda. Perfectamente claro y preciso...». Recreose también en su texto, fríamente ejecutivo, revolucionario. Como quien no rompe un plato, el artículo 1.º decía: «Quedan declarados en venta, desde ahora, todos los bienes raíces de cualquier clase que hubiesen pertenecido a las Comunidades y Corporaciones religiosas extinguidas, y los demás que hayan sido adjudicados a la nación por cualquier título o motivo, y también los que en adelante lo fueren, desde el acto de su adjudicación».
«¿No tenemos ya nada que corregir aquí?» -preguntó el de la aventajada nariz.
-Absolutamente nada.
-¿De modo que...?
-A la Gaceta con él...
-¡A la Gaceta! -replicó el funcionario, recogiendo de manos de su jefe el terrible documento.
-Daremos el otro dentro de unos días... Me lo trae usted mañana, puesto en limpio... Y ahora... Media noche ya... pueden ustedes retirarse... Yo me quedaré un rato más examinando esta correspondencia... Que se aguarde Milagro.
Volvió a quedarse solo; y tan grande excitación sentía, que tuvo que espaciar sus ideas y sacudir sus nervios, paseándose de largo a largo en la vasta pieza. «¡Para que digan que no hago nada!... ¡Qué revolución, qué colosal sacudimiento!... Entrego a la clase media... cuatro mil millones... ¿qué digo?, más, mucho más». Volvió a la mesa, y rápidamente trazó algunos números... «Seis, siete mil millones, y aún me quedo corto...». Mirando al espacio, quedose como en un embeleso dulce o embriaguez financiera... Su mente se lanzaba a las presunciones del porvenir, nadando en un océano tan revuelto como profundo, con olas de cifras cada vez más hinchadas...
- XXXI -
Otra vez en su mesa el Sr. D. Juan, incansable, desvelado... Adquirida la costumbre de trasnochar, no le apuntaba el sueño hasta la madrugada. En las altas horas de la noche sentía sus facultades más claras, su ingenio más agudo, y extraordinariamente aumentada su fecundidad de recursos expeditivos, de mañosas tretas, para escamotear las dificultades antes que para vencerlas.
«Que venga Milagro»; y al punto se presentó el buen D. José con varias cartas a la firma. Firmó Mendizábal, y entregó cuatro más que requerían contestación. Eran todas referentes a negocios electorales. Este pedía la procuración para sí; aquel para su pariente o amigo. Quién solicitaba humildemente; quién reclamaba con soberbia mal envuelta en cortesía, alegando servicios a la Libertad y una larga historia bullanguera. A unos se les contestaba con el perdone, hermano; a otros se ofrecían esperanzas bien rebozaditas, y ciertos y determinados nombres sacaban tajada, seguridades de éxito.
Otra vez solo, engolfado el pensamiento en el maremágnum político: «Traeré un Estamento a mi gusto... La ingratitud de Galiano, la envidia de Istúriz no prevalecerán... Yo no miro más que a la libertad, que deseo afianzar; a la guerra, que quiero concluir a todo trance; al país, a esta infeliz patria devorada por las malas pasiones, por tantos odios... pobre, sumida en la ignorancia... ¡Triste herencia la del tal D. Fernando VII! Si este señor hubiera sido de otra condición, ¡qué bien estaríamos!... Quizás podría yo ahora desarrollar tranquilamente mi pensamiento, madurarlo bien... Con estas prisas, allá va todo como Dios quiere... ¡Qué lástima, Señor, qué lástima!... Porque tiene razón Caballero. ¡Cuánto mejor, en política y economía, repartir al pueblo esta masa de bienes en vez de sacarlos al mercado! ¿La parte de deuda que se amortiza vale más o vale menos que los intereses territoriales que podrían crearse con ese reparto, hecho juiciosamente? ¿Es preferible el crédito circunstancial, para encontrar quien preste, a las ventajas futuras de la buena distribución del terreno?... ¿Y qué decir de los abusos que en las subastas pueden cometerse?... Resultará que los caciques de los pueblos, la clase bursátil, los que poseen ya una mediana fortuna, adquirirán bienes considerables pagándolos a largos plazos con el mismo producto de las tierras... Y en tanto el pueblo agricultor y laborioso no podrá adquirir propiedad... ¡Si lo he pensado, Señor, si lo he pensado!... ¡Pero no le dan a uno tiempo para nada!... ¡Esta política, esta vida...! No es posible, no es posible. Que venga aquí el Sursum corda, y se volverá para arriba, para el Cielo, sin haber hecho nada. ¡Vivir al día, defenderse hoy de las asechanzas de mañana, temblando siempre, sin hora segura... y tener que sufrir una descarga cerrada de discursos...! ¡Las dichosas polémicas, los malditos abogados...! Y menos mal si uno contara con tener bien cubiertas las espaldas... ¡Pero si Palacio le pone a usted en la calle el mejor día, como a un criado...! ¡Ah! Con esta inseguridad, con esta zozobra, ¿qué planes, ni qué reformas, ni qué soluciones grandes son posibles? Esto es un vértigo, dar quiebros al enemigo, agarrar el poder con las dos manos, sujetarlo además con los dientes para que los de allá no nos lo quiten... No puede ser, no puede ser... Pero Mendizábal no se va sin realizar algo, ya que no toda la grande obra, y le dice al país: te he quitado treinta y seis mil frailes y diez y siete mil monjas; te doy cuatro mil millones, seis mil, para que empieces a formar un conglomerado social fuerte y poderoso... De mogollón lo hago... No me dan tiempo para más. Luego, Dios dirá...».
