jueves, 4 de febrero de 2010

Cánovas (reducido)



Cánovas
Benito Pérez Galdós
- I -
Terminado el acto segundo con el grandioso concertante que sigue a la marcha de las trompetas, Leona se dispuso a comunicarme las interesantes novedades políticas que, según ella, conocía mejor que nadie en Madrid. Recatando su rostro tras el abanico, me dijo con afectada reserva: «Has de saber, querido Tito, que don Alfonso ha dado un Manifiesto a la Nación, escrito en un Colegio no sé si de Inglaterra o de Alemania. Hasta ahora no se ha hecho público ese documento, que dice cosas muy bonitas.
-¿Lo has leído tú?
-Pardon. No lo he leído. Pero mi Alejandro, que recibió un fajo de ellos para repartirlos, me ha contado todo lo que trae. Cosa buena. Como que está escrito por Cánovas, voilà.
-Sí, sí. Dirá... ya se sabe... todo lo que es de rigor cuando los Reyes destronados -17- quieren que se les franqueen los caminos o los atajos de la restauración.
-Dice... que seamos buenos... Pardon... no es eso... Dice que viene a reinar por haber abdicado su mamá, que a todos abrirá de par en par las puertas de la legalidad, o como si dijéramos, que todos entrarán al comedero para llenar el buche, passez moi le mot... Y pone más, Tito; escucha: que si al igual de sus antecesores será siempre buen católico, como hijo del siglo ha de ser verdaderamente liberal.
-Dos ideas son esas, ma cherie, que rabian de verse juntas. ¿Liberal y católico? ¡Pero si el Papa ha dicho que el liberalismo es pecado! Como no sea que el Príncipe Alfonso haya descubierto el secreto para introducir el alma de Pío IX en el cuerpo de Espartero...».
- II -

Don Alfonso estaba en puerta, aunque otra cosa pensasen los cándidos provisionales y los que creyéndose listos andan a tientas por las obscuridades de la vida. Al Gobierno de Sagasta no le llegaba la camisa al cuerpo y se defendía deportando a Filipinas a todos los que juzgaba sospechosos. -18- Sospechoso era el país entero, que pedía orden y paz, metiendo de una vez en cintura a los malditos carcas y a los insurgentes de Cuba. A tan atinadas observaciones, que mi amiga expresaba en lenguaje más llano del que yo uso, agregó luego estos familiares consejos, inspirados en un claro sentido de la realidad: «Cuídate ahora de la buena ropa, porque se ha concluido el reinado de los cursis y de la pobretería. Arrímate a Cánovas, que es el hombre de mañana, y si no tienes medios para hacerte su amigo yo te los proporcionaré. Qué, ¿te asombras? Esta pobre Lionne, que te parecerá una doña Nadie, tiene hoy un poder que ya lo quisieran más de cuatro».
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Con la mayor parte de los ministros del -19- Gabinete Sagasta tenía yo pocas relaciones. Al Presidente no le había visto desde el tiempo de don Amadeo. A Ulloa y Romero Ortiz les trataba superficialmente. Por cierto que este, en su despacho de Gracia y Justicia, adonde fui con una comisión de postulantes gallegos, nos habló del Manifiesto de Sandhurst con marcado menosprecio. El único Ministro con quien tenía yo franca amistad era el de Fomento, Carlos Navarro Rodrigo, el cual en Noviembre me manifestó su proyecto de fundar un gran periódico que defendiera la pura doctrina constitucional, contando conmigo para redactor político. ¡A buenas horas mangas verdes!
Una tarde, a fines de Diciembre (creo que fue por Inocentes, día más día menos) fui a verle a su despacho de la Trinidad, y me le encontré demudado y tan nervioso que su lengua gorda no articulaba las palabras con la claridad debida. «¿Pero no sabe usted lo que pasa, Tito? -me dijo, anonadándome con su gesto y el aire imponente de su procerosa figura-. Esto es inaudito. Vivimos en un país de locos... Por telegrama de hoy se ha sabido que en Sagunto, el General Martínez Campos ha proclamado Rey de España al Príncipe Alfonso. ¿Es esto racional, es esto patriótico?... ¿Qué personalidades del Ejército le han ayudado en su loca empresa? Se habla de Jovellar, de Balmaseda, de los Dabanes, de Borrero; no sé... no sé...».
Acto seguido entraron precipitadamente en el despacho los Directores Generales y los -20- Secretarios, con sin fin de papelotes que traían a la firma. El Ministro, con presurosa mano, garabateaba su testamento. Al despedirme, don Carlos me dijo: «Nuestro periódico se quedará para mejores tiempos. Ahora mismo voy a ver a Serrano Bedoya y a Primo de Rivera, para saber qué determinan el Ministro de la Guerra y el Capitán General de Madrid... Esto no puede quedarse así... Algo muy gordo pasará... Quizás no pase nada... Veremos...».
Caviloso me volví a mi casa, y al subir la escalera sentí mi espíritu lanzado a un torbellino de ideas contradictorias. La renovación social y política que se anunciaba ¿era un paso hacia el bienestar nacional o un peligroso brinco en las tinieblas?...
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- III -

«Para que te vayas enterando, mi buen Tito, te mando estos apuntes producto de mi observación directa en los risueños lugares de Levante. Días ha encontrábame yo en las ruinas del teatro romano de Murviedro, rememorando la espantosa ocasión de la caída -32- de la heroica Sagunto en poder del furioso Aníbal, cuando mi fiel criada Efémera me trajo el aviso de que en el caserío llamado de les Alquerietes ocurría un suceso, que no por previsto era menos interesante para mí. Volando fuimos allá Efémera y yo, y vimos numerosas tropas del Ejército del Centro formadas en cuadro. Frente a ellas, el General Martínez Campos, rodeado de brillante Estado Mayor, pronunciaba con ronca elocuencia un militar discurso, comenzado con negra pintura de los males de la Patria y concluido con proponer la panacea de su invención, la cual era proclamar Rey de las Españas al joven Príncipe Don Alfonso.
»Yo vi a Martínez Campos el 27 de Diciembre por la noche, cuando llegó a Sagunto en una tartana, acompañado del Teniente Domínguez. Estábamos él y yo en la misma posada. Ya sabes que aprecio mucho a este General, reconociendo en él cualidades de bravo militar y honrado caballero. Me ha dolido verle metido en este enredo. Si la Restauración era un hecho inevitable, impuesto por fatalismo histórico, los españoles debían traerla por los caminos políticos antes que por los atajos militares. Cánovas opinaba como yo, y al fin ha tenido que doblar su orgullosa cerviz ante la precipitada acción de las espadas impacientes.
»Al tanto estaba yo de lo que tramó don Arsenio en el Ejército del Centro, antes de irse a Madrid; de la misión que llevó a la Corte el Comandante Aznar, de las conferencias -33- que tuvo con Martínez Campos, y de la clave convenida para que este viniese a dirigir y encauzar el movimiento. La clave telegráfica, que pasó por mis manos, decía: naranjas en condiciones. Las primeras tropas que se unieron al General para dar el grito fueron las que mandaba el Teniente Coronel Aragón, Jefe de la reserva de Madrid. Las demás no tardaron en agregarse.
»Con mis propios ojos vi al General Martínez Campos, la noche que llegó a Sagunto, escribir tres cartas que mandó a su destino con el Comandante Salcedo. El sobre de una de ellas decía simplemente: Brigada Laguardia.- Villarreal. La segunda carta iba dirigida a don Pablo Corral, Teniente Coronel de la misma Brigada. Y la tercera al Coronel Borrero, Jefe del Regimiento de la Constitución, que se hallaba en Castellón de la Plana. Tras el emisario mandé a Efémera, hija del Tiempo, educada por Eolo, y yo me fui a dar una vuelta por Valencia, para ver lo que allí pasaba. Cuando me reuní con Efémera dejé a esta al cuidado de lo que ocurriera en Villarreal y volé a Castellón, donde observados directamente los actos y palabras del General Jovellar que mandaba uno de los Cuerpos de Ejército del Centro, comprendí que la Restauración era ya un hecho, y que por la vulgaridad de aquellos sucesos, la Historia no debía precisar pormenores que carecían de todo interés.
»Apunta, hijo, apunta en media página el resumen de las directas observaciones de tu -34- Madre. Ayudaron a la fácil traída de don Alfonso los hermanos don Luis y don Antonio Dabán, Borrero y don José Bonanza, el Jefe de Estado Mayor Brigadier Azcárraga; el Teniente Coronel Aragón, los Comandantes Aznar y Salcedo, y casi todos los jefes y oficiales de la Brigada Laguardia y del Cuerpo de Ejército mandado por Jovellar. Efémera y yo nos reíamos de la llaneza ramplona con que en España se desarrollan y se redondean estas revoluciones pacíficas que llaman pronunciamientos. El de Sagunto fue una comedia, El juego de las cuatro esquinas, representada en un escenario de algarrobos.
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Apenas comprendieron Sagasta y sus Ministros que al pronunciamiento de Sagunto se adhería con blanda unanimidad toda la fuerza militar del Centro y del Norte, se apresuraron a retirarse por el foro cantando bajito. Se hizo la pamema de detener en el Gobierno civil al imponderable don Antonio Cánovas, el cual pasó algunas horas en el despacho del Gobernador señor Moreno Benítez, obsequiado por este, y recibiendo plácemes, -39- mimos y reverencias de innumerables hombres públicos, arrimados temporalmente a un sol que alumbraba antes de nacer. Don Emilio, amigo de Cánovas, le envió al Gobierno Civil una cama para que descansase cómodamente en su breve cautiverio. Por tal fineza, el ilustre malagueño favoreció después a su amigo con rápidos adelantos en la carrera de la Magistratura.
Al día siguiente, si no estoy equivocado, después de un fugaz e ilusorio poder omnímodo del Capitán General de Madrid, Primo de Rivera, se constituyó la indispensable Junta con figuras culminantes del alfonsismo. Poco después, maese Cánovas, como quien cambia los títeres de un retablo, compuso en esta forma el llamado Ministerio Regencia: Presidencia: Cánovas. -Estado: don Alejandro Castro. -Gracia y Justicia: don Francisco Cárdenas. -Hacienda: Salaverría. -Guerra: Jovellar. -Marina: Molins. -Gobernación: Romero Robledo. -Fomento: Orovio. -Ultramar: Ayala.
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Entre los que vendían protección me topé con Telesforo del Portillo (Sebo), colocado ya en un buen puesto del Gobierno Civil, a las órdenes del secretario don Federico Villalba. Serafín de San José había sido llevado al Ayuntamiento por el nuevo Alcalde, Conde de Toreno. Mi amigo Fabriciano López, a quien yo había conocido largos años en la intimidad de Llano y Persi, Felipe Picatoste y el Marqués de Montemar, progresistas de abolengo, tenía ya labrado un nido en la Secretaría de la Presidencia, donde estaban colocados Carlos Frontaura, Lafuente, Fernández Bremón y el joven Esteban Collantes. También encontré allí al simpático Vicente Alconero, que no iba ciertamente al olor de los destinos, sino por pasar el rato. -41- De la conversación que con él sostuve, saqué la sospecha de que tenía puestos los puntos al acta de diputado por el distrito de La Guardia.
Se me olvidaba consignar... y no extrañéis el desorden de mi cabeza, pues ya sabe mi parroquia que yo endilgo mis cuentos brincando locamente de idea en idea... olvidé referir, digo, que el día 2 de Enero del 75 salieron de Madrid los individuos designados para traer al Rey Alfonso de las lejanas tierras donde se encontraba. Componían dicha Comisión el Marqués de Molins, los Condes de Valmaseda y Heredia Spínola, y don Ignacio Escobar, director de La Época, todos hombres muy serios y de encopetada representación para el caso. Una de las primeras medidas del Ministerio Regencia fue suspender a rajatabla los siguientes periódicos: El Imparcial, El Pueblo, El Correo de Madrid, La Bandera Española, El Cencerro, La Prensa, El Gobierno, La Iberia, La Igualdad, El Orden, La Civilización y La Discusión.
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- IV -

Mientras llegaba la ocasión de salir de dudas, Casiana y yo matábamos el tiempo acudiendo a presenciar todo suceso pintoresco que el flamante reinado nos ofrecía. Un luminoso día de Enero se puso Casiana el más decente de sus vestiditos, yo la pañosa con embozos de terciopelo carmesí que adquirí con los dineros de la Madre, y nos fuimos al Prado a presenciar la entrada del nuevo Monarca.
Había yo visto el solemne paso procesional de adalides revolucionarios victoriosos, o de Reyes y Príncipes que venían a traernos la felicidad, y calculaba que todas estas entradas aparatosas eran lo mismo mutatis mutandis: gran gentío, apreturas, aplausos, un punto más o un punto menos en el diapasón de los vítores, la chiquillería subida a los árboles, y los balcones atestados de señoras que sacudían sus pañuelos como espantando moscas. En algunos casos hubo también soltadura de palomitas que volaban despavoridas, huyendo del popular entusiasmo.
Una procesión de carácter bien distinto, tétrica y desesperante, y que marchaba en sentido inverso, dejó en mi alma impresión hondísima: la salida del cortejo fúnebre de Prim para el santuario de Atocha. Señaló una coincidencia que me resultó irónica: en el mismo sitio donde vi la entrada de don Alfonso de Borbón había visto pasar el entierro del grande hombre de la Revolución de -47- Septiembre, que dijo aquello de jamás, jamás, jamás.
Entró el Rey a caballo. Vestía traje militar de campaña, y ros en mano saludaba a la multitud. Su semblante juvenil, su sonrisa graciosa y su aire modesto le captaron la simpatía del público. En general, a los hombres les pareció bien; a las mujeres agradó mucho. Al subir don Alfonso por la calle de Alcalá, el palmoteo y los vivas arreciaron, y en los balcones aleteaban los pañuelos de un modo formidable. Tras el Rey marchaba un Estado Mayor brillantísimo. Lo que más gustó a Casiana, según me dijo, fue el juego de colorines de las bandas con que se adornaban los señores cabalgantes a la zaga del Soberano barbilampiño. Igualmente me preguntó si aquellos caballeros tan majos y revejidos eran Generales, y si el Rey jovencito les mandaba a todos. Después contempló embelesada el paso de los coches en que iban los Ministros y el alto personal palatino, cargados de plumachos, galones y cruces, y quiso saber si aquellos pajarracos eran también marimandones; a lo que yo contesté: «Todos los que ves vestidos de máscara mandan; pero más que ellos mandan sus mujeres y otras tales, esas que están encaramadas en los balcones, y algunas que andan por aquí».
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Despejado el terreno pasé yo, y atravesando el salón donde se reunía el Consejo de Ministros, llegué al despacho del Presidente. A muchos personajes de primera magnitud política había yo visitado en mi vida; pero ninguno me causó tanta cortedad y sobresalto como don Antonio Cánovas del Castillo, por la idea que yo tenía de la excelsitud de su talento, por la leyenda de su desmedido orgullo y de las frases irónicas y mortificantes que usar solía. Apenas cambiamos las primeras frases de saludo, empezó a disiparse -56- la leyenda del empaque altivo, pues me encontraba frente a un señor muy atento y fino, y de una llaneza que al punto ganó mi voluntad. Hízome sentar a su lado, en un sofá casi frontero a la mesa de despacho, y hablamos... quiero decir, él habló y yo escuché, atento a su palabra enérgica, vibrante y un poquito ceceosa.
«Deseaba verle, señor Liviano -me dijo-, porque he tenido ocasión de leer páginas sueltas referentes al Cantón de Cartagena, escritas por usted en el propio cráter de aquella revolución empezada sin tino y concluida sin grandeza. Más que páginas, son notas trazadas al vuelo frente a los acontecimientos, ya en los bastiones de Galeras o San Julián, ya en la cubierta de los barcos sublevados. Esas notas borrajeadas con el desgaire que imponen la premura del tiempo y la nerviosidad del observador, me encantan a mí lo indecible, porque en ellas veo como el primer aliento de la Historia, libre aún de artificios y llevando en sí el aroma de la veracidad».
Quedose el buen Tito de una pieza oyendo estos elogios, y por un momento llegó a creer que el Presidente le tomaba el pelo. Mi estupor fue tal que ni acerté a darle las gracias por tan increíbles piropos. Don Antonio, ajustándose los lentes y alzando luego la cabeza, movimientos en él muy comunes, prosiguió así: «Ya sé lo que va usted a decirme, y es que esas páginas, esas notas, esos que mejor será llamar apuntes o bosquejos, han -57- sido escritos efectivamente por usted; pero no se han publicado. Y usted pensará: ¿cómo puede este señor haber leído mis escritos si aún no han tenido la sanción de la letra de molde? Pues si no lo sabe le diré que tengo una loca afición a los estudios históricos. A mí llegan diversos papeles interesantes, trozos de la Historia viva que aún destilan sangre al ser arrancados del cuerpo de la Humanidad. Yo los leo con avidez; los ordeno, los colecciono... ¿Cómo llegaron a mí los escritos de usted? No lo sé ni me importa saberlo...».
- V -

