viernes, 29 de enero de 2010

Memorias de Nicolás Estévanez Murphy. Ministro de la Guerra durante el Sexenio



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Mister Witt en el cantón



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miércoles, 27 de enero de 2010

De Cartago a Sagunto (reducido)



De Cartago a Sagunto
Benito Pérez Galdós
- I -

Arriba otra vez, arriba, Tito pequeñín de cuerpo y de espíritu amplio y comprensivo; sacude la pereza letal en que caíste después de los acontecimientos ensoñados y maravillosos que te dieron la visión de un espléndido porvenir; vuelve a tu normal conocimiento de los hechos tangibles, que viste y apreciaste en la vida romántica del Cantón cartaginés, y refiérelos conforme al criterio de honrada veracidad desnuda que te ha marcado la excelsa maestra Doña Clío. Abandona los incidentes de escaso valor histórico que han ocurrido en los días de tu descanso soñoliento, y acomete el relato de las altas contiendas entre cantonales y centralistas, sin prodigar alabanzas dictadas por la amistad o el amaneramiento retórico.
Obedezco al amigo que me despabila con sacudimiento de brazos y tirones de orejas, cojo mi estilete y sigo trazando en caracteres -6- duros la historia de estos años borrascosos en que, por suerte o por desgracia, me ha tocado vivir. Lo primero que sale a estas páginas llegó a mi conocimiento por los ojos y por el tacto: fue la moneda que acuñaron los cantonales para subvenir a las atenciones de la vida social. Consistió la primera emisión en duros cuya ley superaba en una peseta a la ley de los duros fabricados en la Casa de Moneda de Madrid. Las inscripciones decían: por el anverso, Revolución Cantonal. -Cinco pesetas; por el reverso, Cartagena sitiada por los centralistas. -Septiembre de 1873.
Elogiando yo la perfección del cuño ante los amigos don Pedro Gutiérrez, Fructuoso Manrique, el Brigadier Pernas y Manolo Cárceles, éste, con su optimismo que a veces resultaba un tanto candoroso, me dijo: «Fíjese el buen Tito en que ese trabajo lo han hecho los buenos chicos que en nuestro presidio sufrían cadena por monederos falsos». Puse yo un comentario a esta declaración, diciendo que los tales artífices fueron maestros antes de ser delincuentes, que en la prisión afinaron su ingenio, y que la libertad les habilitó para servir a la República con diligente honradez, cada cual según su oficio. «Así es -dijo Cárceles-, y da gusto verles por ahí tan tranquilos, sin hacer daño a nadie, procurando aparecer como los más fieles y útiles auxiliares del naciente Anfictionado español». Antes de la emisión de la moneda se pagaban los servicios con cachos de plata que luego se canjearon por los flamantes y -7- bien pronto acreditados duros de Cartagena.
En los mismos días me enteré por los amigos de la nueva organización que se había dado a los altos Poderes Cantonalistas. Dimitió el Gobierno Provisional, incorporándose a la Junta Soberana, que se fraccionó en las siguientes Secciones: De Relaciones Cantonales: Presidente Roque Barcia, Secretario Andrés de Salas. -De Guerra: Presidente General Félix Ferrer, Secretario Antonio de la Calle. -De Servicios Públicos: Presidente Alberto Araus, Secretario Manuel F. Herrero. -De Hacienda: Presidente Alfredo Sauvalle, Secretario Gonzalo Osorio. -De Justicia: Presidente Eduardo Romero Germes, Secretario Andrés Lafuente. -De Marina: Presidente Brigadier Bartolomé Pozas, Secretario Manuel Cárceles Sabater. Los cargos de Presidente y Secretario de estas Secciones equivalían a los de Ministro y Subsecretario de los diferentes ramos.
Sin puntualizar una por una las diversas expediciones marítimas que efectuaron los barcos insurgentes a fines de Septiembre, procuro corregir mi deficiente sentido cronológico y me apodero de algunas fechas, claveteando en mi memoria la del 24 porque ella señala mi nada lucida incorporación a la escuadra que fue al bombardeo de Alicante con las miras que fácilmente supondrá el lector. Mi amigo Cárceles, que se empeñaba en hacer de mí una figura heroica, me metió casi a empujones en el Fernando el Católico, vapor de madera, inválido y de perezosos -8- andares, el cual iba como transporte llevando gente de desembarco ganosa de probar en una plaza rica la fortaleza de su brazo y el largor de sus uñas. Al conducirme a bordo, Cárceles puso en mi compañía para mi guarda y servicio a un presidiario joven, simpático y hablador, que desde el primer momento me cautivó con su amena charla y la variedad de sus disposiciones. Antes de bosquejar la figura picaresca de mi adlátere y edecán, os diré que el Cantón creyó deber patriótico cambiar el nombre del barco en que íbamos, pues aquello de Fernando, con añadidura de el Católico, conservaba el sonsonete del destruido régimen monárquico y religioso. Para remediar esto buscaron un nombre que expresase las ideas de rebeldía triunfadora, y no encontraron mejor mote que el estrambótico y ridículamente enigmático de Despertador del Cantón.
A la hora de navegar en el Despertador, mi asistente o machacante hizo cuanto pudo para mostrarse amigo, refiriéndome con donaire su corta y patética historia. Resultó que hacía versos. En su infancia se reveló sacando de su cabeza coplas de ciego; luego enjaretó madrigales, letrillas y algunas composiciones de arte mayor que corrían manuscritas entre el vecindario de su pueblo natal, la villa de Mula. Por algunos trozos que me recitó comprendí que no le faltaban dotes literarias, pero que las había cultivado sin escuela ni disciplina... Casó muy joven con moza bravía; surgieron disgustos, piques, celeras, -9- choques violentísimos con varias familias del pueblo. Cándido Palomo, que tal era su nombre, alpargatero de oficio y en sus ocios poeta libre, llegó una noche a su casa con el firme propósito de matar a su mujer; mas tuvo la suerte de equivocarse de víctima y dio muerte a su suegra, que era la efectiva causante de aquellos líos y el impulso inicial de la tragedia. Cuando Palomo entró en presidio compuso un poema lacrimoso relatando su crimen y proceso. Aunque plagado de imperfecciones, el poético engendro me recordó el libro primero de Los Tristes de Ovidio y aquel verso que empieza Cum repeto noctem...
Con estas y otras divertidas confidencias de aquel ameno galopín, que también repitió una letrilla y un romance burlesco que había dedicado a cantar las malicias de su suegra días antes de despacharla para el otro mundo, entretuvimos las horas lentas de la travesía, terminada a las nueve y media de la noche frente a la ciudad del turrón, la dulce Alicante. El primer cuidado del caudillo cantonal que nos mandaba (y juro por la laguna Estigia que no sé quién era) fue notificar a los cónsules que si la plaza no aprontaba buena porción de víveres y pecunia, conforme al truculento ultimátum formulado en viajes anteriores, comenzaría el bombardeo al amanecer... Llegado el momento, colocadas en orden de batalla las naves guerreras con nuestro Despertador a retaguardia, intervino el Almirante de una escuadra francesa -10- surta en aquellas aguas, logrando con hábil gestión humanitaria que se aplazase el bombardeo cuarenta y ocho horas. Pusiéronse a buen recaudo los vecinos pacíficos de Alicante, y el Gobierno Central, representado allí por mi amigo Maisonave y por un general cuyo nombre no figura en mis anotaciones, se preparó para la defensa.
A las seis de la mañana del 27 rompieron el fuego las fragatas Numancia, Tetuán y Méndez Núñez con pólvora sola, y como no izase Alicante bandera de parlamento se hicieron disparos con bala contra el castillo y la ciudad. El castillo, visto desde la mar, parecíame asentado en la cima de un alto monte de turrón, deleznable conglomerado de avellanas y miel. A pesar de estas apariencias, nuestros proyectiles no hicieron allí estrago visible. En la plaza advertimos señales de gran sufrimiento, y las balas que de allá nos venían apenas rasparon el blindaje de nuestra Numancia. Como tampoco sufrieron deterioro las inservibles carracas Tetuán y Méndez Núñez, envejecidas e inútiles en plena juventud, no pude ver en aquella militar función más que un juego de chicos o un bosquejo parodial de página histórica, para recreo de gente frívola que se entusiasma con vanos ruidos y parambombas.
Cinco horas duró el simulacro, disparando nosotros ciento cincuenta proyectiles que debieron de ser pelotas de mazapán. Total, que Alicante no dio un cuarto y que nos marchamos con viento fresco, llevando a la mar la -11- jactanciosa hinchazón de nuestras fantasías. Mientras nosotros navegábamos hacia Cartagena, ufanándonos de haber impuesto duro castigo a la plaza centralista, las autoridades de ésta telegrafiaban a Madrid extravagantes hipérboles del daño que nos habían causado: según ellas, la obra muerta de nuestras naves estaba hecha pedazos y las cubiertas sembradas de cadáveres; en tierra, don Eleuterio y el general, cuyo nombre sigo ignorando, habían afrontado el bombardeo con espartano heroísmo. Por una parte y otra era todo pueril vanidad y mentirosas grandezas para engaño de los mismos que las propalaban.
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La Junta Soberana resolvió canjear con el comercio, por artículos de comer, beber y arder, gran copia de materiales existentes en el Arsenal y fortificaciones: bronces, hierros, maderas finísimas, y cuanto no tenía inmediata eficacia para la defensa de la plaza. Acordó además la Junta reforzar la guardia de la fábrica de desplatación y amenazar a varios industriales, entre ellos al marqués de Figueroa, con el embargo de sus bienes si no pagaban a la Aduana, en el término de cuatro días, los derechos de Arancel por la importación de carbón y otros efectos.
-13-
Continuaron aquellos días las salidas por mar y tierra. Resistí a las sugestiones de Gálvez para que le acompañase en una expedición que hizo a Garrucha con el Despertador y la fragata Tetuán.
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- II -
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Que la Junta Suprema de Cartagena autorizase una función dramática en el teatro Principal, representándose Juan de Lanuza y destinando los productos a los Hospitales, no merece largo espacio en estas crónicas. Tampoco debo darlo a la expedición de Gálvez a Garrucha, extendiéndose a Vera y Cuevas de Vera, donde tuvo lucido acogimiento y pudo afanar dinero y provisiones de boca. La repetición de estas colectas a mano armada las priva de interés en el ciclo cantonal.
Volvime al centro de la ciudad en busca de alguna noticia substanciosa o siquiera chismes políticos dignos de ser contados. Cerca del Arsenal me encontré a Fructuoso Manrique y al cartero Sáez, por los cuales supe que los vigías del puerto señalaban hacia poniente tres barcos de gran porte que, según creencia general, eran de la escuadra centralista mandada por el contralmirante Lobo. Así en el Arsenal como en las calles de la población advertí que pueblo y Milicias ardían en entusiasmo ante la proximidad de una naval refriega con los buques del Gobierno, a los cuales pensaban derrotar y destruir precipitando sus despojos en las honduras del reino de Neptuno. Cené con Alberto Araus, Ministro de Servicios Públicos(léase Fomento), el cual participaba del general furor y bélico optimismo, anhelando la más alta ocasión que vieron los pasados siglos y esperan ver los venideros. A este propósito dijo: «En el nuevo Lepanto nosotros -25- seremos la Cristiandad y ellos la bárbara Turquía».
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A las siete de la mañana del 11 de Octubre salieron de Cartagena las fragatas Numancia, Méndez Núñez,Tetuán y el vapor Fernando el Católico (Despertador del Cantón), haciendo rumbo hacia cabo de Palos en busca de la escuadra centralista, compuesta de las fragatasVitoria, Almansa, Navas de Tolosa, Carmen, -27- las goletas Prosperidady Diana, y los vapores Cádiz y Colón, al mando del contralmirante don Miguel Lobo.
- III -

Subime a Galeras para ver la función, que por las trazas había de ser imponente, aunque ninguna de las dos escuadras era digna de tal nombre, pues cada una contaba tan sólo con un barco de combate. En realidad, el duelo se entablaba entre la Numancia y la Vitoria. Los demás buques eran unas respetables potadas que no servían más que para hacer bulto. Ni con ayuda de los buenos catalejos del castillo pude ver gran cosa; pero como el cartero Sáez y algunos de los Voluntarios y soldados de la fortaleza tenían ojos de águila, con lo que ellos me contaron y lo poco que yo pude distinguir aderezo mi relato en la siguiente forma:
Eran las doce próximamente cuando la Numancia se separó más de una milla de sus inválidas compañeras, y a toda máquina se coló en medio de los barcos centralistas. Luchó sola contra los buques de Lobo, que la rodearon disparando sobre ella todos sus cañones. Mas era tal la pujanza de la fragata, cuyo nombre se inmortalizó en la guerra del Pacífico, que salió ilesa de aquella embestida temeraria. Hizo nutrido fuego con sus baterías de babor y estribor, y rompiendo el cerco -28- viró con rapidez, sin cesar en sus disparos.
Llegaron después al combate las apreciables carracas Méndez Núñezy Tetuán, y la Vitoria dispuso sus garfios de abordaje intentando hacerse con la más próxima, que era la segunda. Ésta disparó sus andanadas con brío, causando algún estrago en la cubierta de la Vitoria, la cual, teniendo que acudir en auxilio de sus compañeras centralistas a las que seguía cañoneando la Numancia, no pudo realizar el abordaje ni hacer cosa de provecho. El vapor-goleta Cádiz izó bandera de parlamento cuando uno de sus tambores fue destrozado por los disparos de la Numancia. La Carmen y la Navas de Tolosa sufrieron bastantes averías, y como por nuestra parte la Tetuán y la Méndez Núñez habían agotado sus escasas fuerzas, quedó concluso el combate poco después de las dos de la tarde. Los barcos cantonales pusieron proa a Cartago Espartaria, y Lobo se retiró mar afuera.
Se me olvidó decir, para terminar la descripción de aquel Lepanto en zapatillas, que a bordo de la Numancia iba el General Contreras, y en las demás naves del Cantón varios individuos de la Junta Soberana. Desde Galeras vi que al llegar al puerto los combatientes se les hacía un recibimiento loco, con gran algazara de vítores, aplausos y otras demostraciones, cual si volvieran de un Trafalgar al revés trayendo la cabeza de Nelson. Estos ruidos de la pasión local y del entusiasmo sectario son la música inevitable que -29- ameniza nuestras civiles contiendas por un sí o por un no... Luego supe que los cantonales traían cinco muertos, entre ellos don Miguel Moya, vocal de la Junta Suprema o Soberana.
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El entusiasmo de Cartagena por el primer choque naval continuó con hervor creciente en los días sucesivos. El 14 de Octubre, la Junta Soberana acordó un plan de combate: luchar hasta vencer o quedarse sin un barco, según la espartana frase de la Gaceta del Cantón. En la mañana del 15 salió la escuadra en busca de los barcos de Lobo, que se hallaban a la vista. A retaguardia, en el famoso -31- Despertador, iban el bíblico Roque Barcia y Manolo Cárceles, en representación de la Junta Suprema, para hacer cumplir las disposiciones estratégicas de ésta y resolver sobre cualquier incidencia que ocurriese en el curso de la batalla. Navegaban los buques de combate en correcta línea, y apenas divisaron los barcos centralistas éstos se pusieron en orden conveniente para afrontar la lucha.
Cuando ya estaban los adversarios a tiro de cañón adelantose la Tetuán rompiendo el fuego contra la bárbara Turquía, como dijo Alberto Araus. Apenas recibieron los primeros balazos, las naves centralistas viraron en redondo, poniendo rumbo al Sur en franca retirada. Los cantonales las persiguieron cerca de cuarenta millas hasta perderlas de vista, y regresaron a Cartagena, quedando roto el bloqueo por mar. No hay que decir que cuando entraron en el puerto los que se llamaban vencedores se repitieron las inevitables alharacas y la greguería jubilosa.
Al consignar que a bordo de las naves cantonales iba lo más granado y florido del personal revolucionario, debo decir y digo que el único hombre de mar y de guerra marítima que a mi parecer merecía ser recordado en la Historia era un tal Alberto Colau, contrabandista, hijo de Alicante y tan familiarizado con las aguas mediterráneas y con los peligros del navegar y del combatir, que entre toda la gente llegada de diversas partes a la República Cartagenera no se pudiera encontrar quien le igualase. Le conocí el mismo -32- día 15, a poco de saltar en tierra, y quedé maravillado de su espléndida y arrogante facha. No era menester ciertamente el auxilio de la fantasía para ver en aquel hombre la resurrección del tipo del corsario que en los tiempos de la piratería heroica llenó los anales del mar Interno.
Descollaba Colau entre la muchedumbre por su robusta complexión y lucida estatura, por su curtido rostro y el mirar flamígero de sus ojos negros. Como el azabache eran también sus cabellos crespos, sus cejas pobladas y el bigotazo que perpetuaba la tradición de la moda turquesca. Coronaba su cráneo con el fez rojo, complemento, en cierto modo histórico, de la figura de aquel Barbarroja redivivo. Andando los días se vio un gorro colorado en el puente de la Numancia, de donde vino el atribuir a Contreras el uso de tal prenda. No; el fez no era de Contreras, sino de Colau, y éste, a juicio de un historiador psicólogo, la figura más saliente, pintoresca y castiza del Cantón Cartaginés.
La bravura pirática del arrogante aventurero se llama hoy contrabando, que viene a ser lo mismo con diferencias de tiempo y lugares. En sus faluchos de vela, Colau desafiaba las olas y la persecución de las escampavías del Resguardo. Cuando la astucia no le bastaba y era preciso emplear la violencia, no vacilaba en derramar sangre. Empezadas sus correrías en Gibraltar, se trasladó luego a Orán, donde obtuvo provecho mayor y campo de operaciones más extenso. De la costa -33- argelina nos traía tabaco, licores, telas, quincalla y otras mercancías vigiladas por nuestros aduaneros. A los vistas de acá, unas veces les cerraba los ojos, y otras les rompía la cabeza. Con este ten con ten y un ardor infatigable, hizo Colau en poco tiempo una fortunita y vivía en Orán como un bajá, con su mujer y sus hijos, bien quisto de los franceses y de la colonia española. De él se contaba que nunca se le acercó un necesitado sin que al punto le socorriese, y en la misma Cartagena era el amparador de todas las personas o familias que, perseguidas por el Centralismo, se habían refugiado en la Plaza.
Con la fiereza del continente y rostro de Colau contrastaba la blandura de su trato en la vida social. Era cariñosísimo y a veces hasta pueril. Al estallar la revolución cartagenera se presentó en la Plaza ofreciendo sus servicios a la Junta Revolucionaria, que los aceptó en el acto dándole el mando de la fragata Tetuán, la cual manejó y gobernó desde el primer momento con la misma destreza que solía desplegar en el gobierno y mando de sus faluchos... Pasé una tarde con él y otros amigos en el café de la Marina, charlando de aventuras guerreras en el mar y en la costa. Colau nos refirió terribles episodios de su lucha contra las olas embravecidas en los duros Levantes, que mil veces le pusieron a dos dedos de caer en los profundos abismos. Nos contó también alijos que por su descomunal audacia parecían fabulosos, y peripecias -34- trágicas de sus encontronazos con los aduaneros y demás patulea del Fisco.
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- IV -