Cambio repentino de ideas: «Se me olvidaba... Tengo que decir a Córdoba que irá la remesa de zapatos la semana que viene... y dos millones en metálico. Lo apuntaré en la pizarra, para que no se escape de la memoria... ¡Ya se ve... con tal diversidad de asuntos!... ¡Pero este Córdoba!... El eterno enigma: si la Reina le llama para que forme Ministerio, como cuentan por ahí, tratará de enjaretar una situación mixta, combinando las fuerzas moderadas con las liberales... En este caso, yo le ayudaría... ¡Pero si no puede ser; si es todo un puro embuste de los periódicos, y de esa turbamulta de desocupados que hormiguean en este pueblo chismoso y novelero! Córdoba me dice que no se cuente con él para nada que sea política... Y en su alocución al Ejército, bien claro lo expresa... Va uno haciéndose, insensiblemente, a no creer nada, a considerar toda palabra de hombre... o mujer, como un ruido del viento, como el gotear de la lluvia... Veremos grandes cosas. El nuevo Estamento nos traerá batallas formidables. ¡Hablar, hablar y siempre hablar! Señor, en aquel Parlamento inglés es otra cosa: discuten y votan el mensaje en un día. Son mal mirados los oradores galanos que van a lucirse, y los abogados indigestos y sofísticos... Debo decir también a Córdoba que corre una especie saladísima: los Grandes de España le proponen para formar Gabinete... ¿Quién meterá a los Grandes en camisa de once varas?... ¡Ah! También le contaré lo que anda diciendo por ahí D. Fernando octavo... que la Corte se trasladará a Burgos, para estar más cerca del Ejército... ¡Qué tontería!... No creo que el Ama participe del cerval miedo de sus cortesanos». (Nuevo trazado taquigráfico en la pizarra).
Puso la mano sobre un montoncillo de cartas, algunas de las cuales aún no estaban abiertas. Diríase que una de ellas se pegó a sus dedos. La cogió maquinalmente, y empezó a leer por el medio: «¡Bueno está!... (Soltando la carta con desdén.) Las Navas se me incomoda. Otro que se tuerce... ¡Como si yo pudiese hacer Procuradores a todos los amigos de mis amigos...! Y aquí otra y otra carta pidiéndome destinos, contadurías, administraciones, secretarías, intendencias, y... ¿Pero de dónde, señores y amigos, de dónde voy yo a sacar tantas plazas?... ¿Y este que se me -329- atufa porque no le he dado privilegio en el asunto de las campanas?... No faltaba más. Bastante tengo con los azogues, que me darán no poca guerra cuando se abra el Estamento... ¡Dichosas campanas, azogues malditos!... Pero estos señores no ven en el Estado más que una vaca muy gorda y muy lechera, a cuyas ubres es ley que se agarren todos los ambiciosos, todos los glotones, todos los hambrientos... ¿A ver esta otra carta? Ya conozco la letra... ¡Pobre Duquesa de Berry! También esta se ha echado marido morganático, y hoy es Condesa de Lucchesi Pella. Por andar menos lista que otras, ha perdido la tutela del chiquillo... el Delfín... A ver qué me cuenta. (Lee por el final.) Lo de siempre: sus hermanas no le hacen caso... la vituperan por la campaña desastrosa de la Vendée... (Se ríe.) Y no le perdonarán, no, el famoso episodio de la chimenea... (Leyendo por el centro.) Me da las gracias por haber admitido en el Ejército español al hermano de su esposo, el oficial napolitano Lucchesi, que recomendé a Córdoba... ¿Y qué más? Vaya, vaya con las princesas destronadas... parece que les hizo la boca un fraile. Ahora pide que admitamos a otro hermanito, subteniente... ¿Por qué no les coloca en las tropas carlistas? ¡Ah, es que allí las pagas son en papel, en ilusiones!... Verdad que las pagas de acá... también andan como Dios quiere».
Puesta a un lado la carta, trazó con rápida mano nuevas apuntaciones en la pizarrita, y luego extendió las demás epístolas sobre la mesa formando abanico... Entre los sobrescritos, de muy diversa escritura, vio uno que no se le despintaba. Sonriendo se dijo: «Quien no te conoce, que te lea», y la sacó del semicírculo con ánimo de someterla a cuarentena rigurosa. «Pues sí, debo leerla -pensó variando inmediatamente de propósito, en la versatilidad de su espíritu inquieto-; veamos qué cuenta». Era una de tantas comunicaciones de los secretos agentes que el Gobierno tenía en la frontera. Diariamente llegaban dos o tres por diferentes conductos, y la que a la sazón leía Su Excelencia era remitida por una tal Madame Aline, de fantasía tan novelesca y de tan extremado celo en el desempeño de su misión, que cuando no había sucesos graves que referir, los sacaba de su cabeza; y si escaseaban las maquinaciones, o no sabía la verdad de ellas, ponía en el telar los productos más inspirados de su numen. Engañado varias veces por los cuentos de esta poetisa del espionaje, Mendizábal le había tomado ojeriza, y aguardaba coyuntura para suspenderla del cargo; si ya no lo había hecho era por consideración a nuestro Embajador en París, que aún creía en ella y se fiaba de sus embustes.