Segundos no más tardé en sustraerme al mundo quimérico para volver a la esfera real. El sagaz estadista, adoptando el tono familiar apropiado al asunto que quería tratar conmigo, me dijo así: «Sé que es usted amigo de Cárceles y de otros que tuvieron parte muy visible en las locuras del Cantón; seguramente lo es usted también de Tonete Gálvez, que, según mis noticias, fue la cabeza más firme y el brazo más fuerte en las jornadas de Cartagena. Estará usted enterado de que los cantonales que escaparon en -58- la Numancia permanecieron largo tiempo en Orán, encerrados en un castillo. El Gobierno francés dispuso, a fines del año anterior, internarlos en la provincia de Constantina. Contreras y su ayudante Rivero accedieron a ser internados; Manuel Cárceles, Germes, Gálvez y Gutiérrez obtuvieron un salvoconducto para fijar su residencia en Suiza. Allá se fueron, creo que en Diciembre último. Y ahora pregunto yo a don Proteo Liviano: ¿Están aún en Suiza? ¿Algunos de ellos ha vuelto a España? Dígame lo que sepa. Habla con usted el amigo, no el gobernante, y debo advertirle que estoy decidido a no perseguir a nadie, ni aun a esos cuatro que, como usted sabe, están condenados a muerte. Las realidades del Gobierno y la fuerza indudable de la Situación que presido me imponen la clemencia. Oportunamente pienso dar una amnistía general, que ha de comprender a esos ilusos, más románticos que criminales. Espero que me diga usted, si lo sabe, el paradero de Cárceles, Germes, Gutiérrez y Gálvez, y no vacilo en indicar que me intereso singularmente por este último. Antonio Gálvez es un hombre de bien; un político de ideas extraviadas, pero muy puro y muy sincero; caudillo valiente hasta la temeridad. Sus sentimientos generosos le impulsan hacia el bien, y si alguna vez hizo el mal fue por obedecer ciegamente a la pasión revolucionaria».
Asentí con fuertes cabezadas y algún monosílabo a lo que don Antonio me decía en -59- elogio a Gálvez. Como yo declarase con toda ingenuidad que ignoraba el paradero de los emigrados del Cantón, el Presidente me sorprendió con este rasgo de franqueza: «Tenemos una policía detestable. No veo en ella más que la proyección más inútil y desmayada de nuestro matalotaje burocrático. Si yo tuviera tiempo y no me agobiaran atenciones de superior importancia, intentaría organizar un Cuerpo de Seguridad muy a la moderna. Pero es más difícil crear aquí una buena policía que poner en pie de guerra un gran Ejército. Por esa caterva de vagos, mendigos y soplones, que no otra cosa son nuestros actuales corchetes, ha sabido el Gobierno que andan por Madrid algunos presidiarios de los escapados de Cartagena. Me han hablado de un armero, muy hábil por cierto, que trabaja en la calle de los Reyes, y de un vejete que se dice aristócrata napolitano y al parecer es gran pendolista y pintor de ejecutorias. De seguro habrá en Madrid muchos más y usted quizá los conozca. Ya comprenderá que no trato de perseguirlos. Si esos infieles viven de su trabajo y no hacen daño a nadie, arréglense como puedan. Lo que yo deseo de usted, señor Liviano, es que por esa gente o por otra indague si está Gálvez en Madrid. En caso afirmativo, trate de verle y dígale de mi parte que no se dé a conocer y se le proporcionará buen recaudo para retirarse a Beniaján o Torre Agüera, sin peligro alguno... Y ahora, dispénseme, don Proteo, que yo dé a usted esta comisión, puramente -60- confidencial y amistosa. Esto queda entre nosotros, y si dan resultado sus investigaciones y tiene la bondad de venir a manifestármelo, ya sabe que con sólo presentarse a Esteban Collantes será usted recibido por mí cuando guste».
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- VI -

En los primeros días de Febrerillo loco, mi amigo Prieto y Villarreal me llevó a una reunión de zorrillistas en casa de Cristino Martos. Concurrieron a ella todos los que seguían a don Manuel y muchos militares de los que quedaron defraudados y vencidos el 3 de Enero de 1874. Asistí yo al conciliábulo como simple testigo, y no despegué los labios por no sentir mi ánimo dispuesto para ninguna clase de campañas políticas. Había levantado don Manuel Ruiz Zorrilla la bandera de la República frente a la Restauración, y tales fuerzas militares y civiles agrupó a su lado, que el Gobierno alfonsino creyó preciso disponer el extrañamiento de aquel gran ciudadano, rebelde y tenaz.
Decretado el ostracismo de don Manuel el 4 de Febrero, con la coletilla de que no podría volver a España sin permiso previo del Gobierno, aquella misma noche fue puesto en ejecución. Los zorrillistas y otras personas unidas al temible revolucionario por vínculos de amistad, hicieron acto de presencia en la estación del Norte.
Representando el ideal vencido que la Restauración quería lanzar del suelo patrio, estaban en el andén Castelar, Salmerón, Carvajal, Rivero, Echegaray, Martos, Pablo Nougués, Aguilera, Pedregal, García Ruiz y -72- otros muchos. Del estamento militar vi a los Generales Izquierdo y Lagunero y al Brigadier Carmona, que salieron pitando para el destierro al día siguiente.
Entre los amigos distinguíanse por su significación alfonsina don Pedro Salaverría, Ministro de Hacienda, y el simpático Subsecretario de la Presidencia, Esteban Collantes. De dónde provino la amistad de Salaverría con don Manuel, no lo sé; la de Esteban Collantes y García Ruiz tuvo su raigambre en la tierra palentina, donde Ruiz Zorrilla o su señora poseían extensa propiedad rústica. La despedida fue triste y afectuosa; los abrazos, efusivos; discreto el entusiasmo.
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A la noche siguiente no falté a la tertulia que algunos amigos teníamos en el Café de Zaragoza. Casiana iba conmigo. Asiduo concurrente a nuestras mesas era el Capitán Palazuelos, a quien yo conocí de Teniente el año anterior: a la sazón prestaba servicio en la Subsecretaría de Guerra. En cuanto llegué se puso a mi lado y me refirió lo que sabía del suceso de Navarra, acaecido no lejos del siniestro lugar en que murió trágicamente el General Concha. He aquí su relato sucinto:
«El 2 de Febrero, si no estoy equivocado, el jefe carlista Mendiri atacaba con preferencia al segundo Cuerpo del Ejército, por suponer que con el General en Jefe, Primo de Rivera, hallábase el Rey Alfonso. En la tarde del 3, cuando menos lo esperaba la división Fajardo, compuesta de dos brigadas (una de las cuales estaba en Lácar bajo el mando de Bargés y la otra en Lorca), embistieron los de Mendiri el pueblo de Lácar con extraordinaria bravura, llevando consigo a Cavero, Pérula y no sé quién más, con aguerridos batallones y bastantes piezas de artillería. Ante lo formidable del ataque flaquearon los nuestros; oyéronse gritos de: ¡Estamos vendidos! ¡Sálvese el que pueda!, y el Regimiento de -79- Valencia se dispersó, siguiéndole al poco rato los soldados de Asturias. Ni Fajardo ni Bargés cuidaron de poner centinelas en los altos de Alloz y de Murillo, y a ello se debió principalmente el descalabro.
»Cuando Fajardo, que estaba en Lorca, oyó los primeros disparos, se puso al frente del Regimiento de Gerona y se dirigió a la montaña que separa aquel pueblo del de Lácar. Mas nada pudo hacer para dominar la confusión en aquella hora fatídica. El desaliento era unánime, lo mismo en los jefes que en los soldados. También se dispersó el Regimiento de Gerona, y el brigadier Viérgol se vio forzado a retirarse del sitio de peligro. Primo de Rivera, ocupado entonces en el emplazamiento de piezas de Artillería sobre Monte Esquinza y en hacer pruebas de puntería sobre los pueblos enemigos, acudió en auxilio de los de Lácar y Lorca, logrando remediar un tanto el desastre.
»En la madrugada del 4, el General Fajardo, al frente de la tropa, con las cajas de caudales, botiquines y material de guerra, salió de Lorca, retirándose hacia Esquinza. También los de Mendiri se desmandaron, y viendo este que sus tropas se lanzaban al saqueo y al inútil derramamiento de sangre, retirose a Estella. En el Ministerio aseguran que el Rey no estuvo en peligro más que breves instantes. Alguien ha dicho que se hallaba en la torre de una iglesia situada entre los pueblos de Lácar y Lorca. Según las -80- versiones oficiales, Su Majestad permanecía en su alojamiento de Villatuerta, donde oyó muy de cerca los disparos de fusilería. Cuentan que dijo a los que le rogaban que no se aventurase a salir: Un Rey no debe ocultarse cuando silban las balas a su alrededor. Cómo y en qué forma salió de su alojamiento, no he logrado saberlo. En Guerra me han dicho, sin precisar la hora, que el Rey emprendió la marcha a galope tendido hacia Puente la Reina».
A mis observaciones sobre la obscuridad del relato de Palazuelos, contestó este: «Ha de pasar algún tiempo antes que sean conocidas en todos sus pormenores las jornadas dudosas y equívocas que hoy designamos con los nombres de Lácar y Lorca. Entiendo yo que la Historia, cuando se ve precisada a referir con verdad acontecimientos de esta índole, pasa grandes apuros y se ve ahogada en perplejidades enojosas. Los que intervinieron en estas acciones, procediendo con negligencia o aturdimiento, no ponen en sus despachos la debida fidelidad. Si es sospechoso el testimonio de los nuestros, también lo es el de los enemigos, que siempre exageran y sacan las cosas de quicio cuando han tenido algún momento afortunado... Los carlistas cantaron victoria al recogerse a Estella. Ya veremos quién cantará el último».
Cuando terminó el Capitán su bosquejo de Historia equívoca, nos enredamos en otras pláticas más amenas y en bromas y diálogos picantes que no nos corrompían las oraciones. –
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-Ya sabe Casiana el suceso de autos que voy a contarle a usted, y se ha puesto muy -82- contenta... Ea, no quiero dilatar el plato de gusto que le tengo a usted preparado. Oiga, don José, y vaya sacudiendo las tristezas que le agobian desde que supimos la terrible trapatiesta de aquellos malditos pueblos navarros. ¡Ánimo, valiente, que no hay mal que cien años dure, ni desdichas que no terminen con algo lisonjero!... Pues, señor: don Alfonso XII celebró en Puente la Reina Consejo de Generales, donde se acordó lo que no sabemos ni nos importa. De allí fue a Pamplona y luego se dirigió a Logroño, con objeto de visitar al Duque de la Victoria. ¿Qué tal? Su ídolo de usted, el invencible Espartero, recibió al joven Monarca con las demostraciones de afecto más efusivas, y pidiendo a sus ayudantes la cruz laureada de San Fernando, que él ganó en las gloriosas campañas de la primera guerra civil, la puso en el pecho del simpático reyecito. Debo añadir amigo don José, para que usted se esponje, que al realizar don Baldomero este acto de acendrado monarquismo, elogió calurosamente la conducta de Alfonso XII en la breve campaña que a usted le tiene tan compungido.
-Algo es algo. ¡Viva el Duque! -exclamó Ido-. Me complace el suceso; pero siempre me queda un dejo de aquellos amargores.