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En los siguientes días supimos que el contralmirante Lobo dio cuenta de su retirada al Ministro de Marina, en términos que ha conservado la Historia para conocimiento de hombres y sucesos. Era Lobo un técnico excelente, autor de obras muy estimables; mas en el mando naval no pudo poner nunca su nombre a la altura de su suficiencia científica. He aquí lo que telegrafió al señor Oreiro: «Hoy 15 de Octubre han salido otra vez las fragatas insurrectas en orden de batalla. La Numancia iba un poco delante, pero sin romper la línea de los otros buques, y formando con ellos un muro de hierro. Todos maniobraban muy bien y parecían mandados por jefes expertos. En vista de lo cual, y teniendo que reparar algunas averías y proveer de carbón, he ordenado partir con rumbo a Gibraltar».
Bañándose en agua de rosas quedaron los cantonales con la inexplicable inhibición, por no darle otro nombre, del Contralmirante Lobo, y era general creencia que ello se debió al respeto que le impuso el acertadísimo plan y perfecta organización táctica de las naves de Cartagena, obedientes a las órdenes del contrabandista. Los amigos y admiradores de éste le dimos desde aquel día título y diploma de marino de guerra, llamándole, entre veras y bromas, el Comodoro Colau. La mejor prueba de que Lobo no supo engallarse ante los barcos cantonales en su segunda salida fue que le censuró duramente el General Ceballos, sucesor de Martínez Campos -42- en el mando de las tropas sitiadoras de Cartagena. El Gobierno Central destituyó a Lobo en el mando de la escuadra, nombrando para este puesto al Contralmirante Chicarro. Fueron asimismo reemplazados el comandante de la Navas de Tolosa y el segundo de la Blanca.
Fuera de la feliz aventura del Despertador del Cantón que apresó una goleta cargada de bacalao, lo que trajo gran alivio a la plaza mal surtida de víveres, no hay sucesos dignos de mención hasta la salida de la escuadra para Valencia con los mismos barcos y los propios jefes que en las anteriores correrías llevara.
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El 24 de Octubre apareció nuevamente en aguas de Cartagena la escuadra centralista, al mando del Contralmirante Chicarro, reforzada con la fragata Zaragoza, que había venido de Cuba. Los barcos de Chicarro cruzaban sin cesar frente a Escombreras; pero el bloqueo no era de gran eficacia porque de noche, sin luces, entraban embarcaciones menores que mantenían en regular abundancia el abasto de la ciudad.
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- V -

Sin saber cómo, nuestra conversación recayó en el asunto del cerco de la Plaza, mostrándose David algo pesimista sobre las consecuencias de esta función militar, y no mal informado de los planes del Ejército sitiador. Hizo breve semblanza del General Ceballos, del Brigadier Azcárraga y de los Comandantes Generales de Artillería e Ingenieros Brigadier don Joaquín Vivanco y Coronel don Juan Manuel Ibarreta, revelando conocimiento directo de sus respectivos caracteres. Luego enumeró las fuerzas Centralistas, según su parecer escasas pero bien disciplinadas. Marcó después el contingente de las diversas Armas, con tal precisión y seguridad en las cifras como si lo hubiera contado. Notando mi extrañeza por la posesión que tenía -51- de aquellos datos sin salir de la Plaza, me dijo:
«Algunas mañanas me voy al castillo de Moros. En lo más alto de sus muros he puesto un anteojo de mucho poder, con el cual veo los trabajos que hacen los sitiadores. Ya sabe usted que la primera batería la tienen emplazada en Las Guillerías. En ella hay cuatro piezas de a diez y seis. El talud interior del espaldón está revestido de cestones, y las cañoneras de sacos terreros. Han emplazado la segunda batería cerca de las casas de don José Solano, artillándola con cinco obuses de a veintiuno. El terraplén interior consta de tres planos diferentes.
»Más allá, junto a la ermita de San Ferreol, hay otra batería con seis cañones de a diez y seis. Los revestimientos están hechos con cestones y fajinas. La batería de la Piqueta, que está al lado de la finca de este nombre, se halla provista decubre-cabezas, y tiene un través en su centro que completa la protección del retorno de la derecha».
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Con la idea de obtener de aquel hombre extraños hilos o hilachas para mi tejido histórico, seguí visitando a Montero. Algunas mañanas no le encontré en su casa. Esperábale, y al fin le veía llegar fatigado y cubierto de polvo. Venía sin duda del campo reseco que a Cartagena circunda. A las veces, no me hablaba de nada concerniente a las fuerzas sitiadoras, sino de chismes y enredijos del interior de la ciudad; por ejemplo: «Parece que hay sospechas de que Carreras, Pernas, Del Real y otros militares, hociquean secretamente con el General Ceballos. Dicen que corre el dinero... Yo no lo creo. Tal infamia no es posible». Otros días se lanzaba desde luego, sin preámbulos, a departir sobre el Arte de la Fortificación.
«Para proteger las baterías que acaban de emplazar -me dijo una mañana-, y para oponerse a cualquier salida que intentemos los cantonales, están los sitiadores haciendo espaldones sistema Pidoll, modificado con pozos para los sirvientes de las piezas, que creo son de las de a diez. Uno de los espaldones lo construyen entre el ferrocarril y la finca de Bosch, otro en las inmediaciones de la casa de Calvet, y otro junto a Roche Bajo. -53- Parece ser que cuando terminen estas obras empezará el bombardeo, y allá veremos quién puede más».
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El 26 de Noviembre (esta fecha es de las que no pueden escaparse de mi memoria), a las siete de la mañana, rompieron el fuego contra la Plaza las baterías Centralistas. Al bombardeo no precedió intimación ni aviso alguno. El primer momento fue de estupor medroso en Cartagena. Pero el vecindario y los defensores de la ciudad no tardaron en rehacerse: hombres, mujeres, niños y ancianos corrían al Parque en busca de proyectiles y sacos de pólvora, que llevaban a los baluartes de la muralla. Yo fui también allá para enterarme de cuanto ocurría, y vi actos -55- hermosos que casi recordaban los de Zaragoza y Gerona.
Entre la muchedumbre encontré al veterano de Trafalgar, Juan Elcano, que ansiaba reverdecer sus marchitos laureles. Gesticulando con sus manos tembliconas me dijo que si le daban un puesto en la muralla cumpliría como quien era. La persona del heroico viejo trajo a mi mente la imagen de Mariclío, con quien primera vez le vi comiendo aladroque en la puerta de un caserón de Santa Lucía. Al momento le pregunté por la divina Madre, y afligido me contestó: «Ya no está la Señora en Cartagena. Una noche, hallándonos todos sus amigos acoderados a ella, oyéndole contar cosas de los tiempos en que era moza (y para mí que su mocedad la pasó en el Paraíso Terrenal), se desapareció de nuestra vista y todos nos quedamos con la boca abierta, mirando al cielo, porque nos pensemosque se había ido por los aires. Una vieja sabidora que andaba siempre con Doña Mariana, nos dijo: 'Bobalicones; aunque la Señora gusta de platicar con los humildes, no creáis que es mujer; es Diosa'. Yo calculo, acá para entre mí, que Doña Mariana es el Verbo, o por mejor hablar, la Verba divina».
Al atardecer de aquel mismo día supe que el veterano de Trafalgar, consecuente con su destino heroico, había muerto en la muralla defendiendo la idea cantonalista, última cristalización de su patriotismo.
Continuó el bombardeo en lo restante de Noviembre, con mucha intensidad durante -56- el día, atenuándose algo por la noche. Los proyectiles de los sitiadores producían más estragos en los edificios de la población que en las fortalezas. La Junta Soberana recorría los castillos y baluartes dando ánimos a los defensores de la Plaza. Ocasiones tuve yo de ver y apreciar por mí mismo el tesón de los Cantonales ante los fuegos Centralistas. Esta virtud les hacía merecedores de la independencia que proclamaban. Había cesado el estruendo importuno de los vítores, arengas y aplausos, y llegado el momento, la función guerrera desarrollábase gravemente, con viril entereza que rayaba en heroísmo.
Accediendo a las súplicas de los Almirantes de las escuadras extranjeras, el General Ceballos concedió armisticios de cuatro y seis horas para que salieran de Cartagena los ancianos, niños y mujeres. Una de éstas, la impaciente Leona, se preparó para escabullirse aprovechando alguna de aquellas claras. Pero yo la disuadí con la promesa de acompañarla si hasta Navidad me esperaba.
A don Jenaro de Bocángel le vi en el baluarte de la Puerta de San José, lacio, trémulo y despintado, no ciertamente con anhelos heroicos, sino con la modesta pretensión de transportar agua, proyectiles y cuanto los combatientes necesitasen. Llevaba las babuchas de orillo y el pardo chaquetón que yo le regalé. En el corto diálogo que sostuvimos me dijo que, según noticias transmitidas por la suegra de su sobrino, la proclamación del Cantón Mantuano dependía de que la indómita -57- Cartago hiciese una defensa heroica, no dejando títere con cabeza en el Ejército de Ceballos.
El 29 de Noviembre marchó la escuadra Centralista a repostarse de carbón en Alicante. El 30 hicieron los Cantonales una salida desde el fuerte de San Julián, causando 25 bajas a los batallones de Figueras y Galicia, que mandó a su encuentro el General Ceballos. Como yo no cesaba en mis investigaciones, allegando datos para los anales de Mariclío, fui a ver a David Montero, y éste me dijo que Ceballos, apretado por el Gobierno para rendir la Plaza en pocos días y no teniendo bajo su mando fuerzas suficientes para consumar empresa tan difícil, había presentado la dimisión. No di crédito a esta noticia. Algunos días después volví a visitar a Montero, encontrándole inquieto y caviloso. Díjome que en sustitución de Ceballos vendría López Domínguez, General joven, procedente del Cuerpo de Artillería, y sobrino de Serrano. No pude arrancarle más confidencias, ni me dio el menor indicio de la fuente de sus informes.
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Del 12 al 13 llegó López Domínguez y tomó el mando de las fuerzas sitiadoras. Ceballos había marchado ya, dejando interinamente al frente del Ejército Centralista al General Pasarón. Con el nuevo caudillo vinieron los Brigadieres López Pintos y Carmona en sustitución de Azcárraga y Rodríguez de Rivera, que con Pasarón marcharon a Madrid. El primer cuidado de López Domínguez fue recorrer la extensa línea de sitio y revistar las tropas, a las que encontró animosas y disciplinadas. Luego dio una proclama. Siguió después el bombardeo, notándose que la Artillería Centralista hostigaba a la población sin hacer fuego contra los castillos, lo que puso en cuidado a los jefes Cantonales por ver en ello un indicio de secretas connivencias con las guarniciones de los fuertes. Desde que comenzó el bombardeo de Cartagena en 26 de Noviembre hasta que López Domínguez tomó el mando del Ejército Centralista, hizo éste 9.297 disparos de cañón, y la Plaza, sus fortalezas y fragatas 10.159. ¡Una friolera!
En el curso de Diciembre, pude apreciar por observación directa ciertos hechos que explican y corroboran la psicología de las guerras civiles en España. Leed, amigos y parroquianos, lo que a continuación os refiere -59- un observador sincero de los hilos con que se atan y desatan las revoluciones en los tiempos ardorosos y pasionales de nuestra Historia. Cuando arreció el bombardeo pudo advertirse que los jefes de los batallones de Iberia y Mendigorría, que como se recordará se habían pronunciado en favor de los rebeldes de Cartagena, se mostraban inclinados a una pronta capitulación. Tonete Gálvez, que poseía tanta bravura como agudeza y era el hombre de mando en la República Cantonal, con dotes militares, con dotes de estadista y toda la malicia y sagacidad que siempre han sido complemento de aquellas cualidades, supo calar las intenciones de los individuos del Ejército que meses antes, en los torbellinos de Julio y Agosto, se habían pasado al Cantonalismo con armas y bagajes. Los vigilaba cauteloso y al fin descubrió el enredo.
Desempeñando el Coronel Carreras las funciones de Sargento Mayor de la Plaza, dispuso una noche, con el pretexto de defender a Santa Lucía, que salieran el batallón de Mendigorría y Movilizados. Gálvez, noticioso de que se dio a estas fuerzas el mismo santo y seña que tenían los sitiadores para entrar en Cartagena, ordenó al instante la suspensión de la salida, y puso presos al Sargento Mayor y a varios jefes y oficiales, asegurándolos en el castillo de Galeras. Al enterarse el General Contreras de lo que ocurría, subió presuroso al castillo para escuchar las declaraciones de los detenidos. Encerrado Carreras en -60- una estancia, alguien observó que rompía papeles apresuradamente.
En esta operación fue sorprendido, y sus guardianes recogieron los trozos de papel, entregándolos a Gálvez y Contreras, que tuvieron la paciencia de unirlos para obtener el texto completo. Entonces se comprobó que había sido vendida la Plaza: era aquel escrito una lista de comprometidos a entregar Cartagena a los sitiadores, y consignaba las recompensas de grados y el premio pecuniario que por su defección les concedería el Gobierno Central. Ordenose en el acto la prisión de los que aquel documento denunciaba, y dieron con sus huesos en Galeras Pozas, Pernas, Perico del Real y otros muchos militares de diferente rango y categoría.
Pocos días después de este grave suceso, supo Gálvez por un soplo que a las doce de la noche tenían decidido embarcar y marcharse de Cartagena algunos individuos de la Junta Soberana. Eran las ocho cuando, reunida la Junta en el Ayuntamiento, se presentó Tonete en el Salón de sesiones, sin más escolta que su hijo Enrique, su sobrino Paco y el capitán de Voluntarios Tomás Valderrábano. Llevaba Gálvez las manos en los bolsillos del pantalón y en ellos dos pistolas amartilladas. Apenas traspuso la puerta dijo a los reunidos: «No se mueva nadie. Al que intente salir le levanto la tapa de los sesos, y si alguno se me escapa, en la calle será recibido a tiros».
-¿Puedo yo moverme? -preguntó el General Ferrer.
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-Puede usted pasearse dentro de esta sala; pero nada más -contestó Gálvez con sequedad y entereza, añadiendo sin más preámbulos-. Han sido ustedes descubiertos, caballeros.
Quedaron corridos como monas los señores de la Junta que estaban en el ajo. Estrechó Tonetela mano a los que consideraba leales al Cantón; a los demás dijo que quedaban en libertad, que podían ausentarse de Cartagena previo aviso, y que sí alguno permanecía en la ciudad y hacía traición a la Causa sería fusilado en el acto sin compasión.
- VI -

Ante sucesos de tal trascendencia no podía faltar la bíblica salmodia del bueno de don Roque. Resonó en un escrito jeremíaco recomendando que al imponer castigo a los desleales, se hiciera justicia magnánima, generosa, clemente... Decíase por aquellos días que López Domínguez había pedido cuatro mil hombres de refuerzo al Gobierno Central, y que a los apremios de éste para rendir la Plaza antes de 1.º de Enero, fecha de la reunión de las Cortes, contestó que a tantos no se podía comprometer. Con un mes largo por delante quizá podría rematar la empresa.
Castelar ofreció mandar los refuerzos y seguía pidiendo rendición a todo trance, ya por la fuerza, ya por el soborno, o bien combinando -62- hábilmente ambos métodos de guerra... A mediados del mes, los sitiadores concentraron sus fuegos sobre los castillos de Atalaya, Moros y Despeñaperros, y las puertas de San José y Madrid. La Plaza contestó con brío, y los disparos de la escuadra Centralista contra San Julián resultaron cortos y por tanto ineficaces.
Reunió a la sazón López Domínguez Consejo de Generales para determinar el plan que habían de seguir, acordándose por el pronto la conveniencia de un ataque vigoroso a San Julián, y conviniéndose en la urgencia suma de reforzarla línea de bloqueo: ésta no era inferior a seis leguas, y si no se neutralizaba la extensión con la intensidad, imposible alcanzar el éxito con la rapidez que Castelar quería. Desplegaba López Domínguez enorme actividad, supliendo con su cuidado y esfuerzo la escasez de los medios de combate.
En Pormán celebró el General en Jefe una entrevista con el Contralmirante Chicarro, el cual le dijo que le era dificilísimo el bloqueo marítimo porque sus barcos andaban bastante menos que los barcos rebeldes. Con tal Marina y un Ejército animoso, pero de contado contingente, era obra de romanos rendir la más formidable plaza de guerra que sin duda existe en el Mediterráneo. Si los Cantonales hubieran tenido tanto seso como bravura en aquella última ocasión de su loca rebeldía, no queda un centralista para contarlo.
Hasta el 28 de Diciembre transcurrieron -63- los días sin ningún suceso extraordinario. Continuaba incesante el fuego entre sitiadores y sitiados. Éstos hicieron varias salidas y en una de ellas causaron diez y ocho bajas a sus enemigos. Hacia el 22 recibieron los centralistas los refuerzos que esperaban y con ellos veinticuatro piezas de Artillería de diez y seis centímetros. El 24, un proyectil Armstrong disparado por la fragata Tetuán, que seguía mandada por el intrépido contrabandista Colau, estalló en la batería número 3 del campo enemigo, haciendo reventar cuatro granadas que dieron muerte a un oficial, catorce artilleros e individuos de tropa, y tres paisanos. Y con esto, amados lectores, llego al día 28, fecha culminante en mi memoria por ser la fiesta de los Santos Inocentes, y porque en aquella madrugada, a punto de salir el sol, nos escapamos de Cartagena Leona la Brava y yo, suceso a mi ver memorable que merece un rinconcito en estas verídicas crónicas.
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- VII -