«Ya te veo. (Leyendo.) La historia de siempre... Que los carlistas han recibido proposiciones de la Reina... Que han llegado a Oñate dos clérigos emisarios de Palacio... los cuales se entienden con otro clérigo de Madrid para poner en autos a Doña Cristina de los deseos y opiniones de D. Carlos... Que los agentes de Aviraneta en Olorón han entrado también en negociaciones con los facciosos, ofreciéndoles un levantamiento en Madrid. Que al propio tiempo los realistas franceses se proponen armarla, si Thiers se decidiera al fin por la intervención. Que la frontera está infestada de frailes trashumantes y perdidizos, que huyen de las degollinas de Zaragoza, y muchos de ellos, transfigurados de la noche a la mañana, se afilian en el ejército de Gómez o de Villarreal... Que Zaratiegui y otros andan a la greña con los palaciegos y toda la ojalatería de Oñate, y que de tantos piques y desazones tiene la culpa el carácter despótico y entrometido de la Princesa de Beira, que de continuo pasa y repasa la frontera, acompañada de Monsieur Saint-Silvain, o sola, con dos pastores: las autoridades francesas no la molestan... Que D. Carlos se propone formar Corte y Ministerio de verdad, y que para presidir el Gabinete faccioso ha venido de Londres D. Juan Bautista Erro. Por el Ministerio de Gracia y Justicia andan a la greña el Obispo de León y Don Wenceslao Sierra... El confesor del Rey, D. Juan Echevarría, gobierna interinamente el ramo de Guerra. En medio de este grande aparato político, en la Corte apenas tienen qué comer. D. Carlos y sus allegados van viviendo con castañas y leche... Las borrajas son el plato de cada día, y el cocinero de Palacio discurre los diferentes modos de poner las alubias... Por referencia de un ayuda -332- de cámara del Rey, que despidieron por haberle pegado una tremenda bofetada al gentil-hombre de servicio, sabe la manifestante que D. Carlos se casará en secreto con la Princesa de Beira... Esta había comprado en Olorón varios objetos de bisutería falsos para su dueño y señor, y había vendido dos docenas de perlas magníficas, para adquirir con el producto de ellas fusiles... También gestionaba que le vendieran dos obuses, ofreciendo unas arracadas que posee... La comunicante las ha visto, y no duda que Su Alteza encontrará quien por ellas le facilite un par de cañones... Que los realistas habían logrado entenderse con Aviraneta, ofreciéndole la Superintendencia de policía para cuando triunfara D. Carlos... y que últimamente se le habían enviado desde Francia papeles que comprometían al Sr. Mendizábal, y al Sr. Caballero, y al señor Duque de Zaragoza, documentos que se publicarían en El Jorobado para armar gran escándalo...
Aturdido ya, la cabeza mareada con este aluvión de noticias, que no eran en su mayor parte más que repetición de anteriores informes, D. Juan echó a un lado la carta sin acabar de leerla. Por natural encadenamiento de ideas, la mención de El Jorobado, papel violentísimo, le llevó a pensar en El Mensajero, que también había comenzado a atacarle, y en El Eco del Comercio, que ya cerdeaba... «No es bueno que la prensa abuse de la libertad -se dijo mal humorado-. A bien que con El Liberal, que fundaremos nosotros, zurraremos de firme a los que se vengan con injurias y enredos... ¡Lástima que no encontremos muchachos despabilados de estos que salen ahora con la fiebre del romanticismo!... Me dice Palarea que casi todos los que valen están ya colocados en papeles enemigos... ¡Colocados!... me río yo de esto. Ya vendrán, ya vendrán al reclamo...».
Campanillazo... «Que venga el Sr. Milagro. Mi capa, el coche...».
Cayéndose de sueño, recibió Milagro las últimas órdenes de Su Excelencia para el siguiente día. «Estas cartas me las contestará usted a primera hora; las demás no son tan urgentes. Es muy tarde. Estarán ustedes rendidos. Hasta mañana...
- XXXIII -
¡Quién le había de decir a Fernando Calpena, cuando con un amigo vio representar el Antony en la Porte Saint-Martin, que aquel drama, que entonces le pareció afectado, mentiroso, uno de tantos artificios con que los dramaturgos amañados satisfacen el convencionalismo teatral, había de ajustarse, traducido al castellano, a la realidad de su pensamiento! El drama de Dumas, y el de Calpena, drama real, no se parecían en el asunto, aunque sí mucho en la enfática desesperación del héroe, no bien motivada, y en el ardor de su lenguaje. El odio a la sociedad no era en él más que una repercusión hueca del criollo de Dumas. En política había extremado bruscamente sus opiniones, simpatizando con los revolucionarios más ciegos y brutales. Para D. Fernando no tenían derecho a la permanencia ni el Gobierno aquel, ni otro semejante, ni el Trono mismo. La Familia Real, de cuyo seno había nacido una espantosa guerra, que llevaba trazas de no concluir nunca, tampoco debía continuar ligada a la suerte del país. Las disensiones entre los hijos de Carlos IV habían convertido a España en una inmensa jaula de locos furiosos. Por averiguar si debía reinar hembra o varón, se vertían ríos de sangre... Y no pareciéndoles bastante sangría a nuestros prohombres, todavía andaban a trastazos por si repartían las mercedes del presupuesto los negros o los blancos, los amarillos o los rojos. El propio Mendizábal, a quien siempre vio Calpena descollando sobre la turbamulta política, se había empequeñecido a sus ojos: ya no era el grande hombre que debía salvar y refundir la nación. Malogrados sus propósitos por falta de constancia o malicia para llevarlos a la realidad, resultaba perfectamente sentencioso y oportuno aplicado a él, como a todos los del oficio, el dicho de Hillo: No remata la suerte.
....
