miércoles, 21 de abril de 2010

Eran los días largos. José Asenjo Sedano

1ª parte

Alguien me tomó de la mano y me llevó en volandas a la catedral, cuyas puertas gigantes estaban abiertas del todo. Del sol abrasante de la plaza, pasé en un instante a la ceguera total de la iglesia invadida por millares de niños diabólicos, niños como yo" que habían faltado a la escuela ese día y ahora felices gritaban y cantaban como locos destruyendo con piedras y palos las cabezas de los santos labrados en los púlpitos, desgajando con hachas los santos de madera de la sillería del coro, descolgando de las paredes pinturas con escenas bíblicas, arrojando sobre el pavimento imágenes antiquísimas de obispos venerables, vírgenes con niñosjesús en brazos, teresas, luparías, fandilas, franciscos, antonios, crucifijos que desde el suelo, destrozados, todavía te miraban fijamente como si te conocieran y te dijeran: Tú también has tomado parte en este sacrilegio.
En la sacristía, de los arcones abiertos, se sacaban con voracidad capas, cíngulos, roquetes, albas, casullas, que los grandullones, mientras escanciaban a placer el vino de la misa en los vasos sagrados, se revestían guasones y salían luego al altar mayor, se sentaban en el trono del obispo y se burlaban de la misa haciendo reverencias delante de la Cruz desmochada y de la Virgen inmaculada decapitada y sin manos, volviéndose comediantes al pueblo infiel para impartir falsas bendiciones que eran acogidas por la chusma con gestos de burla. Enseguida se organizó la gran procesión bajo palio seguida de la canalla juvenil tocada con mitras y bonetes que atronaba el aire estival con pitadas y silbidos estridentes sacados de los tubos arrancados del órgano que, herido de muerte, amenazaba con caer Ino caer sobre el atril del coro.
La mano que me guiaba, entusiasmada con la divertida procesión pecaminosa, me dejó abandonado en la primera esquina y yo me volví a la catedral, ahora vacía, sembrada de partituras musicales que habían volado del coro, de libros y misales con las hojas arrancadas sacados de los anaqueles de la sacristía. Una mujer, indiferente, arramblaba tranquila con un hatajo de restos de imágenes (troncos, brazos, piernas, cabezas mutiladas que te miraban con ojos sonrientes). Tomé del suelo un misal de cantos dorados y un tubo del órgano (el órgano del tío Silvestre, el organista) y eché a correr camino de mi casa grande felicísimo con mis trofeos.
Hacía calor. El sol llenaba el cielo y caía de plomo sobre la placeta. La fragua estaba cerrada y en la escoria amontonada orinaba un perro famélico. Me colé en mi casa y cerré enseguida la puerta. Oí los gritos de mi madre llamándome, a quien encontré atizando su hoguera en pleno ardor del verano donde ella, motu proprio, secretamente, asustada por el saco de la catedral, quemaba estampas y cuadros de santos. Me quedé parado, a la defensiva, delante de la puerta apretando a mi pecho el libro sacro y el tubo del órgano adivinando lo que era l' .ira evidencia, ya que en cuanto descubrió mis tesoros, con las manos de horror en la cabeza, me llamó bandido y criminal, ces que quieres vernos muertos a todos?, abofeteandome inmisericorde, despojándome sin piedad de mis trofeos, del hermoso libro de letras rojas y negras con los cantos dorados y del tubo de plomo como una larguísima trompeta que fueron enseguida al fuego. De nada valieron mis lágrimas. mi lloro monocorde sentado en los peldaños de cemento que daban a la cocina, testigo de aquel sacrificio. Consumida la hoguera, mi madre nerviosa barrió las cenizas que, con un badil, arrojó al excusado, avisándome:
No digas a nadie lo que has visto, cme oyes? Allá fue nuestra fe católica. Cansada, vino después y se sentó a mi lado. Sólo se oía el cacareo de las gallinas. Yo, vencido, veía el perfil de mi madre, su nariz, su boca, las gotas de sudor que le brillaban en la frente. Estaba del color de la pared: blanca como la cal. Tuve la impresión de que mi madre, con aquel fuego, había roto su amistad con Dios y esto le producía una angustia espantosa. Quizá por eso no lloraba. Quizá por eso me regañó con tanta crueldad. Quizá por eso me dijo todavía: ¿No te das cuenta, bandido, de que si nos cogen con ese libro y ese tubo pueden matar a tu padre?
Durante muchos años el recuerdo de ese día quedó fijo en mi mente. Siempre que salía al corral, veía en el rincón la llama que brotaba del libro santo como la llama que le habló a Moisés en el Sinaí desde una zarza incombustible. Oía: Tú también has tomado parte en este sacrilegio.
Otro recuerdo posterior sería la descarga de fusilería que una mañana, a punto de sol, oí venir por los tejados seguida del vuelo repentino de un centenar de palomas que, asustadas, se levantaron del tejado de la catedral. Ese día hubo 'fusilamiento en la plaza.. Vería luego pasar los carros de mulas que transportaban las cajas sin pintar con los cuerpos exangües de las víctimas. Cerré la ventana y, tras de mí, vi a mi madre miedosa con los ojos llenos de lágrimas. Corrí a la calle y todavía pude ver en la pared los impactos del fusilamiento. La sangre había sido tapada con arena.
Volví a mi casa y todavía mi madre tenía los ojos enrojecidos.
Durante algún tiempo viví obsesionado con aquellas muertes. En la escuela, cogía el tomo grande de la Historia de España y contemplaba absorto láminas de hechos parecidos. Tal era el cuadro de Gisbert con la muerte en Fuengirola de Torrijos y sus compañeros o el que pintó Gaya de los fusilamientos del 3 de mayo en Madrid con aquellos frailes y paisanos cayendo muertos, a la luz de un farol como un ojo testigo. Relacionaba unas muertes con otras convencido de que todos los fusilados se hermanan en ese único gesto de pavor. En ese tiempo, recién acabada la guerra, casi todas las mujeres llevaban luto por alguien. En la misma escuela muchos niños eran huérfanos de guerra. Nadie estaba libre de ese estigma.
Estigma que estaba en el pueblo con sus muchas casas a punto del derrumbe, abrasadas por el fuego. Estas ruinas serían ellugar predilecto de nuestras aventuras. Algún tiempo después serían finalmente derruidas llenando el pueblo de nubes de polvo que entrarían invisibles en las casas.
Nosotros vivíamos en una casa con portón, balconada y ventanas de reja. Tenía la casa dos plantas, una torre y un palomar desde donde, después de los incendios, se veía parte del reducto vacío de la plaza con alguna arcada sobreviviente.