Antes de partir el tren ya estábamos reunidos los tres y entablábamos una grata conversación sin recelo de ser oídos, pues al pasar de Chinchilla sólo quedaron en nuestro departamento dos viajeros, que arrebujados en sus mantas dormían como lirones. «El Cantón está perdido, señor don Tito -me dijo Montero con voz apagada-. Lo estuvo desde 1.º de Diciembre. Ya sabrá usted la prisión de Carreras, Pozas y demás individuos del Ejército».
-Lo sé, lo sé -respondí-. Estoy bien enterado de todo. Desde que López Domínguez tomó el mando de las fuerzas Centralistas, los militares de la plaza se hacen cucamonas con los de fuera.
-¡A quién se lo cuenta usted! -repuso David-. Yo he tenido algún trato con los Centralistas. Ello fue porque un primo mío, Carlos Montero, está de mecánico en el Cuartel General, donde le estiman mucho por los servicios que presta. He hablado con el Coronel -74- Sánchez Molero, que ayer me dijo: «La fiesta de Reyes la celebraremos dentro de la Plaza». He hablado también con López Domínguez, quien, generoso, y muy satisfecho con las referencias que le dieron de mí, me aseguró que pedirá mi indulto. Pero mientras esa gracia viene, yo me pongo en salvo, amigo mío, que si se rinde Cartagena, lo primero que harán los vencedores será meter en chirona a toda la población penal. Y lo que es a mí no me pescan.
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- VIII -

El primer amigo con quien tropecé en los pasillos fue Moreno Rodríguez, a quien debí las referencias que me dieron un rumbo fijo en la corriente histórica. Díjome que las mayores dificultades acumuladas sobre el Gobierno Castelar provenían de la inquietud de los Intransigentes y de la cuestión de los obispos. «Ya sabes -añadió- que sin aquiescencia de Roma nombraron Arzobispo de Cuba al padre Llorente, íntimo de Martos, y Obispo de Cebú al amigo Alcalá Zamora, demócrata de buena cepa, que siendo diputado en las Constituyentes del 69 votó la Libertad de Cultos vestido de clérigo. Sabes también que el Papa se negó a preconizar a estos prelados, y que han pasado largos meses sin que el Gobierno español y el Vaticano se entiendan».
-Ya, ya lo sé -contesté yo-. Dicen que Pío IX está afligidísimo.
-Naturalmente -repuso mi amigo-; lo está siempre que no puede tener a los países católicos bajo su sandalia. El nuestro se las mantiene tiesas con Roma desde el 68, y por eso el Pontificado ha tenido que cantar la palinodia, conviniendo un modus vivendi con el Gobierno Castelar para la provisión de las mitras vacantes, que son muchas. Los jesuitas -85- querían que el Papa nombrase los nuevos obispos arrebatando al Gobierno el derecho de presentación, y hasta tenían preparada una hornada de clérigos carcundas para encasquetarles la mitra. Pero Masttai Ferretti vio que mermaban los chorros del dinero de San Pedro, y acabó por entenderse bonitamente con la República española. Esto es un éxito indudable del Gabinete Castelarino, ¿no te parece, querido Tito? Pues verás qué amarguras y contratiempos le aguardan al bueno de don Emilio. Salmerón está que echa bombas, y me parece que oigo ya los ruidos lejanos de la tempestad que se acerca.
Poco después di de manos a boca con Pablito Nougués, que compartía con Eugenio García Ruiz el fervor unitario. De lo que me contó el inteligente y simpático periodista, redactor-jefe de El Pueblo, deduje que la eterna discordia entre unitarios y federales era por aquellos días violentísima. La más clara expresión del odio que unos a otros se tenían es la frase pronunciada por un rabioso Intransigente: «Entre una República que no sea Federal y la Monarquía, preferimos la Monarquía». Este relámpago no fue el último que me deslumbró aquella tarde en la cálida atmósfera del Congreso.
En diferentes grupos, donde encontré amigos muy queridos, pude oír el retumbar horrísono de la tempestad que se aproximaba. Salmerón, ya muy esquinado con el Gobierno, estimando el Modus Vivendi episcopal supremo error y violación del credo republicano, -86- escogió este tema para cantarle a Castelar el De profundis y dar con él en tierra.
Una Comisión de diputados se acercó a don Nicolás, rogándole que depusiera su actitud contra el Gobierno. Mas no lograron rendir la tenacidad del filósofo, que condensó su negativa en esta implacable sentencia: Sálvense los principios y perezca la República. Tal fue el segundo relámpago deslumbrador que me anunciaba el rápido avance de la tormenta. El espantable fallo del Presidente de las Cortes arrancó lágrimas a los leales republicanos que más de una vez jugaron su vida en las conspiraciones y en las barricadas.
No queriendo abandonar el Congreso entre la sesión de la tarde y la de la noche tomé un piscolabis en la Cantina con Martínez Pacheco, Castañeda, Olías, Morayta. Éste nos dijo que el voto de gracias al Gobierno, que presentaron a primera hora de la tarde, se discutía calurosamente. Castañeda refirió que estando aquella mañana en la casa de Castelar, calle de Serrano, don Fernando Álvarez, pariente del gran tribuno, y otros amigos allí presentes, aconsejaron al Presidente del Poder Ejecutivo que se resolviera a dar el golpe de Estado. Don Emilio contestó que su honor rechazaba no sólo la idea, sino hasta la frase golpe de Estado, y que a las Cortes iría sin vacilar, afrontando todo lo que pudiera ocurrir.
Martínez Pacheco, uno de los políticos más ligados al jefe de la Situación, nos contó sigilosamente que Castelar había conferenciado con Pavía en el despacho de la Presidencia -87- para informarle de los rumores por todos oídos de que intentaban sublevarse contra las Cortes Soberanas. El General lo negó en redondo. Don Emilio entonces le exigió palabra de honor de que decía verdad. Pavía, dando su palabra, dijo textualmente: «Jamás, jamás me sublevaré yo ejerciendo mando». Oído esto convinimos todos en que no había peligro por aquel lado. Don Manuel Pavía y Alburquerque, ayudante de Prim, tuvo siempre estrechas relaciones con los republicanos y era el General que más confianza podía inspirar a todos.
En la sesión nocturna se fue avivando el debate, no sé si sobre la proposición de Morayta y Olías o la indispensable de No ha lugar a deliberar. Subí a la tribuna de la Prensa y oí discursos de los conservadores favorables al Gobierno. Romero Robledo dijo que habiendo apoyado a Pi y Margall y a Salmerón cuando eran Poder, no podía negar su voto al Gabinete Castelar. En el propio sentido habló don Agustín Esteban Collantes, que sintetizó su pensamiento en esta frase feliz: «Si un regimiento de Granaderos entrase por esas puertas y se hiciese dueño del Poder, yo sería de los vencidos, ya triunfasen las turbas, ya los Granaderos...». Relámpago intenso que me hizo cerrar los ojos.
Defendió al Gobierno, entre otros, el eximio catedrático don Francisco de Paula Canalejas, que fijó la cuestión política en estos precisos términos: «Si el Ministerio debe caer, es preciso sepamos cuál es la solución que ha -88- de sustituirle». Atacaron, sin acritud Benítez de Lugo, y con sin igual dureza Corchado y Labra, quienes intentaron presentar a Castelar como sospechoso a los republicanos. No pudiendo formar Gobierno ningún hato suelto del rebaño parlamentario, se imponía un Gabinete sintético o de conciliación; pero como era imposible armonizar la Izquierda con el Centro, y la Derecha con los Intransigentes, resultaba un embrollo de todos los diablos o un nudo que los dedos más hábiles no podrían deshacer.
En esto sonó el primer trueno de la ya inminente tempestad. Salmerón, que había dejado la silla presidencial, soltó en un escaño próximo al reloj el raudal de su elocuencia altísona y majestuosa. Sus negros ojos fulgurantes, su lucida estatura y la solemnidad de sus ademanes, completaban el mágico efecto del orador sobre sus embelesados oyentes. Mostrose ufano de haber contribuido a formar la Derecha, que definió de este modo: «Partido eminentemente republicano, esencialmente democrático en los principios, radical en las reformas, pero conservador en los procedimientos; partido de paz, de orden, de imperio, de ley, de autoridad». A mi lado, los periodistas, comentando estas palabras, dijeron que la Derecha no la había formado Salmerón con sus vacilaciones, sino Castelar con su continua propaganda. Don Emilio era el representante legítimo y autorizado de la Derecha.
Prosiguió el filósofo sosteniendo que Castelar -89- había roto la órbita de la política conservadora, y trató de probarlo exponiendo vagas generalidades acerca del Ejército, del partido conservador monárquico, de reformas administrativas y de economía de los gastos públicos, sin aludir ni por asomo a la cuestión de los obispos, móvil, según creíamos, de aquella gran borrasca. Se guardó muy bien de indicar cuáles eran las economías y reformas administrativas que, según él, debió Castelar implantar y no lo hizo. Tampoco dijo nada que permitiese apreciar la diferencia entre las disposiciones referentes al Ejército dictadas por don Emilio y las que él adoptó en el período de su mando.
Las únicas afirmaciones, por cierto nada tranquilizadoras, del orador fueron éstas: «Soy inhábil, soy incapaz para el Gobierno mientras las actuales condiciones no cambien: ni pretendo, ni demando, ni acepto el Poder. Si no es posible salvar la situación presente dentro de la órbita del Partido Republicano, antes que romperla nosotros con mano sacrílega, digámoslo a la faz del país; declaremos que no es posible gobernar con nuestros principios, con nuestros procedimientos: así quedará nuestra conciencia tranquila de no haber profanado el Poder, de no haber hollado nuestras sagradas convicciones».
Aunque no sonaron fuertes aplausos, las señales de asentimiento que advertimos en toda la Cámara, nos demostraron que había herido gravemente al Gobierno el discurso del -90- filósofo sin realidad, según la sabida frase castelarina. Había llegado el momento supremo. El Presidente del Poder Ejecutivo se levantó arrogante, ansioso de mostrar en aquel torneo la pujanza de su nombre, de su elocuencia y de su honor, como jefe de la democracia gubernamental.
Empezó su discurso el inmenso tribuno con estos ardientes apóstrofes: «Soy sospechoso al Partido Republicano porque le digo que él solo no puede salvar la República; porque le digo que está hondamente dividido y perturbado; porque le digo la verdad, como se la dije a los Reyes, y añado que no gobernará como no condene enérgicamente y para siempre a esa demagogia». (Señalando a la extrema izquierda.)
Fijó luego su significación gubernamental, constante en su vida pública. Sostuvo que nada hizo en el Gobierno que no hubiera defendido en la oposición y expuesto en su programa al ser elevado al Poder. Notó los servicios prestados por él a todos los Gobiernos de la República, de quienes fue ministerial ardiente aun sin compartir sus opiniones, por no mermarles autoridad. Luego prosiguió así: «Tenemos todo lo que hemos predicado. Tenemos la Democracia, tenemos la Libertad, tenemos los Derechos Individuales, tenemos la República. Dos reformas no más necesitamos: la primera es la separación de la Iglesia del Estado; la segunda es la abolición de la esclavitud en Cuba».
El relampagueo y tronicio continuaban, -91- con fulgores y sonidos más próximos. Un diputado interrumpió: «¿Y la Federal?». Don Emilio repuso con acento iracundo: «Eso... eso es organización municipal y provincial. Ya hablaremos más tarde; no merece la pena. ¡El más federal tiene que aplazarla por diez años!». En los bancos de la Intransigencia produjeron enorme tumulto las frases del tribuno. Una voz dijo: «¿Y el proyecto de Constitución?». Castelar lanzó esta respuesta fulminante: «Le enterrasteis en Cartagena».(Sensación profunda en la Cámara y contradictorias manifestaciones.)
El Jefe del Gobierno puso término a su discurso con estas palabras: «El Partido Republicano tiene que transformarse en dos grandes partidos: uno de acción, progresivo, muy progresivo, a quien le parezcan estrechas y mezquinas nuestras ideas; y otro pacífico, nada de dictatorial, nada de autoritario, nada de arbitrario; legal, muy legal, demócrata, muy demócrata, pero con grandes instintos de consolidación y conservación... Mi política es la natural y podréis maldecirla, pero no sustituirla, porque ante la guerra no hay más política que la guerra».
Sin más dimes y diretes, porque Salmerón no rectificó y las Izquierdas olfateando su triunfo no quisieron perder el tiempo, se dio por concluso el debate. ¡A votar, a votar! Derrotado por 120 votos contra 100, Castelar entregó a la Mesa la dimisión de todo el Gobierno... Aprobose la proposición de costumbre para elegir por papeletas firmadas un -92- nuevo Ministerio con las mismas facultades conferidas a los anteriores, y se suspendió la sesión por más de dos horas para que los diputados se pusieran de acuerdo... Bajé de la Tribuna con mis amigos periodistas, y en los pasillos y Salón de Conferencias oímos ardorosos comentarios de la votación.
Alguien censuró con acritud a Figueras porque, si personalmente se abstuvo, ordenó a sus parciales que votaran contra el Gobierno. También votaron en contra Salmerón y sus adeptos, el Centro, la Izquierda y los Intransigentes. Al lado de Castelar estuvieron, a más de sus amigos, seis monárquicos y los Unitarios.
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Avanzaba la noche. Ya habían caído en las honduras del tiempo pasado las horas del 2 de Enero de 1874 y entrábamos en la madrugada del 3. La votación por papeletas se deslizaba lenta, triste, cadenciosa y somnífera, reproduciendo en los espíritus la pesadez atmosférica de la tempestad que sobre el Congreso se cernía. En los aires sobrevino el silencio lúgubre que precede a los grandes estallidos de la electricidad. No vean mis lectores en esto más que un fenómeno subjetivo, producto de mi caldeada imaginación. -93- La tempestad no estaba en los aires sino en la Historia de España.
A una hora que debía de ser molesta para los trasnochadores más empedernidos, las cinco o las seis de la madrugada, terminó la parsimoniosa votación para elegir nuevo Gobierno, y se dio comienzo al escrutinio con prolijos trámites a fin de garantir la más escrupulosa exactitud. En esto estábamos cuando retumbó sobre nuestras cabezas un trueno formidable. Retembló el edificio, se estremecieron todos los corazones, vibraron todos los nervios... Subió Salmerón a la Presidencia y demudado, lívida la faz, centelleantes los ojos, dijo solemnemente estas fatídicas palabras: «Señores diputados: hace pocos momentos he recibido un recado u orden del Capitán General de Madrid -creo que debe ser ex-Capitán General-, quien por medio de sus ayudantes nos conmina para que desalojemos este local en un término perentorio».
- IX -