»Quiero hablarte de Mendizábal, para que veas la injusticia con que le has denigrado en logias y cafés. El hombre está ya con un pie fuera del poder, aunque crea o aparente creer otra cosa. Es indudable que Palacio le ha hecho la cruz, y que se aguarda la apertura del nuevo Estamento para que el puntapié sea parlamentario, parodiando ridículamente la política inglesa. Está el buen señor tan ciego, tan penetrado del carácter providencial de su papel político, que no hace caso de las advertencias de los amigos más leales. Con todo, creo que la procesión le anda por dentro. Su amor propio no le permite declararse vencido, fracasado (¡como todos, niño, como todos!); pero en su forro interno, como dice mi peluquero, se siente enfermo del mal político más grave: del desafecto de Palacio. ¡Abajo, pues, y otra vez será! Esto le decimos, y su cara se pone sombría. Es realmente hombre de gran mérito por sus cualidades morales, que no abundan en la gente política de acá. Quiere hacer el bien; su ambición es espiritual; anhela que perpetúen su nombre los bronces de la Historia... Cree, tal vez, que lo de los frailes le valdrá una estatua. Podrá ser; pero por de pronto, su ambición de gloria estorba a otras ambiciones menos desinteresadas, y es forzoso quitarle de en medio. La prensa se ha desatado en denigrarle. En los corrillos se pondera su ignorancia, su falta de lecturas, como si nuestros políticos fueran prodigios de ciencia y erudición. Salvo dos o tres, la turbamulta no es más que un cúmulo de ignorancia; el craso de todas las cosas, envuelto en una cascarita de latín, y con tropezones de abogacía indigesta.
»Si es injusto tildarle de ignorante, aquí donde hay Ministros que creen que la Habana es camino para Filipinas, la injusticia sube de punto cuando le tachan de interesado, de poco escrupuloso en la administración de los dineros del pro-común. Tal juicio es absurdo, villano: no ha gobernado a España hombre más puro, menos picado de la codicia. En él la pasión patriótica es una verdad, no un papel, como los que otros desempeñan, mejor o peor aprendido. Por venir a salvarnos, por la ilusión de implantar en su país ideas nuevas, este hombre, este niño grande, tiró una fortuna por la ventana. De aquellas ideas sólo ha podido realizar una pequeña parte. Lo demás... no le han dejado ni siquiera planearlo. Le tiran de los pies, de las manos, del cabello, de los faldones, y le imposibilitan todo movimiento. Lo que le falta a D. Juan de Dios no es entusiasmo ni voluntad recta: fáltale coordinación en las ideas, madurez, método. Quiere hacer muchas cosas a la vez; se encariña demasiado con sus proyectos, y en su viva imaginación llega a persuadirse de que es un hecho consumado lo que no es más que deseo ardiente. No conoce bien el personal político, ni tampoco el país que gobierna. Ha vivido largo tiempo fuera de España, medio seguro para equivocarse respecto a cosas y personas de acá. El hombre de Estado se forma en la realidad, en los negocios públicos, en los escalones bajos de la administración... No se gobierna con éxito a un país con los resortes del instinto, de las corazonadas, de los golpes de audacia, de los ensayos atrevidos. Se necesitan otras dotes que da la práctica, y que, unidas al entendimiento, producen el perfecto gobernante. Aquí no hay nadie que valga dos cuartos. Todos son unos intrigantes en la oposición y unos caciquillos en el poder».
....
»Corren voces de que dimite Córdova. Se comprende que el hombre esté volado. Aquí se le censura porque no da una batalla por la mañana y otra por la tarde, creyendo que el dar batallas es tan fácil en el campo como en las mesas de los cafés. Y al paso que se hace una crítica estúpida de las operaciones militares, no se le mandan al General los recursos que solicita. Con un ejército descalzo, mal comido, y sin pagas, quieren campañas victoriosas. Oyes en un café a cada instante esta opinión impertinente: '¿Por qué no se ocupa el Baztán?... ¿Por qué no se fortifican los pueblos de la orilla derecha del Arga?...'. 'Sí, hombre, les diría yo: vayan ustedes a posesionarse del Baztán, a ver si ello es tan divertido como hacer carambolas en el billar'. Yo mandaría al Norte a los carambolistas de Madrid y a los vagos que por matar el aburrimiento se dedican a la estrategia... A todos les pondría el chopo en la mano y les diría: 'Hijos míos, id a la guerra y desfogad vuestro bélico ardor, y no volváis sino trayendo la cabeza del último faccioso...'. La prensa no hace más que denigrar al General en jefe.El Jorobado le llena de injurias; el Eco le mortifica con malignas reticencias. Los demás, o le defienden tibiamente, o callan hipócritas, haciendo más daño con su silencio que los otros con su procacidad. Esto es indigno: toda injusticia me subleva, y si en mi mano tuviera yo los rayos, como dicen que los tenía Júpiter, no haría más que repartirlos a diestro y siniestro, aniquilando tontos y malvados.
»¿No piensas tú como yo, pobre iluso?... ¿No ves en Córdova la gran figura militar y política? ¿Has pensado alguna vez en ese hombre, que no nos merecemos, no, que se sale del cuadro de nuestras mezquindades y pequeñeces? Aquí somos miniaturas; él retrato de gran talla. ¿No lo ves así? ¿Por ventura tu inteligencia no se recrea en estos ejemplos vivos? ¿Los hombres culminantes que sobresalen en este hormiguero, no te cautivan ya, despertando en ti la admiración, ya que no el deseo de imitarlos? Medita un poco; y si tus devaneos no te han privado de la facultad de discernir, verás en Córdova la representación más alta de la inteligencia y la voluntad en tres órdenes distintos, el militar, el político y el diplomático. De ese ilustre soldado digo lo que ya te indiqué a propósito de Larra: es de los que no caben aquí. Se me ocurre una comparación, que me parece que no es mía: es de algún poeta, no sé cual... en fin, puede que sea mía, y allá va. Córdova es un roble plantado en un tiesto. El árbol crece... Naturalmente el tiesto se rompe...».