Decían que en nuestra casa antiquísima había nacido el fundador de Buenos Aires. Cuando en 1535 don Pedro de Mendoza fue a Indias a conquistar y poblar las tierras y provincias que hay en el río Solís, llevó con él a su hermano y otros parientes entre los que iba don Diego de Luján, cuyos huesos sedientos encontraría él mismo en la orilla de un río que desde entonces lleva su nombre: el río de Luján.
Mi madre solía decir:
-En esta casa nació un hereje.
Lo decía porque don Pedro estuvo en el saco de Roma y allanó casas y conventos. Decían que había perseguido al papa cuando se refugió en Sant Angelo, motivo por el que fue excomulgado.
Que yo sepa, siempre vivió en aquella casa la familia de mi padre. La casa, en verdad, era propiedad del obispado, donación de una marquesa. Mis pasados vivían allí con la autorización de un deán de quien el abuelo de mi padre fue servidor. Ahora el beneficio no existía y mi padre pagaba mensualmente una pequeña renta al obispado. Nosotros sólo habitábamos una parte de aquella casa enorme, prácticamente vacía. Yo gocé siempre de plena libertad para andar por ella, subir a la torre o al palomar y pasarme las horas contemplando la catedral y los tejados.
Los días de invierno, el viento hacía sonar con estruendo los postigos de las ventanas y balcones que mi madre apurada subía a cerrar porque si no (decía) un día la casa se nos viene encima. El frío era grande. Mi madre decía:
La casa parece un páramo. De noche oíamos los pasos apresurados del viento o tal vez los gemidos del alma en pena de don Pedro hereje quien había saqueado Roma y su catedral todavía más que nosotros habíamos saqueado la nuestra. Si él (pensaba) siendo pariente de un cardenal tiene ahora que soportar tales penas, cuánto más no las habré yo de padecer algún día siendo como soy sólo el nieto del maestro Nicolás. Y eran sus pasos los que me quitaban el sueño.
De madrugada se oía la campana de la iglesia del Hospital llamando a misa. Mi madre, arrepentida y reconciliada con Dios, había llenado ahora la casa de más santos protectores que antes. Con los primeros claros se levantaba y se iba a la iglesia, de la que volvía cuando yo estaba a punto de irme a la escuela.
Me decía:
+Te he oído toser esta noche.
Yo no sabía si era mi tos o los taconazos de don Pedro pisando la tarima.
Varias veces fui con mi madre al médico, quien me quitaba la camisa y me auscultaba atento el pecho esquelético. Me miraba a los ojos y decía:
-Este niño tiene que alimentarse mejor. Era un consejo inútil.
Mi madre me abotonaba la camisa, me ponía la bufanda en el cuello y me colgaba la capa azul, arreglo de una capa flamante de mi abuelo Nicolás, sastre famoso.
-Abrígate. iY no te metas en los charcos!
Los charcos. Era una manía. También un placer goloso ese de romper los cristales de hielo de los grandes charcos de la plaza, donde nunca daba el sol de invierno.
Me pasaba la mano por la cabeza, mi cabeza rapada, y yo sabía que eso equivalía a una caricia. Nosotros nunca fuimos besucones. Lo decía mi madre: Nosotros somos muy ásperos.
-Anda, vete.
Abría el portón y echaba a correr camino de la escuela. Corría y, desde la esquina, antes de perderme volvía la cabeza para ver todavía la cara de mi madre diciéndome: iLos charcos!...


La escuela estaba en una casa grande que tenía tantos años o más que la nuestra. Todo el pueblo estaba lleno de aquellas casas antiguas con balcones, ventanas y un palomar.
La escuela tenía sobre la puerta un escudo y un balcón.
Pasado el portal, estaba el patio con columnas y un pozo. Casi todas las clases estaban en la segunda planta. La mía, que era la más espaciosa, tenía dos balcones con macetas que daban al patio. Cuando llovía, teníamos que poner tiestos y cubos para recoger los goterones como en un aljibe, estableciéndose un concierto disonante y monocorde, secundero de un reloj disparatado que nunca encontrara su centro. Era curioso oír el goteo todo el día, primero metálico y seco, luego, conforme los recipientes se iban llenando, con sonido tierno de agua estancada. El maestro levantaba los ojos para mirar, receloso, la mancha húmeda que cada vez se abría más en el techo de donde salían aquellas ampollas burbujeante s que, grávidas, caían en el vacío en busca de la vasija metálica y musical. Muchas veces tenía que preguntarme qué fantasmas habitarían de noche esta casa, seguro de que todos los caserones tenían forzosamente los suyos. Al parecer, en la escuela, mucho antes de que fuera escuela, hubo una casa de judíos (una sinagoga) expulsados por los Reyes Católicos. Todos los grandes profetas bíblicos seguramente permanecían allí emparedados. Sobre todo, detrás de una puerta siempre cerrada que había en el patio y que nadie nunca osó abrir.
Alguna vez, al echar el cubo al pozo, habían salido colgados restos de cántaros y de armas, nadie sabía de qué tiempo. Puede que en la casa, escondido en el sótano oscuro, hubiera enterrado algún tesoro ... Una vez, detrás de un tabique, apareció un Cristo con los brazos abiertos salvado así (contaron) de las iras de los soldados franceses ...
y hacía frío: un frío estático y continuo que, sin calefacción, nos hacía permanecer con los abrigos puestos en nuestros pupitres añosos, repintados durante las vacacionesde verano por el propio maestro, quien, a principios de curso, se sentía orgulloso de su obra, de que su clase fuera la más limpia y hermosa de todas.
Claro que las lluvias y las goteras venían pronto a estropear sus ilusiones de todo un verano.
A las doce, el reloj de la catedral soltaba sus doce campanadas puntuales que se abatían sobre la ciudad. Era la hora de la libertad. El maestro, de pie, vara en ristre, nos miraba severo señalándonos la puerta que tendríamos que traspasar en orden, de uno en uno. Su voz era un teclado vivo, autoritario, sobre nuestras cabezas.
-No salgáis como animales ...



















-Noviembre -decía mi madre sentada a la mesa con la vista en el cristal empañado de la ventana- es el mes de los difuntos.
Ella tenía muertos a sus padres. Yo recordaba, lejanísimo, a mi abuelo Antonino con su mirada gris y su bigote rojizo. La abuela había muerto muchos años antes. Colegía su bondad y su guapura por las palabras y por la tristeza de mi madre cada vez que hablaba ella. Tenía en el chinero un retrato suyo, muy joven, con los ojos negros. En el retrato era todo lo bella que decía mi madre.
-Y joven murió -decía.