El rayo corrió por toda la Sala en menos de un segundo, levantando a muchos de sus asientos, y oyéronse estas voces: «¡Nunca!, ¡nunca!». Pareciome que en aquella fracción de segundo los pupitres, los divanes, los candelabros, las luces de gas, las pinturas y adornos, los nombres grabados en las lápidas -94- conmemorativas y hasta los mudos maceros gritaban también ¡Nunca!
Tratando de imponer silencio, Salmerón prosiguió así: «¡Orden, señores diputados! La calma y la serenidad no deben apartarse de los ánimos fuertes en circunstancias como ésta... Me ha dicho el Capitán General que si no se desaloja el Congreso en plazo perentorio lo ocupará a viva fuerza... Yo creo que es lo primero y lo que de todo punto procede...». Espantoso tumulto ahogó la voz del orador. Algunos vociferaban: «¡Esto es una indignidad, una villanía! ¡Esto es una traición infame!». El Presidente, en tanto, gritaba con voz estentórea: «¡Orden, señores diputados, sírvanse oír la voz...!». Continuó el tumulto con creciente estruendo. Varios Intransigentes, en pie sobre sus escaños, gesticulaban y decían: «Calma, señores, mucha calma». Don Eduardo Chao exclamó: «¡Esto es una cobardía miserable!». Y el filósofo don Nicolás, reiterando sus exhortaciones, exclamaba a grito herido: «¡Orden, orden, señores diputados! Vuelvo a recomendar la calma y la serenidad. Sírvanse oír»... Pero nadie le oyó.
Cuando por agotamiento físico se hizo un poco de silencio, prosiguió Salmerón: «El Gobierno presidido por el ilustre patricio don Emilio Castelar es todavía Gobierno y sus disposiciones habrá adoptado ya. Entre tanto, yo creo que debemos seguir en sesión permanente, y seremos fuertes para resistir hasta que nos desalojen por la violencia dando un espectáculo que, aun cuando no sepan -95- apreciarlo en lo que vale aquellos que sólo pueden conseguir el triunfo por ciertos medios, las generaciones futuras sabrán que los que éramos adversarios ahora hemos estado unidos para defender la República». Varios padres de la Patria exclamaron: ¡Todos! ¡Todos! Y el Presidente contestó: «No esperaba yo menos, señores diputados: ahora seremos todos unos».
En los escaños retumbó el estruendoso clamor de ¡Todos somos unos! ¡Todos somos unos para defender la República! Al oír esto no pude contenerme. Se me encendió la sangre, y con toda la fuerza de mis pulmones lancé al hemiciclo estas palabras: «¡A buenas horas mangas verdes! Majaderos fuisteis; sed ahora ciudadanos y dejaos matar en vuestros asientos». En el espantoso vocerío perdiéronse mis apóstrofes. Muchos diputados daban vivas a la Soberanía Nacional, a la Asamblea y a la República. Salmerón echó el resto de su potente voz con estas frases rotundas: «Se han borrado en este momento todas las diferencias que nos separaban. Borradas estarán hasta tanto que no quede reintegrada esta Cámara en la representación de la Soberanía Nacional...».
Tocó la vez a Castelar, que dijo: «Yo creo que la sesión debe seguir como si no sucediese nada fuera de esta Cámara. Puesto que -96- aquí tenemos libertad de acción, continuemos el escrutinio, sin que por eso el Presidente del Poder Ejecutivo tenga que rehuir ninguna responsabilidad. Yo he reorganizado el Ejército; pero lo he reorganizado no para volverse contra la legalidad, sino para mantenerla». Frenéticos aplausos interrumpieron al colosal tribuno, que terminó de esta manera: «Ya, señores diputados, no puedo hacer otra cosa que morir el primero con vosotros».(Inmensa emoción. Muchos se abalanzaron a abrazarle.)
Don Eduardo Benot se puso en pie, y rojo de ira gritó: «¿Hay armas? Vengan. ¡Nos defenderemos!».
Salmerón: Sería inútil nuestra defensa y empeoraríamos nuestra causa.
Una voz: ¡Quia; ya no se puede empeorar!
Salmerón: Digo que nosotros nos defenderemos con aquellas armas que son las más poderosas en estos momentos: las de nuestro derecho, las de nuestra dignidad, las de nuestra resignación para recibir semejantes ultrajes.
Castelar: Pero una cosa hay que hacer...
Un diputado: ¡Que se dé un Voto de confianza al Ministerio que ha dimitido!
Castelar: De ninguna manera; aunque la Cámara lo acordase, este Gobierno no puede ser Gobierno, para que no se dijera nunca que había sido impuesto por el temor de las armas a una Asamblea Soberana. Lo que está pasando me inhabilita a mí perpetuamente para el Poder.
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Varios diputados: ¡No, no, que te creemos leal!
Castelar: Así es, señores diputados, y a mí me toca demostrar que yo no podía tener alguna parte en esto. Aquí, con vosotros los que esperéis, moriré y moriremos todos.
Benot: Morir, no: vencer.
Chao: Ruego, señores diputados, que se expida un Decreto declarando fuera de la ley al General Pavía, sujetándole a un Consejo de guerra... y si es necesario desligando a sus soldados del deber de la obediencia.
Fernández Castañeda: ¡Farsa! ¡Qué Decreto ni qué garambainas! Si no disponemos ni de un cabo y cuatro soldados para que nos defiendan ¿cómo vamos a exonerar a nadie?
(Sánchez Bregua extiende y firma el Decreto. Varios diputados solicitan ser ellos quienes lo entreguen a Pavía.)
Calvo y Delgado: (Despavorido. Penetrando en el Salón.) La Guardia Civil entra en el edificio, pregunta a los porteros la dirección de esta Sala, y dice que se desaloje en el acto, de orden del Capitán General.
Benítez de Lugo: Que entre, y todo el mundo a sus asientos.
Salmerón: Ruego que sólo esté en pie el señor diputado que se halle en el uso de la palabra.
Benítez de Lugo: Yo que en esta misma sesión he consumido un turno contra la política del señor Castelar, pido que en este momento la Cámara entera le dé un Voto de Confianza.
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Castelar: Ya no tendría fuerza y no me obedecerían.
Salmerón: No tenemos más remedio que sucumbir ante la violencia, pero ocupando cada cual su puesto. Vienen aquí y nos desalojan. ¿Acuerdan los señores diputados que debemos resistir? ¿Nos dejamos matar en nuestros asientos?
Muchas voces: ¡Sí, sí, todos!
(Algunos padres de la Patria desfilan silenciosos hacia las puertas altas que dan al pasillo curvo.)
Castelar: Señor Presidente. Yo estoy en mi puesto y nadie me arrancará de él. Yo declaro que aquí me quedo y que aquí moriré.
Un diputado: ¡Ya entra la fuerza en el Salón!
Unos: ¡Qué vergüenza!
Otros: ¡Qué escándalo!
Varios: Soldados: ¡Viva la República Federal! ¡Viva la Asamblea Soberana!
Aparecieron por la puerta de la izquierda soldados con armas. Su aire era tímido, receloso. En su actitud se conocía que traían orden de no hacer daño. La grandeza del Salón, la muchedumbre de personas, las voces airadas, les mantuvieron un instante en cierta perplejidad... ¡Pobres hijos de España! ¡Y os sacaron de vuestros hogares para consumar tal crimen!... Algunos diputados se abalanzaron hacia la tropa, agrediéndola con sus bastones y tratando de desarmarla. Entre aquel torbellino se abrió paso el Coronel de la Guardia Civil, señor Iglesias, alto, -99- viejo, de blanco bigote y aire muy militar. Tricornio en mano subió a la Presidencia y habló con Salmerón. Tanta gente se arremolinaba en el alto estrado, que no pude distinguir la actitud de don Nicolás ante el embajador de la fuerza bruta. Diputados, ujieres, taquígrafos, se entremezclaban y corrían de un lado para otro en espantosa confusión. Sólo permanecían en sus puestos, rígidos y mudos, los maceros, como esos heraldos de piedra que decoran los regios sepulcros.
En esto sonó en los pasillos un tiro. Luego otro y otros... Terrible pánico. Por la puerta de la derecha salieron del Salón de Sesiones muchos diputados: unos para evadirse lindamente; otros para ver lo que ocurría entre la calle y el Salón de Sesiones. A escape bajé yo de la Tribuna. En el pasillo de la Orden del Día vi que la tropa se limitaba a indicar con la mano a los padres de la Patria la puerta de salida. Algunos de los que habían jurado dejarse matar dentro del Congreso antes de rendirse al imperio de la fuerza, recogieron sus prendas de abrigo en el guardarropa y ganaron cabizbajos y silenciosos la calle de Floridablanca. En cambio, los más exaltados trataban de imponerse a los militares con razones iracundas y argumentos contundentes.
Allí presencié una escena, que refiero para que se vea que la elevación de sentimientos no dejó de manifestarse en los incidentes de aquella memorable escena histórica. Emigdio Santamaría, hombre fornido, corto de talla -100- pero de fuerza hercúlea, arrebató su fusil a un sargento de Infantería, en el pasillo circular. Consternado y casi lloroso quedó el pobre sargento, considerándose sin honra por verse inerme e indefenso. Como ya he dicho, tanto él como sus compañeros tenían orden de no agredir a ningún diputado... En esto intervino Antonio Fernández Castañeda, representante de Santander en aquellas Cortes, el cual disipó la ira acometedora de Santamaría con estos conceptos de Patria y Humanidad que fielmente copio: «Amigo Emigdio, no tenemos medios hábiles para sostener nuestro derecho. Tristísimo es decirlo, pero ya no hay para nosotros más recurso que salir y callar, esperando el fallo de la Historia. Lo que usted hace es una locura sin más consecuencia que perjudicar a este pobre muchacho. ¡Devuélvale usted su fusil!». Emigdio Santamaría, apagando los últimos resoplidos de su furia, entregó el arma al sargento, que, con voz empañada por la emoción, dijo: «Gracias, gracias, caballero».
No era ésta la única prueba que de su comedimiento y claro juicio dieron los buenos chicos del Ejército. Obedecían a los autores de aquella infamia sin desconocer que escarnecían a la Patria y pisoteaban las Leyes.
Colándome en el Salón de Sesiones vi a don Nicolás ponerse el sombrero y descender pausadamente de la Presidencia, seguido de los graves maceros. En el banco azul, Castelar, con semblante dolorido y actitud de suprema consternación, permanecía en su sitio -101- como un estoico que apura el cumplimiento del deber hasta el último instante. Rodeábanle sus amigos más adictos y cariñosos. Dirigí una mirada al hemiciclo, y la soledad de los escaños me dio la impresión del hielo de la muerte. Lucían los mecheros de gas como funerarias antorchas... Ya iban palideciendo ante la claridad tenue del alba que por la claraboya cenital tímidamente penetraba...
Por fin, los fieles adeptos del gran tribuno consiguieron arrancarle de su asiento, y sacarle de la Cámara ardiente al pasillo. Abrieron paso respetuosos los militares... La que podríamos llamar procesión de duelo se dirigió hacia la escalera y salida de la calle del Florín. Seguí yo detrás, atraído por la solemnidad del suceso y por la figura de Mariclío, que creí distinguir junto a la persona triste y agobiada del héroe vencido, Emilio Castelar.
En la calle, dudando yo si era real o imaginaria la presencia de la excelsa Madre, acerqueme a ella. Iba vestida de negro, con la toca y monjil que usaron las reinas viudas y las dueñas ricas, traje con que la iconografía religiosa viste a Nuestra Señora de los Dolores. Suavemente me dijo: «Vete a recorrer las calles que rodean a esta Casa profanada; fíjate en las tropas que han acudido a consumar la fácil y criminal hazaña. Repara bien dónde está el Pavía, que verás a caballo, rodeado de bayonetas y cañones, y de toda la máquina marcial hoy dispuesta para matar mosquitos. Di a tus amigos los republicanos que lloren sus yerros y procuren -102- enmendarlos para cuando la rueda histórica les traiga por segunda vez al punto de...».
-Al punto de... -repetí yo-; y al sonido de mi voz, como si ésta fuera el canto del gallo que despide a las almas del otro mundo, la Madre mil veces augusta desapareció de mi vista... Corrí en seguimiento de la comitiva de Castelar, y cuando ésta doblaba la esquina de la calle del Sordo, una mano invisible me empujó hacia la plaza de las Cortes.
La conciencia de mis deberes, como emborronador de páginas históricas, me llevó a revistar las fuerzas apostadas a lo largo del palacio de Medinaceli, calles de Floridablanca, Greda, Turco y Alcalá, hasta el Ministerio de la Guerra. Allí, junto al jardín de Buenavista, vi a Pavía y Alburquerque, rodeado de un Estado Mayor no menos nutrido y brillante que el de Napoleón en la batalla de Austerlitz. Ya era día claro, aunque nebuloso, tristísimo y glacial. Todo lo que pasó ante mis ojos, desde los comienzos del escrutinio hasta mi salida del Congreso, se me presentó con un carácter y matiz enteramente cómicos. Pensaba yo que en las grandes crisis de las naciones, la tragedia debe ser tragedia, no comedia desabrida y fácil en la que se sustituye la sangre con agua y azucarillos. El grave mal de nuestra Patria es que aquí la paz y la guerra son igualmente deslavazadas y sosainas. Nos peleamos por un ideal, y vencedores y vencidos nos curamos las heridas -103- del amor propio con emplasto de arreglitos, y anodinas recetas para concertar nuevas amistades y seguir viviendo en octaviana mansedumbre. En aquel día tonto, el Parlamento y el pueblo fueron dos malos cómicos que no sabían su papel, y el Ejército, suplantó, con sólo cuatro tiros al aire, la voluntad de la Patria dormida.
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»Ya era tiempo, señor don José, pues en esta crujida de la República lo íbamos pasando muy mal. Los republicanos son muy buenos chicos; pero con sus grescas escandalosas, su Pacto, sus Cantones, y la maldita y arrastrada Igualdad, no traen más que hambre y mala ropa.
- X -
Eran las doce. En el Congreso estaban reunidos el Duque de la Torre, Cánovas, Sagasta, Martos, Becerra y algunos santones más, civiles y militares, amasando el pastelón del nuevo Ministerio para meterlo en el horno. Cánovas dijo que si no se proclamaba en el acto Rey de España -108- al Príncipe Alfonso, debía declararse por lo menos abolida y conclusa la forma republicana. A esto no accedieron los altos reposteros, y continuaron trabajando el hojaldre para darle una pronta cochura y servirlo al país.
Ferreras, que era un águila para las indagaciones políticas, difirió por un rato el almuerzo y se fue al profano Templo de las Leyes, de donde volvió al cuarto de hora trayéndonos los nombres del nuevo Gabinete, trazados por él con lápiz en un papelejo. Ante los amigos que formábamos corrillo en dos mesas próximas leyó la esperada y emocionante lista, que reproduzco para conocimiento de los papanatas del tiempo venidero:
Presidente del Poder Ejecutivo, General Serrano. -Presidente del Gobierno y Ministro de la Guerra, General Zabala. -Estado, Sagasta. -Marina, Topete. -Hacienda, Echegaray. -Gobernación, García Ruiz. -Gracia y Justicia, Martos. -Fomento, Mosquera. -Ultramar, Balaguer... Almorzamos alegremente, y allí fue el acumular cálculos sobre la vitalidad de la nueva Situación, sobre el atropellado asalto de puestos oficiales y demás preparativos de la pública merienda burocrática que se aproximaba. Llano y Persi nos contó que, cuando Castelar iba del Congreso a su casa rodeado de amigos, a las siete y media de la mañana, se le presentó un ayudante de Pavía, rogándole de parte del General que continuase al frente del Gobierno. Don Emilio contestó con frase desvergonzada, -109- única respuesta que a tal ultraje correspondía, y prosiguió inalterable y firme su retirada dolorosa.
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Salmerón ha recibido un mensaje de Moriones. El General en Jefe del Ejército del Norte declara que no está dispuesto a reconocer el Gobierno formado por Pavía. Pero encarga que no nos movamos para no hacer fracasar sus intentos, y exige que se pongan de acuerdo los desavenidos -112- Salmerón, Pi, Figueras y Castelar... Esto está perdido. Cantemos a nuestra pobre República el debido responso».
Pasados unos días me enteré de que las únicas poblaciones que protestaron decorosamente contra el golpe de Estado fueron Valladolid, Zaragoza y Barcelona. En la capital castellana pusieron sobre las armas los Voluntarios de la República. El famoso General don Eulogio González Iscar, familiarmente llamado Gonzalón por su extremada corpulencia, salió a calmar los ánimos. El gentío le acosó, rechazándole con ultrajes; mas aunque amenazaba con fusilar a los revoltosos nada hizo. El ruidoso motín, con sus incipientes barricadas, fue derivando hacia la tibieza y por fin hacia la paz, convencidos los republicanos de que la cosa no tenía remedio. En Zaragoza ocurrieron tentativas y desmayos semejantes. En Barcelona los Batallones Catalanes que mandaba el Xic de las Barraquetas, armaron un cisco que dominó fácilmente la tropa de la guarnición. El pueblo más deshonrado en aquellas vegadas fue nuestro querido Madrid, dándonos el mal ejemplo de una resignación musulmana.
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Seguimos nuestra conversación La Brava y yo hablando de Cartagena y de las trifulcas que allí dejamos. Mi amiga me dijo con viveza: «¿Pero no sabes?... Si tenemos aquí a la Ramira... ¿No te acuerdas de la Ramira, una que iba conmigo la noche que te acompañamos hasta la plaza de las Monjas?... Pues llegó ayer con un chico del ferrocarril... En casa está: voy a llamarla para que te cuente». Salió un momento, y al poco rato volvió acompañada de su amiga, que era menudita y graciosa. «Siéntate aquí, Ramira -dijo Leona-, y cuéntale a don Tito el incendio de la fragata. Verás, hijo, verás qué hecatombe».
-115-