...
Para ver gente buena, de esa que con un codo toca al pueblo, y con otro a la aristocracia, ningún sitio como el Estamento de Procuradores, que en aquellos días inauguraba la nueva legislatura, con Real discurso y todo el ceremonial de rúbrica. Según el famoso dicho de Larra, no se abría el Estamento; quien se abría era el Sr. D. Juan Álvarez Mendizábal, elegido por diez provincias... La política entraba en honda crisis, resuelto Palacio a cambiar de Gobierno, y siendo el Parlamento, como era, no más que una sombra de régimen, tapadera de la arbitrariedad, del capricho y de las veleidades cortesanas. Bastó, pues, que tres hombres de fama, un gran orador, un político hábil y un eximio poeta, marcasen un magistral cambiazo, y se apartaran de Mendizábal declarándose devotos ardientes del justo medio, que por entonces, como en todo el reinado siguiente, era el barro de que se echaba mano para la fabricación de ministros; bastó, digo, que aquellos tres señores se lanzaran al campo moderado, para que los liberales se vieran mandados a sus casas, y el poder pasase a los otros, a los de la suprema inteligencia y finas artes de gobierno. ¿Quiénes eran los tres? Alcalá Galiano, Istúriz, el Duque de Rivas. Este fue a la conjuración llevado por amistades más fuertes que sus convencimientos políticos, de ningún modo por ambición, pues un hombre que había hecho el Don Álvaro, bien podía conformarse con un papel incoloro y secundario en aquel teatro todo mentira y rencores. Los otros dos eran ambiciosos, con motivos para serlo, y su presente y su porvenir estaban dentro del escenario político.
La batalla política, dada en el terreno del mensaje, como ordenan la lógica y la costumbre, era de esas que, repetidas hasta la saciedad en nuestra historia parlamentaria, siempre con los mismos tonos y peripecias, resultan, vistas a estas alturas, absolutamente insípidas y sin ningún interés. Batallas son estas que, por el ruido que en ellas se hace, parece que entrañan alguna trascendencia; en realidad no interesan más que a las cuadrillas de desocupados que esperan destinos, o temen perder los que poseen. En estos oleajes, comúnmente todo es espuma; en el de Abril de 1836, apuraban los oradores un asunto ya resuelto por el poder Real. Pero se creía necesario un simulacro de parlamentarismo, por aquello de que era fashionable vestir a la inglesa, imitando los debates políticos, como se imitaban los fraques.
«¿Qué hay por aquí?» -dijo Hillo, que con Ibraim, los dos vestidos de seglares, sin collarín ni ningún signo eclesiástico, brujuleaba por los pasillos del Estamento, llenos de gente inquieta, bulliciosa. Y enterado por Iglesias, que le salió al encuentro, de que Istúriz y Mendizábal se liaban en agrias disputas por un estira y afloja de conducta o principios... palabras, hojarasca, juguetería política de muchachos grandes, expresó con buen sentido esta opinión sintética: «¡Qué gana de perder tiempo y saliva! ¿A qué disputar un poder que ya se sabe está destinado a la moderación? Yo que el Sr. D. Juan, no me prestaría a esta farsa, y cogiendo mi sombrero, les diría a los procuradores: 'Compadres: ya sé que estoy de más aquí. Ahí tienen ustedes el poder, las carteras, y las actas y credenciales, que yo me voy al corral por mi pie, antes que me arrastren las mulillas'. Y a la señora Reina le diría: 'Señora: para quitamos los collares y ponerlos en otros pescuezos, no es preciso que estemos aquí, como rabaneras, días y más días, apurando el vocablo. Si la opinión no tiene influencia efectiva, ¿a qué fingirla con nuestros deslavazados, interminables despotriques? Hoy decimos lo mismo que ayer, y mañana eructaremos lo de hoy. Con que... ahí tiene Vuestra Majestad la confianza que me dio. Puesto que ha resuelto quitármela, se la devuelvo, y así le ahorro el disgusto de despedirme como a un criado. Yo soy un hombre serio y formal, que amo a mi patria. No he logrado hacerla feliz, como me propuse y prometí. Mi voluntad ha podido menos que las intrigas y obstáculos con que desde el primer día han embarazado mi camino los políticos de profesión, y las camarillas parlamentarias y palaciegas. Si no hice más fue porque no me dejaron... De todo se le echa la culpa al pueblo. El pueblo es el gato, el pueblo es el niño mal criado, mocoso y llorón que trastorna la casa. Pues si quieren que el pueblo aprenda a desempeñar su papel político, enséñenle los de arriba con el exacto y honrado cumplimiento del suyo. Con que... a los Reales pies, etcétera, que yo me voy a mi casa, de donde veré pasar las revoluciones...'. Esto diría yo a ser D. Juan de Dios, y me marcharía cantando bajito, dejando a los Istúriz y Galianos desenvolverse como pudieran, bajo los auspicios de Doña María Cristina y de sus tertuliantes del Pardo y la Granja. Caballeros...».