A mí me extrañaba sobre todo cuando decía:
-Mi madre, cuando murió, era más joven que yo soy ahora.
No podía comprender que una hija fuera nunca mayor que su propia madre.
Mi madre, siempre que hablaba de la suya, se tenía que secar una lágrima. Decía: Mi madre, que en gloria esté. 0, que en paz descanse. A mí no me cabía en la cabeza que mi madre alguna vez hubiera tenido una vida diferente de la que yo ahora le conocía. Sólo existe, en verdad, la vida que vivimos: nuestra propia vida. La 'vida de los demás es una historia que muy bien puede no haber ocurrido.
Mi madre vino a esta casa cuando se casó con mi padre, que aquí había nacido. También había nacido aquí mi abuelo, el maestro Nicolás. Y yo. Mis padres se casaron el año 29 y yo nací en tiempos de don Alfonso XIII. Naciste -rne decía mi madre- un sábado víspera de Domingo de Ramos. Al año siguiente el rey salía de España y entraba la República.
-Ese día tu abuelo, mi padre, se presentó en esta casa con una botella de anís para celebrar el acontecimiento. Él era muy republicano. Luego, cambiarían las cosas.
Pero de quien más se acordaba era de su madre. Tomaba el retrato del chinero y se quedaba las horas mirándola. Era casi una niña cuando murió.
-Entonces -decía-, las mujeres se casaban muy jóvenes.
Pobre mamá.

Noviembre era un mes triste. En cuanto se quitaba el sol, se oían repicar las campanas del Hospital y las del Sagrario que hacían el mes de Ánimas. La calle se quedaba solitaria. Pronto se encendía la luz de plomo de la esquina. Mi madre devota sacaba una caja de mariposas que tenía en la tapa la Virgen del Carmen con un escapulario y dejaba una flotando en un vaso con agua y aceite. Aquella lucecita tenebrosa empañaba el cristal del vaso y florecía enseguida como una espiga. Se santiaguaba, me santiguaba, y se ponía a rezar con los ojos cerrados por toda su familia difunta.
En esos años (como antes de la guerra) existían en la ciudad varias clases de entierros en consonancia con los dineros a gastar por la familia del difunto. A los más pobres se les enterraba de caridad hermanados en la fosa común. Luego estaban los entierros de tercera, a los que asistía el cura revestido con roquete y estola, quien aspergiaba la caja con agua bendita y rezaba el Pater noster. La familia y amigos acompañaban después al difunto a su morada, conducido a hombros hasta el cementerio. No existían coches fúnebres.
Durante el entierro doblaba la campana parroquial. Pero de todos los entierros, los que yo recuerdo más son los entierros de primera en los que enseguida de producirse el óbito la campana de la torre daba la señal (hombre o mujer) que se extendía tenebrosa sobre la ciudad. La parroquia, con la cruz alzada, rodeada de sacristanes y monago s, compuesta a veces hasta de cinco curas, irrumpía en la casa del difunto a entonar el gorigori. Delante, con violín y trombón, marchaba la capilla de la catedral con su tenor y su bajo, quienes con sus gritos destemplados hacían más horrible si cabe el fúnebre cortejo. La gente ociosa salía a los balcones para contemplar la comitiva y alabar la caja de madera noble que brillaba opulenta sobre las cabezas doloridas de parientes, deudos y amigos, quienes se disputaban a porfía la conducción del cadáver.

Claro que ninguno de estos entierros nunca pudo compararse con el de los curas, llevados con gran ceremonial con el ataúd descubierto. El difunto, revestido con los ornamentos sagrados, con el bonete en la cabeza y el cáliz sujeto entre sus dedos cerúleos, era conducido con la cabeza por delante (al revés de los otros difuntos). Durante muchos años me persiguieron en sueños los fantasmas de aquellos sacerdotes muertos (a los que yo conocí vivos) en cuyos labios de lirio vi como burbujeaba todavía la saliva de su último aliento. Pensaba en un cuadro de Sánchez Cotán que hay en la Cartuja de Granada donde se ve a san Bruno fundador testigo horrorizado de la resurrección de un difunto durante su misa de corpore in sepulto para gritar: il-lermanos. no recéis más por mí, que ya no me sirven de nada vuestras misas! ¡Estoy en el infierno condenado para siempre ....
Oí la voz de mi madre: Requiescat in pace.
Me estremecí espantado temiendo encararme de pronto con el fantasma de alguno de aquellos curas difuntos cuyo cadáver yo había visto pasar a hombros, dentro de su ataúd, desde el balcón de mi casa.
-(Qué te pasa? -me chilló mi madre nerviosa con mi actitud inquieta, pendiente ahora de la candela agonizante que amenazaba con ahogarse en el vaso de agua.
-Pero deja de echar el aliento ...
La miré en silencio. No comprendía cómo ella se empeñaba en ser más vieja que su madre. Mi madre siempre vestida de luto. Siempre la conocí así, con aquella bata y aquellas medias negras. No me la hubiera imaginado nunca de otra manera. Toda su vida, más que a los vivos, la tuvo dedicada a los muertos.
Pero había otros entierros que nadie contaba: el de los niños gitanos. Les llenaban la caja de flores y, descubiertos, los llevaban entre bailes y cantes hasta el cementerio. La única que lloraba era su madre dolorosa.
Los gitanos decían que Dios había hecho bien llevándose al gitanillo en plena flor.

-Dios lo ha quitado de penas.
La ventana se empañó de lluvia. Ahora se oía el viento que pegaba fuerte en el cristal. La llama se agitó en su fanal como en una tormenta. Evoco a mi madre, cuyo rostro, más Que en su cara, estaba en su voz. Vino el maullido de un gato perdido. Llovía con furia. Era una lluvia otoñal de noviembre. Mi madre abrió los ojos preocupada. Mi padre no había llegado todavía. La calle estaba semi a oscuras, ya que la luz de la esquina se apagaba intermitente. Cuando cerraba los ojos, su rostro volvía a ser su cara.
Muchas veces, cuando salíamos de la escuela, corríamos al paseo para asomarnos a las ventanas de los sótanos de la catedral y contemplar el osario repleto de esqueletos de curas y obispos muertos hacía cientos de años. Muchos estaban todavía dentro de sus cajas revestidos con sus mitras, sus casullas y hasta con sus medias coloradas. Era un espectáculo repugnante que nos mantenía horas colgados de la reja de aquella ventana, el mejor ejemplo del transit gloria mundi, sin atrevernos a decir una palabra. .
-Pero, cno vas a dejar tranquila la lamparita? Llovía.