«Pues señor -empezó diciendo la narradora-; la fragata Tetuán se ha quemado hace unos días. A las ocho de la noche comenzó el fuego, y a la media hora las llamas llegaban al cielo. Era un espanto. Los que estaban a bordo tuvieron que salvarse tirándose de cabeza a las lanchas. Decían que si el incendio había sido por las estopas o por los estopines. Los cañones se disparaban solos. La autoridad mandó que nadie se acercase. La ciudad estaba aterrorizada. A media noche reventó la santabárbara: la cubierta voló por los aires, hasta llegar a las estrellas; se hicieron cisco los palos, el cordaje, cuanto a bordo había, y el casco se fue a pique... ¡Ay, Dios mío! ¡Los cristales que se rompieron aquella noche cuando el retemblido!... Puertas y ventanas hubo que de la sacudida se arrancaron de por sí, saliéndose de sus marcos».
-Y fue milagro que no hubiera otras hecatombes -añadió Leonarda-. Según dice ésta, la Numancia, que a la vera estaba de la Tetuán, tenía en las bodegas cuatro mil quintales de pólvora, que hizo sacar del Parque tu amigo Cárceles porque contra el polvorín tiraba siempre la tropa del Gobierno.
-Mientras duró el fuego de la Tetuán -prosiguió Ramira-, Cartagena estaba como en fiestas con luminarias. Toda la gente se echó a la calle, y se veía lo mismito que en día claro. Los del Gobierno no disparaban. Los de dentro hacían catálogos y calculorios sobre el porqué del siniestro. Unos decían que el barco se quemóde su motivo; otros que -116- había sido por mano de los que se fingen amigos y son traidores. Lo cierto fue que cuando los fogoneros de la Tetuán vinieron a tierra los encerraron en el Presidio y se les formó causa... En cuantico que voló el barco y Cartagena se quedó a obscuras, los de López Mínguez arrearon de firme otra vez a cañonazo limpio contra la pobre ciudad. Habíamos pasado de un infierno con llamas a un infierno entre tinieblas.
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- XI -
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«Siéntese junto a mí, Tito -me dijo Montero-. Por esta gente y por otros que han venido huyendo de la quema, sé lo que ha pasado en Cartagena. En los primeros días de Enero arreció el fuego por una y otra parte -123- con intensidad aterradora... Los cantonales izaron en todos los fuertes bandera negra, y los Centralistas se apoderaron de la ermita del monte Calvario, después de retirarse la poca fuerza que la guarnecía. Me han dicho también que la Tetuán no ardió por un hecho casual. Cuentan que uno de los fogoneros de la fragata, encerrados en el Presidio, fue malherido en el vientre por un casco de granada, y que antes de morir confesó que había pegado fuego a las estopas de limpiar las máquinas, después de rociarlas con petróleo, recibiendo por este servicio treinta mil reales. Así me lo han referido; no respondo de que ello sea cierto...
»Por el teniente de Iberia que trajo a don Florestán, he sabido que López Domínguez recibió el día 3 un telegrama del General Pavía dándole cuenta del golpe de Estado y diciéndole que tal acto fue tan sólo una medida heroica para sacar a España del anarquismo y del caos. Añadía el telegrama que acababa de formarse un Gobierno Nacional, y a éste se adhirió aquel Ejército, sin más reserva que la del Coronel de Ingenieros señor Ibarreta, el cual manifestó que su Cuerpo jamás se había sublevado contra los Gobiernos constituidos».
-Y en tanto -pregunté yo- ¿siguieron bravamente unos y otros la lucha emprendida?
-Sí -contestó David-. El día 4, los sitiadores rompieron un fuego vivísimo contra el castillo de Galeras, y los sitiados reforzaron -124- sus medios de defensa montando un enorme cañón Barrios en el baluarte de la puerta de Madrid. La jornada fue muy dura... En ese día subió al cielo de los inmortales el intrépido rufián don José Tercero El Empalmao.
-Lo que prueba, amigo mío -observé yo-, que toda una existencia de acciones villanas puede ser redimida en una semana de sacrificios heroicos.
-Así es -afirmó sentencioso David-, y no pocos ejemplos hay de ello en la Historia.
-Tengo entendido que voló el Parque.
-Sí, el 6 al mediodía. El estruendo produjo efectos de terremoto. Perecieron en el momento de la catástrofe más de cincuenta personas, y otras tantas, espantosamente mutiladas, fueron extinguiéndose en los días sucesivos. ¡Horrible, horrible!... Lo más importante que vino después fue que López Domínguez, apreciando los estragos que su Artillería causó en los baluartes de Madrid y Muralla, amenazó con emplazar cañones de gran calibre a setecientos metros de la Plaza, para abrir brechas que facilitasen el asalto. Tales amenazas produjeron mayor exaltación en las fuerzas Cantonales, y los presidiarios dijeron que ellos serían los primeros en ocupar las brechas para recibir dignamente a los sitiadores, sobre todo si venía delante la Guardia Civil.
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- XII -
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El coloquio fue rodando por modo natural hacia los incidentes que precedieron a la caída de Cartagena en poder de los Centralistas. A este propósito, me refirió Manrique lo que a la letra copio:
«La defección del castillo de Atalaya, que está, como recordarás, en un monte que domina -134- el Arsenal, fue el principio del fin. Guarnecían aquella posición fuerzas de Iberia y de Movilizados. A estos últimos los mandaba un tal Joaquín Pagán, El Enlosador, y a los primeros un teniente llamado Ibarra. Según me dijo Cárceles, al Gobernador de la fortaleza le ofrecieron los Centralistas diez mil duros. De esto no puedo dar fe. Lo indubitable es que Ibarra y El Enlosador estaban en el ajo. Lo es también que un paisano, vecino de Quitapellejos, se presentó en el Cuartel general de López Domínguez con el cuento de que los de Atalaya se hallaban muertos de fatiga y de hambre, y que acaso se rendirían si se les aseguraba que no serían fusilados. Contestó el General en Jefe que concedería indulto a los paisanos, que a los militares los pondría a disposición del Gobierno, y a los confinados los encerraría de nuevo en el Presidio. Exceptuaba de la gracia de indulto a todos los que pertenecieran o hubieran pertenecido a las llamadas Juntas Supremas del Cantón».
-Por algo que me dijo Montero, la rendición fue inmediata.
-No, no: espérate un poco. El 9 de Enero hubo un fuego vivísimo entre los Centralistas y la Plaza. Sólo Atalaya permaneció inactivo y no fue tampoco hostilizado... El día 10, el Coronel Sánchez Mira y el Brigadier Carmona celebraron una conferencia con los jefes del castillo de Atalaya. A las ocho de la noche se reunían en una casa de campo situada entre la fortaleza y las avanzadas del -135- Ejército sitiador, y poco después estaba concertada la entrega del castillo para las once y media de aquella misma noche, no pidiendo los que se rendían más que el indulto y algún socorro en metálico.
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«El castillo de Atalaya se rindió, y fue inútil la arriesgada tentativa de Gálvez para -136- recuperarlo. Como nota cómica de aquel indigno pasteleo te contaré que el Gobernador de la fortaleza vendida a López Domínguez, cuando le preguntó éste qué deseaba además del indulto y de los pocos miles de reales con que había gratificado su infame traición, contestó que deseaba le nombraran... ¿qué dirás?... ¡Administrador del Matadero de Cartagena!
»Sigo mi cuento: al anochecer del 11 de Enero se presentó al General en Jefe de los Centralistas una Comisión de la Cruz Roja, pidiéndole la suspensión de hostilidades, y asegurándole que si era generoso con los vencidos tal vez se conseguiría la capitulación de la Plaza. López Domínguez contestó ofreciendo indulto para los que se rindieran. De esta gracia quedaban exceptuados todos los individuos de la Junta Soberana, sin perjuicio de recomendarlos a la benevolencia del Gobierno.
»Dio de plazo el General hasta las doce del siguiente día para la entrega de Cartagena, ordenando a su Artillería suspender el fuego. Luego se prorrogó el armisticio hasta las ocho de la mañana del 13. Volvieron los de la Cruz Roja, con unos individuos que se atribuían la representación del Ejército y de los Voluntarios Cantonales. Presentaron a López Domínguez unas bases de Capitulación, que el General rechazó indignado. Siguieron los tratos hasta primeras horas del día 13. López Domínguez dijo que la Plaza tenía forzosamente que rendirse a discreción, y que si se -137- obstinaba en lo contrario la tomaría por asalto, haciendo un duro escarmiento en los que intentasen una resistencia inútil.
»La fiereza que en la mañana del 13 se manifestó en la Junta Soberana y en todos los defensores de la idea cantonal, se fue trocando en resignación estoica. Algunos querían rendirse, distinguiéndose en esta actitud los militares; otros proponían furiosos seguir el ejemplo de Numancia y Sagunto. Por sostener la no rendición hubo algún conato de asesinar a Gálvez, y sus amigos tuvieron que llevarle casi a la fuerza a bordo de la Numancia».
-No se puede negar -observé yo- que López Domínguez ha sabido hacerse superior a la menguada fuerza de que disponía, y que sirvió lealmente a la infantil, inestable República.
-Es verdad -afirmó Fructuoso-. Sigamos y acabemos. Llego al momento más dramático y bello del Cantón Murciano, tan infantil e inestable como la República Nacional de la que intentó desprenderse. La Junta Soberana de Cartagena, los jefes de Voluntarios Cantonales y muchos de éstos, además de los penados, no queriendo aceptar un perdón que jamás solicitaran, resolvieron abandonar la Plaza con sus mujeres e hijos, embarcándose en la Numancia. Eran en total unos mil quinientos. Confieso que no tuve valor para compartir la suerte de los que se lanzaron con arrojo temerario al inmenso riesgo de la salida.
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»Fuera esperaba la escuadra Centralista, compuesta de cinco fragatas, entre ellas dos blindadas y otros barcos de guerra. Con los ojos llenos de lágrimas me despedí de Manolo Cárceles, Gálvez, Contreras y demás amigos, confundiendo en mis expresiones el sentimiento de mi cobardía y el dolor de ver partir a tanta gente animosa que ponía la honra sobre la vida y la expatriación sobre la libertad... A las cuatro y media de la tarde, mientras entraban en Cartagena parte de las tropas sitiadoras y el General López Pintos se posesionaba del castillo de San Julián, abandonado por su guarnición, levó anclas la nave intrépida que consignó la última página del Cantón Cartaginés. Desdicha fue para éste que su postrer aliento sea el más interesante y hermoso en la Historia de aquella turbulenta República».
-Me han contado que en la boca del puerto embarrancó la fragata.
-Tocó ligeramente en el fondo con la proa; pero dio máquina atrás, y con auxilio de un vapor se franqueó prontamente, saliendo mar afuera. Desde el Empalmador Grande presencié la salida, imponente, grandiosa, en medio de las aclamaciones de los que iban a bordo y del griterío de los que quedábamos en tierra... ¡Viva el Cantón! ¡Viva Cartagena! ¡Antes morir luchando que capitular!... Claramente divisé el fez rojo del Comodoro Colau, que sobre el puente gobernaba el buque en la descomunal hazaña de la escapatoria.
»Al pasar de Escombreras, vieron los de la -139- Numancia la escuadra Centralista formada en línea para cerrarle el paso. ¡Momento tan bello que rayaba en lo sublime! Los barcos de Chicarro rompieron un fuego horroroso contra la fugitiva... Colau dio avante toda máquina, y viró rápidamente pasando como un rayo por entre la Carmen y la Zaragoza, contra las cuales disparó sus dos andanadas. Instantes después, la Numancia, con veloz carrera, apagadas las luces, se perdió en el horizonte...
»Era la tarde fría, lluviosa y tristísima. El único consuelo de los que permanecimos en tierra fue considerar los palmos de narices con que se quedaron Chicarro y los suyos. Aún no habían vuelto de su asombro, cuando la fragata que realizó el éxodo de los Cantonales al África estaba ya en Orán.
»¡Adiós Cantón! ¡Adiós República ingenua y romántica, que a la Historia diste más amenidad que altos y fecundos ejemplos! Tu existencia duró seis meses y dos días...».
Un rato se nos fue en inciertos cálculos sobre lo que hubiera podido pasar en Orán a la llegada de la fragata. ¿Qué habría hecho el Gobierno francés con los cabecillas, qué con los presidiarios?...
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«Ya sé -me dijo por el camino el complaciente policía-, ya sé que el Gobierno le ha nombrado a usted Delegado Secreto con el fin de trabajar la rendición de los carlistas, que nos están haciendo la santísima. Me consta que el Zabala pone a disposición de usted trescientos mil duros que ha de emplear paulativamente, según se tercie, en el soborno de los cabecillas que se quieran vender, y para mí que todos morderán el queso. No hay hombre que pueda igualarse a usted en este fregado por su talento macho, su agudeza y el meneo de los palillos en el juego de convencer a la gente, por la buena cuando no por la mala. Como verá, estoy bien enterado: seis millones de reales y manos libres para contratar paces con los carlistas, como lo hizo tan limpiamente con los Cantonales, mediante conquibus.
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- XIII -
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- XIV -
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Antes de llegar a la estación de Haro, tuvimos una detención de tres horas largas en medio de la vía, sin que nadie supiera por qué. Los viajeros, que entre unos y otros coches discurrían, hablaron de rotura de máquina. Después se dijo que no llegaríamos a Miranda. Un señor que entró en nuestro departamento porque en el suyo había demasiada gente, nos contó que las tropas liberales habían desalojado de La Guardia a los -160- carlistas. Aquel buen señor, regordete, comunicativo y al parecer de ideas avanzadas, dijo después: «Portugalete está en poder de los carlistas. Ya se sabe que don Carlos ha repartido recompensas por ese golpe de suerte: a Dorregaray le ha hecho Teniente General, y a Cástor Andéchaga Mariscal de Campo. ¡Bonito se está poniendo esto! A Bilbao lo tenemos cercado de carcundas. ¡Ay, mundo amargo, yo que tenía que ir allá para mis negocios!... ¿Van ustedes por casualidad a Vizcaya?». Contestele que no por casualidad, sino por obligaciones ineludibles, queríamos ir a Vitoria.
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- XV -
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- XVI -
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- XVII -
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«Ya sabe usted -me dijo- que hemos puesto sitio a Bilbao. Esta plaza tan importante no tardará en ser nuestra. Ahora no se nos escapa como se nos escapó en los famosos días de Luchana... Sabrá usted también -197- que Serrano y Concha embarcaron en Santander para Castro Urdiales, y piensan atacarnos por las líneas de Somorrostro».
-Es la primera noticia que tengo de eso, mi General. Soy un pequeño historiador que ignora la Historia viva que le rodea.
-¿Y tampoco sabe usted que con Serrano y Concha vienen Primo de Rivera, Martínez Campos, Tassara, Echagüe y otros amigos míos...?
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Seguí la indicada ruta, y al meterme en las encañadas de una sierra (que según después supe se llama de Saldoja) me vi sorprendido por una turbamulta de soldados carlistas a pie y a caballo, que en veloz retirada venían hacia Valmaseda. Eran sin duda los vencidos en un reciente combate. Sus caras atristadas, su andar presuroso, las inflexiones de su lenguaje vasco, que unidas al ademán resultaban inteligibles, me revelaron que iban en humillante fuga. Algunos me injuriaron, en otros advertí una hostilidad nada tranquilizadora. Tuve miedo de que, por lo menos, me quitaran el jaco, ya que -200- no descargasen en mi propia persona la rabia de su vencimiento...
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«¡Ay, señor! -me dijo la más joven-. Desde ayer, por todo el terreno de aquí a Somorrostro, en los altos de Las Muñecas y en la parte de Montellano, no han cesado los tiros de fusil y los zambombazos de la Artillería. Todavía hay para rato y no se sabe quién lleva las de perder. Ha venido de Madrid, según dicen, un General que llaman el de la Concha con otros tales. El Serrano parece que ahora va por delante. ¡Menudas trapatiestas vamos a tener, señor!».
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Relacionando días después aquella visión con lo que en el campo liberal me contaron, vine a comprender que mi ventera me había señalado, sin saberlo, el formidable paso del General Concha por los desfiladeros de Las Muñecas. Como he dicho, todo el día siguió el tremendo chocar de ambos ejércitos, y durante la noche, agazapado en el pajar, oí distintamente el zumbido aterrador de los carlistas en retirada por los caminos y veredas colindantes.
El día siguiente amaneció cerrado de nieblas. Desde muy temprano empezó el fuego -202- de fusilería y cañón. Salí de mi escondite, advirtiendo que el ruido bélico se extendía marcadamente hacia mi derecha. Nada se veía. Pedí a la mesonera anciana noticia de los lugares que la niebla blanquecina en aquella dirección ocultaba, y me dijo: «Lo más cerca por ese lado es Avellaneda; luego sigue Galdames de Suso y de Yuso; después Abanto, y al cabo Portugalete».
Arreció el rumor de batalla conforme avanzaba el día. Por la tarde llegaron al parador dos viejos, con la noticia de que los carlistas habían sido destrozados y de que el Ejército Cristino también tenía muchas bajas... Horas después vimos que por una loma distante pasaban de izquierda a derecha tropas que parecían liberales. No pudiendo contener mi curiosidad impaciente enjaecé mi caballo, y despidiéndome de las bondadosas mujeres, me lancé a buen trote en la ruta que me pareció conducente al lugar de Avellaneda... Antes de anochecer me encontré cerca de los míos. Alegría retozona inundó mi alma. Metiéndome entre ellos reconocí el Regimiento número 38,León.