- VII -

Menudas jaquecas daban a don Antonio los señores del lastre reaccionario, que pesaba brutalmente en la nave de la Situación. Por el sistema efemerídeo que me había revelado la Madre, introducía yo mi pensamiento en el cerebro del grande hombre. Allí se me comunicaba su iracundia por las enormidades que imponerle querían los bárbaros del vetusto Moderantismo. Ponían estos el grito en el cielo al ver que los primeros puestos de la Política, de la Administración y del Ejército eran arramblados por la taifa de Septiembre, y se aprestaron a las represalias metiendo a don Francisco Cárdenas, Ministro de Gracia y Justicia, en el jaleo de derogar la Ley de Matrimonio Civil de 18 de Junio de 1870. Con tal atropello resultaron concubinatos los matrimonios legalmente contraídos, y naturales los hijos habidos en ellos. Horrísona tempestad levantó en la Prensa y en la opinión este atroz desafuero, y mientras el Papa se frotaba las manos de -84- gusto, el jefe de los alfonsinos rabiaba en silencio, viendo frustrado su sano propósito de cimentar su política en el Manifiesto de Sandhurst.
Nadie me contaba el estado mental del Presidente del Consejo. Sentíalo yo en mí mismo por el contacto misterioso del pensar canovístico con el pensar de este humilde vocero de la vida hispana. Por el mismo artilugio milagroso pude apreciar que no hicieron maldita gracia al insigne malagueño los airados decretos con que Orovio puso en la calle y desterró a los Catedráticos de la Universidad Salmerón, Giner de los Ríos, Azcárate y otros, lumbreras de la Filosofía y del Derecho, y apóstoles de la libertad de conciencia. Por este acto de brutal intolerancia y por sus pintorescos chalecos, transmitió su nombre hasta los alrededores de la posteridad el Marqués de Orovio que, aparte su ciego fanatismo, era una persona decente y honrada.
Con un bello desorden que a mi parecer da colorido y sabor picante a las minucias históricas, os contaré que el Rey don Alfonso, muy contento con la cruz laureada que Espartero puso en su pecho, partió de Logroño a Burgos, y después de visitar Valladolid y Ávila regresó a Madrid, donde las masas oficiales le recibieron con palmas. En tanto, su madre doña Isabel no cesaba de mover el ánimo irritable de los borbónicos netos para que le abrieran brecha o caminito por donde colarse en el suelo patrio. Suspiraba por la -85- espesura florida de Aranjuez; necesitaba una estación balnearia para la primavera, y en verano no podrían pasarse, ni ella ni las Infantitas, sin los baños de mar.
Cánovas, que profesaba el principio filosófico-político de mantener a las Reinas Madres alejadas del foco de la gobernación, indicó a doña Isabel, con muchísimo respeto, la residencia de Mallorca para sus esparcimientos y regocijos primaverales y veraniegos. En esto, sabedor Carlos VII de los anhelos de su augusta prima, le escribió brindándole para su descanso y recreo las Provincias Vascongadas donde él reinaba... Ridícula es la carta en que el Pretendiente ofrecía las playas vizcaínas y guipuzcoanas a doña Isabel para su temporada estival. Entre otras simplezas se dejó decir lo siguiente: «Si quieres ir a Lequeitio o Zarauz, donde estuviste en otras épocas, puedes ocupar los mismos palacios que entonces habitaste, pues no creo posible que en tal caso los marinos de tu hijo continuaran bombardeando aquellos puertos, y si lo intentasen, tengo cañones de suficiente alcance para que te dejen tranquila». Doña Isabel fue lo bastante discreta para no aceptar la farandulesca protección de su primito. ¡Estaría bueno que las dos ramas que habían desgarrado el cuerpo de la pobre España disputándose un trono durante más de medio siglo, hicieran paces vergonzosas por los baños de ola de Lequeitio!
Si buenas dosis de acíbar tragó Cánovas por las imposiciones del elemento retrógrado -86- y obscurantista, como diría Ido, no fue mala compensación la dulzura de ver entrar en la legalidad al truculento guerrillero don Ramón Cabrera, culminante figura del carlismo. Conviene consignar algunos antecedentes familiares de este gran suceso. Cuando el llamado Tigre del Maestrazgo pasó el Pirineo en 1840, perdida ya la causa de don Carlos, fue a parar a Inglaterra, donde la fama de su temerario arrojo rodeó su nombre de una aureola de trágica leyenda. En Londres se destacó vigorosamente su atezado rostro, su mirada fulgurante, el aspecto de fiereza medioeval, y se contaban las cicatrices que hacían de su cuerpo un heroico jeroglífico. No necesitaron los ingleses forzar su imaginación para ver en Cabrera una figura genuinamente shakespiriana.
Pasado algún tiempo, la leyenda del guerrillero y su presencia personal interesaron el corazón de una dama inglesa, protestante, rica y noble. La dama y el héroe contrajeron matrimonio con todas las de la ley. Entró, pues, Cabrera en una vida pacífica y burguesa, a la cual se atemperó fácilmente el adalid más terrible, sagaz, activo y sanguinario que ha existido en nuestras discordias civiles. Determinó esta evolución del carácter de Cabrera el genio de su esposa, que supo subyugar la fiereza del cabecilla insigne.
El tigre cedió a la blanda ferocidad de la tigresa, convirtiéndose en apacible cordero. Un amigo de Cabrera, que le había conocido -87- en España, me contó que una noche fue a visitarle a su casa de Londres, situada en el West, junto a un Square o plazoleta jardinada. Al entrar en esta encontró a don Ramón, de frac, fumándose tranquilamente un puro. Al abrazar a su amigo, el tigre domesticado le dijo: «Me encuentra usted aquí porque mi mujer no me deja fumar en casa».
En rigor de verdad debe decirse que más que la señora contribuyó a la domesticación de la fiera el plácido ambiente de un país liberal y protestante, de un país en que imperaba la justicia y el orden, en que los ciudadanos vivían dichosos ejercitando sus derechos y sometidos al suave rigor de las leyes. A nadie pudo sorprender que un hombre tan inteligente y agudo como Cabrera evolucionase radicalmente, acabando por abominar de la salvaje guerra dinástica de su país, y se asqueara de las vesanias y horrores en que él desplegó todo su coraje. Últimas palabras de esta conversión fueron los intentos de transigir con don Amadeo y aun con la República, y, por último el acto decisivo de reconocer a don Alfonso como el único Rey posible en España. A este feliz resultado se llegó mediante negociaciones en que intervinieron de una parte el Duque de Santoña, Merry del Val y Pareja de Alarcón, y de la otra el señor Homedes, sobrino del famoso guerrillero, y otros amigos de este.
En un Manifiesto publicado en París, dijo Cabrera a los carlistas con buenas formas que el absolutismo teocrático era una estupidez -88- en nuestros tiempos, y que del lema de la bandera facciosa dejaba a los fanáticos el Rey, llevándose consigo el Dios y Patria. Don Carlos espetó contra su antiguo General un enfático documento, privándole de todos sus títulos, empleos y honores, castigo que al flamante alfonsino le tenía sin cuidado. En cambio don Alfonso incluyó el nombre de Cabrera en el escalafón de Capitanes Generales, reconociéndole el título de Conde de Morella y todas las condecoraciones que ganara en los campos de batalla, peleando contra la causa liberal.
Figurando ya en la Grandeza militar y social del nuevo reinado, el de Morella se instaló en Biarritz para trabajar más de cerca en pro de Alfonso XII. Muchos carlistas prestigiosos se fueron con él, y la estrella del Pretendiente empezó a perder su brillo, anunciando un próximo eclipse. Aquel amigo que había encontrado a Cabrera en la plazoleta del West londinense fumándose un habano, me contó que en Biarritz la transformación de la figura del tigre superaba en radicalismo a la mudanza de sus ideas y de su carácter. Se había dejado la barba; su rostro no carecía de serenidad placentera; el empaque y la ropa delataban la rigidez protestante y el característico tono británico. Hablando, salpicaba de sus labios un ligerísimo acento inglés. ¡Oh tempora, oh mores!
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- VIII -

El primer suceso público que relatan mis crónicas en la declinación del verano fue la recrudescencia de las sofoquinas que a don Antonio daban los moderados. Los antagonismos en el seno del Ministerio parecían ya irreductibles. Se tiraban los trastos a la cabeza por si las primeras elecciones de la Restauración habían de hacerse con el sufragio universal o con el restringido. Cánovas del Castillo, que a sus grandes talentos unía un arte sutil para deshacerse de los revoltosos y amansar a los díscolos con el sencillo gesto de abandonar el Poder, dejando tras sí como emblema de castigo el vacío de su persona, inventó un Ministerio Jovellar que fue plasmado rápidamente en esta forma: Romero Robledo, Ayala y Salaverría conservaron sus carteras de Gobernación, Ultramar y Hacienda. En Guerra, con la Presidencia, quedó Jovellar. Y entraron: en Estado, don Emilio Alcalá Galiano, Vizconde del Pontón; en Fomento, don Cristóbal Martín Herrera; en Gracia y Justicia, don -100- Fernando Calderón Collantes, y en Marina, Durán y Lira.
Heroico remedio fue para la turbada política el mutismo de don Antonio, mejor dicho, medio mutis como los que en las acotaciones de las comedias se designan con la siguiente fórmula: hace que se va y se queda. Para estos pasos escénicos tenía el maestro Cánovas una singular destreza, casi estoy por decir travesura, y de ello dio nuevos ejemplos en posteriores épocas de su mando. El flamante Ministerio correspondió dócilmente a los fines que motivaron su presencia en el retablo político, y el 1.º de Octubre, tras una gestación que no debió ser muy laboriosa, la señora Gaceta dio a luz un decreto estableciendo que el nuevo Parlamento se formaría con arreglo a la ley electoral de 1870. El sufragio universal había vuelto a levantar la cabeza, y los moderados, con excepción del inflexible don Claudio Moyano, bajaron la cresta convencidos de que se quedarían fuera de la circulación política si continuaban encerrados en las covachas del tiempo viejo.
Desembarazado de los engorrosos obstáculos que le ocasionó la cuestión electoral, Cánovas volvió a ser cabeza visible de la Situación en la Presidencia del Consejo. A Jovellar dio el mando supremo de Cuba, prebenda que fue muy del agrado del General. En Guerra entró Ceballos; en Fomento el Conde de Toreno. Martín Herrera pasó a Gracia y Justicia, y don Fernando Calderón Collantes a Estado. Los demás Ministros, -101- excepto Alcalá Galiano, siguieron en sus puestos.
Ante un público de amigos inquietos y ambiciosos, congregado en el Circo del Príncipe Alfonso el 7 de Noviembre, celebró Sagasta con endechas tribunicias el advenimiento del partido liberal monárquico y la felicidad que había de resultar del turno pacífico, del equilibrio, del balanceo metódico entre los dos elementos que diferenciaban e integraban la política general, sirviendo a la Nación y al Rey cada cual con su credo, cada cual con su dogma, sin perjuicio de comulgar ambos en el ideal común, en el ideal dinástico, etc... No expresó don Práxedes su pensamiento con los vocablos y frasecillas que aquí empleo. Yo no asistí a la reunión; pero creo interpretar fielmente la substancia del discurso utilizando las notas tomadas al oído que me trajo el diligente informador Epaminondas.
Que Sagasta puso en las nubes la Constitución del 69 y pisoteó la del 45, no hay para qué decirlo. Hizo un discreto elogio de los derechos individuales y de la libertad de conciencia, armonizando estas conquistas con el estricto mantenimiento del orden, y concertó las notas chillonas del Himno de Riego con la grave salmodia de la Marcha Real. El Partido Constitucional combatiría con el mismo ardimiento los excesos de la demagogia y las atrocidades de la reacción... Todo iba bien, muy bien. Los liberales dinásticos, provistos ya de las necesarias recetas para entrar con -102- salud en la política activa, andaban por Madrid a fines del 75 como chiquillos con zapatos nuevos. Faltaba que el Gobierno convocase al pueblo a los comicios, que se efectuaran las elecciones, y que se supiera quiénes salían triunfantes del seno hermético de las urnas.
Perdonadme, lectores de mi alma, que pase como gato fugitivo por este período de una normalidad desaborida y tediosa, días de sensatez flatulenta, de palabras anodinas y retumbantes con que se disimulaba el largo bostezar de la Historia. Todo este fárrago de convencionalismos resobados pasó de las manos caducas del año 75 a las tiernas manecitas del 76. Funcionó el artefacto electoral, y para haceros comprender su eficacia me bastará decir que Romero Robledo estrenó entonces su extraordinaria maestría en la fabricación de Parlamentos. Con tiempo y saliva designó y encasilló a los padres de la Patria, formando a su gusto el montón grande de la mayoría conservadora y el montón chico de la minoría liberal dinástica, sin olvidar unas cuantas figuras sueltas, sacadas de las urnas o de los cubiletes con un fin ornamental y pintoresco. Fue al Congreso Emilio Castelar por el cariño que Cánovas le tenía, y para que no estuviera solo pusieron a su lado al señor Anglada. Una vez más, y aquella vez más que otras, lució sobre Madrid y España la espléndida mentira de la Soberanía Nacional.
Ya sé, ya sé que mis lectores me agradecen -103- mucho que no les cuente la teatral apertura de las Cortes el 15 de Febrero de 1876, con la fastuosa mascarada palatina, ni el discurso del Rey, ni los subsiguientes trámites rutinarios de elección de Mesa, examen de actas y constitución definitiva en las dos Cámaras. Todo esto, visto a cierta distancia, es aburridísimo, letal, y el que lo contase de buena fe o lo leyere con paciencia moriría de un ataque agudo de fastidio. Las Cortes alfonsinas habían de empezar sus tareas pergeñando una nueva Constitución, pues la del 12, la del 37, la del 45, la del 54 y la del 69, todas incumplidas, o barrenadas como suele decirse, estaban ya inservibles.
Aunque el pío lector no me lo agradezca, doy de lado la discusión del Mensaje, juego de pirotecnia verbosa en el cual cada orador respiraba por sus heridas, conforme a la postura política en que le habían dejado los sucesos de los últimos años. Pidal se revolvía contra don Antonio por no haber traído este a la Restauración las furias ultramontanas; Moyano execraba la Revolución de Septiembre, pintándola como un criminal esparcimiento demagógico; Sagasta, cantando por todo lo alto, izaba el gallardete de la Soberanía Nacional; Castelar y Pavía disertaron extensamente sobre el pro y el contra del 3 de Enero del 74; Cánovas, con derroches de lógica elocuente, contestaba a unos y otros requiriéndoles a la paz y concordia en los altares de la legalidad alfonsina; todos, en fin, se encastillaban en las ficciones o decorosas -104- pamplinas que les servían de plataforma en aquella encrucijada de los destinos de España.
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- X -
El segundo suceso histórico de aquel día fue la terminación de la guerra civil. Desde fines del año anterior andaban muy atropellados los carlistas. No tenían dinero, no tenían generales de empuje. El atontado Carlos VII puso al frente de sus tropas a don Alfonso de Borbón y de Habsburgo, Conde de Caserta, hermano del ex-Rey de Nápoles Francisco II, e hijo en segundas nupcias de Fernando, el llamado Rey Bomba. El pobre Conde de Caserta, con toda la hinchazón de su regia prosapia, carecía de dotes para regir una poderosa hueste en quien iba faltando la interior satisfacción. En tanto, el Gobierno de Cánovas, viendo ya maduro el fruto de la paz, organizó dos grandes Ejércitos con nutrido contingente de todas armas, mandado el uno por Martínez Campos y el otro por Quesada. El primero llevaba consigo a los Generales Blanco y Primo de Rivera; Quesada iba en la compañía de hombres tan expertos y conocedores del territorio como Moriones, Loma, Villegas y otros.
Ambos Ejércitos adquirieron fáciles ventajas, así en el suelo navarro como en el país vascongado y límites de Santander. Martínez Campos emprendió su famosa marcha hacia el Baztán, iniciando el movimiento envolvente a lo largo de la frontera que pronto dio -122- sus frutos. Primo de Rivera, después de sacudir duras palizas a las partidas facciosas, no ya Cuerpos de Ejército, en Santa Bárbara de Oteiza, La Solana y línea del río Egea, entró en Estella el 19 de Febrero del 76. Tan importante suceso y la victoria alcanzada por el General Blanco en Peña Plata determinaron la desbandada de las tropas carlistas. Estas gritaban ¡traición, traición! y en grupos salían por pies hacia el Pirineo.
Según el Marqués, las ventajas obtenidas se debían en primer término a la eficacia de las armas liberales, después al influjo de la plata repartida entre los pobres carlistas, descalzos, hambrientos, aburridos ya de un heroísmo inútil. Viendo ya seguro el fin de la guerra, Cánovas dispuso que don Alfonso fuese al Norte a recoger abundante cosecha de laureles. Entró el Rey en Tolosa el 21 de Febrero, aclamado por alfonsinos y carlistas. Un batallón guipuzcoano se sublevó en Leiza a los gritos de ¡Mueran los traidores! ¡Nos han vendido!, teniendo que retirarse Carasa con su Estado Mayor y escolta, no sin que le insultaran. El batallón de Guernica se insurreccionó contra sus jefes, y en todas partes se repetía: Esto se ha concluido.
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Pasados unos días, el 20 de Marzo de 1876, propuse a Segismundo que fuésemos los tres a presenciar la entrada de Alfonso XII en Madrid al frente de las tropas victoriosas en el Norte, pues según anunciaba la Prensa tendríamos un acontecimiento grandioso, vibrante, solemne, un himno a la paz cantado al unísono por el pueblo y las altas clases sociales. Esta indicación mía dio motivo a un sustancioso juicio histórico del rebelde, que merece el honor de la letra de molde. Ahí va:
«Detesto la guerra civil dinástica, y es tan vivo mi odio a ese medio siglo de lucha fratricida sin gloria y sin fruto, que nada encuentro en él que pueda contentarme. Tanto me amarga esa guerra que me incomodan hasta las victorias, me carga el heroísmo y me revientan los laureles. Para mí, la contienda de familia debió quedar acabada y finiquita el mismo 34, a los pocos meses de entrar en España por Elizondo el inmenso mentecato don Carlos María Isidro, cuando Martínez de la Rosa lanzó la frase de un faccioso -125- más. En este desdichado país no había entonces sentido político ni militar sentido, ni el vigoroso estímulo de la conservación nacional. Por la flaqueza de estos sentimientos, los españoles no supieron extirpar el mal aplicando con dureza implacable el procedimiento quirúrgico. La querella dinástica se hizo crónica, y la repugnante dolencia creció invadiendo el cuerpo social en el curso del siglo. Todavía ¡pobre España!, todavía tienes sarna que rascar para largo tiempo.
»En vez de resolver a rajatabla el problema Vendeano, diose tiempo a los carlistas para que se tomaran la beligerancia, para reclutar hombres y allegar dinero formando ejércitos casi regulares, para proveerse de una pequeña Corte y erigir un Estado minúsculo, dotado con todos los engorros burocráticos y administrativos. Los liberales, a su vez, se preparaban apercibiendo los resortes complejos del viejo mecanismo histórico. En seguida empezaron los encuentros, las batallitas, el correr y perseguirse por los ásperos montes y los verdes oteros, que fueron y son campos del fanatismo. Para mayor desdicha de la Patria, ambos Ejércitos eran valientes, incansables. Los triunfos y los descalabros se compartían por igual. El heroísmo flameaba en uno y en otro bando; victorias hubo aquí, victorias allá, mas ninguna bandera logró desgarrar definitivamente la bandera contraria.
»En el rápido crecimiento de la grey militar, muchos veían ventajas positivas. Si -126- acertaban estos ilusos España era un país felicísimo y envidiable, pues en los fatídicos tiempos de la guerra civil, las frecuentes concesiones de grados por méritos efectivos multiplicaron profusamente la cifra de Oficiales y Jefes. Muchos, hermanando el valor con la fortuna, pasaron muy pronto de Tenientes a Generales. De esta categoría teníamos caudillos bastantes para mandar los Ejércitos de Napoleón. Naturalmente, bromas tan sangrientas en el campo de la Historia no podían ser de larga duración. A los siete años de un batallar tenacísimo, los dos Ejércitos, fatigados y anhelantes de la paz, cayeron en la cuenta de que lo más conveniente y positivo para entrambos era pactar franca reconciliación, abrazarse y lanzar el Todos somos unos. Tal como lo pensaron lo hicieron, conviniendo en mantener y dar valor efectivo a los grados, empleos y condecoraciones ganados por una y otra hueste en siete años de rabiosa porfía. ¿Por qué, Señor, a santo de qué? Por si debía reinar varón o hembra.
»El huevo de Vergara fue ciertamente un huevo de paz. Pero de él, al calor de nuestras incurables tonterías políticas, ha salido una gusanera que es incubación de todo aquello que creíamos muerto y sepultado. Te dije antes que en las guerras intestinas me cargan los heroísmos, los laureles marchitos apenas ganados, y ahora te digo que me carga también la paz, porque aquí la paz es el huevo de que sale otra generación con la misma -127- estúpida manía del pleito familiar dinástico, de la demencia bélica, de la multiplicación de Generales... Ya ves lo que ha pasado en los últimos años. Otra vez parece que tenemos paces. Pero no te fíes...
-En este momento entra don Alfonso en Madrid -dijo Casiana-. ¿No oyen ustedes los tambores y cornetas que suenan lejos, lejos?
-Oímos, sí -prosiguió Segis-. Además de oír, desde aquí veo yo el contento del Rey y el júbilo del pueblo inocente y confiado que le aclama. ¡Pobrecitos! Llaman paz a una tregua cuya duración no podemos apreciar todavía.
-Tienes razón -afirmé yo-, y es posible que los carlistas no vuelvan a tomar las armas, porque verdaderamente no lo necesitan. Los vencedores se han traído acá las ideas de los vencidos, creyendo que en ellas consolidarán el trono flamante.
-Todo queda lo mismo -continuó García Fajardo, con gran seguridad en su juicio-. El Borbonismo no tiene dos fases, como creen los historiadores superficiales, sino una sola. Aquí y allá, en la guerra y en la paz es siempre el mismo, un poder arbitrario que acopla el Trono y el Altar para oprimir a este pueblo infeliz y mantenerlo en la pobreza y en la ignorancia. Lo único positivo en ese cortejo brillante que ahora atraviesa las calles de Madrid es un sinfín de Generales, Jefes y Oficiales nuevos, agregados a los que ya teníamos, una caterva de funcionarios viejos o novísimos que fundarán sobre el doble catafalco, -128- Altar y Trono, una política de inercia, de ficciones y de fórmulas mentirosas extraídas de la cantera de la tradición. Todo esto va decorado con el profuso reparto de honores, distinciones y títulos nobiliarios. Pronto veréis, amigos míos, el Anuario de la Grandeza empedrado de Condes y Marqueses. En lo de acuñar nobles al por mayor y en la prodigalidad de los Excelentísimos, Ilustrísimos y Reverendísimos, no hay país en el mundo que nos iguale. ¡Oh desmedrada España! Cada día pesas menos, y si abultas más atribúyelo a tu vana hinchazón».