El tío abuelo de mi padre, el tío Silvestre, que no se casó y que vivió siempre solo en su casa de la Puerta Alta, fue maestro organista de la catedral. Ya viejo, con el pelo blanco y la nariz como una ganzúa, lo vi alguna vez ensimismado en el coro con los dedos sobre el teclado del armonium que sustituyó al órgano destruido durante el saco de la guerra y del que, como recuerdo, quedaban vivos algunos tubos que apuntaban disparejos a la gente como caños de fusiles. Y no comprendo (decía mi madre) cómo el tío Silvestre no se murió el día que saquearon la catedral y destrozaron el órgano. No lo comprendo. Decían que después de la catástrofe había ido por las calles recogiendo los tubos abandonados 'pensando algún día recomponer la pieza. Muchas veces fui a la catedral sólo para oírle. Tenía muy mal genio, como todos los músicos, y por eso mi madre no quiso que aprendiera música cuando se ofreció a mi padre para enseñarme. Nuestra familia -le dijosiempre ha tenido buen oído. Mándame a tu hijo. Pero mi madre se opuso de manera terminante. No quiero que mi hijo sea músico, decía, negándose a dar explicaciones. Para ella la música era el tío Silvestre, con sus manos eadaverinas, su nariz y su sospechosa soltería. Ella pensaba que si yo aprendía aquel oficio inútil, con el tiempo me convertiría inevitablemente en la copia exacta del organista. Por eso no aprendí. Cuando murió el maestro, el armonium estuvo cerrado durante mucho tiempo hasta que se pudo contratar un organista de fuera. Entonces la catedral volvió a ser lo que había sido, gracias al nuevo órgano que mandó comprar el señor obispo.
Adormilado, contemplando a mi madre, se me venían a la cabeza estos recuerdos. Iba muchas veces a la catedral y me sentaba en la penumbra de la sillería del coro sólo por oír aquella bendita música que tanto me gustaba. Lástima que mi madre tuviera aquella manía.
Llovía.
De nuevo pensaba en don Diego boleado o en don Pedro triste paseando su pena por la casa. Crujían los artesonados, las vigas centenarias, golpeando el viento sin piedad los postigos del palomar sin palomas.
-y tu padre sin venir -r epetía mi madre con sus manos ateridas sobre la llama recién muerta a la que ella trataba de cobijar.
Yo sabía que ésa era su espera desesperada. Se quedaba en silencio y fruto de su meditación, me decía:
-Anda, vete a la cama.
Pero yo miraba curioso el pabilo de la mariposa humeante apestando a aceite quemado. Me levanté despacio y antes de que mi madre repitiese la orden, intenté sacar con los dedos el cadáver todavía caliente de la candelainsecto de las ánimas que ya tenía las alas plegadas.
Todavía me ganaría la última regañina de mi madre, su último me vas a quitar la vida.
Acostado, con la puerta a medio cerrar, veía la pared amarillo latón del comedor, donde mi madre, encogida, pegada a la mesa de camilla y al brasero, oía cómo caía la lluvia sin parar, esperando a mi padre Ulises.
Noviembre es el mes de los muertos. El mes de los aparecidos. El mes en el que las mujeres descalzas y con velo, llevando una vela encendida en la mano, caminan entre dos luces desde sus casas a la puerta de la iglesia para que el alma en pena del difunto descanse definitivamente en paz. Porque algunos de aquellos muertos venían a sus casas para esconderle los trapos a la mujer, derramarle el grano o el aceite, deshacerle la cama o romperle los platos tirándolos del platero.
Quizá por eso, cuando algunos morían, para que el muerto se fuera tranquilo de esta vida, la viuda dolorosa salía al balcón y como una loca despedía a gritos al esposo perdido: iJosémaría ... llévame contigooo!... O con la camisa desgarrada, cuando veía delante de su puerta a la parroquia, decía a gritos que no se lo llevaran. Una vez, un cura chunga, visto el panorama, le dijo a la viuda: No te apures por eso, hermana. Por nuestra parte no hay ningún inconveniente: nosotros nos vamos y tú te quedas con tu difunto marido ...
Llovía, y ladraba un perro: un perro calado por la lluvia. Toda la tierra (decía mi madre) está sembrada de muertos. Sobre todo con las guerras. Si te pones a cavar en el suelo, siempre aparece un resto humano. También nosotros, cuando pase el tiempo, estaremos muertos. Y (pensaba) otra madre estará ahí fuera y otro hijo estará aquí dentro de una cama como ésta oyendo la lluvia, el perro y el soplo del viento. Todo será así, como siempre ha sido.
Más tarde, en sueños, oí una puerta y los pasos de mi padre que llegaba.












Muchas veces me despertaban los tambores y trompetas de las bandas militares tocando el himno nacional mientras izaban la bandera en el balcón principal del improvisado cuartel. La gente se detenía allí donde estaba, se quedaba firme y saludaba con el brazo extendido. La ciudad estaba invadida por aquella tropa de ocupación, toda vez que hasta el último día, hasta el primero de abril, final de la contienda, había pertenecido a la zona republicana. Por esto la vida era difícil. Las calles estaban siempre repletas de personas ociosas que intentaban encontrar la manera de reorganizar sus vidas rotas. Mi madre decía muchas veces: No sé de qué vamos a vivir.
y lo decía porque, en ese tiempo, el oficio de sastre de mi padre no servía de nada. La gente se arreglaba como podía volviéndose la ropa, procurando que pareciese nuevo lo que hacía tiempo había dejado de serlo.
-Nadie tiene dinero.
Me quedaba mudo oyendo a mi madre. En el portal, entrando a la derecha, en una estancia muy grande, mi padre tenía su taller, que había heredado del suyo. En la pared tenía mi padre un diploma dado por una casa de modas de Bar.celona y un retrato de mi abuelo Nicolás fundador de la sastrería.
Mi padre decía: A mí no me ha dado Dios las manos que le dio a mi padre. Mi padre era un artista.
Decían de él que había sido un sastre pinturero y enamoradizo.
También decía mi padre: Mi -padre le cosía a lo mejor de la ciudad. Hasta de Granada venía gente a que le cosiera el maestro Nicolás.
Lo decía con orgullo.
Los domingos mi madre me llevaba a misa a la catedral.
Mi padre se quedaba en la cama pretextando que la iglesia es cosa de mujeres y niños. Ahora la catedral se iba vistiendo poco a poco de pinturas y de santos que misteriosamente, pese al saqueo, volvían a ocupar los sitios de siempre. También volvió alguna campana, que no era la de antes, pero que nos hacía retroceder a los tiempos que nunca jamás volverán. La verdad era que la catedral, pese a las heridas y a las cicatrices de la guerra, se llenaba ahora más que nunca de gente ávida de arreglar sus cuentas con Dios.