No parecieron mal a los circunstantes estas ideas, y alguno, al comentarlas, extremó la amargura y escepticismo que revelaban. En aquellos días, la opinión de la gente que politiqueaba y de los ciudadanos pacíficos empezó a mostrarse favorable a Mendizábal. Todo el mundo veía el juego que se traían palaciegos y estatuistas para plantarle en la calle, sustituyéndole con el que había sido su amigo íntimo, D. Javier Istúriz. Hasta Nicomedes Iglesias, que meses antes echaba de su boca sapos y culebras contra el buen gaditano, reconocía la injusticia con que se le trataba, y casi casi se inclinaba a defenderle. Verdad que no era todo generosidad en esta conducta, pues el infatigable pretendiente, desairado por tercera vez en las elecciones, había adquirido pruebas de que no fue Mendizábal el causante de su desventura. Le constaba de un modo indudable que el Ministro, ocho días antes de la elección, había querido sacarle por los cabellos en la provincia de Gerona; pero le marró la suerte, por confabulación de intrigas entre moderados y patriotas catalanes. Viéndose nuevamente detenido en el camino de su ambición, se tragó sus hieles, deplorando la doblez de algunos amigos, que habían trabajado en contra suya, y empezó a sentirse minado por el desaliento y la falta de fe. Pues no se le daba el honroso puesto que en la política creía merecer, lo asaltaría. Cuando no se puede avanzar ordenadamente con la ley, se avanza saltando con los motines, y pues se le marchitaban los ideales, daría un sesgo positivista a sus aspiraciones... ¿Con qué bandera conspiraría? He aquí el problema. Su despecho, a vueltas de largos insomnios y cálculos, le sugirió que la bandera que resueltamente debía seguir era la del Éxito. ¡Unirse a los que podían y debían triunfar! ¿Quiénes eran estos? Nadie sabría determinarlo hasta la solución de la crisis.
En esta situación de ánimo, su olfato finísimo le permitió apreciar que Mendizábal, caído tan a destiempo, víctima de sus propios amigos y de adversarios envidiosos, -87- quedaría con fuerza moral no menos grande que la que tuvo al venir de Londres. En cambio, Istúriz y comparsa, al remontarse en la cucaña, empujados por Palacio, triunfaban en pleno estado de debilidad. «Los vencedores -se dijo Iglesias-, son gente muerta: en cambio, el vencido vivirá». De aquí que se inclinara a formar en el partido del Ministro desairado y aparentemente maltrecho. Pensaba que D. Juan de Dios se lanzaría con resolución a la política de venganza, que soplando el cuerno revolucionario haría revivir su popularidad, para con ella, y los jirones que aún le restaban de sus desgarrados planes, causar terror y desconcierto en los estatuistas de viejo y nuevo cuño. El hombre de mañana era precisamente el Ministro despedido y vilipendiado de hoy. Así lo presagiaba el instinto de Iglesias, y con esta presunción bastábale para saber a qué faldones agarrarse debía. «Me voy con todo el que apunte alto y sepa hacer blanco seguro -se decía-. ¿Qué bandera? Supongo que D. Juan tremolará la Constitución del 12, para decirle a Palacio que al que no quiere caldo, taza y media. Presumo que nos apoyaremos en el elemento popular, la Milicia Urbana. ¡Ay del que toque a la Milicia!».
...
No satisfacían al buen clérigo estas gacetillas de sociedad, y en el ardor de su mente empezó a sospechar que quizás era error suponer a la incógnita perteneciente a la clase más alta de la sociedad. ¿Sería de familia de comerciantes acaudalados, de banqueros o asentistas? ¿Sería...? El hombre se volvía loco, y cada vez se ennegrecían más los horizontes que le cercaban, pues también fueron infructuosos los pasos que dio para buscar a Edipo. Este había sido destinado a una sección de vigilancia en pueblos cercanos a Madrid, y se ignoraba cuándo volvería. Mas no vencido Hillo con estas contrariedades, siguió metiendo el cuezo en los Estamentos, aficionándose más al de Próceres. Una tarde fue sorprendido por la candente noticia de que Mendizábal e Istúriz se desafiaban. ¡Y habían sido Pílades y Orestes, camaradas en la adversidad, amigos en la próspera fortuna! Istúriz dijo al primer Ministro, en un arranque de franqueza oratoria, que no desempeñaba su destino con dignidad. Sensación, réplicas airadas de banco a banco, tumulto... Todo esto se lo contó a D. Pedro, Luis González, y luego vino Ibraim a confirmarlo, dándole las proporciones que el asunto tomó en cuanto lo cogieron de su cuenta las lenguas de la populachería. Corrieron ambos al otro Estamento, donde ya era público y notorio que Mendizábal había designado a Seoane para que le apadrinara, pues estaba decidido a lavar la afrenta. Istúriz, a las primeras de cambio, se negó a dar satisfacciones, nombrando su representante al Conde de las Navas. Este y Seoane trataron de arreglarlo. A eso de las diez, hallándose los dos clérigos en el café de Solís, agregados a una bulliciosa partida de periodistas, poetas y funcionarios públicos, supieron que no había componenda; que los dos insignes rivales se batirían a pistola, a las seis de la mañana siguiente, en una posesión del Señor de la Coreja, más allá del puente de Segovia; que el Ministro estaba a la sazón en su despacho arreglando papeles, y dictando las disposiciones que el caso exigía: testamento político, testamento privado quizás; que las pistolas con que se habían de fusilar eran de D. Andrés Borrego, armas construidas ex-profeso para lances de honor; que aún estaban discutiendo Navas y Seoane si la tragedia sería a veinte o a treinta pasos; que en las logias, los patriotas alborotados declaraban que armarían gran tremolina si el duelo resultaba una tramoya moderada para asesinar al Ministro, venganza de los frailes, o represalias del servilismo... con otras particularidades, y los mil fantásticos comentos que había de producir un caso tan emocional en aquella situación ya bastante dramatizada por las trifulcas políticas y militares. Para que el romanticismo, ya bien manifiesto en la Guerra civil, se extendiese a todos los órdenes, como un contagio epidémico, hasta los Ministros Presidentes iban al terreno, pistola en mano, con ánimo caballeresco, para castigar los desmanes de la oposición. En los campos del Norte, la cuestión dinástica se sometía al juicio de Dios. Los políticos, ciegos, medio locos ya, no pudiendo entenderse con la palabra que de todas las bocas afluía sin tasa, apelaban a la pólvora.