- XI -

Ya supondrán los píos lectores que habiendo paz en España ardió Madrid en fiestas, conforme al ceremonial de alegría pública que amenizaba nuestra Historia desde que volvió del destierro Fernando el Deseado en 1814. Vestían los balcones abigarradas percalinas, las más de ellas de respetable ancianidad, pues ya figuraron en el regocijo de 1860, cuando entraron las tropas vencedoras en África, y en el regocijo del 68, entrada de Serrano vencedor en Alcolea. De noche fulguraban las hileras de gas en los edificios públicos, y en el caserío lucían de trecho en trecho los farolitos de aceite con parpadeo mustio y lacrimoso. La iluminación pública era la misma que esmaltó las noches en diferentes -129- ocasiones de júbilo, como el nacimiento del Príncipe y las Infantas, o la traída de aguas del Lozoya.
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Y ahora, lector mío, a mi modo continuaré la Historia de España, como decía Cánovas. En cuanto terminaron los desaboridos festejos, las Cortes enredáronse en el arduo trajín de fabricar la nueva Constitución, la cual si no me sale mal la cuenta, era la sexta que los españoles del siglo XIX habíamos estatuido para pasar el rato. Naturalmente, se nombró una Comisión cuyos individuos trabajaban como fieras para pergeñar el documento, y a este propósito os diré que la última nota del regocijo público, en los jolgorios de la paz, la dio don Antonio Cánovas con una frase graciosísima que vais a conocer. Hallábase -130- una tarde en el banco azul el Presidente del Consejo, fatigado de un largo y enojoso debate, cuando se le acercaron dos señores de la Comisión para preguntarle cómo redactarían el artículo del Código fundamental que dice: son españoles los tales y tales... Don Antonio, quitándose y poniéndose los lentes, con aquel guiño característico que expresaba su mal humor ante toda impertinencia, contestó ceceoso: «Pongan ustedes que son españoles... los que no pueden ser otra cosa».
Cuando ya conocimos la letra y el espíritu de la Constitución, Segismundo recitaba algunos fragmentos dándoles un sentido contrario al que textualmente tenían. El tercer párrafo del famoso artículo 11, que trata de la cuestión religiosa, lo volvía del revés en esta forma: «Todo ciudadano será molestado continuamente en el territorio español por sus opiniones religiosas y por el ejercicio de su respectivo culto, conforme al menosprecio debido a la moral universal». Otras cláusulas del mismo Código ponía mi amigo en solfa, asegurándonos que a tales burlas le incitaba una vena profética posesionada de su espíritu. Sin atormentar su fantasía contemplaba en los días futuros la sistemática violación de aquella Ley, como violadas y escarnecidas fueron las cinco Constituciones precedentes. En el propio estado de pérfida legalidad seguiría viviendo nuestra Nación año tras año, hasta que otros hombres y otras ideas nos trajeran la política de la verdad y la justicia, gobernando, no para una clase -131- escogida de caballeros y señoras, sino para la familia total que goza y trabaja, triunfa y padece, ríe y llora en este pedazo de tierra feraz y desolado, caliente y frío, alegre y tristísimo que llamamos España.
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Ni la cólera pontificia, ni la promulgación del sexto Código fundamental, producto de los ocios políticos, ni el presupuesto alfonsino, ni la cuestión foral, atraían mi dislocado pensamiento... Pasaron tardos y tediosos los meses caniculares con suave mejoría de mi dolencia, y a la entrada de otoño creí notar que lo que ganaba en salud física lo perdía en facultades mentales, pues sentíame tonto, muy lento en el discurrir y en formar juicio -133- de las cosas. En la soledad de mi casa, suspendidas ya las caminatas campestres, el buen Segis trataba de sacudir mi pereza mental refiriéndome pormenores de la maquinación sediciosa. En París habían llegado a un acuerdo Salmerón y Ruiz Zorrilla, concertando un pacto del cual esperaban grandes frutos los amigos de don Manuel. Contra este convenio tronó Emilio Castelar en carta dirigida a Morayta desde Garrucha. En tanto, los zorrillistas seguían conspirando de lo lindo en Francia y en Madrid. Segis me aseguró que en una vivienda obscura de la calle de la Aduana tenían Ladevese y Santamaría la oficina revolucionaria, en que tramaban un alzamiento combinado de paisanaje y tropa. Llegaron al Gobierno soplos de esta conjura, y una mañana fueron presas más de doscientas personas entre civiles y militares.
Escuchaba yo esto como quien oye llover, y no presté mayor atención a las parrafadas de Segis comentando el bill de indemnidad (dicho a la inglesa para entenderlo mejor) que Cánovas pidió a las Cortes en Noviembre. Sagasta y el Duque de la Torre, capitaneando con bravura el Partido Constitucional recién empollado, pedían ya el Poder, que era como pedir la luna. Al discutirse la reforma de las leyes municipal y provincial del año 70, don Antonio se batió con ellos, con Castelar y con los moderados, en memorables sesiones de indudable interés teatral.
Leíame Casiana los discursos del malagueño; decía Segis a este propósito cuantos disparates -134- se le ocurrían, y yo, recobrando por un momento la lucidez de mi espíritu, pude aventurar esta gallarda opinión, que mis interlocutores oyeron estupefactos: «Conozco el pensamiento de Cánovas; penetro en su cerebro por privilegio que me ha dado mi excelsa Madre. El hombre de la Restauración sacude a un lado y otro los latigazos de su potente oratoria porque ve en peligro su obra, la ensambladura del Altar y el Trono; sospecha que los enemigos del régimen se preparan a reconquistar por la fuerza el Poder que por la fuerza se les arrebató en Sagunto.

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- XIV -
Entrando en materia sin preámbulos, como buen tasador del tiempo, don Antonio me dijo: He leído los artículos de usted. Yo leo todo escrito que tiene entre sus líneas una intención recta y sana, aunque el autor, dejándose arrastrar de las seducciones de la forma, no penetre en las entrañas de la realidad, que no está nunca en la superficie. Ha tratado usted con sumo arte y donosura el -163- asunto del casamiento del Rey. Escribe usted muy bien, y la gallardía con que eleva sus miras hacia la Historia me encanta. Pero ha de permitirme que a sus opiniones oponga las realidades indestructibles que para tan complejos problemas nos ofrece la constitución interna de nuestro país».
«Si en algunas afirmaciones se ha equivocado usted, en otras ha tenido un feliz acierto. Hubo en efecto negociaciones para traer al solio de España a la Princesa Beatriz de Inglaterra. Cuando tuvimos aquí al Príncipe de Gales planteé yo el asunto. Pero debo decirle que lo inicié tímidamente, movido de un ideal histórico que siempre me sedujo, aunque nunca dejé de prever las dificultades de tan audaz empresa. No pasaron aquellas tentativas de una exploración que pronto quedó terminada, pues apenas llegamos a tratar del cambio de religión para que la Princesa de Inglaterra pudiera ser Reina de España, se vio la imposibilidad de llegar a un acuerdo. Nos hallábamos ante un nudo imposible de desatar, porque el puritanismo -164- protestante es tan fanático como nuestro catolicismo. En cuanto la Reina Victoria se enteró de que su hija tenía que hacerse papista para ser nuestra Soberana, cerró la puerta a toda inteligencia. Esto no se hizo público; por el contrario, se guardó un secreto escrupuloso para evitar el estallido de un turbón ultramontano que sabe Dios a qué extremos de violencia habría llegado.
-¿Y cree usted, señor don Antonio -me atreví yo a decirle con el mayor respeto-, que si la Reina Victoria hubiera mirado con buenos ojos el cambio de religión de Beatriz habríase producido aquí alguna tormenta clerical?
-Seguramente, sí. Pero ésa la hubiese sofocado yo. Respondo de ello.
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»Por lo demás, hemos resuelto del modo más feliz el asunto interesante del casamiento del Rey. ¿Qué nos importan las majaderías del inquieto Montpensier, ni la palinodia que ha tenido que cantar para poner a su hija en el trono de España? Hemos doblado esa hoja triste de las querellas dinásticas. Los resquemores de doña Isabel han ido a parar a la cesta de los papeles rotos. Esa buena señora no tiene derecho a trazar una página rencorosa en los anales contemporáneos. Ningún efecto nos han hecho las ridículas bravatas de mis buenos amigos los moderados de la vieja cepa, ni el discurso del pobre Moyano sacando a relucir un texto arcaico y manido de Donoso Cortés. Lo importante, lo definitivo es que la Infanta Mercedes, futura Reina de España, atesora las cualidades más bellas: linda, modesta, dócil, amable, inteligente, apenas lanzado su nombre en el remolino de la opinión, se ha hecho popular. ¿Qué más podemos apetecer? Reina bonita, discreta, popular... Por lo demás...».
Dejé de percibir la voz de don Antonio. Después vi su figura en pie, desvanecida, alejándose de mí. El grande hombre se hallaba en un salón lujoso, rodeado de damas elegantes, Marquesas y Duquesas que le agasajaban solicitando su conversación ingeniosa, amenísima, a veces cáustica. Entre aquellas señoras creí ver a la dama de Mula, y seguramente vi a Mariclío, fastuosa, calzada -168- con el alto coturno. Pasó a mi lado inundándome con su fragancia helénica.
Lo más extraño fue que detrás de la Madre vino hacia mí Casiana. Al verla empecé a dar voces, y entonces sentí que me sacudían los brazos diciéndome: «Despierta, hijo, que ya has dormido más de la cuenta». Mis primeras palabras al abrir los ojos fueron: «¡Ah, qué delicioso olor a tomillos!». Casiana me acercó al rostro un ramo de estas aromáticas hierbas. «¡Déjame gozar de aroma tan delicioso! -exclamé yo-. ¡Ay, pero esas plantas no son del monte Hymeto!
-Son de la Casa de Campo.
-¿Vienes tú de allí, chiquilla?
-No, hijo, no. Esto me lo trajo Nicanora que fue allá con varias amigas a visitar a un guarda, pariente suyo.
-¡Oh, la Casa de Campo! Allí estarían paseando la Infanta Mercedes y el Rey Alfonso, que son novios y se van a casar pronto, ya lo sabes. La futura Reina es simpática, humilde, linda, y apenas se habló de su boda se hizo popular.
-Todos hablan bien de ella menos Segismundo, que está con la tecla de que por ser hija de Montpensier debían haberla puesto a cien leguas del trono de España. El demonio de Segis y otros tan locos como él, ya lo oíste noches pasadas, querían que nos trajeran aquí una protestanta para casarla con don Alfonso.
-Cánovas me ha dicho que la idea es hermosa. Pero que se opone a realizarla el ser -169- interno... ¿lo entiendes?... el cuerpo y alma de esta Nación, que es Católica hasta los tuétanos. Don Antonio teme que el ser interno se le vuelva trágico, y trata de irlo conllevando por lo lírico hasta que, fortalecido el poder real, etcétera... En suma, Casianilla de mis pecados, que ha de llover mucho hasta que los Gobiernos de esta tierra puedan decirle al amigo Pío, o a sus sucesores: Tente allá, Papa, que los españoles ya sabemos salvarnos cada cual a su modo».