-No sé -decía mi madre-, cómo este pueblo se hubiera podido arreglar sin Dios. Yo no lo sé.
Porque esa hambre de iglesia, de misas y novenas, de bodas y bautizos pendientes, la tenían lo mismo los vencedores que los vencidos. Yo mismo vi a aquella mujer que se llevó en un asno su hatajo de santos para el fogón. ponerle ahora una vela a la Virgen, promesa de algún beneficio o demanda de algún favor perentorio. Decían que, durante la guerra, los ateos hacían blasfemar a los cristianos antes de matarlos para que así se fueran derechos al infierno.
-Ahora va a la iglesia más gente que nunca. España se ha hecho beata -decía mi madre-. Esto es un milagro.
Pero las tiendas, salvo unas pocas, seguían con las puertas metálicas echadas. Sólo abrían los Ultramarinos y esto para repartir los alimentos racionados. Los que no tenían con qué comprar, se morían de hambre. Se morían a chorros y sin remedio. Quizá por eso la gente entonces salía tanto a la calle: para distraer su hambre, u olvidarla a fuerza de hablar de otras cosas.
Mi madre sabia decía: Éste es un tiempo de palabras. Sobre la población famélica se abatían los pájaros negros de los grandes estraperlistas, aves sedientas surgidas de las cenizas de la guerra.
En ese tiempo se bautizó mi primo Nicolás, sobrino de mi padre. Mi primo había nacido en la guerra y cuando le echaron el agua tenía ya dos años y medio. En el momento en que don Jesús le dijo: Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, rompió a tocar la banda militar para quitar la bandera y el niño, con la cabeza en la pila, mientras le rociaban el agua, levantó la mano para saludar. .
Entre luces, alguna tarde salíamos a la calle impelidos por el sonar de las campanillas. Era que el Viático había salido del Sagrario para ir a la casa de algún moribundo. La gente novedosa, en cuanto veía la procesión y las velas, gritaba: iQue viene el Santísimo! Y todo el mundo hincaba la rodilla a la espera de que pasara el cura con el copón arropado.
Mi madre se había vuelto muy sensible y lloraba por cualquier cosa. Decía que ya era hora de que las cosas fueran como Dios manda, que es como habían sido toda la vida. -iQué tristes aquellos entierros de la guerra -era su obsesión- sin un solo rezo! ¿Qué les podemos dar los vivos a los muertos que no sea una oración?
Pensaba en el sepelio de su padre, mi abuelo Antonino, que era republicano, al que llevaron al cementerio un día gris de .lluvia helada. Se sentaba y se quedaba un rato sin palabras. Se quitaba una lágrima y cambiaba de tema.
-(Sabes una cosa? Tu tío Javier vendrá esta noche a despedirse.
Ya lo sabía. El tío Javier era el hermano menor de mi padre. También había nacido en esta casa. Se iba a Rusia de voluntario con la División Azul. Fue la primera vez que vi llorar a mi padre .. Veo al tío Javier sentado a la mesa, sonriente, cantando himnos patrióticos y bromeando con mi madre, que lo quería como a un hijo. Por la mañana fuimos todos a la estación para despedido. Nos besó y enseguida desapareció en aquel tren que se lo llevó para siempre. No lo vimos más. Mi padre recibió una carta en alemán y una cruz. Mi madre estuvo vomitando toda la mañana impresionada con la noticia de su muerte. A mí me vistieron de luto por primera vez en mi vida. Le dijimos una misa a la que asistió mucha gente.
Los domingos por la mañana tocaba la banda de música en la plaza. La gente tomaba el sol como si la plaza fuera la misma plaza de siempre. El viento traía el olor de los álamos desnudos. Temprano, abría la ventana de mi cuarto, me tapaba la boca con la mano para que no se me helara el aliento y veía el cielo azul lleno de pájaros. Y la torre de la catedral bañada por el sol. También veía la torre de la Concepción donde un día colgaron una campana y las monjas subían a tocarla. Las veía asomadas a las ventanas con sus hábitos blancos y sus mantos celestes contemplando los cipreses y un laurel y las tumbas donde reposaban las monjas muertas.
Había una ventana en el palomar de mi casa por la que yo saltaba a los tejados. Allí tenía yo mi rincón secreto en el que me pasaba las horas soñando con la vista puesta en el cielo.
Me llamaba mi madre. -(Dónde te has metido? Nunca dije dónde.
Se me quedaba mirando, intrigada por el resplandor de mi rostro.
-Oue no me entere que andas por los tejados. Que yo no me entere.
Lo decía porque las vecinas la tenían advertida: Un día tu hijo se mata.
-¿Me has entendido?
La miraba diciendo que sí, que la había entendido. Pero seguía haciendo lo mismo porque ése era mi secreto mundo y sin él no era nada.
Para colmo de males, un día un compañero de escuela se cayó de una morera cuando cogía hojas para sus gusanos y se mató. Dos días estuvo vivo haciendo vida de sano sin contar en su casa lo que le había pasado por miedo a que su padre lo castigara. Nadie se explicaba cómo había podido aguantar tanto tiempo sin una queja.
Mi madre, cuando lo supo, rompió a llorar y dijo que los hijos sólo nacemos para hacer sufrir a los padres. Sólo para eso.
Ese día, ni los siguientes, no me atreví a subir al palomar ni a los tejados.
La vida era un puro aburrimiento.
Un día mi madre me llevó al mercado donde descubrí , un mundo fascinante. Sobre una camioneta un hombre vendía a gritos su mercancía. Era un charlatán. Y además de la manta, o del traje -decía- yo le regalo a usted una camisa, una caja de pañuelos finos o una navaja de Albacete. Y además, y esto porque a mí me da la gana, le devuelvo a usted su dinero. Era difícil, a la vista de tanta generosidad, no pensar que uno estaba en el reino de Jauja. Mi madre experimentada me tiraba del brazo y me decía que todo eso eran mentiras, que en esta vida nadie regala nada, que todo lo que se da es siempre a cambio de algo ...
Otra maravilla, que incluso emocionó a mi madre, fue la Niña dormida de Almería, quien sentada y con los ojos vendados contestaba sin equivocarse nunca a las mil preguntas que la gente le hacía. La Niña con sus calcetines y su batita de percal, con la cara consumida por el hambre de su patria yerma, permanecía atenta y ciega a las preguntas que le pasaba aquel hombre listo que yo siempre pensé que era su padre.
-Vamos a ver, la señora que tengo delante, ¿es rubia o
morena? -Morena.
-¿Qué tiene en el pecho?
-Una medalla.
- ¿De qué Virgen?