No habiendo pegado los ojos en toda la noche, era su cerebro un horno, sus ideas lúgubres, de una melancolía intensa, como si en el alma se le fuera metiendo el romanticismo de la clase nocturna y sepulcral, ese que huele a tierra de osarios y a siemprevivas putrefactas. Caminito de la puente segoviana iba el hombre muy cabizbajo, revolviendo en su magín el grave conflicto que le abrumaba: la desaparición o eclipse inexplicable de la dama incógnita; el tenebroso porvenir del infeliz joven a quien amaba como a hermano, o como a muchos hermanos juntos, y su propia situación, que veía ya comprometida para siempre, por aquel enredo de comedia de máscaras en que tan mansamente y sin pensarlo se había metido. Recorrió todo el trayecto sin darse cuenta de su longitud, y hasta más allá del puente no empezó a volver en sí, fijándose en las personas que encontraba, algunas de las cuales venían ya de la feria. En un grupo de muchachos alegres vio a Miguel de los Santos, y le paró para preguntarle el resultado del lance. Afectado de negro pesimismo, creía D. Pedro que de los dos combatientes no habían quedado más que los rabos, y su sorpresa fue grande cuando el guasón y maleante Miguelito le dijo que los curiosos volvían chasqueados, pidiendo que les devolviesen el dinero. «Luego, ¿no ha corrido la sangre?» dijo Hillo; a lo que contestó Álvarez que no, que lo que había corrido era bilis. «Ha sido un duelo a primera bilis, y ya está el honor satisfecho». Siguieron los jóvenes su camino y D. Pedro el suyo, sin ver a Fernando ni encontrar a nadie que de él le diera razón. Luis Brabo le contó que los duelistas habían cambiado un par de tiros a veinte pasos, sin tocarse; antes de repetir, Istúriz dio satisfacción, y todo quedó terminado, sin que fuese preciso usar el esparadrapo y tafetán. «Los dos se han conducido con dignidad y valor. Total, nada. Un escándalo más; un nuevo motivo para que este D. Juan Álvarez se vaya pronto a su casa, y nos deje el campo libre». Cuando esto dijo, pasaron los coches que conducían a los rivales, que acababan de recobrar el honor.
Ocurrió en aquellos días la caída de Mendizábal, suceso que no se efectuó sin estruendo. Aunque en Palacio le tenían sentenciado desde Marzo, y estaba hecha ya la cama para Istúriz, se esperó una coyuntura decorosa, la propuesta de nombramientos militares para las Inspecciones de Milicias, Infantería y Artillería. Desconforme Su Majestad con los Ministros, puso a estos en el caso ineludible de presentar sus dimisiones. Mendizábal soltó la caña del timón, que había tenido en su mano durante siete meses, y empuñola Istúriz, cuya vida ministerial había de ser aún más corta.
Así hemos venido todo el siglo, navegando con sinnúmero de patrones, y así ha corrido el barco por un mar siempre proceloso, a punto de estrellarse más de una vez; anegado siempre, rara vez con bonanzas, y corriendo iguales peligros con tiempo duro y en las calmas chichas. Es una nave esta que por su mala construcción no va nunca a donde debe ir: los remiendos de velamen y de toda la obra muerta y viva de costados no mejoran sus condiciones marineras, pues el defecto capital está en la quilla, y mientras no se emprenda la reforma por lo hondo, construyendo de nuevo todo el casco, no hay esperanzas de próspera navegación. Las cuadrillas de tripulantes que en ella entran y salen se ocupan más del repuesto de víveres que del buen orden y acierto en las maniobras. Muchos pasan el viaje tumbados a la bartola, y otros se cuidan, más que del aparejo, de quitar y poner lindas banderas. Son, digan lo que quieran, inexpertos marinos: valiera más que se emborracharan, como los ingleses, y que borrachos perdidos supieran dirigir la embarcación. Los más se marean, y la horrorosa molestia del mar la combaten comiendo; algunos, desde la borda, se entretienen en pescar. Todos hablan sin término, en la falsa creencia de que la palabra es viento que hace andar la nave. Esta obedece tan mal, que a las veces el timonel quiere hacerla virar a babor y la condenada se va sobre estribor. De donde resulta ¡ay! que la dejan ir a donde las olas, el viento y los discursos quieren llevarla.
Aquella noche hubo en los clubs grande algarada. En el Estamento mismo, no faltó quien propusiera destronar a la Reina sin pérdida de tiempo, y crear una Regencia de otro sexo. Las logias ardían; los círculos de la Milicia Nacional eran verdaderos volcanes; el nuevo Gobierno, apoyado en la guarnición, tomó sus medidas para reprimir cualquier algarada, y preparaba el decreto para disolver las Cortes, elegidas el mes anterior. ¡Y hasta otra!