- XV -
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Coincidió mi resurgimiento a la vida con los desposorios de Alfonso y Mercedes, obligado motivo de festejos oficiales, palatinos, y en aquel caso señaladamente populares. Yo no me acerqué a la basílica de Atocha, teatro del espléndido ceremonial, ni vi el desfile de la procesión epitalámica desde el templo a Palacio. Aunque frecuentaba ya la calle y los paseos, no quise meterme en el remolino de las muchedumbres regocijadas, ávidas de contemplar tan lucido espectáculo. Pero, sin verlo, la frescura de mi imaginación permitíame apreciar el soberbio cuadro, por el recuerdo de otras cabalgatas del propio estilo en diferentes ocasiones de la Historia.
Desde el Retiro, donde me paseaba con Casianilla, veía yo en mi mente las carrozas de la Casa Real, los arreos del guadarnés, los soberbios caballos que pausadamente tiraban de los coches, el mover rítmico de las cabezas de los brutos adornadas de vistosos plumachos, las bordadas libreas, las blancas pelucas, el sinfín de jinetes palatinos y militares, los timbaleros y clarines, reyes de -174- armas, monteros de Espinosa, caballerizos, correos y carreristas, los mancebos, lacayos y palafreneros, y por fin, los regios novios y el acompañamiento de coronadas testas, de Príncipes, embajadores y magnates, que componían el cortejo nupcial. Si doña Isabel II brillaba por su ausencia, por su presencia majestuosa resplandecía doña María Cristina, de albo cabello y dulce sonrisa que el paso de los años no había logrado destruir. Don Francisco de Asís ocupaba el puesto que por regia clasificación le correspondía, y el suyo los Duques de Montpensier y las Infantas hermanas de Alfonso XII.
Si aparté mis ojos, recién abiertos a la luz, de estas magnificencias callejeras, no pude resistir la tentación de presenciar las dos corridas de toros con caballeros en la plaza, que fueron el número popular en el programa de los reales festejos. Obra fue del Municipio esta solemnidad taurina. Por cierto que los ediles discutieron calurosamente si debía celebrarse en la Plaza Mayor, teatro antaño de los regios torneos taurómacos así como de los autos de fe, o utilizar para el caso la nueva Plaza de Toros, inaugurada en 1874. Prevaleció por fin este criterio, y yo, ávido de gozar el lindo espectáculo, tomé cuatro delanteras de grada, pues además de Casiana convidé a Segis y a Ido del Sagrario.
Llegado el día feliz entré en la Plaza con mi pareja y mis dos amigos, arrebatado de un gozo infantil que embellecía y agrandaba todas las cosas. El nuevo Circo, que yo veía -175- entonces por primera vez, se me representaba superior en grandeza y hermosura a la idea que tenemos del Coliseo de Roma, y el ornamento de banderolas, escudos, gallardetes, guirnaldas, guardamalletas, lanzas de torneo y demás requilorios, se me antojó lo más bello y gracioso que pudiera imaginarse. El alborozo de mi espíritu convertía las flores de trapo en naturales y olorosas, los tapices de percalina en ricos reposteros de seda y oro.
Si de tal modo transfiguraba mi fantasía las cosas materiales, imaginad mi desenfreno optimista al contemplar el mujerío que en gradas y palcos dábame la impresión de una corte celestial de belleza y amor. Desde nuestros asientos veíamos perfectamente el palco regio; cuando en él aparecieron Mercedes y Alfonso, rodeados de Majestades históricas aunque cesantes y venidas muy a menos, y de las Princesas y Príncipes de Borbón y Orleáns, estalló un ciclón de aplausos y aclamaciones que bramaba y crujía como un cataclismo atmosférico.
- XVI –
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A principios de Junio circularon por Madrid rumores de que la Reina Mercedes no gozaba de buena salud. En nuestras divagaciones por la Castellana y el Retiro, Casiana y yo la veíamos pasar en coche con su esposo, y en efecto, notamos en su linda carita palidez, tristeza, un indeciso mohín que a mí me pareció algo como despego de la vida. -188- Nos interesábamos por la joven Soberana como si fuera de nuestra familia, y el propio sentimiento creo yo que alentaba en todo el pueblo de Madrid. Vino Mercedes al trono de España como símbolo de paz, sin odios por su parte, sin ningún recelo por parte de la Nación. Merecía reinar, merecía vivir...
Después de San Antonio, festividad del padre de la Reina, fue más denso el rumor de la enfermedad de esta, y ya no se ocultaba lo grave del caso. Quién decía que era una afección al pecho, quién que una fiebre maligna; muchos recordaban que otros hijos de Montpensier habían muerto en plena juventud, de calenturas infecciosas, contra las cuales nada pudo la ciencia; algunos, desviando los hechos del terreno lógico al de las conjeturas supersticiosas, afirmaban que sobre don Antonio de Orleáns pesaba una maldición: no podía ser feliz en su vida doméstica el que había sido en la pública desleal, ingrato y locamente ambicioso. Era el Duque una capacidad administrativa, hombre ordenadísimo, económico, buen esposo, buen padre, y a despecho de estas apreciables dotes nadie le quería. En la mente popular se claveteaba con remaches duros la idea fatalista de que los hijos inocentes han de expirar las culpas de los padres pecadores.
El 22 de Junio aumentó tanto la gravedad de la Reina infeliz, que se desconfiaba de salvarla. En la Mayordomía de Palacio agolpábase el gentío aristocrático y oficial, cubriendo de firmas tal número de pliegos que -189- pronto se formaron montes de papel en las anchas mesas. El pueblo soberano, que no firmaba porque no sabía o no le dejaban, hizo pública demostración de su afecto a la Reina ocupando silencioso y triste la Plaza de Oriente y sus avenidas. Casiana, Segis y yo recorríamos los grupos de aquella plebe consternada y ansiosa que, clavando sus ojos en los balcones de Palacio, firmaba según su peculiar modo de escritura. Las impresiones que recogimos aquí y allá pueden ser sintetizadas en esta forma: Merceditas era la cándida paloma que trajo a España el ramo de oliva. Mientras ella calentó el nido huyeron espantadas las víboras de la trágica escandalera dinástica en el siglo XIX.
El día 23 llegaron de París los Duques de Montpensier, llamados por un angustioso telegrama del Rey Alfonso. Ante la hija herida de muerte disimularon su consternación, y a espaldas de Mercedes pidieron que fuese llamado a consulta el célebre médico republicano Federico Rubio...
El 24 arreció la gravedad de la enferma con síntomas y caracteres que inducían a la desesperación; se creyó que la Reina terminaría su vida en el aniversario de su natalicio: el día de San Juan Bautista cumplía Mercedes de Orleáns diez y ocho años. Contra este horrible sarcasmo del Destino protestaron la familia de la moribunda, el mundo palatino, las clases altas y bajas de Madrid y el pueblo entero de España, elevando al cielo todas las formas de plegaria, desde las más -190- solemnes a las más humildes. Hiciéronse rogativas en innúmeros templos, catedrales, parroquias, conventos, santuarios y ermitas; enronquecieron frailes, monjas, capellanes y canónigos de tanto pedir a Dios la vida de la joven Reina; y hasta las pobrecitas presas de la Cárcel de Mujeres reunieron, cuarto a cuarto, suma bastante para mandar decir una misa rezada con el mismo piadoso objeto.
En la noche del 24 al 25 se inició ligera remisión en la enfermedad. Las salas próximas a la regia alcoba parecían un campamento; aquí y allá, recostados en los lujosos divanes, daban descanso a sus fatigados huesos Montpensier, la Princesa de Asturias, los Cardenales Moreno y Benavides, y los palatinos de servicio. Las personas que no se movían a ninguna hora de junto al lecho de Mercedes eran don Alfonso, la Marquesa de Santa Cruz y la Infanta Luisa Fernanda.
El 25 renació la confianza. Federico Rubio dijo que no se debía tener por imposible la salvación de la Reina. A propósito del doctor Rubio referiré las voces que aquel día corrieron por Madrid. Según el rumor público, el famoso médico se presentó en Palacio vestido de americana y se le dijo que no podía penetrar en la Cámara Real sin ponerse levita, a lo que don Federico respondió que él no entraba en aquella casa por su voluntad, que le habían llamado para ver un enfermo, y que iba con el traje que usar solía en el ejercicio de su profesión... Después supe por el propio Federico Rubio que todo -191- aquello era una fábula, que fue a Palacio como le exigían su dignidad, su educación y el respeto a los compañeros.
Llegada la noche del 25 al 26 disipáronse las esperanzas rápidamente. No había salvación para la Reina. Extendida la triste noticia por todo Madrid, el público abandonó los teatros, los cafés y los círculos de recreo. Grandes muchedumbres acudieron a Palacio, invadiendo el patio y galerías bajas. La guardia exterior tuvo que desalojar el edificio; pero el gentío siguió estacionado en la Plaza de la Armería y en la de Oriente...
Desde las primeras horas de la mañana del 26, entrañaba la situación de Mercedes una definitiva, inevitable desesperación. Todas las personas que rodeaban el lecho mortuorio, hijas de Reyes las más, magnates o Príncipes de la Iglesia las otras, presenciaron enmudecidas por la congoja el lento descender de la Reina a la región de la eterna sombra... Mercedes expiró a las doce y cuarto.
En pleno día, el vecindario de Madrid llenaba las calles; se oían más las pisadas que las voces... A punto de las tres de la tarde, el insigne Ayala, desde su sitial de la presidencia del Congreso, pronunciaba una corta oración fúnebre, de la cual entresaco lo que a mi parecer expresa con más delicadeza y ternura el duelo de España en aquel luctuoso día:
«Ya lo oís, señores Diputados: nuestra bondadosa Reina, nuestra cándida y malograda Reina Mercedes, ya no existe. Ayer celebramos -192- sus bodas; hoy lloramos su muerte. Tan general es el dolor como inesperado ha sido el infortunio; a todos alcanza; todos lo manifiestan; parece que cada uno se encuentra desposeído de algo que ya le era propio, de algo que ya amaba, de algo que ya aumentaba el dulce tesoro de los afectos íntimos; y al verlo arrebatado por tan súbita muerte, todos nos sentimos como maltratados por lo violento del despojo, por lo brusco del engaño.
»Joven, honesta, candorosa, coronada de virtudes antes que de la Real diadema, estímulo de halagüeñas esperanzas, dulce y consoladora aparición... ¡quién no siente lo poco que ha durado!... No sé, señores Diputados, si la profunda emoción que embarga mi espíritu en este momento me consentirá decir las pocas palabras con que pienso, con que debo cumplir la obligación que este puesto me impone. No es porque yo crea sentir más vivamente el funesto suceso que ninguno de los que me escuchan; porque son tan variadas, tan acerbas las circunstancias que contribuyen a hacer por todo extremo lamentable la desgracia presente, que no hay alma tan empedernida que le cierre sus puertas. Pero concurre una tristísima circunstancia, que nunca olvidaré, a que yo la sienta con más intensidad en este momento.
»Testigo presencial de los últimos instantes de nuestra Reina sin ventura, aún tengo delante de mis ojos el lúgubre cuadro de su agonía; aún está fresca en mi mente la imagen -193- de la pena, de la horrible y silenciosa pena que, con varios semblantes y diversas formas, rodeaba el lecho mortuorio: he visto el dolor en todas sus esferas. Allí, nuestro amado Rey, hoy más digno de ser amado que nunca, apelaba a sus deberes, a sus obligaciones de Príncipe, a todo el valor de su magnánimo pecho, para permanecer al lado de la que fue la elegida de su corazón, y para reprimir, aunque a duras penas, el alma conturbada y viuda que pugnaba por salir a sus ojos. Allí, los aterrados padres de la ilustre moribunda, viva estatua del dolor, inclinaban su frente ante el Eterno, que a tan dura prueba les sometía, y con cristiana resignación le ofrecían en holocausto la más honda amargura que puede experimentarse en la vida. Incansables en su amor, la Princesa de Asturias y sus tiernas hermanas seguían con atónita mirada todos los movimientos de la doliente Reina, como ansiosas de acompañarla en la última partida. Allí, la presencia del Gobierno de Su Majestad representaba el duelo del Estado; los Presidentes de los Cuerpos Colegisladores el luto del país...».
A estas expresiones elevadas, patéticas, que revelaban al orador elocuente y al poeta eximio, añadió Ayala otras que podríamos llamar de literatura oficial, proponiendo que enmudeciera la tribuna parlamentaria hasta que el cuerpo de la infortunada Reina recibiese cristiana sepultura.
El suceso del día siguiente fue la exposición pública del cadáver de Mercedes en el -194- Salón de Columnas. No exagero al decir que medio Madrid desfiló por la capilla ardiente. Las apreturas fueron horribles; se entraba por la Plaza de la Armería y se salía por la puerta del Príncipe. El sentimiento, derivando a la curiosidad, convertíase en fuerza irresistible que todo lo arrollaba: hubo desmayos, síntomas de asfixia, magulladuras y estrujones tan violentos que muchas personas hubieron de ser auxiliadas en la Casa de Socorro o en las farmacias próximas.
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- XVII -