- XVIII -

Al instante me puse al habla con los soldados que consideraba como mi familia política y militar. Entre los oficiales reconocí a un joven Teniente, sobrino de don Romualdo -203- Palacios, el cual me dijo que las divisiones de Letona y Martínez Campos estaban ya cerca de Portugalete, pues las líneas carlistas habían sido forzadas y el enemigo, poniendo pies en polvorosa, dejaba libre el camino de Bilbao. Descansamos algunas horas en Avellaneda, y al salir de madrugada con el mismo Regimiento, vi el suelo, a un lado y otro del camino, sembrado de cadáveres. A las cuatro horas de marcha oí de nuevo fuego lejano. Dijéronme que hacia Galdames de Suso se estaban batiendo todavía. Encontramos tropas que creo eran de la retaguardia de Martínez Campos. Muchos hombres se ocupaban en enterrar muertos. Era un espanto, un horror. ¿Y esto para qué? ¿Qué finalidad tenían aquellos cruentos combates, con sacrificio de tantas vidas generosas? Luego os diré, lectores de mi alma, las ideas que empezaron a bullir en mi mente al presenciar la pavorosa escena.
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Según el relato de aquellos amigos, las pérdidas nuestras habían sido dolorosas. Mucho más lo fueron las de los carlistas. Los cadáveres eran como jalones que marcaban el paso de la Historia en aquellos trágicos días... Amaneció el 1.º de Mayo, día feliz en concepto de los liberales. Colocado yo en un altozano próximo al lugar de Cabreces, viendo a nuestro Ejército en el término de aquella jornada truculenta, lancé al aire vago y a los vapores de la tierra ensangrentada pensamientos que si entonces tenían algo de profético, luego se resolvieron en una apreciación clara y justa de la hispana vida. Sin duda me inspiraba la Madre, cuyo aliento fecundo penetró en mi cerebro; sin duda la Madre augusta me sugirió después el criterio clarísimo con que, andando el tiempo, he podido juzgar los sucesos que entonces vi... Escribo estas líneas cuando el paso de los años y de provechosas experiencias me ha dado toda la claridad necesaria para iluminar el 2 de Mayo de 1874.
Ved aquí lo que pensaba y pienso: liberales y carlistas se desgarraron cruel y despiadadamente por dos ideales que luego han venido a ser uno solo. ¿Cabe mayor imbecilidad de una parte y otra? Los liberales derramaban a torrentes su sangre y la sangre enemiga sin sospechar que entronizaban lo -205- mismo que querían combatir. Los carlistas se dejaban matar estoicamente, ignorando que sus ideas, derrotadas en aquella memorable fecha, reverdecerían luego con más fuerza de la que ellos, aun victoriosos, les hubieran dado.
El 2 de Mayo, la suerte me deparó el honor de acompañar al General Concha cuando en un vaporcito entró por la ría de Bilbao hasta llegar al casco de la ciudad, recién liberada de un sofocante asedio. No puedo describir el júbilo del vecindario. Era una locura, un delirio. Las aclamaciones abrasaban el aire, infundiendo en las almas el fuego de una nueva vida. Bilbao creía que inauguraba una era de grandeza nacional, de cultura, de emancipación del pensamiento, de todo cuanto podían dar de sí la pujanza mental y la nativa riqueza de aquel pueblo. Al recordar hoy los sublimes momentos de aquel día, ayes de gozo, alaridos de esperanza, me parece que oigo burlona carcajada del Destino. Sí, sí; porque la Restauración primero, la Regencia después, se dieron prisa a importar el jesuitismo y a fomentarlo hasta que se hiciera dueño de la heroica Villa. Con él vino la irrupción frailuna y monjil, gobernó el Papa, y las leyes teñidas de barniz democrático fueron y son una farsa irrisoria.
Los desdichados carlistas, que entonces lloraron su retirada, vinieron luego a instalarse sin rebozo en la ciudad opulenta, y a dar en ella carta de naturaleza a las ideas sombrías que no pudieron imponer con las -206- armas. Pero si el hierro vizcaíno ha servido para forjar las cadenas que cercan la vida de un pueblo llamado a influir derechamente en la reconstrucción de España, también las almas oprimidas recibieron del acero la dureza y temple con que han de romper algún día el asedio moral que les ha puesto la barbarie... Hablando de esto no hace mucho, la excelsa Madre me dijo: «Tito del alma: aquellas peleas que viste el 74 fueron juego y travesuras de chicos mal criados».
En una de éstas me contaron (no respondo de la veracidad) que los Generales afectos a la dominación borbónica propusieron a Concha la proclamación del Príncipe Alfonso, como el mejor entretenimiento para pasar el rato. Mala cara puso el General en Jefe al oír tal despropósito, y aun se dijo que reprendió ásperamente a los que con tanta prisa querían atropellar los acontecimientos...
El 13 de Mayo, bien presente tengo la fecha, emprendimos la marcha... El General Concha, con noble ardimiento, quería llevar la guerra a lo que él llamaba el corazón del -207- carlismo, Navarra... Acompañando a los de Saboyame puse en camino, montado en el trotón que me dio Dorregaray. Mi cabalgadura, con el largo descanso y los buenos piensos, iba tomando trazas de corcel brioso y era la envidia de mis amigos. Éstos, con graciosa burla, le pusieron el nombre de Babieca. Por la misma ruta que yo había traído fuimos con otros muchos Regimientos y Batallones hasta Valmaseda, donde pernoctamos. Al día siguiente recorríamos el Valle de Mena hasta Bercedo y Medina de Pomar.
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Dorregaray, que ha sustituido a Elío en el mando en jefe del Ejército carlista, ocupa los altos de Arlabán. Hoy saldrán de aquí fuerzas considerables que manda Concha para batir a don Antonio si se atreve a bajar al llano». A esto añadí el socorrido embuste de que tenía que unirme inmediatamente al Cuartel General de Concha: Don Manuel me había llamado con urgencia, y tal y qué sé yo. De esta suerte logré despachar a la pobre mujer, cuyo desconcierto cerebral influía, sin darme cuenta de ello, en mi nada segura imaginación.
Oprimiendo los lomos de mi Babieca, salí con la columna del General Martínez Campos, una de las tres que mandó Concha al reconocimiento de Arlabán. Fuimos hacia Arriaga y Urrúnaga, que los carlistas abandonaron tras un ligero tiroteo. Echagüe se llegó por la izquierda hasta Ulibarri Gamboa. Por el centro, otra columna avanzó hasta Villarreal, al mando de no sé quién. Se vio claramente que Dorregaray no aceptaba la batalla, permaneciendo en las alturas con sus doce batallones. Al día siguiente, cuando -214- regresábamos a Vitoria, hervían en mi pensamiento las consideraciones escépticas que desde la liberación de Bilbao formaban mi criterio sobre aquellas vesánicas campañas.
En las alturas de Arlabán teníamos a Dorregaray, que empezó su carrera en el absolutismo, y después de servir con gloria y provecho en el Ejército liberal, volvió a la liza bajo las banderas de don Carlos. En el llano de Álava, se agolpaban armados hasta los dientes los que compartieron con don Antonio las fatigas de la guerra de África y de las contiendas familiares del liberalismo. Habían sido amigos: lo serían siempre...
Con sutileza de imaginación introducíame yo en el cerebro del de arriba y de los de abajo, y encontraba la percepción de un solo ideal. ¿Qué querían, por qué peleaban? Debajo del emblema de la soberanía nacional en los unos y del absolutismo en el otro, latía sin duda este común pensamiento: establecer aquí un despotismo hipócrita y mansurrón que sometiera la familia hispana al gobierno del patriciado absorbente y caciquil. En esto habían de venir a parar las mareantes idas y venidas de los Ejércitos, que unas veces peleaban con saña y otras se detenían, como esquivando el venir a las manos.
Discurría yo, metido en las entendederas de aquellos hombres, que si por el momento no era lógico el acuerdo entre ellos, no tardaría el tiempo en dar realidad a mis maliciosas conjeturas. Concluirían por hacer paces, -215- reconociéndose grados y honores como en los días de Vergara, y la pobre y asendereada España continuaría su desabrida Historia dedicándose a cambiar de pescuezo a pescuezo, en los diferentes perros, los mismos dorados collares.
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En Logroño supimos que los carlistas, rehaciéndose con tenaz esfuerzo del descalabro de Bilbao, reorganizaban y fortalecían sus huestes para salir al encuentro de Concha, en Navarra. Faltos de recursos, apelaban a la munificencia de las Diputaciones Forales y al patriotismo de los realistas pudientes; esquilmaban a los pueblos, y decididos a no perdonar medio alguno para adquirir dinero, llegaron al extremo increíble de afanar los fondos de la Santa Cruzada. Sin hacer caso del Obispo, que puso el grito en el cielo al tener noticia de la exacción sacrílega, conminaron a todos los párrocos a que aflojaran sin demora los parneses de la Bula, alegando que se trataba de defender la Religión y que ya ajustarían ellos sus cuentas con el Papa.
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En tanto, a espaldas de Concha surgían diferentes cabecillas aguerridos y ligeros de pies, que asolaban las tierras de Burgos, Palencia y Santander, mientras otros se corrían hacia el Alto Aragón. Tranquilamente organizaba nuestro General en Jefe un poderoso Ejército, con innúmeros batallones, muchas piezas de artillería Plasencia y Krupp, y formidable contingente de caballería. Después de varias marchas y contramarchas, que el mareo de mi cabeza no me permite referir, me encontraba yo en el lugar de Allo hacia el 20 de junio.
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La columna, división o lo que fuera se puso en marcha, y no me preguntéis el derrotero que yo seguí caracoleando en mi Babiecaporque la mente del buen Tito no dominaba todavía la fácil comprensión de los movimientos militares... Sólo supe de cierto que el General Concha emprendió la marcha después de organizar en Tafalla una numerosa hueste con la mar de batallones, que según después supe ascendían a cuarenta y ocho con los que le mandaron de Bilbao, de Medina de Pomar y de ambas Riojas. Las piezas de Artillería con que contaba eran, según oí, veinte Plasencias y treinta y tantos Krupp. Del número de caballos se hacían cálculos que me parecieron hiperbólicos.
El temporal de lluvias nos entorpeció algo el camino, y el 25 estábamos, según creo, en las estribaciones del monte Esquinza. En mis cortos alcances comprendí que se trataba de ocupar las entradas de Estella, donde estaba Dorregaray con veintiocho batallones. Unidos al grueso de la división de Martínez Campos escalamos sin dificultad las alturas del monte, que tenían los carlistas abandonado. Seguimos nuestros movimientos, y tras penosa marcha pernoctamos en Alloz. Otras -220- fuerzas de nuestra división quedáronse en Lácar. Según oí, las tropas de Echagüe ocuparon a Murillo, y las de Rosell a Villatuerta y Arandigoya, después de desalojar de allí a los carlistas. El General en Jefe no debía estar lejos.
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En la mañana del 26 me encontré, sin saber cómo ni por qué, en el Cuartel General de don Manuel de la Concha. Éste tenía todo dispuesto para dar la batalla; pero hubo de retrasarla por la tardanza de un convoy que le era indispensable para racionar y municionar debidamente a las tropas. La impaciencia y malhumor del General en Jefe se comunicaron a cuantos estaban cerca de él. Por fin, a las tres de la tarde, en vista de que el convoy no llegaba, ordenó atacar al enemigo. Yo me retiré a retaguardia porque no había ido a la campaña con miras heroicas. El Sargentico, que todo lo sabía o lo adivinaba, me dijo que la línea carlista se extendía desde Dicastillo hasta el puerto de Eraul, y que el pueblo que atacaban los nuestros era -222- Abárzuza. Hubo un momento en que estuve muy cerca del General Concha; le vi a caballo, revestido de su impermeable, echando los anteojos al lugar del combate.
No bien empezaron a disparar los cañones, estalló en los aires una horrísona tempestad de truenos, rayos, centellas y demonios coronados. El espectáculo que daban juntamente el cielo y la tierra, confundiendo su furor y estruendo, pertenecía ¡vive Dios!, al orden de las cosas más sublimes que pueden verse en la vida. No sabré yo deciros que mis ojos percibieron los pormenores de la lucha, ni tampoco preciso el tiempo que duró. Sólo sé que después de abrasar con incesante fuego a los pueblos enemigos, lanzáronse contra ellos en frenética legión las tropas de los Generales Echagüe y Martínez Campos. Al anochecer eran nuestros los lugares de Abárzuza, Zurucuáin y Montalbán.
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En la mañana del 27, las tropas de Martínez Campos rompieron el fuego amenazando con coronar la sierra de Estella, que domina el pueblo de Zurucuáin. Mi amigo Palazuelos me dijo que el General en Jefe había dado orden de no consumar la operación hasta que la columna que estaba en Abárzuza tomase Murugarren y el caserío de Muru. La misma orden se dio a los que atacaban al pueblo de Grocín. Martínez Campos repartió entre su gente las primeras raciones del convoy, y los que operaban en Abárzuza no pudieron ser racionados a tiempo. Por esta contrariedad, se pasó la mayor parte del día sin hace otra cosa que entretener en fuego a los carlistas mientras hacía sus preparativos el grueso del Ejército liberal.
Por fin, a las cuatro de la tarde, comenzó el ataque. Don Manuel de la Concha (y esto lo aseguro como historiador de visu, pues no estaba yo lejos de él) se situó con dos batallones y los Regimientos de Caballería Numancia, Pavíay Talavera, en una excelente posición alta, donde se habían emplazado treinta cañones Krupp para batir los atrincheramientos de Muru y Murugarren. Se rompió el fuego y la artillería, corregida el alza, causó enormes estragos en las trincheras -224- carlistas. A galope tendido corrían los oficiales de Estado Mayor con órdenes a las columnas que luchaban en Abárzuza, Villatuerta y Zurucuáin, previniéndoles que sostuvieran el fuego sin tirarse a fondo sobre el enemigo. Los carlistas tuvieron que abandonar sus trincheras varias veces por el horrendo destrozo que en ellos hacían nuestras granadas. Espantosa confusión se produjo en el campo enemigo. La terrorífica escena ponía los pelos de punta.
El General Concha dio a sus edecanes breves y fulminantes órdenes. Éstos las transmitieron con la velocidad del rayo al Brigadier Blanco y al General Reyes. Momentos después, las masas de Infantería se lanzaban como avalancha impetuosa en dos columnas, la una contra Murugarren, la otra contra el caserío de Muru. Eran doce los batallones que avanzaban, seis en cada columna. Los carlistas, sólo en Murugarren, tenían catorce batallones.
En lo más recio del combate llegó un aviso del Brigadier Beaumont comunicando que las fuerzas de su mando eran furiosamente atacadas por los facciosos, los cuales habían abandonado sus trincheras para caer contra Abárzuza. Con ayuda de un mal catalejo y por las explicaciones de mi espolique, yo me daba cuenta de estas terribles peripecias. Los doce batallones que avanzaban contra Murugarren y Muru fueron embestidos del mismo modo que la columna Beaumont. El choque fue tremendo, como una pelea de gigantes -225- furiosos. Al cabo, los nuestros retrocedieron, acuchillados a la bayoneta.
Los treinta cañones empleados en la altura escupían a torrentes la mortífera metralla. Concha, con gesto de rabia y ronco acento imperioso, daba órdenes y más órdenes. La formidable Artillería logró al fin contener el ímpetu de los valientes realistas, obligándolos a buscar el refugio de sus trincheras. Por segunda vez treparon nuestros soldados con increíble arrojo por las fragosidades de Murugarren y Muru, y de nuevo fueron atajados en su avance. Descompuestos retrocedieron hasta la carretera. Pero los cañones, vomitando fuego, pusieron nuevamente a raya a los bravos batallones de don Carlos. En tanto, hacia Zurucuáin y por las líneas Villatuerta-Arandigoyen y Murillo-Grocín, oíamos fuerte tiroteo. Eran las columnas allí destacadas, que entretenían a una parte de la legión absolutista hasta que se les ordenase realizar acción más decisiva.
Atento a los incidentes de la lucha, el General en Jefe ordenó que las columnas de Reyes, Blanco y Beaumont se concentraran en una sola. La concentración tardó en efectuarse por estar harto diseminadas estas fuerzas. Pasaba el tiempo, caía la tarde, la artillería empezaba a sentir escasez de municiones, apuntaban en nuestro Ejército síntomas de desaliento, y el combate seguía sin resultado práctico.
Cansado de esperar a los batallones del General Reyes, se decidió Concha a intentar -226- el esfuerzo supremo. Dejó los tres Regimientos de Caballería en la altura donde estaban emplazados los cañones, para que protegiesen esta posición y aseguraran el flanco derecho. Llevose consigo los dos batallones de Infantería y con ellos se unió a los diez y ocho que acababan de reconcentrarse. Al frente de estas fuerzas se lanzó al asalto, cuando ya el sol, enrojeciendo las nubes de Occidente, se hundía en el horizonte. Arreció el combate con creciente furia. Las tropas de Reyes no llegaban. Concha enviábale de continuo órdenes apremiantes para que acudiera pronto en apoyo de sus movimientos. Y decidido a jugar el todo por el todo, ascendió al frente de sus tropas hacia las trincheras carlistas.
Ante el soberano arrojo del caudillo enardeciéronse los soldados, y seguían a su General como si no hubieran sido arrollados momentos antes. Yo, moviéndome a impulsos de una fuerza magnética, fui detrás de los combatientes. Concha trepaba impertérrito, unas veces a pie y otras a caballo, según los accidentes del terreno. Al llegar a cierta altura, el General y los demás Jefes tuvieron que dejar los caballos al cuidado de los ordenanzas. Con éstos quedé yo, teniendo de la brida a mi Babieca. Me uní a Ricardo Tordesillas, asistente de don Manuel de la Concha, y ambos nos pusimos al amparo de unos árboles donde creíamos librarnos de las balas enemigas.
La artillería continuaba teniendo a raya a -227- los carlistas, que ya no se atrevían a salir de sus trincheras. El avance de Concha fue tan rápido que llegó a cincuenta metros del enemigo cuando aún no se le habían incorporado los batallones del General Reyes. Por falta de este apoyo no se pudo dar fin y remate al supremo esfuerzo. A las siete y media de la tarde, Concha no tuvo más remedio que aplazar el ataque definitivo, dando por frustrada en aquel día la operación. Empezó a descender, dirigiéndose con los demás Jefes a donde aguardaban los caballos.
Llegó el General donde estábamos Tordesillas y yo, ocultos a la vista de los demás asistentes por un matorral espeso. Con voz displicente dijo a su ordenanza: «Ricardo, el caballo». Éstas fueron las últimas palabras que pronunció en el mundo de los vivos... En el momento de cruzar la pierna derecha por la grupa del caballo, una bala, que lo mismo pudo venir del cielo que del mismo infierno, le atravesó el corazón. Con débil gemido expiró el primer soldado español de aquellos maldecidos tiempos.
- XX -

A las voces de Tordesillas acudieron los que estaban más próximos. El cuerpo del General en Jefe cayó en tierra. Tal fue la consternación y el espanto de los primeros espectadores de la terrible escena, que todos quedaron -228- un momento mudos. Los ayudantes de Concha, creyendo que aún vivía el caudillo, le desabrocharon el impermeable y levita, haciendo saltar botones y rasgando ojales. Nada vieron que no indicase la seguridad de una muerte instantánea. Pronto se formó un grupo espeso en el cual nadie osaba determinar cosa alguna. ¿Qué pensar, qué decir, qué hacer...?
Por fin, entre los ayudantes y Tordesillas discurrieron lo único práctico en trance tan fatídico. Ante todo urgía apartar de allí el cadáver. Con gran trabajo, por la pesadumbre del recio cuerpo exánime, colocaron éste sobre un caballo y sigilosamente fue conducido al pueblo de Abárzuza, evitando que las tropas pudieran darse cuenta de la catástrofe. La triste caravana, fatal término y desenlace de un acto militar que debió ser glorioso, deslizábase furtiva por los campos como una decepción horrenda, o una burla del Destino que quiere sustraerse a la mirada humana, y aun a los ojos de la Historia. La media luz crepuscular, alumbrando este paso solemne y medroso, daba a la escena la intensa melancolía de las grandezas caídas súbitamente en los abismos de la nada.
El primer Jefe que se presentó en Abárzuza fue el General Echagüe, que enterado del desastre tomó el mando del Ejército a pesar de hallarse muy enfermo. No olvidaré nunca la cara del Conde del Serrallo cuando vio el cadáver de su amigo y maestro. El dolor concentrado y mudo no tuvo jamás expresión -229- más fiel que la que le dieron aquellas facciones duras, angulosas, de soldado curtido en cien combates. La primera determinación de Echagüe fue convocar Consejo de Generales y Brigadieres. Se reunieron sin demora los que estaban más cerca de Abárzuza: Beaumont, Burriel, Reyes, Blanco, Bargés y el Coronel de Artillería señor Echaluce. Por unanimidad acordose la retirada del Ejército a Tafalla para el amanecer del siguiente día. Y al cabo se circularon órdenes a fin de que el movimiento se realizase aquella misma noche.
Las tropas se pusieron en marcha. El desfile de las de la derecha fue protegido por las del centro. Las de la izquierda mantuviéronse en sus posiciones hasta que desfilaron todas las demás. El cadáver del Marqués del Duero fue colocado con misterio sigiloso en un furgón de Artillería, y los heridos quedaron en Abárzuza confiados a la humanidad del enemigo. Como el éxito de la operación dependía del tiempo que se ganase y de que los carlistas no advirtieran la retirada, se apresuró ésta todo lo posible y se tomaron minuciosas precauciones. Determinose prohibir a los vecinos de los pueblos por donde había de pasar la tropa el encender luz ni fuego en las casas; se advirtió a todo el Ejército que nadie podía fumar, del General en Jefe para abajo; se conminó con penas severísimas al que imprudentemente produjera el menor ruido. De este modo, bajo la protección del silencio y de las sombras, realizose -230- el prodigio de que antes de amanecer hubiera desfilado ya la muchedumbre armada, incluso la Artillería y los convoyes, por delante de las posiciones de Villatuerta, sin que los realistas sospechasen siquiera lo que ocurría en el campo liberal.
Ya era día claro y nos aproximábamos a Oteiza cuando los carlistas se dieron cuenta del fúnebre desfile. Tarde conoció el enemigo su engaño, y fue inútil cuanto intentó para molestar a nuestras tropas. Las columnas delanteras donde iba el furgón mortuorio avivaron el paso. Las de retaguardia, combinadas con las fuerzas de Rosell y de Reyes, tomaron posiciones y contuvieron el tardío movimiento de los soldados de Dorregaray, retirándose después por escalones con el orden más perfecto. No se perdió ni un hombre, ni un fusil, ni un cañón, ni una acémila, ni un carro del convoy: la retirada dispuesta por Echagüe en Abárzuza fue una brillante aunque triste página militar. En las encarnizadas acciones del día 27, las bajas del Ejército de Concha habían sido: 121 oficiales y 1.300 individuos de tropa fuera de combate, más 268 extraviados y prisioneros.
Seguimos a buen andar, bordeando los montes de Baigorri; hicimos una corta parada en Larraga para tomar alimento; y dejando a la derecha los altos de Val de Ferrer, a media tarde llegamos a Tafalla, donde tuve el descanso que mis asendereados huesos imperiosamente reclamaban. Mi oficioso espolique me buscó cerca de la plaza un alojamiento -231- muy aceptable. Allí platiqué con mis amigos, comentando cada cual según su entender las bravas refriegas y el inmenso desastre que mató en flor las hermosas esperanzas del Ejército liberal. Enaltecieron todos el saber estratégico, la genial maestría y la bravura del héroe muerto que trajimos en mísero furgón, ocultándolo como si fuera un robo que se había hecho a la Fatalidad.
Entre los oficiales que conmigo formaban corro alrededor de una mesa, bebiendo y fumando, había un Teniente de Infantería muy desahogado, sobrino según creo de una persona de alta significación en la política, el cual, colmando de alabanzas la figura militar del Marqués del Duero, aseguró (sabiéndolo de buena tinta) que el primer acto de éste al entrar en Estella, si a entrar llegara, hubiera sido proclamar Rey de España al Príncipe Alfonso. La irrespetuosa manifestación de aquel jovenzuelo llevó nuestro coloquio al vértigo de las disputas políticas, y se oyeron las opiniones más peregrinas, diferentes en estilo y criterio, flemáticas unas, ardientes las otras. Queriendo yo poner término a la controversia dije estas palabras: «Caballeros; no pierdan el tiempo discutiendo lo que pudo pasar y no ha pasado... Descuiden que todo se andará. Lo que hizo Concha lo harán otros, y estas peleas horribles acabarán poniéndose todos de acuerdo para llegar a un feliz arreglito, cuya finalidad será que nos gobierne el Nuncio».
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- XXI -

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- XXII -
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- XXIII -