- De la Virgen del Carmen.
-Y el señor, cqué tiene en la mano?
-Un reloj.
-¿Qué oficio tiene?
-Oficinista.
Enseguida venían las preguntas serias.
-Vamos a ver, María del Mar, piénsalo bien, ¿vive el marido de esta señora? -Vive.
Estupor generaL -¿Cómo se llama?
-Andrés.
-¿Dónde se encuentra?
-En Francia.
-¿Piensas que volverá?
-Muy pronto.
Alegría general. La pobre mujer rompía en un llanto feliz. Toda la mañana se la pasaba la Niña dando respuestas satisfactorias sobre la vida o el paradero de tanta gente desaparecida.
Mi afán era que mi madre le preguntara a la sibila si el tío Javier no estaría vivo en algún lugar de Rusia. Pero mi madre no quería.
-Es mejor dejar a los muertos tranquilos -decía.
Nunca supe si ella creía en estas cosas. La verdad (decía) es que nadie sabe lo que hay detrás de la mente humana. Ha habido personas, los profetas, que han estado poseídos por Dios.
Yo, por mi parte, pensaba en aquellas que habían estado poseídas por los demonios. Me acordé del relato de Mateo en el que cuenta cómo estando Jesús en el país de los gerasenos le salieron al paso dos hombres poseídos por una legión de demonios. Éstos, viéndose perdidos, le pidieron al Maestro que los dejara entrar en una piara de cerdos que por allí andaba. Jesús les dijo: Id. Y ellos salieron de los dos hombres y entraron en la piara tranquila que, espantada, al sentirse poseída, se precipitó al mar, donde pereció. Pensando en esto, hice la cruz para que el diablo, si es que andaba por allí, se marchara enseguida con el rabo entre las patas. El diablo no puede ver la cruz.
- ¿Y cuál es la señal del cristiano?
-La señal del cristiano es la santa cruz, en la que Cristo
nos redimió.
-¿Qué quiere decir cristiano?
-Cristiano quiere decir hombre que profesa la fe de Cristo.
Todas esas preguntas bullían en mi cabeza de niño casi moro a consecuencia de los años blancos de la guerra, ahora reconvertido poco a poco a la fe católica, que era la fe de mis mayores.
-Cuando estéis en condiciones -nos decía el maestro-, haréis todos la primera comunión. Tal vez el año que viene ...

Después de la lluvia, la ciudad aparecía ensombrecida. El viento era frío. Se movían las copas de las acacias, testigos mudos junto a las farolas y los bancos de hierro del ayer de la plaza. Pasaba con prisa delante de la verja de hierro repuesta, que, cuando el saco famoso, al caer, le aplastó la cabeza a un niño que se balanceaba tranquilo colgado de la puerta. Había charcos en el suelo y se veían los cerros ocre y la línea vertical de los álamos de la carretera. Corría y los pies se me hacían pesados como el plomo. Me detuve y me senté a descansar en la escalerilla de mármol que rodea la catedral. Si mi madre me hubiera visto sin la capa y sin el tapabocas ... Reí porque la capa me convertía en el ciego de Salamanca. Cuando encontraba la ocasión me la quitaba. Me busqué el pañuelo en el bolsillo para quitarme el frío de la nariz, pero lo había perdido. Me puse las manos en la boca como una barrera, me levanté y re emprendí mi camino huyendo del viento helado.
Cuando llegué a mi casa, mi madre no estaba. Y no era corriente que mi madre esclava faltase de su casa. Por eso me puse a buscarla como un loco registrando los salones y subiendo al palomar temiendo, no se por qué, que se hubiera colgado de una viga. Mi madre me decía muchas veces: En estas vigas, antiguamente, se colgaban los jamones. Yo miraba dudoso de que una cosa así alguna vez hubiera sido verdad. Me asomé por la ventana y me puse a vocearla. Nadie contestó. ¿Dónde se habría metido? Seguro que nos había abandonado a mi padre y a mí. Más a mí que a mi padre. Lo decía alguna vez: Un día me voy de esta casa para siempre.
-Tú ya eres un hombre para pensar esas cosas -fue lo que me dijo mi madre irritada cuando, como el sol, iluminó de repente la puerta-o No sé por qué tienes tanto miedo. No sé por qué. ¿Piensas que a mi edad me voy a perder? Eso es lo que yo quisiera ...
¿Qué edad tendría mi madre? La miré sin abrir la boca.
Una madre es lo más grande del mundo. No podía quitar los ojos de su rostro, que ahora lo mismo estaba en su cara que en su voz. Algo pasaba.
-Tu padre se ha quedado sin trabajo.
Me lo soltó así, fríamente, como si yo pudiera alcanzar la gravedad de la mala noticia. -Anda, siéntate. Pareces pasmado. Yo seguía pendiente de ella.
Me senté. Helado más que nada por el clima que ella había creado con su temible noticia.
A mi padre, circunstancial empleado municipal debido a la falta de trabajo en su taller, lo habían puesto en la calle.
-Te haré algo de comer. Estás temblando.
La veo delante de la cocina y, mientras la miro, creo que está arrepentida de haberme hecho partícipe de su angustia. Un hombre sin trabajo es una desgracia, la mayor desgracia.
-Lo han tirado a la calle como a un perro -se quejó-. A él. Temblaba aterida quitándose los pelos de la cara. -Dicen que porque bebe más de la cuenta.
Encendió la hornilla y puso una olla de agua a calentar.
No se le iba el blancor de la cara. Aquella rabia por todo y por todos.
-Infames -dijo.
Luego:
-Anda, acércate. No te quedes mirando como un tonto. Luego:
-Esta mañana te fuiste a la escuela sin la capa. Sin la bufanda. ¡Ay, Señor! icorno si fueran pocas las preocupaciones que una tiene!
Puso la mesa.
-Come tú. Yo no tengo ganas de nada.
Evoco a mi madre frente a la ventana de la cocina empañada de humo, con un cristal roto tapado con un cartón. La luz bañaba su cara-rostro que parecía de cal, mezcla de aquel resplandor de la lluvia pasada y la penumbra de la casa de la que formaba parte.

-¿No comes?
Me lo dijo a punto de estallar. -¿Es que eres tonto?
La segunda vez que me lo decía.
La veo cara a la ventana, único punto de luz por el que ella esperaba nuestra salvación. Porque por allí miraba ella siempre su cielo empañado.
Me puse a comer. Pero no la perdía de vista, aun cuando mis ojos estuvieran clavados en el plato y durante unos minutos eternos sólo existiera entre nosotros el ir y venir de la cuchara viajera del plato a mi boca. De mi boca al plato.