Una tarde de Julio, paseando por el Prado, oímos estas coplas, cantadas por las tiernas niñas que jugaban al corro: ¿Dónde vas, Alfonso XII? -¿Dónde vas, triste de ti? -Voy en busca de Mercedes, -que ayer tarde no la vi. -Si Mercedes ya se ha muerto; -muerta está, que yo la vi: -cuatro Duques la llevaban -por las calles de Madrid. La simplicidad candorosa de estos versos, en boca de inocentes criaturas, se me metía en el corazón avivando la doliente memoria de la Reina sin ventura, muerta en la flor de la edad.
Otro día, en Recoletos, oí las mismas coplas, continuadas de este modo: Su carita era de Virgen, -sus manitas de marfil, -y el velo que la cubría -era un rico carmesí. -Los zapatos que llevaba -eran de rico charol, -regalados por Alfonso -el día que se casó. Recreándonos con tan ingenua cantata dimos la vuelta al corro, y pudimos enriquecer el poema infantil con esta otra cuarteta: El manto que la cubría -era rico terciopelo, -y en letras de oro decía: -Ha muerto cara de cielo.
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Requería Vicente mi persona un día y otro para convencerme de la necesidad de que yo me lanzase de lleno a la política activa, afiliándome con él al partido de Sagasta. Apuró Halconero sus razones sin persuadirme, y entre otras cosas me dijo que el propio don Práxedes le manifestó deseos de tenerme a su lado, porque ansiaba fortalecer el Partido Constitucional con gente moza, atraer a todos los jóvenes de mentalidad a la moderna, aunque hubiesen sido revolucionarios y -197- alborotadores en días no lejanos. El relleno de sus adeptos, consistente en progresistas acartonados, necesitaba renovación.
Después de hablar por boca de Sagasta, habló Vicente por la suya diciéndome que si me determinaba podía contar desde luego con un distrito seguro para salir diputado, bien cediéndome el suyo, La Guardia, bien Villarcayo, el de su suegro, pues este ansiaba retirarse de la vida pública. «Como ve usted -añadió-, tengo dos distritos. Escoja el que quiera».
Contestele que yo agradecía mucho su generoso interés, pero que me repugnaba el cunerismo y nunca pasó por mi mente pertenecer a esos rebaños parlamentarios que forma el Ministro de la Gobernación como Dios hizo el mundo, de la nada. Sostuve que en España no existe la representación nacional, y que los diputados no expresan más opinión que la de unos cuantos señores; que en las Cortes no reside ninguna parte de la soberanía, y que la ley fundamental del Estado no es más que una edición bonita y esmerada de las coplas de Calaínos. Todos los poderes residen en el Rey y en las camarillas, a las que están subordinados los jefes de las ganaderías políticas.
De estas afirmaciones surgió una discusión entre cómica y seria, y Halconero acabó por arrancarme la promesa de que iría yo con él a ver a Sagasta. Al salir de casa de mi amigo y entrar en los jardinillos para reunirme con Casiana, vi un ruedo infantil que cantaba -198- con dulces vocecitas las coplas que en otra página he transcrito, y estas que ahora copio: Los faroles de Palacio -ya no quieren alumbrar, -porque Mercedes se ha muerto -y luto quieren guardar. -Junto a las gradas del trono -una sombra negra vi, -cuanto más me retiraba -más se aproximaba a mí. -No te retires, Alfonso; -no te retires de mí, -que soy tu esposa querida -y no me aparto de ti.
Cumplí a Vicente Halconero mi promesa de visitar a Sagasta, y una mañana fui con él a casa del jefe de los Constitucionales, Alcalá, 52. Había yo tratado superficialmente a don Práxedes en años anteriores. Antes que Vicentito me presentase, Sagasta me reconoció, saludándome como si nuestro trato hubiera sido frecuente y nunca interrumpido. Ya sabéis que la característica de aquel hombre realmente extraordinario era el don de simpatía, el don de gentes, la flexibilidad del ingenio y de la palabra, sin que por ello dejase traslucir su pensamiento en la conversación. Entendía yo que en su afable sonrisa no debíamos ver un accidente, sino un estado constitutivo de la personalidad, y además la máscara impenetrable de su genial astucia.
Don Práxedes rompió la conversación sacando a relucir diabluras y extravagancias de mi temprana juventud, y no fue poco mi asombro al ver que tales simplezas conocía y recordaba. Pronto comprendí que trataba de ganar mi voluntad y atraerme a su esfera por la afinidad de los caracteres y la semejanza -199- de nuestros respectivos modos de expresión. De frase en frase nos metimos en la política, y Sagasta hizo el panegírico de la Monarquía constitucional, prometiendo a España días muy felices. La buena crianza obligome a una delicada conformidad con las opiniones del riojano, y al observar yo que recogía la sonrisa en su larga boca para departir con grave estilo, pensaba que seguía riéndose por dentro.
Una observación del amigo Halconero llevó a don Práxedes a tocar el tema de mi incorporación a su partido. Yo me excusé declarándome inepto para la vida pública, tal como aquí se practicaba entonces; y él, entre severo y festivo, me habló de este modo:
«Ya sé, ya sé que a usted las cavilaciones le han hecho algo metafísico y que los desengaños han matado su optimismo. Déjese de tonterías, amigo, que por ese camino no se va a ninguna parte. Usted sostiene que vivimos en un mundo de ficciones; que la representación nacional, base del régimen, será una farsa mientras hagamos los diputados por un sistema de moldes y cubiletes. Algo hay de verdad en todo lo que usted dice, lo reconozco; pero también afirmo que semejantes males sólo puede remediarlos el Partido Constitucional, maridaje perfecto entre el poder real y la soberanía del pueblo... No lo dude usted, amigo Liviano, pues mi partido, en la oposición, está haciendo ya una gran obra política. El porvenir es nuestro. Si usted no lo reconoce todavía, lo reconocerá bien -200- pronto. Yo he de intentar la regeneración de este país. ¿Fracasaré? Allá veremos. Lo que aseguro es que si mis esfuerzos resultan fallidos y sucumbo en la demanda, caeré siempre del lado de la libertad».
Con esto y poco más, terminó mi primera visita a don Práxedes.
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La intentona revolucionaria de Navalmoral de la Mata fue otro caso de la vacuidad histórica que caracterizó aquellas décadas. -202- El 25 de Octubre regresó el Rey Alfonso de un viaje que hizo a las provincias del Centro, y al pasar en coche por la calle Mayor, cerca ya de los Consejos, un jovenzuelo disparó contra él dos pistoletazos, sin causarle daño alguno. El agresor, detenido al instante, se llamaba Juan Oliva Moncasi, era natural de Cabra (Zaragoza), y según dijo, estaba afiliado a la Internacional. La emoción de este suceso no duró mucho. El tal Oliva era indudablemente un fanático; pero con menos visos de locura que de tontería. Según mi leal entender, en aquella época de una insipidez mal azucarada, hasta el regicidio era tonto, desaborido y sin picante. Del desdichado Oliva se habló un poco en aquellos días, y otro poco cuando le dieron garrote en Enero del año próximo.
El mundo marchaba, dejando atrás a personalidades ilustres que habían cumplido ya su misión en la vida. En Agosto del 78 falleció la que fue Reina Gobernadora, doña María Cristina; en Diciembre perdió la democracia al famoso tribuno don Nicolás María Rivero; y a principios del año siguiente, 1879, acabó sus días Espartero, Duque de la Victoria y Príncipe de Vergara, que durante un cuarto de siglo llenó con su nombre la Historia de España.
Mientras llega ocasión de traer a estas páginas las cosas de Cuba, os diré que la llamada paz del Zanjón (más bien tregua o convenio, al estilo del de Vergara) pactada entre Martínez Campos y los jefes de la insurrección, -203- no era del gusto del Partido Peninsular Español de la Gran Antilla. Sonaron con mayor estridencia que antes las declamaciones patrióticas; Martínez Campos, viendo que el Gobierno de Madrid se mostraba esquivo para realizar lo pactado con los insurrectos, se atufó, dio de lado al Capitán General Jovellar y a los españoles incondicionales, y se vino a Madrid decidido a plantear la grave cuestión ante el Rey, el Gobierno y las Cortes.
Cánovas del Castillo, estimando con razón o sin ella que el horno político de España no estaba para bollos autonómicos ni otras zarandajas ofrecidas a los cubanos, mostró su repugnancia a convertir en leyes las estipulaciones del convenio del Zanjón, y para salir de aquel convenio puso en práctica la consabida artimaña del medio mutis, que había empleado con éxito en los comienzos de la Restauración.
El 27 de Febrero planteó don Antonio la crisis total, aconsejando al Rey que encargase de formar Gobierno a Martínez Campos. ¡Lástima grande que un hombre como Cánovas desestimara el alto ideal que Martínez Campos defendía; error funesto que don Antonio, por falta de valor para imponerse a los patrioteros, entregase el Poder a un hombre que si en lo militar era eminente, en lo político carecía de trastienda y travesura para luchar con las pasiones humanas! ¡Fatalidad inexorable! Cánovas, no atreviéndose a resolver el gran problema antillano, cedía los -204- trastos de gobernar a quien, sobrado de valor para todo, no podía consumar la magna empresa por falta de aptitudes políticas. De este modo, entre un sabio que no quiere y un valiente que no puede, decretaron para un tiempo no lejano la pérdida de las Antillas.
Llevó Martínez Campos al Ministerio de la Gobernación a Paco Silvela, el más joven de los tres hermanos de este ilustre apellido, todos muy notables en la jurisprudencia, la literatura y la política. Fuera de disolver las Cortes y convocar otras nuevas, el Gabinete Campos-Silvela poco o nada hizo, a no ser que se tenga en cuenta su obra negativa. Las reformas políticas de Cuba, que se había comprometido a realizar don Arsenio, pasaron suavemente al panteón del olvido, y ni aun se trató de sacar adelante el proyecto de ley de abolición de la esclavitud que parecía lo de más urgencia.
En cambio, los Ministros pusieron toda su atención en el proyecto que daba por quebrada a la Compañía constructora de las líneas férreas del Noroeste, facultando al Gobierno para otorgar por concurso lo que restaba por construir. De ello resultó que adjudicaron el bonito negocio a un afortunado francés llamado Monsieur Donon, a quien, según se dijo, protegían altísimas personalidades.

- XVIII -
-¿Elena Sanz?... ¡Ah!... sí... sí -exclamé yo golpeándome la frente-, la hermosa cantante española... Nunca la vi fuera de la escena; por eso la desconocía.
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»Ello fue que al ir Elenita a despedirse de Su Majestad, pues tenía que partir para Viena, donde se había contratado por no sé qué número de funciones, Isabel II, con aquella bondad efusiva y un tanto candorosa que fue siempre faceta principal de su carácter, le dijo: «¡Ay, hija, qué gusto me das! ¿Conque vas a Viena? Cuánto me alegro. Pues mira, has de hacer una visita a mi hijo Alfonso, que está, como sabes, en el Colegio Teresiano. ¿Lo harás, hija mía?». La contestación de la gentil artista fácilmente se comprende: -216- con mil amores visitaría a Su Alteza; no, no, a Su Majestad, que desde la abdicación de doña Isabel se tributaban al joven Alfonso honores de Rey.
»Como testigo de la pintoresca escena, aseguró que la presencia de Elena Sanz en el Colegio Teresiano fue para ella un éxito infinitamente superior a cuantos había logrado en el teatro. Salió la diva de la sala de visitas para retirarse en el momento en que los escolares se solazaban en el patio, por ser la hora de recreo. Vestida con suprema elegancia, la belleza meridional de la insigne española produjo en la turbamulta de muchachos una impresión de estupor: quedáronse algunos admirándola en actitud de éxtasis; otros prorrumpieron en exclamaciones de asombro, de entusiasmo. La etiqueta no podía contenerles. ¿Qué mujer era aquella? ¿De dónde había salido tal divinidad? ¡Qué ojos de fuego, qué boca rebosante de gracias, qué tez, qué cuerpo, qué lozanas curvas, qué ademán señoril, qué voz melodiosa!...
»En tanto, el joven Alfonso, pálido y confuso, no podía ocultar la profunda emoción que sentía frente a su hechicera compatriota... Partió la diva... Las bromas picantes y las felicitaciones ardorosas de los Teresianos a su regio compañero quedaron en la mente del hijo de Isabel II como sensación dulcísima que jamás había de borrarse... Una de las primeras óperas que Elenita cantó en Viena fue La Favorita».
Escrito lo que antecede, suelto la mágica -217- pluma y me permito obsequiar a los conspicuos lectores con este monólogo de mi propia cosecha:
«¡Bien haya, oh tierna Isabel, Majestad bondadosa y desdichada, aquel filósofo-político que añadió a tu nombre el lastimero mote de La de los tristes destinos!... Digo esto porque en tu larga vida de Soberana pusiste siempre tu corazón blando sobre tu inteligencia, y abusaste irreflexivamente del poder afectivo y lo extendiste fuera de tu órbita personal, llevándolo a trastornar y corromper la vida del Régimen... ¿Quién te inspiró la diabólica idea de enviar a la linda histrionisa al Colegio Teresiano, donde tu hijo educábase para Rey constitucional, grave, reflexivo, guardador de las leyes, primer ciudadano de un país ávido de acomodar su vida a la virtud y a las buenas costumbres? ¿No pensaste que Alfonso se hallaba en la edad crítica de la formación del carácter, expuesto a llevar a la existencia del hombre los arrebatos de la edad juvenil? Sin darte cuenta de ello, ¡oh Reina!, movida de tu ardorosa ternura, cumpliste tu sino, en el cual hemos de ver siempre una modalidad incendiaria. Con la tea del buen querer pegaste fuego al templo del Estado».
Esto pensé, y por lo que valiera aquí lo digo, entre dos parrafadas de la divina péñola forjada por los geniecillos que a su servicio tiene la Verdad.