Recluido en el cuarto de la fonda, pasé la noche muy agitado por el tumultuoso ruido que de la calle venía. Además, me inquietaba que Silvestra no hubiera vuelto a mi lado, no porque me hiciera falta su presencia, sino por el temor de que le hubiera ocurrido algún desavío. Al manso filósofo le esperé hasta la madrugada; mas tampoco vino a la mansión hospederil. Pensé que había encontrado a su hija, o que las diabólicas sacerdotisas venustas le retenían en sus nefandos cubículos. Al amanecer, las cornetas tocaron diana cerca y lejos, las unas en el interior de la ciudad, las otras en el campo, ocupado ya por los carlistas. Me asomé un momento a la ventana de mi cuarto, y vi en las crestas de los cerros humazo de fusilería. Poco después empezó el tiroteo en los términos cercanos. -259- Dijéronme que los sitiadores atacaban la Puerta del Castillo, y que ya eran dueños de un barrio del mismo nombre, situado extramuros de la ciudad.
Bajé al comedor, donde el patrón y otros que con él estaban me dieron noticias desconsoladoras. Las fuerzas que habían de defender a Cuenca eran harto débiles: cuatro compañías de la Reserva de Toledo, un escuadrón de Lanceros del Regimiento de España, otro de Carabineros, algunos Guardias civiles, y dos centenares de Voluntarios, gente por punto general poco aguerrida. Las fortificaciones se reducían a unas verjas de hierro, arrancadas de las iglesias para ponerlas en las entradas de la ciudad vieja, y a unos cuantos remiendos echados de cualquier manera en la vetusta muralla. Cuatro cañones con insuficiente servicio de artilleros eran las únicas piezas disponibles para tener a raya al enemigo.
El fuego siguió muy nutrido durante la mañana. Poco antes de las once, los vecinos de los arrabales, creyéndose poco seguros en aquella parte de la ciudad, empezaron a trasladarse a toda prisa a la ciudad alta. Mi patrón y su mujer, personas sencillas y afables, se empeñaron en llevarme consigo. «Caballero -me dijo el fondista-, aquí no puede usted quedarse, porque esto está muy malo. Véngase con nosotros. Allá, en los altos de la Plaza de San Nicolás, tenemos una casita en paraje resguardado de los zambombazos que atizan esos perros. Coja usted su ropa y los -260- efectos de valor; nosotros salvaremos lo que podamos. Bueno que se lleve el diablo nuestros intereses, pero la vida no queremos perderla... ¡Ay, caballero: lo peor para la pobre Cuenca es que tenemos el enemigo en casa! Muchos vecinos, muchas familias de acá son carcundas hasta los tuétanos. Conque hágase cargo...».
Por el puente de la Puerta de Valencia me llevaron a un barrio de calles pinas, angostas y obscuras. Entramos en una casa de no sé cuántos pisos: la escalera no tenía fin. En un desván lleno de pobretería de ambos sexos hallé albergue que parecía seguro de las balas, mas no lo era de insectos y alimañas molestas. En aquel camaranchón traté inútilmente de conciliar el sueño. Pasada la infernal noche, decidí cambiar de alojamiento, y bajé a otros pisos donde encontré mejor compañía, personas amables que me dieron pan y vino para sostener mis fuerzas. Entre los allí refugiados había un chico de tipo gitanesco, vivaracho y más listo que el hambre, el cual salía y entraba a cada momento, trayéndome noticias de lo que ocurría.
Por aquel galopín supe que se habían apoderado los sitiadores de la Carretería y calles inmediatas, saqueando casas y tiendas con infernal estrépito. Supe también que los carlistas quisieron parlamentar junto al Instituto; pero el Brigadier don José de la Iglesia, Gobernador Militar de la Plaza, hombre tan chiquitín como bravo, les mandó a escardar cebollinos... Mientras el chiquillo andaba recorriendo -261- los sitios donde más empeñada era la lucha, mi patrón, dolorido y suspirante, me dijo: «Caballero, nos quedamos sin agua. Esos cafres han cortado el acueducto en el caserío de la Cueva del Fraile». La patrona, llorando, agregó: «¡Ay, Virgen Santísima, mañana no habrá ya pan en Cuenca! El poco que amasaron hoy se lo arrebata la gente en la calle, y los pobres que están batiéndose no tienen qué comer».
Por la tarde, volvió despavorido el chicuelo contándonos que había un fuego horroroso en la cuesta de Tarros, Matadero, Jardín de las Carteras, Retiro, San Miguel y las Angustias, con la mar de muertos y heridos. Una vieja que vino después nos dijo que los Voluntarios, con el cañón que habían puesto en una de las ventanas del Instituto, estaban abrasando a los carcas. Otra vieja, con las sayas en la cabeza, compareció ante nosotros y nos largó un relato terrorífico del fuego que hacían los carlistas desde las casas contiguas a las puertas del Postigo, Valencia y convento de la Concepción. Los pobres carabineros, soldados y voluntarios que defendían aquellos lugares caían como moscas.
La noche fue pavorosa. Los insectos y la fetidez de las habitaciones atestadas de gente expulsáronme de la casa. Bajé a la calle, prefiriendo que me matase una bala a morir de asfixia y asco. Tirado en el suelo, entre un ciego, dos lisiados, un sin fin de mujeres, y rapaces medio desnudos, me enteré de que -262- los caribes que llamaban Zuavos habían intentado vadear el Huécar, siendo rechazados por unos cuantos Lanceros. Las llamas de los incendios daban a la ciudad un aspecto de siniestra desolación.
El hambre, el miedo y el cansancio me obligaron a meterme en el zaguán de una casa, y arrimándome a un bulto que debía de ser un durmiente envuelto en mantas, descabecé algunos sueños. Al amanecer, noté que el tiroteo había disminuido considerablemente... Dijéronme que los carlistas desmayaban por la tenaz resistencia del pueblo en el día anterior.
A media mañana, advertí grande animación en la ciudad. Corría la noticia de que se aproximaba una columna de tropas del Gobierno mandada por un tal señor Calleja. «¡Ay, Dios mío -exclamaba todo el mundo-, que venga pronto ese Calleja!». Contagiado yo de estas públicas alegrías, y sintiendo los horrores del hambre, trepé por los empinados escalones de una calleja angosta, en busca de un alma caritativa que me diera un pedazo de pan. Torciendo a mano derecha, vi venir hacia mí un esqueleto que me estrechó en sus brazos. ¡Por San Julián bendito! El esqueleto cuyos huesos chocaron con los míos era don José Ido del Sagrario.
«¡Ay, don José de mi alma! -exclamé con grande alegría-; ¿está usted muerto?».
-Por milagro no estoy muerto -me contestó Ido-. Sepa Vuecencia que una bala me atravesó de parte a parte.
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-A ver, a ver; enséñeme esa tremenda herida.
-No es de cuidado. Mire, ha sido en el chaquetón. El proyectil lo pasó de parte a parte... ¡Ay, don Tito, toda la noche buscándole! No ha sido mala suerte encontrarle ahora para poder decirle...
-Cuénteme, don José; ¿ha encontrado a la niña?
-Sí señor. Estuvo algunos días en una casa de picaronas; pero ya ¡gracias a Dios!, ha ido a parar a lugar más honesto, aunque no del todo limpio. ¡Ah, señor, déjeme usted que suspire!
-Yo también suspiro, don José, pero de hambre.
-¿Hambre Vuecencia, Ilustrísimo Señor? Pues aquí tengo yo pedazos de pan para Usía. Cómalo, que es bastante bueno.
Vi el cielo abierto. Me abalancé a los mendrugos, y para comerlos con más comodidad me senté en un escalón, en medio del arroyo. Lo mismo hizo Ido, y en aquel momento se nos acercaron unos pobres perros que olieron el pan. No tuvimos más remedio que darles algo de lo que nos sobraba.
«Ya que este corto desayuno me aclara un poco las entendederas -dije al filósofo-, prosiga el cuento de la infeliz Rosita».
-Pues nada: que hace días está al servicio de un señor Canónigo, muy apersonado y muy galán, que la tiene en su casa en calidad de doncella para todo y con honores de sobrina. Allí he pasado yo toda la noche bien -264- resguardado de esta horrenda trifulca, y de allí salí a buscar a Vuecencia para llevármele conmigo.
-¿A casa del Canónigo?... ¡Sí, hombre, vamos! Allí estaremos bien seguros, porque supongo que el amo de Rosita será carcunda neto.
-Sí que lo es, pero buena persona y muy torero, con perdón. Está loco por la niña... Vamos, vamos... Pero ¡ay de mí!, buscando a Vuecencia me he perdido en el laberinto de estas rinconadas y costanillas, y no sé por dónde volver allá.
En esto, oímos que de la parte baja venía, con gran clamor de gente, estruendo de cataclismo. Unos ancianos que subían nos dijeron que, en la calle de la Moneda, los bravos defensores arrojaban petróleo con la bomba de incendios del Municipio sobre las casas de la calle de los Tintes, ocupadas por los carlistas. No pudiendo realizar su intento, lanzaban a mano el líquido inflamable contenido en botellas. Huyendo de la quema seguimos calle arriba, acelerando el paso. Don José, casi sin resuello, me dijo: «¿No sabe, don Tito, que ayer tuvieron los carlistas una gran pérdida? El cabecilla Segarra quedó muerto de un balazo junto al convento de la Concepción, al atacar la Puerta de Valencia».
-¿Segarra? Pues en el Infierno nos espere muchos años... Vamos, vamos a ver si podemos dar con la casa del Canónigo. Preguntaremos al primero que pase para que -265- nos oriente. ¿Cómo se llama ese señor?
Detúvose Ido perplejo, y llevándose un dedo a la frente me dijo: «¡Ay, señor don Tito!, el apellido del Canónigo es de tal manera enrevesado y estrambótico, que no sé si lo podré recordar ahora. Ayer, cuando él me lo dijo, lo apunté en un papel, y toda la noche lo estuve repitiendo, sílaba por sílaba, para ver si me lo clavaba en la memoria... Espere Vuecencia un poco... déjeme pensarlo... Ya tengo algunas sílabas, pero otras me faltan... Calma, calma...».
Mediano rato aguardé a que terminase su trabajo mental el cuitado filósofo. Luego, con semblante risueño, me dijo: «Ya, ya tengo las sílabas todas. Ahora falta el acento... Espérese otro poco, Ilustrísimo Señor... Tengo que arrimarme a la pared para poderlo decir seguido... y he de agarrarme la nuez, vea Vuecencia, la nuez, que se me quiere escapar cuando pongo el acento... Allá va. El Canónigo que ahora es tío de Rosita se llama de apellido Pagasaunturdua».

- XXIV -

-Después de pronunciar ese nombre -dije yo- es preciso tomar alguna cosa, por ejemplo, una copita de Jerez. Vamos a ver si ese bendito Canónigo nos la da.
-Excelentísimo Señor -replicó Ido-, llevando por única guía ese nombracho no llegaremos -266- nunca. El tío de mi niña hace poco tiempo que ha venido a esta Catedral desde la de Calahorra, y apenas se le conoce. Además, señor, no hay un solo conquense que sepa entender ni pronunciar el trabalenguas de ese apellido.
Llegamos a una plazoleta en la que Ido reconoció que había confundido la torre de la Catedral con la de Mangana, y cuando discutíamos la dirección que debíamos seguir para enmendar nuestro rumbo, nos vimos envueltos en un tumulto de gente que nos llevó consigo como barredera humana al grito de ¡Abajo todo el mundo! ¡A las Puertas, al Instituto, que vienen los nuestros! ¡Ya está ahí Calleja! ¡Viva Calleja! Imposible resistir al torbellino patriótico. Corriendo, más bien rodando, descendimos por las calles de guijas puntiagudas. A mi lado se puso, chillando desaforadamente, el chiquillo gitanesco y vivaracho que me había servido de informante histórico en los primeros encontronazos entre conquenses y carlistas. «Quieren entrar -me dijo- por la calle de la Moneda. Allí hay fuerte quemazón. Pero no saben ellos quién es Calleja. ¡Viva, viva Calleja!».
Fuimos a parar cerca del Instituto, y allí nos encontramos a nuestro fondista y a un sin fin de mujeres llorosas, que se disputaban los corruscos de pan... No sé el tiempo que duró aquella situación equívoca en que alternaban los gritos de entusiasmo con las expresiones de desaliento. Por fin corrió entre la muchedumbre ansiosa esta desoladora -267- noticia: «El que viene no es Calleja ¡maldita sea su alma!, sino un cura guerrillero que llaman el de Flix, con dos batallones de fieras desbocadas... ¡Perdición, ruina, muerte!...».
Esta triste realidad alentó a los carlistas residentes en Cuenca. Propalaron por todas partes que los sitiadores entraban ya en la ciudad, sembrando el desaliento, y muchos defensores se retiraron de sus puestos, convencidos de que era inútil toda resistencia. Sin saber cómo, nos encontramos Ido y yo en la miserable casa donde pasé la primera noche de asedio, y en uno de sus aposentos nos guarecimos, esperando la suerte que nuestro adverso Destino nos deparara. Allí supimos por algunos Voluntarios que los defensores que ocupaban el Jardín de las Carteras se habían retirado y la facción era ya dueña de algunas casas de la calle de la Moneda.
La última página de la tenaz resistencia fue gloriosamente escrita por el Gobernador Militar, Brigadier don José de la Iglesia, que levantando barricadas disputó palmo a palmo la ciudad a las salvajes hordas realistas. En esta postrera jornada pereció heroicamente el Teniente Coronel de la Reserva de Toledo don Francisco de la Peña. En tanto, el Brigadier La Iglesia, sereno en medio del peligro, al frente de cuarenta hombres, se retiraba lentamente mandando hacer fuego de trecho en trecho. Al llegar a la parte más empinada de la calle de San Pedro, agotados todos los recursos y siendo la retirada imposible, hizo -268- señal de parlamento. Los carlistas, que estaban a pocos metros, destacaron un pelotón mandado por un jefe. La Iglesia se desciñó la espada, y entregándola al cabecilla, puso término definitivo al esfuerzo gigante de los humildes y beneméritos defensores de Cuenca.
Desde aquel momento cambió con súbito giro el panorama histórico, trocándose el honrado choque de las armas rivales en feroz desbordamiento de los vencedores, que hollaron con cínica barbarie las leyes de la Guerra y los elementales principios de Humanidad. Contaré los horrores, crímenes y vergüenzas de las jornadas de Cuenca en los días 15, 16 y 17 de Julio, con toda la fidelidad que mi oficio me impone; contaré lo que vieron mis ojos espantados y lo que, visto por otros ojos, fue transmitido del alma de las víctimas y de sus allegados al alma dolorida de este humilde narrador. Ante la brutalidad de los hechos que fluctúan vagamente entre lo verdadero y lo inverosímil evitaré la mentira y la hipérbole, y no recargaré de negras tintas las perversidades de los hombres, ni aun cuando éstos, más que hombres, parezcan demonios.
Al penetrar en la ciudad las manadas realistas, fueron víctimas de su desenfreno las propias familias de los vencedores. Diose el caso de que algunos facciosos nacidos en Cuenca oyesen de labios de sus madres, al abrazarlas, súplicas implorando respeto para sus vidas y haciendas. Pero tales ansias traían aquellos bárbaros de celebrar su victoria -269- con la saciedad de todos los apetitos, aun los más infames, que nada respetaron. Entraban en las casas, lo mismo por las puertas que por las ventanas, forzaban los muebles, sacaban ropa, dinero, alhajas, y luego porfiaban entre sí para repartirse el fruto del pillaje. Lo mismo expoliaron las casas liberales que las carlistas; no hicieron diferencias de clases ni de ideas, ni se acordaron para nada de la Religión que figuraba en su execrable bandera.
En una desdichada iglesia, cuyo nombre no recuerdo, afanaron con avara rapidez un soberbio pectoral, dos mantos de terciopelo de San Juan, y una corona, rosario y diadema de la Virgen del Puente. En los casinos rompieron los espejos, las mesas y sillas, hartándose de licores, cuyas botellas arrojaban a la calle después de vaciarlas. En el Instituto destruyeron el Gabinete de Física y el de Historia Natural, lanzando por las ventanas los aparatos y las colecciones zoológicas. Al ver la máquina eléctrica llegó a su máximum el ansia de destrucción, y mientras la pulverizaban decían: ¡Duro, duro con esto, que sirve para mandar partes al Gobierno!
Se les veía correr de calle en calle y de casa en casa, dando alaridos de salvaje alegría. Algunos se desnudaron públicamente para vestirse la ropa blanca y los trajes que habían robado. Después de vestidos, dejaban en medio del arroyo los guiñapos llenos de porquería y miseria. Aunque uniformados, los Zuavos de los Príncipes presentaban el aspecto -270- más siniestro y repugnante por la desenvoltura cínica de sus maneras y la grosería de sus vociferaciones, en ronca mixtura de italiano y francés. Con hambre atrasada devoraban embutidos, lonchas de jamón y cuanto pudieron atrapar. Por toda la ciudad retumbaron destemplados toques de corneta y estas estridentes voces:¡No hay para nadie cuartel!
De los Zuavos y de los que no eran Zuavos huían las mujeres, lo mismo jóvenes lozanas que viejas tembliconas, corriendo a refugiarse en los sótanos más hondos o en los más altos desvanes. Aun allí eran perseguidas, pues aquellas bestias lujuriosas no sólo habían perdido la vergüenza sino el sentimiento de la hermosura, de la gracia y de la juventud... Los facciosos no se limitaron a saciar sus groseros instintos, y movidos de criminal saña política, perseguían como perros rabiosos a los cipayos, que así llamaban a los liberales, y a los que habían contribuido con su denuedo a la defensa de la población.
Voy a referir a mis horrorizados lectores el trágico fin del Comandante don Enrique de Escobar y Valdeolivas, que se hallaba en situación de reemplazo, recluido en su domicilio por larga enfermedad. Creyeron los carlistas que aquel cipayo había tomado parte en la defensa, y asaltaron su casa, en la calle de Cordoneros, subiendo atropelladamente hasta las habitaciones altas, donde el infeliz señor yacía en el lecho, asistido por su madre. Al verse rodeado de aquellas fieras -271- que le insultaban profiriendo las amenazas más atroces, el desdichado enfermo perdió el conocimiento. La madre lloró, imploró, y no pudiendo ablandar los corazones petrificados por la incultura y el fanatismo, se abrazó a su hijo intentando en vano librarle de las acometidas de tales monstruos. Sobre el cuerpo de la pobre mujer llovieron golpes terribles. El Comandante fue cosido a bayonetazos, y cuando ya se le escapaba la vida, arrancáronle de los brazos maternales y lo arrojaron por el balcón.
El cuerpo chocó contra las piedras, y yacía exánime en medio del arroyo, cuando apareció en la calle abigarrada muchedumbre, a cuya cabeza venía una mujer a caballo, como amazona de circo, radiante de fatuidad, decidida y altanera. Era la tristemente famosa Princesa doña María de las Nieves, esposa de don Alfonso de Borbón. Los que la vieron venir pensaron que desviaría su caballo para no pisar el cuerpo expirante. Pero la terrible capitana de bandidos no se inmutó, y sin dar señales de ninguna emoción ante aquel espectáculo dejó que el animal pisotease a un honrado caballero moribundo.