-He estado en casa de tu tía.
Tu tía era su hermana. Era la explicación a su ausencia.
Había tenido necesidad de comunicarse. Detuve la cuchara en su camino.
-Es por eso por lo que he tardado. Se me fue el santo. Luego:
-jQué desgracia! No sé qué clase de hombre es este hombre.
Lo decía por mi padre. Se llevó las manos a la cara y quiso borrar aquel rostro blanco arrasado de lágrimas, único testigo de aquel sufrimiento que la poseía. Se secó la nariz.
- No debes contar a nadie lo de tu padre -me advirtió cortando en seco su llanto-. A nadie.
Asentí.
-Ahora te vas a la escuela. Ayer hiciste la zonga. No vayas a decirme que no es verdad: he visto a don Antonio.
No era mi intención negarlo. Era verdad que la tarde antes había faltado a la escuela. Me había juntado con Daniel, Jacinto y Manolo. Con ellos había estado jugando a la pelota. Zamora, Epi, Quincoces. Toda la tarde hasta que se quitó el sol.
-Te vas a la escuela derecho.
Ya no quedaba nada en mi plato lamido.
A la noche llovería otra vez. El viento traía el olor de los álamos pelados. Toda la tierra se impregnaba de ese olor a hojas tiernas pisadas por la lluvia.
-De la escuela -segunda advertencia-, te vienes enseguida a la casa. ¿Me entiendes?
Nuevo asentimiento.
Me puse la capa y cogí mis cosas. Todavía en éxtasis la miré embobado, fascinado creo por el color de sus ojos, por aquella angustia que no sabía disimular sabiendo que sólo me tenía a mí, propiedad sin valor. Sentí su mano, como siempre, sobre mi cabeza rapada, que eran sus so-
brias caricias maternales. .
-Anda -me dijo-, ahora vete.
y me fui.



















Ahora ven, ahora vete. Siempre las mismas palabras.
Las mismas cosas durante aquel tiempo lejano, perdido al fin, en el que todo el mundo era infinitamente pobre. De noche, desde la cama, oía discutir a mis padres y el tema era siempre la pobreza, eterna canción. Oía el rumor de sus palabras fundidas con el eco de la calle agonizante. Pronto se apagaría la luz y luego nuestra propia luz. Por la ventana abierta entraba un claro de luna. Se oía el ladrido de los perros callejeros. En el silencio oía el lloro de mi madre. Se tapaba la boca con un trapo, pero seguía hablando con sordina envejeciendo adrede sus palabras. Sin verla estaba seguro de cada uno de sus gestos. Cómo tenía la cabeza doblada, hundida entre sus manos, abrigada con aquel chal negro de lana con el que ella pasaba sus inviernos. Aquel chal era un luto sobre otro luto. Yo me decía obsesionado: ¿Cuántos años tendrá mi madre? Mi madre, en mucho, era como el retrato aquel de la abuela niña que había en el chinero: siempre era la misma. Mi madre nunca había sido niña. Vino al mundo así, como estaba ahora, vestida con aquella bata y con aquel chal espantoso. Nunca creí en su niñez ni en su juventud. Mi madre era sólo mi madre y si hubieran pasado mil años, hubiera seguido siendo la misma. Pensaba: Mi madre no es de carne, es de madera tallada y pintada como los santos. Está hecha de la misma madera con la que se hacen las dolorosas. Lo pensaba, pero no lo decía.
Don Antonio se puso de pie y .dijo solemne:
-Niños: Tengo que daros una triste noticia. Lejos de España, su patria, murió ayer don Alfonso XIII. Don Alfonso XIII, fue rey de España hasta el 14 de abril de 1931 en que entró la República. Dejó el trono para evitar un derramamiento de sangre entre españoles. Desgraciadamente, no pudo evitarlo, como bien sabéis. Ahora vamos a bajar al patio y en silencio pondremos un crespón negro en la bandera, que quedará a media asta. Después, en señal de luto, estaremos tres días sin escuela. ¡Silencio!
Había guerra en Europa. Mi padre recordaba, de niño, la otra Gran Guerra. La gente vivía pendiente de la radio y de los periódicos germanófilos. Los alemanes avanzaban victoriosos en Rusia. Por ese tiempo fue cuando se fue a la División Azul mi tío Javier. Mi padre decía que pronto los alemanes invadirían a la Gran Bretaña (él nunca decía Inglaterra). Pero mi madre sabia le decía: Nicolás, todo lo que rueda para; al final los alemanes perderán la guerra como la otra vez. Mi padre germanófilo se irritaba, salía y daba un portazo.
En el cine proyectaban noticieros UFA donde aparecían soldados alemanes desfilando o en la nieve del frente ruso. También salía Hitler y Goering. Franco, cuyo nombre estaba escrito tres veces en todas partes, único vencedor del comunismo, se entrevistaba en Hendaya con el Führer, en la misma frontera de la Francia vencida.
Los domingos, mi padre se encerraba en la sastrería, ponía la radio galena y se tiraba la tarde oyendo el partido de futbol que radiaban. Sus favoritos eran el Bilbao y el Atlético de Aviación. Yo miraba por el ojo de la cerradura y lo veía sentado como un patriarca bebiendo a chorro de aquel botijo que en vez de agua (yo lo sabía) tenía vino tinto.
Ahora ven, ahora vete. El cielo estaba despejado y se oían los golpes de martillo que venían de la plaza, donde los obreros descombraban las últimas ruinas. Allí, durante algún tiempo, montaban los tiovivos y los columpios de la feria. La ciudad parecía que se iba a quedar así para siempre, rota y sin alma. Luego empezarían a construir las primeras casas.
Por la noche, los niños de Falange, los flechas y pelayos (que eran todos) hacían instrucción en el paseo y luego bajaban desfilando y cantando hasta el Parque del Generalísimo. Todo el mundo se sentía transido de espíritu patrio. Los domingos, por la mañana, la plaza se llenaba de camisas azules y boinas rojas. Los días clave (1 de abril, 18 de julio, 20 de noviembre) se colocaban coronas de laurel bajo el nombre de JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA, PRESENTE que había escrito en la fachada de la catedral y en la cruz de los Caídos, monumento a los muertos nacionales de la contienda. Camisas viejas uniformadas custodiaban el nombre del fundador y la cruz. Se pronunciaban discursos. Un cornetín tocaba silencio y el toque de oración. Luego se cantaba el Cara al Sol y se daban los gritos rituales de España una, España grande, España libre, iArriba España! iViva Franco! Caídos por Dios y por España, iñresentes!