- XIX -

Puestos los puntos de la pluma sobre el papel, rápidamente fue tomando estado caligráfico la vida de Elena Sanz. De las notas que aparté, creyéndolas de escaso valor para mi objeto, se me antoja sacar alguna en estas páginas para que los lectores se hagan cargo de la grandeza de alma de mi heroína. «Hallándose de paso en París durante la tremenda explosión revolucionaria de la Commune, apareció en los sitios de mayor peligro recogiendo y curando a los heridos, y cuando las tropas de Thiers acometieron y destrozaron a los valientes comunistas, la intrepidez de la diva tocó los linderos de lo sublime. Más tarde le concedió la villa de París distinciones y diplomas por su ejemplar conducta, y de permitirlo la ley se la hubiera condecorado con la Legión de honor. Añadiré a esto que en todo tiempo distinguió a Elena Sanz una generosidad inaudita; no se presentaba a sus ojos ningún infortunio que no fuese al momento espléndidamente socorrido; el pueblo la titulaba, con sobrada razón, la madre de los pobres.
»De un brinco me planto en el año 79 para deciros...». Al llegar este punto advertí que no necesitaba de la milagrosa pluma para continuar historiando, pues los hechos que ahora relataré fueron apreciados fácilmente -219- por mi propio conocimiento, o por fidedignas referencias de los amigos. Guardé en lugar seguro el cálamo de la verdad, y con el mío, vulgarísimo y comprado en la tienda, seguí pergeñando los anales de la vida hispana, sin distinguir lo interno de lo externo.
Según los verídicos informes de Segis y de su madre, en Sevilla dejaron de ser platónicas las relaciones de Alfonso XI con Doña Leonor de Guzmán. Durante algún tiempo permaneció esquiva la hechicera cantatriz, encendiendo más con sus desdenes la exaltada pasión del Monarca. Pero al fin, de tal modo extremó Alfonso sus delicadas artes de seducción, artes realmente soberanas, que la pobre Elenita, quebrantada en su tesón de mujer y de artista, cayó del lado de la libertad.
Declaro que al saber esto tuve lástima de la hermosa y popular artista. A mi modo de ver, fue gran necedad preferir el título de favorita del Rey al de favorita del público. Pronto habría de serle imprescindible el abandono de su brillante carrera teatral. Ved aquí el triste balance: pérdida de doscientos o trescientos mil francos anuales con que le pagaba el público sus gorgoritos; ganancia de una obvención de amor relativamente miserable. A este desnivel lastimoso habría de añadir la obscuridad, la social anulación a que fatalmente la condenaba el implacable principio de la Razón de Estado.
¡Oh, la Razón de Estado! Esta pícara norma del vivir de los Reyes, no siempre compatible -220- con los sentimientos humanos, vino a truncar la dicha de la bella del Rey 3. Cánovas, y todos los hombres importantes que con él dirigían la política de la Restauración, creyeron indispensable para la felicidad de España que Alfonso XII contrajera segundas nupcias, y que estas fuesen con Princesa católica de la más alta estirpe reinante. Busca buscando, encontraron en la familia de Hapsburgo 4 una joven Archiduquesa de la empingorotada parentela del Emperador de Austria Francisco José. Nuestros palaciegos se hacían lenguas de la distinción, talento y virtudes de la que habían elegido para compartir con Alfonso el solio de España.
Entabladas las negociaciones, pronto se llegó a un felicísimo acuerdo. Decidiose celebrar las acostumbradas vistas que preceden a los desposorios regios, y este trámite tuvo efecto en Arcachón, a donde acudió la novia con su madre la Archiduquesa Isabel, y don Alfonso con el séquito correspondiente a su alta jerarquía. Resultaron las vistas conforme a lo previsto en el Protocolo, es decir, que fuéronse gratos el uno al otro. ¡Ya teníamos Reina!
Un detalle que no debe preterirse es que el Rey fue a la entrevista de Arcachón con el brazo derecho en cabestrillo. En la temporada estival de La Granja sufrió Alfonso aquel año un accidente de caza, que le estropeó la mano, imposibilitándole para escribir durante muchos días. Por cierto que Su Majestad, hombre poco sufrido y algo voluntarioso, no -221- quería someterse al sistema de quietud y recogimiento que le impusieran los médicos para curarle. Ninguna de las personas que le rodeaban conseguía que el Rey refrenase su impaciencia por lanzarse a la vida ordinaria.
Sólo el criado de confianza de Alfonso, llamado Prudencio Menéndez, discreto mediador en las relaciones del Monarca con Doña Leonor de Guzmán, logró someter a su Señor a las prescripciones facultativas, gracias a este arbitrio de mágico efecto. Escribió a La Favorita una sentida carta. Entre otras cosas, le decía: «Cumpliendo mi primer deber os comunico, doña Elena, la verdad sobre la importancia que tiene el accidente sufrido por el Señor, para vuestra tranquilidad y para que no creáis tantas mentiras como os contarán. Le ruego, señora mía, que cuando le escriba le encargue por Dios no haga ningún esfuerzo hasta que la cura esté echa, pues de hacer ensayos podría quedar mal, digáselo usted por Dios, que a usted le hará caso». Para mayor exactitud no he querido alterar la ortografía arbitraria del documento.
Pertenece esta incidencia al ser interno de España. Ved de qué manera tan chusca el cabestrillo de Alfonso entrelaza la protocolaria etiqueta del ser externo, en las vistas de Arcachón, con el influjo decisivo de Elena Sanz. Después de lo que relatado queda, el Duque de Bailén partió para Viena al frente de una lucida Embajada, con objeto de pedir al emperador Francisco José la mano de la -222- Archiduquesa María Cristina. Mientras tanto, se preparaban en Madrid los imprescindibles y tan acreditados festejos reales, con iluminaciones, fuegos de artificio, corridas de toros con caballeros en plaza y demás requilorios que los esponsales de la Majestad requieren.
Enorme angustia produjo a toda España la inundación de Murcia, en la noche del 14 al 15 de Octubre de 1879. Desde que reventó el pantano de Lorca en el siglo XVIII, no se había visto en aquella comarca catástrofe tan terrible. Innumerables familias perecieron arrastradas por las aguas. Fue una especie de parodia del Diluvio Universal, sin arca de Noé, pero con aluvión de suscripciones, rifas, espectáculos, y sinfín de arbitrios que se idearon en toda Europa y en América, para socorrer a los infelices huertanos supervivientes de aquel espantoso cataclismo. Aún duraban las tómbolas y las cuestaciones cuando la Razón de Estado, y su inseparable compañera la Iglesia, unieron con lazos indisolubles al Rey don Alfonso de Borbón y a la archiduquesa doña María Cristina de Hapsburgo-Lorena.
Suprimo la cansada letanía de los festejos: el coruscante cortejo nupcial, las áureas carrozas, los pintorescos palafrenes, el derroche de percalinas, arcos de embadurnadas lonas, farolillos pitañosos y demás garambainas para recreo de transeúntes aburridos. Apenas efectuadas las nupcias mayestáticas 5, Martínez Campos y Silvela, que no habían hecho cosa de fundamento en la esfera gubernamental, -223- se retiraron por el foro, volviendo Cánovas a ocupar el Poder con su inseparable acólito Romero Robledo. Reanudadas las tareas parlamentarias, empeñáronse vivas discusiones políticas por si fuiste o no fuiste, y por si hicimos o dejamos de hacer. En una de aquellas sesiones ocurrió el famoso incidente llamado el sombrerazo. Hallábase no sé qué diputado contendiendo con don Antonio Cánovas, cuando este, dejándose arrebatar de su altanería, agarro el sombrero, y con mirada despectiva y ademán impropio de aquel lugar que algunos llamaban augusto, salió del Salón seguido de los demás Ministros, dejando al orador con la palabra en la boca. Gran escándalo, desenfreno de vocablos no muy parlamentarios, y retirada de todas las minorías.
Quedaron los ánimos un tanto agriados... La muerte no quiso que terminara el año sin arrebatarnos algunas personalidades ilustres. El 29 de Diciembre murió el General Zabala, una de las glorias más puras de nuestro Ejército, y el 30, Adelardo López de Ayala, Presidente del Congreso y figura culminante en el Parnaso español. Más le lloró la Patria como poeta que como político. El mismo día 30 quiso hacer de las suyas el fanatismo sectario: al entrar en coche por la Puerta del Príncipe del Palacio Real Alfonso XII con su esposa María Cristina, les disparó dos tiros un vesánico, Francisco Otero González, natural de Santiago de Nantín, aldea de la provincia de Lugo. Las alevosas balas no tocaron -224- a los Reyes. El criminal fue detenido en el acto. Revelose como un inconsciente, incurso cual su precursor Oliva en el pecado de estupidez. Repito que los regicidas de aquellos tiempos, en que hasta la exaltación política era rutinaria y pedestre, más bien parecían engendros del Limbo que del Infierno.
En los comienzos del año 1880, hízose más patente la invasión del positivismo en las almas de los afortunados políticos que entonces estaban en candelero. El sabio consejo de un estadista francés que dijo a sus contemporáneos enriqueceos, que ningún hombre público agobiado por la pobreza puede hacer la felicidad de su Patria, fue tomado al pie de la letra por los que aquí pastoreaban el rebaño nacional. El bendito Monsieur Donon, a quien se adjudicó en concurso la terminación de las líneas férreas del Noroeste, dio pruebas de ser hombre sagaz, y al propio tiempo muy agradecido. Al constituir su Consejo de Administración repartió las plazas de Consejeros, dotadas espléndidamente, entre lo más granado de la Situación conservadora, dando también su poquito de turrón a los liberales, y mucho más a la gente palatina.
Recuerdo ya las caras risueñas y complacidas que tenían en aquel tiempo todos los agraciados con los premios gordos de la lotería Dononiana. Recuerdo también que un conspicuo gacetillero hizo un chiste que ha quedado de repertorio. Disputaban varios -225- amigos en el Salón de Conferencias del Congreso para determinar cuáles eran los segundos apellidos de las dos ramas borbónicas. Alguien dijo que todos llamábanse Borbón y Este, y nuestro gacetillero contestó en el acto que el Rey de España se llamaba don Alfonso de Borbón y del Noroeste.
Platicando yo un día de tales cosas con mi amigo Segis, recordamos el caso de doña Baldomera. La sagaz arbitrista, cuya fuga relaté a su tiempo, había vivido tranquila en Ginebra, comiendo el fruto de sus ardides financieros. Libre, feliz e independiente permaneció en Suiza amparada por las leyes de aquel país, donde no había extradición. Alguien le hizo creer que en España ya no se acordaban de ella, y que podía recorrer a su antojo toda Europa si así le venía en gana. Alucinada por esta idea marchó a París. En mal hora lo hizo. Cuentan que por denuncia de su hermana Adela, la dama de las patillas, fue doña Baldomera Larra detenida y puesta a buen recaudo. Tramitada la extradición, trajeron a la pobre señora a Madrid entre gendarmes y guardias civiles.
Díjome Segismundo que solía visitar a la cautiva en la Cárcel de Mujeres, por agradecimiento a las bondades que tuvo con él en los días felices del Banco Popular. Últimamente habíala encontrado sosegada, risueña, expresándose con el donaire y afabilidad que usar solía tiempos atrás en su conversación. Creyó entender Segismundo por el tono y actitud de la sutil financiera, que esta, repartiendo -226- con arte y discreción los dineritos que aún poseía, esperaba ser absuelta libremente. «Pues nada más justo -dije yo-. ¿Qué razón hay para condenar a esa señora? La cárcel debe ser para todos o para ninguno. Sí; que la absuelvan, y en cuanto esté libre que restablezca su Banco, y otra vez se le llenará la casa de dinero».
Los progresos del positivismo en nuestra sociedad conocíanse, no sólo en las caras sonrosaditas y alegres de los que se procuraban enormes sueldos para dulcificar la vida, sino en las incorporaciones de diversos grupos al Partido Constitucional, de que resultó el inmenso conglomerado llamado Fusionismo. Antes de esto, Martínez Campos, procediendo con gallardo desinterés y harto de las arrogancias de don Antonio Cánovas del Castillo, se agregó a la hueste sagastina.
Tales movimientos del ánimo pertenecen al ser interno de la Nación, preferente objeto de mis investigaciones en la tarea histórica. Cultivando gozoso el huerto de la vida intrínseca seguiré el cuento de Elenita, que en este año de 1880 me ofrece particularidades de incitante interés. Ya sabía yo que la simpática y bondadosísima doña Isabel II no veía con malos ojos los deslices de su hijo Alfonso con Elena Sanz, y que no había retirado a esta el cariño que le profesaba desde que fue lucida colegiala en las Niñas de Leganés. Nacido el primer hijo de aquel idilio morganático, doña Isabel hizo manifestaciones muy sinceras y expresivas, aunque reservadas, -227- en favor de Elena Sanz. A este primer vástago le pusieron el nombre de Alfonso.
Robustecí mi conocimiento de tales cosas requiriendo la maravillosa péñola, que un día me escribió este trozo de palpitante verdad: «La Reina Madre Isabel II comisionó a un venerable sacerdote que había sido su confesor, don Bonifacio Marín, para que visitase a don Alfonso XII, interesándole por la que ella llamaba su nuera ante Dios. El dichoso cura expresó a Elena Sanz sus impresiones de la visita en una carta fechada en 4 de Abril, de la que transcribo este sustancioso parrafito: 'He sido recibido y oído con gratitud y amabilidad inexplicables, cuyo júbilo particular le comunico por orden expresa, a la par que con toda mi espontaneidad'».
La pluma me ha suministrado referencias de otra carta del criado y confidente del Rey, Prudencio Menéndez, en la que este, después de notificar a Elenita que el Señor se proponía escribirle con extensión, terminaba así, haciendo referencia al bastardo Alfonso: «Celebro mucho que esté tan bueno el Señorito, y que la distraiga a usted, que bien lo necesita...». La péñola me dio asimismo noticia de otra epístola del Marqués de Alta Villa, fechada en el Palais de Castille de París, en la que se lee un membrete que dice: Grand Maître de la Real Casa de doña Isabel II. En esta epístola, el Grand Maître pide a Elena Sanz que recomiende con eficacia al Rey una -228- porción de cosas de mucho interés para él, para el señor Marqués, naturalmente. Luego hace referencia a una cestilla de dulces que Elenita le envió para doña Isabel, y concluye con estas cariñosas admoniciones: «Adiós, Elena. Tengan ustedes juicio. Acuérdese usted y tenga él presente que puede usted perder su voz y su carrera... y esto tiene consecuencias bien desagradables».
La Razón de Estado, sorda y ciega ante los casos idílicos tocantes al augusto fuero de la pasión humana, continuaba elaborando tranquilamente la vida externa de España, ora con hechos de carácter político, ora con otros de un orden familiar. Entre estos debo señalar el parte que publicó en la Gaceta la Facultad de Medicina de la Real Cámara, notificando al país con tonos jubilosos que Su Majestad la Reina doña María Cristina se hallaba en estado interesante.