- XXV -
Siguió la cruel amazona su sangriento camino hacia la Correduría. Era de corta estatura, flaca, rubia, de azules ojos: su belleza, -272- completamente apócrifa, consistía tan sólo en la marcialidad de su apostura y en su destreza hípica, cualidades de marimacho, no de mujer. En su rostro vi un mirar ceñudo y una rígida contracción de la boca que indicaban la sequedad del corazón confundida con la brutal soberbia. Llevaba boina roja con borlón de oro, traje negro de montar, altas botas de charol, en la mano un latiguillo que le servía de bastón de mando, y en el cinto un revólver. Tras ella iba el marido, que sólo brillaba por su insignificancia junto a la marimandona. Llevaba boina encarnada con áureo borlón y dormán de Caballería. Seguía la caterva de jinetes, algunos con distintivos de oficiales, otros con escolta, todos de aspecto bárbaro y provocativo.
No sé a dónde iban en aquel instante. Pero, esclavo de mi obligación, he de referir las escenas más patéticas del drama conquense, y para ello haré uso del don de ubicuidad que, con otras atribuciones, me concede en casos tales mi divina Madre Clío. Sabed, pues, que aquella mañana presentose ante la Catedral el aparatoso y ridículo cortejo de la Generala doña Nieves de Borbón, de Braganza o de los demonios coronados. Apeose la tal de un salto y entró en la basílica seguida del marido y de los jefes que componían su abigarrado séquito. Junto a ella se coló en el sagrado recinto un perro de presa que era su inseparable compañero. Ya se habían dado las órdenes para que el Obispo saliese a recibirla y le cantase el indispensableTedéum por la -273- feliz entrada del Ejército Real en la histórica ciudad de Cuenca.
He aquí, lectores míos amadísimos y cristianísimos, al venerable Prelado señor Payá y Rico, plantado en el trascoro con todo su Clero, para recibir ceremoniosamente a la que representaba el poder majestático 2 impuesto por la fuerza bruta. Con evangélica humildad acompañaron el Obispo y Clero Capitular a los regios figurones, llevándolos al presbiterio, donde tomaron asiento en los sillones preparados para el caso. El Tedéum fue breve, llevado a paso de carga, a estilo militar. Berrearon los cantores de mala gana, y el alto Clero, con excepción del Obispo, hizo gala de la pompa litúrgica y de su fanático servilismo.
Terminada la ceremonia con su canticio bostezante, acompañado de sonoros golpes de órgano, los Príncipes de la sangre se aposentaron en el Palacio del Obispo, próximo al templo diocesano. Ignoro si la ocupación de la morada episcopal fue por galante obsequio del señor Payá y Rico, o por motu proprio de la desenvuelta doña Nieves, que a sus indudables dotes de mando unía la frescura y desahogo que a las personas vulgares da la falsa conciencia del derecho divino. Su temple arbitrario se manifestaba lo mismo en la llaneza para incautarse del solar ajeno, que en la fea costumbre de tutear a las personas de más alta posición y jerarquía. Apenas instalada en el Palacio la trashumante Corte, se vieron llenas de uniformes las anchurosas estancias; -274- el arrastrar de sables y el militar bullicio sustituyeron al murmullo sigiloso de una mansión eclesiástica.
En el salón de honor, decorado con un soberbio crucifijo, recibieron los Príncipes comisión de señoras, comisión de notables, que eran lo más granadito de la carcundería conquense. Allí dictó la despótica doña Blanca los fieros bandos que causaron terror al sufrido vecindario. En el primero se ordenaba que los habitantes de la ciudad, sin distinción de clases, acudieran a demoler las fortificaciones, llevando ellos mismos los útiles y herramientas necesarios. En el segundo se disponía que acudieran las mujeres y señoras con vasijas llenas de agua a sofocar el fuego del Gobierno civil, incendiado por los carlistas. El tercero, inspirado por Judas, mandaba que todos los Voluntarios defensores de Cuenca se presentasen en los claustros de la Catedral, advirtiendo que de no hacerlo así serían fusilados donde quiera que se les encontrara. Los tres bandos se fijaron en las esquinas o fueron publicados por pregón, y decían que sus disposiciones habían de cumplirsebajo pérdida de la vida.
Obedientes a las draconianas órdenes de la que algunos llamaron el Atila con faldas, acudieron con palas y picos los pobres de chaqueta y los señores de levita a desbaratar las obras de fortificación. Y como a todos les iba en ello la pelleja, también corrieron a sofocar el fuego las menestralas y las señoras, transportando el agua en cántaros, barreños -275- y pericos. Los Voluntarios defensores de la Plaza, entendiendo que serían indultados si hacían acto de arrepentimiento en el sagrado recinto de la Catedral, allá fueron cual ovejas sumisas y, con más paciencia que el amigo Job, esperaron el fallo benigno de la serenísima tirana.
¿Benignidad dijisteis? Espérense un poco, caballeros. Apenas estuvieron los voluntarios reunidos en los claustros de la basílica, llegó una cuadrilla de Suabos que les maniató por parejas; sin pérdida de tiempo los condujeron a los sótanos del Palacio episcopal, y allí quedaron encerrados cual rebaño destinado al sacrificio.
En tanto, la soldadesca vencedora, harta de comistrajes y de vino, harta de volubles placeres, mas nunca saciada ni satisfecha en sus brutales instintos, continuaba la cacería y exterminio de cipayos. Pedro Díaz Escamilla, maestro alpargatero de la Casa de Beneficencia, voluntario que peleó en la calle de la Moneda, retirose herido, escondiéndose en un desván de su casa. Allí lo encontraron los carlistas, y después de rematarlo a tiros y bayonetazos le rompieron el cráneo con las culatas de los fusiles, haciendo saltar en pedazos la masa encefálica. A la viuda de este infeliz la martirizaron cruelmente pinchándola en la espalda, y a una muchachita hija del muerto le dieron a beber tila con pólvora para que se le pasara el susto.
A un pobre vendedor de frutas, Anico el de la Ventosa, a quien acusaban de haber -276- matado a dos Zuavos, lleváronle a rastras por las calles con infernal gritería, y después de asestarle innúmeros bayonetazos, acabaron con él, junto al cuartel de San Francisco, quemándole la cara con petróleo. Un humilde dependiente municipal fue capturado cuando regresaba de llevar un parte del Ayuntamiento al Brigadier Villalaín. Cediendo a instigaciones de un carlista conquense, aquel desventurado fue conducido en las puntas de las bayonetas por la Correduría, y en su sangre mojaron los asesinos la suela de las alpargatas para reforzarla. Junto a la Puerta del Postigo asesinó la soldadesca a un cartero, de quien dijo una mujer que había dejado de entregar algunas cartas a los carlistas del pueblo. La agonía de este desgraciado fue horrenda, pues su delatora se obstinaba en hacerle comer pan y pepino.
Por soplo de gentes malignas, que nunca faltan en casos tales, supieron los vándalos del Dios, Patria y Rey, que en una casa del Pósito se escondía un cipayo llamado Vicente Cornago, enfermo de viruela negra. Allá marcharon en tropel los asesinos, decididos a librar de penas al virulento. La pobre madre del enfermo creyó que mostrándoles el cuerpo de éste, cubierto de pústulas, les convencería de la verdad de la dolencia. Los menos feroces quedaron perplejos; mas otros, que sin duda eran fieras en figura humana, insistieron en asegurar que el cipayo era un enfermo de conveniencia y que aquellas costras serían pintadas. La embriaguez -277- les enloquecía. Tras una espantable escena en que la madre trató de salvar la vida de su hijo, abrazándole con desesperado esfuerzo, se consumó el crimen odioso, entre salvajes gritos y carcajadas infernales de aquellos caribes.
Más horrores contaría; pero temo que mis buenos leyentes aparten sus ojos de estas páginas, bárbaramente ensangrentadas. Por mi gusto pondría siempre en ellas la miel de la Historia, aderezándola sabiamente con las hieles amargas que en todo tiempo afluyen de las humanas acciones. Mas tengo que rendirme a las brutalidades de una raza, que en sus accesos de locura suicida se divierte rasgando sus propias venas para morir de anemia.
Diré tan sólo que a la mujer de un pobre zapatero, asesinado en la calle del Agua, dieron el pañuelo de la víctima empapado en su propia sangre, caliente todavía. A la esposa de un humilde agente de Orden público le ofrecieron el sable con que acababan de cercenar el cuello de su marido. No satisfechos los facciosos con ser asesinos y ladrones, fueron también incendiarios, y a más del Gobierno civil pegaron fuego a la Diputación provincial, a la Plaza de Toros y a otros edificios. Con enormes lavativas lanzaban petróleo a los pisos altos; con regaderas empapaban de líquido inflamable las plantas bajas. El inmenso ruedo de la Plaza de Toros, del que surgían llamas gigantescas, era como el cráter de un volcán.
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Como infernal apoteosis de aquella fiesta de barbarie, clavaron los vándalos banderillas de fuego a los caballos heridos o enfermos que, locos de dolor, corrían por la ciudad, entre el chisporroteo y las detonaciones de la pólvora que abrasaba sus carnes.
- XXVI -
Mi privilegio de ubicuidad permitiome presenciar las pomposas audiencias que daba doña Nieves a los Jefes de su mesnada de matachines: salían éstos llevándose el aplauso y albricias de su Generala por los asesinatos y desvergüenzas con que castigaban al pueblo infeliz. En esto, anunciaron la llegada de una Comisión del Ayuntamiento que iba, con toda sumisión y protestas de fidelidad, a impetrar de Sus Altezas clemencia para los vencidos. Como medida preventiva, metieron a los comisionados en las habitaciones bajas donde estaban las cuerdas de Voluntarios presos. No quise dejar de ver a los que representaban el organismo municipal, algunos del antiguo Ayuntamiento, otros de la nueva hornada carlista. En todos vi caras afligidas y largas, y admiré las arrugadas levitas que habían sacado del fondo de los cofres para presentarse ante las reales personas, así como las chisteras abolladas y peinadas a contrapelo en las precipitaciones que la etiqueta les imponía.
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Francamente, naturalmente, diré con mi amigo Ido que me acompañaba por las escaleras y pasillos de la casa episcopal, me dieron lástima los señores concejales tratados como perros, y aun el propio don Avelino Palomeque, concejal de nuevo cuño, me fue menos antipático, por verle en tan humillante situación. No pensaba yo hablarle, pero él se dirigió a mí con menos arrogancia de lo que yo esperaba, diciéndome estas palabras: «No pase usted pena por doña Silvestra, que está bien segura en mi casa, al lado de mi madre. Si los excelsos Príncipes acceden a lo que les pediremos, todo se arreglará».
-Quédese Chilivistra al lado de su señora madre -contesté yo cumplidamente-, que allí estará como en la gloria. Y si la nobilísima doña María de las Nieves la toma bajo su protección, miel sobre hojuelas. Silvestra es una malva como usted habrá visto, un carácter angelical, dulcísimo. Para mí será muy grato que permanezca en la honesta y sagrada casa de usted hasta que Dios fuere servido de poner término a los males que a todos nos afligen.
Díjome entonces el estirado señor Palomeque que si yo gozaba, como parecía, de algún predicamento cerca de la brava doña Nieves y de su augusto esposo, les hiciese presente la conveniencia de que fuera pronto recibida la Comisión municipal que ansiaba ofrecerles sus respetos. Sin negar yo mi supuesta influencia, respondí que hablaría de buen grado a los Serenísimos Infantes, procurando -280- llevar a feliz término aquellas diferencias, y añadí que esperaran sentaditos a que de arriba viniera la orden de ser recibidos en audiencia solemne.
Volví con Ido del Sagrario al piso principal, y lo primero que vi fue el venerable Obispo sentado en el banco del portero, aguardando ser admitido a la presencia de doña Nieves. Diferentes personas había en la antesala, y entre ellas... no sé si por testimonio de mis ojos o de mi exaltada imaginación... creí distinguir la faz de Mariclío en un grupo de señoras que hablaban con Payá y Rico, lastimándose de la humillación que sufría. Estoy bien seguro de haber oído de labios del Prelado estas tristes palabras: «Ayer me pedían ustedes su protección: hoy la necesito yo». Puse toda mi alma en cerciorarme de si era verdad la presencia de Mariclío, mas no pude obtener la certidumbre que buscaba porque el buen Ido me cogió de un brazo, y llevándome al cercano pasillo donde aguardaban varios clérigos en actitud expectante, me dijo: «Véngase acá, Ilustrísimo Señor, que quiero presentarle al Canónigo Pagasaunturdua. Este buen señor desea conocer a Vuecencia».
Presentado al Canónigo, nos estrechamos las manos con familiaridad cortesana. Era un clerizonte guapo, joven y rollizo: su desenvoltura de lenguaje y ademanes revelaban el gusto del buen vivir y el menosprecio de las trabas y preocupaciones que entorpecen la existencia. Después de los saludos campechanos, -281- quedamos en que honraría yo su casa aquella misma tarde para tomar juntos una copita de Jerez y fumar un buen habano.
Al volver a la antesala vi que entraba una caterva de vándalos, arrastrando los sables y metiendo mucha bulla. Entre denuestos y amenazas decían que la canalla cipaya trataba de asesinar a los Príncipes, y que para castigar su intento sería conveniente acabar con ella. De estas inauditas barbaridades resultó que Sus Altezas dieron orden de despedir a la Comisión municipal, mandándola que se largara con viento fresco. Poco después fue admitido en audiencia el reverendo Prelado, y al gozar yo el extraordinario privilegio de presenciarla reconocí la proximidad de mi excelsa Madre, que por interés de ella y honor mío se dignaba ponerme en directo contacto con las verdades netamente históricas.
Vi a doña Nieves en pie frente a una mesa forrada de damasco. Rodeaban a la Infanta su insignificante esposo y unos cuantos bigardos de su cuadrilla: Monet, Grollo, Freixá, Villalaín, el cura de Flix y otros. La Generala vestía un traje de amazona, cuya falda recogía con la mano izquierda; en la derecha empuñaba un latiguillo que era como el cetro de su realeza, lo mismo a caballo que a pie. El perro de presa no faltaba en aquel acto solemne, vigilante al lado de su ama. Con la boina roja encasquetada, los cabellos rubios mal recogidos en un voluminoso moño, el -282- cuerpecillo tieso, la mirada fría, el rostro avinagrado, condensando en sus duras facciones toda la energía de un alma dominadora y salvaje, aguardó la entrada del Obispo.
El venerable Payá se adelantó con sereno continente, y anticipando sus finas reverencias, rogó a la Infanta que perdonase la vida a los Voluntarios presos y que pusiera término a los actos de inhumana crueldad, tan contrarios a la Religión que el Rey don Carlos ostentaba en su bandera.
«Ya he dicho a las señoras -contestó colérica y nerviosa la terrible mujer- que mis soldados necesitan un poco de expansión, después de los trabajos y privaciones que han sufrido». Y tras esto, atreviéndose a tutear a persona tan venerable, investida de la autoridad evangélica, esgrimió el látigo para imprimir acento y vigor a estas infames palabras: «Da gracias a Dios porque no hacemos contigo lo mismo que con todos esos miserables».
Aguantó el Obispo con firme ánimo la rociada y dijo, tarde ya pero aún a tiempo, lo que debió decir a los Príncipes cuando entraron en Cuenca pidiéndole que les cantara un Tedéum. Allá va el verdadero Tedéumy la sagrada voz evangélica de un Prelado que sabe su obligación: «Señora: con esa conducta ni se conquistan tronos en la tierra ni coronas para el cielo. Adiós, adiós».
Dio media vuelta el buen Payá, y retirose de la sala sin hacer la menor reverencia.
- XXVII -
Permitidme ahora, lectores muy católicos y muy amantes de nuestra patria, que os dé una opinión sincera y humana de la nefasta María de las Nieves, opinión que, sin excluir las execraciones que merece al mostrarse por primera vez en la candente arena de aquel torneo político y militar, contendrá las alabanzas que le corresponden como el modelo más extraordinario de fuerza y energía dentro del tipo femenino.
Al ponerse con su esposo al frente del Ejército Real del Centro, doña Nieves fue el alma de la facción; se impuso a todos los cabezas y cabecillas; erigiose en Generalísima incuestionable; llegó a ser muy pronto la primera estratega, la primera autoridad táctica de sus cuadrillas, a las que disciplinó y gobernó dándoles apariencias de hueste organizada. Compartía con sus soldados las inclemencias del cielo y las fatigas de las penosas jornadas; compartía también con ellos los piojos, la bazofia, los mendrugos de pan, la dureza de los lechos de piedra en las sierras ásperas, la humedad y desamparo en las desoladas llanuras.
De este modo les llevó a la conquista de Teruel, tan difícil y cruenta que hubo de levantar el asedio y salir en busca de otras arriesgadas aventuras. Con su infatigable -284- tropa, ella, que no conocía tampoco el cansancio, compartió la rabia de no haber podido ganar a Teruel, y en terrible avalancha cayeron sobre la pobre Cuenca, donde alcanzaron la gloria (que gloria fue para ellos) de plantar por primera vez en la capital de una provincia española el pendón del Carlismo.
Cuando se tuvo en Cuenca conocimiento de la entrevista de doña Blanca con el señor Obispo, antes referida, dijeron algunos: esa mujer es una hiena. Pues yo os digo que será todo lo hiena que se quiera en determinada ocasión; pero me permito enmendar la frase de este modo: esa mujer... es un hombre, el primer hombre del absolutismo, desde los tiempos de don Carlos María Isidro hasta la edad presente. En los días del asedio de Cuenca, cuando los Infantes tenían su Cuartel General en un lugar apacible de la Hoz del Huécar, la Generala, que todo lo disponía y ordenaba como experto caudillo, viendo que la ciudad no se rendía tan pronto como ella deseara, llamó a Villalaín y le dijo: «Necesito que las tropas reales tomen al momento la ciudad. Apelo a tu bravura y no creo hacerlo en vano. Ve y tómala, yo te lo mando. Si en el término de una hora no se cumplen mis órdenes, fusilarás al jefe u oficial que flaquee en el cumplimiento de su deber».
Chispazos del genio de Atila y del Tamerlán iluminaban el cerebro de aquella hembra temeraria y cruel, negación de su sexo. Desde el momento en que Cuenca cayó en poder de las honradas masas, la doña Nieves les permitió -285- todas las brutalidades, crímenes, atropellos y vandálicas libertades que se han descrito, porque sabía que de este modo se captaba para siempre la voluntad y sumisión de aquellos forajidos. Consintiéndoles la saciedad de sus apetitos, les adiestraba para continuar peleando por ella y allanando los caminos por donde corría desenfrenada la feroz ambición del marimacho más genial que ha tenido España.
- XXVIII -
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FIN DE CARTAGO A SAGUNTO



Santander-Madrid.-Agosto-Noviembre de 1911.