En casa de Seoane, a donde fue Nicomedes por la noche, vio este a Mendizábal, que recibía parabienes por su caída. La adulación de unos, la cariñosa amistad de otros, quería pintarle su muerte como su mejor vida, su batacazo político como un éxito evidente. Iglesias no vaciló en felicitarle también, augurándole una resurrección como la del Fénix; pero el despedido Ministro no daba gran valor a estos consuelos, y se aferraba más a la idea de abandonar un terreno en el cual no sabía moverse con desembarazo. Entre otras cosas, dijo estas palabras, que como textuales se copian aquí: «Yo no soy hombre de partido; la prueba es que el que se decía mi partido me ha abandonado: ¿y por qué? Porque he sido y soy y seré independiente: esta es mi gloria».
Y en un grupo que se formó después, agregándose varias señoras, repitió el grande hombre lo de los ochocientos reales que le bastaban para vivir con su familia en el cottage que poseía a noventa millas de Londres. También dijo esto, que es histórico y consta como en escritura: «Si tuve ambición de ser Ministro, ya lo fuí; y si hacemos el inventario, me parece que estamos mejor que lo estábamos cuando me hice cargo, en Septiembre. Conmigo traje mucho; conmigo no llevaré nada más que ojos para llorar la desgracia de mi inocente familia, a quien por la cuarta vez he arrebatado cuanto le pertenecía. Mis enemigos me llaman honrado y patriota, y esto no es flojo consuelo. Conserve yo tales motes, y todo lo demás nada me importa».
Hablando con el propio Nicomedes y con Olózaga, que vaticinaban una trifulca próxima, y con ella la segura rehabilitación del partido de Mendizábal y su nuevo llamamiento al poder, se mostró escéptico, desilusionado, sin entusiasmo por los pronunciamientos y sediciones, y sin malditas ganas de volver a empuñar el timón de bajel tan desconcertado y peligroso. «Siempre que mi patria me llamó -dijo, y esto es también textual-, me encontró. Nada quise, nada recibí, nada recibiré. Tengo parientes aptos para los empleos públicos: no los han obtenido; y para que no me llamen descastado, les formé un capital de mi pensión por lo que me pedían. En mi retiro, en mi rincón seré siempre feliz, y podré decir: Hice lo que pude, lo que debí; nada le he costado a mi patria».
A la una próximamente se retiró a su casa, cuya escalera subió meditabundo, triste. Su amor propio se resentía de la conmoción del porrazo. Creíase capaz aún de grandes cosas, y el no poder realizarlas, ni siquiera emprenderlas, le inspiraba coraje de sí mismo y lástima de la nación que tal hombre se perdía. Reconociendo sus errores, sus inexperiencias, de unos y otras se lamentaba en el sombrío examen de su caída. ¡Oh, si se pudiera empezar de nuevo!... Pensando en su fama, en la gloria que ambicionaba, no vio muy claro su nombre en las doradas páginas de la Historia. Pensó también en las calumnias con que le había obsequiado el vano vulgo antes de su fracaso, y se dijo: «A estas horas no habrá un solo español que crea que entro en mi casa con las manos absolutamente limpias... Por Dios que tan limpias las habrá, pero más no». Al verle salir de casa de Seoane, Joaquín María López había hecho con cuatro palabras el exacto retrato del Ministro de la Desamortización: «Alma candorosa y apasionada, cabeza fecunda en recursos, corazón a la vez de héroe y de niño».
Traspasada la puerta de su morada, recibió, como una onda salutífera, el embate de calor doméstico. Niños, mujeres, salían a su encuentro, personas queridas, deudos y parientes. Entre la turbamulta distinguió una modesta figura, un anciano, que en último término permanecía, medroso de avanzar a saludarle: era Milagro. Al reconocerle, no sin dificultad, pues no había exceso de luz en el recibimiento, D. Juan de Dios expresó contrariedad y lástima... «¡Por Dios, Milagro, usted aquí todavía! Cuando le dije que se pasara por mi casa esta noche y me aguardase en ella, no contaba con esta inesperada cena en casa de Seoane. Dispénseme, amigo mío. Le he dado a usted un plantón horroroso.
-No importa, señor -dijo Milagro humilde y atento-. Mucho gusto en servirle.
-¿Desde qué hora está usted aquí?
Desde las ocho, señor.
-¡Y es la una! Carambo... Dispénseme.
-No importa, señor...
-Carambo, es usted el empleado no importa.
-Dice bien vuecencia: ese es mi lema... Las infinitas cesantías que he padecido me han obligado a adoptar esa fórmula de resignación.
-Pues ahora... Cuando las barbas de tu vecino veas arder...
-Sí, señor: ya... ya he puesto las mías de remojo.
-Será Ministro de mi ramo el Sr. Aguirre Solarte, buena persona... Agárrese usted como pueda... Bueno, pues no quiero detenerle más. Un momento, Sr. Milagro».
Hízole pasar a su despacho, y en pie los dos, el caído Ministro dijo al vacilante funcionario: «Pues le he mandado venir a usted porque pienso utilizar sus servicios en trabajos que preparo para la defensa de mi gestión ministerial, si, como presumo, soy atacado y acusado con mala fe... Y por de pronto, antes de encargarle las copias de estados y documentos que tengo ya en casa, me hará usted un favor de otra índole.
-Vuecencia me tiene a su disposición para todo.