- XX -

En los mismos días en que la pregonera del vivir oficial comunicaba al pueblo español albricias y congratulaciones, por la probable felicidad de que nuestros Reyes tuvieran pronta y quizá masculina sucesión, empezó a correr por Madrid rumor muy denso de los amores de Alfonso con doña Leonor de Guzmán, y hasta llegó a decirse que había -229- nacido el primer bastardo, el primer Trastamara. ¡Bonito porvenir te esperaba, oh Nación española!
Revolviendo en mi mente tan inauditos casos, y pensando en las complejidades que podían ocasionar en tiempos próximos o lejanos, despertose en mí cierta conmiseración simpática por la Reina doña María Cristina. ¿Tendría conocimiento la augusta señora de los hechos que delataba el obstinado mosconeo popular? Sospechaba yo que sí. La sospecha se trocó en certidumbre un día que me encontré con mi antiguo amigo Quintín González, esposo de la sensible planchadora Nieves, con la que yo tuve algo que ver en los tiempos para mí venturosos de don Amadeo I. Quintín ya no era portero de Palacio, sino ujier de antecámara, cargo cuyas funciones le aproximaban a las reales personas. Díjome que la Señora lo sabía. Pero que se encastillaba dentro de su dignidad como Reina de cuerpo entero, no dejando traslucir agravios de cierta índole, que rebajan más al que los manifiesta que a quien los infiere.
Deseaba yo ver de cerca a la Reina María Cristina. Una tarde, mi buena suerte me deparó la ocasión de satisfacer esta curiosidad en el Real Sitio de Aranjuez. Fuimos Casiana y yo a pasar el día en aquellos amenos lugares, y un amigo residente en el pueblo nos proporcionó papeletas, con las cuales podíamos ver los jardines y la casita de abajo, no el Palacio, por estar allí los Reyes. -230- Paseamos tranquilamente por la Isla, y el señor que nos acompañaba nos dijo que no veríamos a Sus Majestades, pues desde por la mañana hallábanse en La Flamenca, con los Duques de Fernán Núñez y unos Príncipes austriacos.
Admirábamos Casianilla y yo los gigantescos álamos que parecían tocar las nubes, las copiosas y murmurantes aguas que por una y otra parte embelesaban la vista, cuando divisamos a los Reyes con lucido acompañamiento, que en dirección contraria a la nuestra venían. Al llegar las regias personas cerca de nosotros, nos detuvimos para dejarles paso y saludar con todas las ceremonias que nuestra buena educación, a falta de monarquismo, nos exigía.
La Reina pasó muy cerca de mí, y en su elegante persona se saciaron mis ojos. Agradome en extremo su porte señoril y su aire de dignidad y nobleza. A nuestro saludo contestó la Soberana con una reverencia graciosa y afable. Casianilla, con la boca abierta y los ojos espantados, veía alejarse a María Cristina, admirando tanto su persona como su ropaje. Luego me dijo: «Bien se le conoce el nacimiento, la estirpe que es, como tú dices, la más encumbrada del mundo».
De regreso del paseo di a mi compañera una compendiosa lección histórica de la Casa de Austria. Rebañando en mis vagos recuerdos hablé del Rey de Romanos, del entronque de la Casa de Borgoña con la de Castilla, de doña Juana la Loca, del Emperador -231- Carlos V, de su hermano don Fernando, heredero de la Corona imperial, y luego de toda la serie de Hapsburgos y Hapsburgos-Lorenas hasta la familia reinante a la sazón en Austria.
Al volver a la Villa y Corte me encontré sorprendido por el fausto suceso del alumbramiento de la Reina María Cristina, en 11 de Septiembre. El parto fue muy feliz, según los luminosos dictámenes de la Facultad de Medicina de la Real Cámara y los concienzudos informes de la Prensa. Mas como vino al mundo una niña, quedaron chasqueados y cariacontecidos los que esperaban anhelantes sucesión masculina para la Corona de España. Apenas nacida la tierna criatura, descendiente de tantos Reyes y Emperadores, su dorada cuna se meció en un campo de Agramante, por el recio altercado que sostuvieron políticos y palatinos sobre si correspondía o no a la nueva Infanta el -232- título de Princesa de Asturias. Contra el sentir general, Cánovas sostuvo la negativa, robusteciéndola con los grandes elementos de su vasta erudición. El heráldico litigio encendió los ánimos de toda la gente ociosa y formulista, y nunca hubiera terminado a no cortar la cuestión Alfonso XII con fallo inapelable.
Mayores disturbios y disputas más agrias produjeron las ridículas cuestiones de etiqueta suscitadas en las solemnidades de la presentación y bautizo de la Infanta, a quien dieron el nombre de María de las Mercedes. Los Cardenales Moreno, Primado de las Españas, y Benavides, Patriarca de las Indias, se tiraron las mitras a la cabeza -valga la figura- por si correspondía al uno o al otro el honor de administrar el Sacramento. Ambos Prelados y sus parciales se lanzaron a enfadosas polémicas en lo restante del año 80, sosteniendo cada cual sus pretendidos derechos.
Contienda tan ridícula no había yo visto en mi vida. Me divirtió de lo lindo. Pero aún me regocijó más el enojo de los Capitanes Generales porque, habiendo tomado asiento en no sé qué banco preferente de la Real Capilla, un palatino obligoles a cambiar de sitio diciendo que aquel era el puesto de los mitrados. ¡Jesús, la que se armó! Los Príncipes de la Milicia, así como los de la Iglesia, que en este pobre Estado español no tenían nada que hacer, pues sus funciones eran puramente decorativas y pintureras, mantuviéronse -233- alborotados y de puntas hasta el año siguiente, sin que les aplacaran las gracias y mercedes que el Gobierno derramó sobre ellos a manos llenas.
¡Delicioso país este rincón occidental de Europa! Da grima leer la Prensa en aquellos meses. Todos los periódicos llenaron columnas y columnas con los piques de este General y de aquel Obispo, con las conferencias y cabildeos entre los agraviados y el Jefe Superior de Palacio o el Presidente del Consejo de Ministros, para domesticar a las fieras de la vanidad. Por si fuera poco esto, los Consejeros de Estado elevaron una imponente protesta a Su Majestad el Rey por habérseles dado un puesto poco decoroso en le Real Capilla, y, si no estoy equivocado, también los claros varones de la Sociedad Económica de Amigos del País solicitaron mayores preeminencias en los actos de fanfarronería oficial. Yo dije a Casiana: «Un país sin ideales, que no siente el estímulo de las grandes cuestiones tocantes al bienestar y a la gloria de la Nación, es un país muerto. La Prensa, consagrada a glosar y a comentar los incidentes de estas chabacanas querellas, exhala de sus columnas un olor cadavérico. Prensa, Gobierno, Partidos, altos y bajos Poderes, todo ello anuncia su irremediable descomposición».
Para mayor ignominia, las mercedes concedidas por el Rey en celebración del natalicio de la Infantita, ofrecen nuevo ejemplo de la degradante frivolidad a que habían llegado -234- las clases superiores del Estado. El reparto de dos Toisones, de no sé cuántos collares de Carlos III, de grandes cruces, encomiendas, bandas de María Luisa, Grandezas de España y títulos de Castilla, dio margen a una rebatiña vergonzosa. Tal espectáculo era el signo más característico de unos tiempos en que las turbas que se llamaban directoras no tenían otros móviles que el egoísmo, la farsa y el delirio de las distinciones farandulescas.
Con la feria de fatuidades coincidió aquel año la era de las expansiones gastronómicas. Todos los españoles grandes o mediocres que tenían algo que manifestar a sus amigos o al pueblo, derramaban su elocuencia sobre los blancos manteles, ante unos comistrajes indigestos y mal servidos. Balaguer en Valencia, Barcelona y Lérida, Vega de Armijo en Córdoba, Romero Robledo en Sevilla, Castelar en Alcira, y Carvajal en Málaga, lanzaron sus trenos patéticos o jocosos tras el solemne momento de descorchar el champagne. Luego gemían las prensas reproduciendo en largas columnas toda esta caudalosa palabrería que, con excepción del verbo soberano de Castelar, era como remolinos de hojarasca que se lleva el viento.
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- XXIV-
Seguimos, y al embocar la Carrera de San Jerónimo, tropecé de manos a boca con Vicente Halconero, que salía del Casino. Cortés y afable como siempre estrechó mis manos, no escatimando un gentil saludo ceremonioso a mi compañera humilde.
«Ya sabrá usted -me dijo- que está próximo el advenimiento de los Constitucionales al Poder. El turno se impone, y la tocata liberal ha de sustituir a la tocata conservadora. Espero yo que entre ambas músicas haya bastante diferencia, así en lo fundamental como en lo externo... Entiendo que tendremos elecciones generales en Febrero o Marzo, y usted no me negará entonces lo que tantas veces le pedí. Aceptará usted un acta de diputado, y en los escaños de la mayoría lucharemos juntos por el progreso, con su poquito de morrión y sus toques democráticos, todo ello dentro del orden más perfecto.
-Sí, sí, Vicentito -le contesté, con la socarronería -266- que en aquella hora dominaba en mi ánimo-. Puede usted hacer de mí lo que quiera. Y si tocan a repartir algunos destinillos denme a mí el de Inspector de Monjas, quiero decir, de los monasterios que han de ser creados para reunir los dos sexos en la vida contemplativa.
-¿Pero qué dice el amigo Tito? ¿Se ha vuelto loco?... ¡Ah! Es que a usted le solivianta lo que se cuenta por ahí de si vienen o no vienen los religiosos regulares expulsados de Francia. No haga usted caso. Ataremos corto a los que vengan no más que a darse buena vida, y recibiremos con estimación a los que traigan la idea de establecer en España buenos Colegios, donde podamos dar decorosa educación a nuestros hijos».
No quise hablar más y me despedí de Halconero con breves razones amistosas, lamentando que un caballerete tan espiritual no apreciara el feo cariz del nublado cartaginés y agareno que entenebrecía el cielo español, ni viera claramente que se iniciaba un período de larga y pavorosa esclavitud. ¡Pobre Vicentito, tan joven, tan simpático, y ya contagiado del negro y pestilente virus!
- XXV -

Casiana y yo nos colamos en el café de La Iberia, dirigiéndonos a las mesas donde habitualmente concurrían mis amigos. En efecto, -267- allí estaban Campo y Navas, Llano y Persi, Casalduero, y Carratalá. En una piña inmediata vi a Díaz Quintero, republicano, que alternaba con Fernández Bremón y Mariano Zacarías Cazurro, conservadores, y con Pablo Cruz, León y Llerena, Zoilo Pérez y Cándido Martínez, sagastinos.
Apenas cambié con ellos los primeros saludos, algunas palabras referentes a sucesos de actualidad, comprendí que ninguno de aquellos esclarecidos ciudadanos paraba mientes en el capital suceso histórico que a mí me volvía tarumba. O lo ignoraban, o las menudencias y chismorreos políticos les impedían fijarse en los hechos que, afectando intensamente al porvenir de la Patria, se nos presentan revestidos de una insignificancia traicionera. Los afectos a la Situación imperante aseguraban que había Gobierno de Cánovas para rato. Al proclamarlo así, reforzaban su opinión con apuestas humorísticas de cinco duros contra dos reales. Los otros, entonando con diferentes inflexiones el esto se va, vaticinaron rotundamente que antes de dos meses cogería Sagasta las riendas y la tralla del Poder.
De pronto llegaron a nuestras mesas otros dos individuos, cuyos nombres no son del caso. Con frase tajante y enfática sostuvieron la tesis de que don Antonio se había hecho imposible por su soberbia, y porque no supo desprenderse a tiempo de los pulpos del moderantismo. Un tercer sujeto, que presuroso vino de las mesas interiores, nos dijo en tonillo -268- parlamentario: «¡Ah, señores! Mi teoría es que política nueva pide hombres nuevos. Las cosas caen del lado a que se inclinan. O la regia prerrogativa no sabe lo que se pesca, o ha de poner en seguida en manos de don Práxedes el timón de la nave del Estado».
Reunidos todos, enzarzaron sus ágiles lenguas en el discreto político sin tocar ningún punto de interés público, picoteando tan sólo en las cuestiones de orden burocrático, que eran para los Fusionistas o Constitucionales el único imán de sus pueriles ambiciones. Diferentes nombres sonaron de mesa en mesa para distribuir entre ellos los cargos políticos de la nueva Situación, Direcciones generales y Gobiernos de provincia. Entre aquellos ociosos charlatanes no faltaron algunos vivos que graciosamente se adjudicaron las mejores prebendas. A la entrada de los agarenos, o si se quiere cartagineses, no consagró ninguno de los allí reunidos, hombres de diferente cartel político, una sola palabra.
Asqueado de la frivolidad de tales majaderos, que con raras excepciones sólo apreciaban la vida pública por los apremios de su vanidad o de su flaco peculio, pretexté para retirarme un repentino dolor de estómago con ganas de vomitar, y cogiendo del brazo a Casianilla nos plantamos en la calle. ¿A dónde iríamos? A casita, a mi caverna solitaria, o a darle albricias a nuestra coruscante amiga la Excelentísima señora Condesa de Casa Pampliega.
Ibamos por la calle del Lobo, y en los extremos -269- de ella vimos lujosa berlina parada junto a una puerta humilde. De esta salió una dama en quien al punto reconocí a la Marquesa de Villares de Tajo, mujer talentuda y de historia, vistosa todavía y de buen talle aunque había rebasado con creces las fronteras del medio siglo. En su coche partió hacia la Carrera de San Jerónimo. ¡Pobrecilla! Venía de parlotear con los Caballeros de la Tenaza, albergados a espaldas de la iglesia de San Ignacio. Pensé que ya le estaban ajustando las cuentas para mandarla al otro mundo bien limpia de pecados, y aliviada del peso de sus cuantiosos intereses.
- XXVI -

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-El objeto de mi viaje a Francia no está bien que yo lo diga -replicó el clérigo un tanto amoscado-. Sólo indicaré a usted que hace tres días estaba ya de regreso en la Villa y Corte, donde seguiré hasta que lo disponga quien puede hacerlo, consagrado al servicio del Señor y a la salvación de las almas españolas.
-A lo mismo nos dedicamos nosotros -dije, poniéndome la mano, no precisamente en el corazón, pero muy cerca de él-. Mi esposa y yo también servimos a Dios y salvamos almas cuando se tercia... En la persona de usted, Padre Garrido, reverenciamos a la milicia cristiana, a quien el Altísimo otorga el mandato de gobernar a los pueblos y conducirlos a la eterna gloria. Ya nuestra España es de ustedes. Aquí no reina Alfonso XII sino el bendito San Ignacio, que a mi parecer está en el cielo, sentadito a la izquierda de Dios Padre... Los españoles somos católicos borregos, y sólo aspiramos a ser conducidos por el cayado jesuítico hacia los feraces campos de la ignorancia, de la santa ignorancia, que ha venido a ser virtud en quien se cifra la paz y la felicidad de las naciones... Nos prosternamos, pues, ante el negro cíngulo, y rendimos acatamiento al dulcísimo yugo con que se nos oprime ad majorem Dei gloriam».
No se le escapó al ladino y sutil clérigo el saborete irónico que ponía yo en mis palabras. -273- Con forzada sonrisa y frunciendo el ceño, doble y equívoca expresión facial de su índole solapada, el joven Padre me alargó la mano buscando la fórmula de despedida. También Lucila mostraba deseo de cortar nuestra conversación, poniendo tierra entre los dos grupos, y así me dijo:
«Sigan ustedes paseando, Tito; el Padre y yo tenemos que ir a la Nunciatura para un asunto...
-La Virgen les acompañe, reverendo caballero y señora ilustre -dije yo destapando mi cabeza-. Y si se acuerdan de estos pobres pecadores, tengan la bondad de implorar para nosotros la bendición apostólica, por mediación del santísimo Nuncio... Adiós, adiós».
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- XXVIII -

Después de justificar este doble socorro, enumerándome las privaciones y agobios que había yo de sufrir si me conservaba incorruptible y puro en medio del general positivismo, la Madre exponía su pensamiento acerca del porvenir de España en la forma elocuente y profética que traslado a mis buenos lectores:
«Hijo mío: cuando a fines del 74 te anuncié en una breve carta el suceso de Sagunto, anticipé la idea de que la Restauración inauguraba los tiempos bobos, los tiempos de mi ociosidad y de vuestra laxitud enfermiza. La sentencia de mi buen amigo Montesquieu, dichoso el pueblo cuya Historia es fastidiosa, resulta profunda sabiduría o necedad de marca mayor, según el pueblo y ocasión a que se aplique. Reconozco que en los países definivamente constituidos, la presencia mía es casi un estorbo, y yo me entrego muy tranquila al descanso que me imponen mis fatigas seculares. Pero en esta tierra tuya, donde -277- hasta el respirar es todavía un escabroso problema, en este solar desgraciado en que aún no habéis podido llevar a las Leyes ni siquiera la libertad del pensar y del creer, no me resigno al tristísimo papel de una sombra vana, sin otra realidad que la de estar pintada en los techos del Ateneo y de las Academias.
»La paz, hijo mío, es don del cielo, como han dicho muy bien poetas y oradores, cuando significa el reposo de un pueblo que supo robustecer y afianzar su existencia fisiológica y moral, completándola con todos los vínculos y relaciones del vivir colectivo. Pero la paz es un mal si representa la pereza de una raza, y su incapacidad para dar práctica solución a los fundamentales empeños del comer y del pensar. Los tiempos bobos que te anuncié has de verlos desarrollarse en años y lustros de atonía, de lenta parálisis, que os llevará a la consunción y a la muerte.
»Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una Nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comerciales y los menesteres de la grande y pequeña industria. Y por último, hijo mío, verás -278- si vives que acabarán por poner la enseñanza, la riqueza, el poder civil, y hasta la independencia nacional, en manos de lo que llamáis vuestra Santa Madre Iglesia.
»Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento... Sed constantes en la protesta, sed viriles, románticos, y mientras no venzáis a la muerte, no os ocupéis de Mariclío... Yo, que ya me siento demasiado clásica, me aburro... me duermo...».




FIN DE CÁNOVAS

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