En ese tiempo aparecieron en los pueblos grupos armados de guerrilleros, hombres de la sierra, que asaltaban y asesinaban. Fue un tiempo de dura lucha en la que muchos perdieron la vida. Una vez vi un camión cargado de cuerpos rígidos, como troncos, destrozados por una bomba de mano.
Pensaba que de mayor sería sastre como mi padre y como mi abuelo. Más como mi abuelo, fundador de una dinastía. Pero los tiempos no estaban para estas cosas: apenas si entraba nadie en la sastrería. Mi padre decía que cuando acabara de una vez la maldita guerra mundial, las fábricas volverían a trabajar y los viajantes a venir con sus novedades. Y todo será como antes.
Antes era antes de la guerra. La guerra marcaba la frontera entre la opulencia y la miseria.
Éstos eran puros sueños de mi padre. Mi madre, más realista, sostenía que nuestros tiempos habían tocado fondo y que pasara lo que pasara lo nuestro era un caso perdido.
Pensaba que más que sastre era organista lo que me gustaría ser. No se lo decía a mi madre por no darle un disgusto, pero era la música lo que más me gustaba, subir al coro y sentarme delante del teclado del órgano con sus tubos nuevos.
Muchas veces espiaba a mi padre por el ojo de la cerradura y lo veía matar su aburrimiento empuñando las tijeras de cortar nada, enrollando la cinta métrica u hojeando revistas de modas con dibujos de señores felices y elegantes. Siempre terminaba sentado en su sillón con una pieza de papel en la mano, hundido como un rey sin corona.
Se oían los pájaros que venían volando al alero de nuestra casa. Anidaban en el tejado, en las ventanas y entre las vigas del palomar. En primavera y verano los aleros se llenaban de golondrinas y aviones que se pasaban las horas diurnas volando por el cielo azul, persiguiéndose jubilosas, buscando infructuosamente, como a ciegas, el nido al que finalmente se acogían. Muchas veces vi a los gatos ir de caza por los tejados, atentos con su mano levantada para dar el salto mortal y caer sobre alguno de aquellos pájaros confiados, que, a veces, conseguían escapar en el último instante del zarpazo felino. A las golondrinas no las tocábamos nunca. Las veíamos volar rasantes sobre la calle, lanzadas como proyectiles, chillando, riendo como niños. Las golondrinas, sabíamos, le quitaron las espinas a Nuestro Señor cuando moría en la cruz. Las veíamos volar: eran pájaros sagrados. Yo me las imaginaba apiñadas sobre el madero arrancándole a Cristo la corona de espinas y llevándosela, todavía sangrante, hacia la gloria. Las veía volar desde mi rincón secreto del tejado y detenerse un instante en la veleta y en la cruz de la torre.
Un día, escoltados por soldados con fusiles en la mano, vi una cuerda de presos que no levantaban la vista del suelo. Iban maniatados los unos a los otros para que no pudieran escapar. Los habían cogido en una emboscada.
Mi madre no decía nada. Su rostro de mujer vencida le llenaba toda la cara. Llenaba su figura de luto y sus manos enrojecidas y feas. Salía a la calle con su bolso escurrido y su cartilla de racionamiento a comprar pan negro, azúcar o aceite. Muchas veces volvía como se fue. Yo me daba cuenta viendo en la calle. tantas mujeres iguales, que sobre ellas, sexo débil, sexo fuerte, descansaba la indigencia nacional. Eran ellas, héroes sin medallas, quienes hacían y vencían en aquella guerra por la supervivencia mucho más guerra que la de las trincheras. Vivíamos de sus pechos.

Mi madre decía: ¡Qué tontos son los hombres!
Un día el cielo estaba azul sobre los tejados coronados de chimeneas y terrados. Fuimos al campo Daniel, Jacinto, Manolo y yo y por un camino vimos a cuatro hombres que llevaban a hombros un féretro con un ramo de flores sobre la tapa. Detrás, pobre y descalzo, único acompañante, lloraba un niño de nuestros años. Era la primera vez que veíamos un entierro con tan escasa compañía. Aquél era el entierro del patriarca san José y aquel niño que lo seguía llorando era el Niño Jesús, su hijo. Los seguimos hasta el cementerio, cuyas paredes blancas relucían por el sol. Los cuatro hombres dejaron la caja al borde de la fosa recién abierta guardada por los ojos tiernos de un ángel. Los cuatro hombres destaparon la caja para que el Niño diera el último beso a su padre san José, quien yacía dormido (no muerto) con su barba, su sonrisa y una vara de almendro florecida en la mano. El Niño, sin dejar de llorar, se puso de rodillas, abrazó a su padre anciano muerto y le besó con ternura en la frente. Nosotros, afligidos, también lo besamos. Enseguida los cuatro hombres cerraron la caja y, auxiliados con cuerdas, cuidando de no despertarlo, lo bajaron al fondo del hoyo como un pozo donde lo enterraron. Cuando acabaron, el ángel clavó una cruz sobre la tierra removida y se marchó.
Nunca creyó mi madre, sentada a la mesa y con los ojos enrojecidos, que aquella mañana yo hubiera visto el entierro del patriarca san José. Nunca me creyó. Hasta me amenazó con pegarme si iba por ahí contando esa tontería .:
-(Me entiendes? Todo el mundo va a pensar de ti que estás loco.
En ese tiempo yo veía natural que ninguna mujer supiera sonreír. Siempre estaban malhumoradas como soldados en una trinchera y no estaban preparadas para creer lo increíble.
-Anda, lávate. Vienes hecho un gitano.
Nunca me decía: Anda, vete a estudiar. En ese tiempo los libros no servían para nada: lo vital era el pan nuestro de cada día, équién nos lo dará hoy?
Decían que la Virgen del Pilar de Zaragoza se le había aparecido a Franco y que le había dicho que mantendría a los españoles lejos de la guerra mundial.
Otro día nos llevaron a todos los niños a ver la película Sin novedad en el Alcázar.
Daniel me contó que había visto a un hombre corno un perro escarbar en un montón de basura buscando mondaduras de naranja para comérselas. Cuando lo miró, el hombre quiso pegarle porque temió que fuera a disputarle su comida.
Ahora vete, ahora ven.
Una vez, no se qué noviembre (mañana de aquel noviembre en agonía/para qué naciste si al nacer morias) mi padre apareció delante de la puerta de la sastrería vestido de falangista, con su pantalón negro, su camisa azul con el yugo y las flechas bordado. En la catedral habían instalado un túmulo cubierto con la bandera roja y negra de la Falange ornada con una corona de laurel y cinco rosas simbólicas. Una escuadra de falangistas escoltaba el túmulo, convertido en féretro del fundador. Uno de aquellos falangistas era mi padre. La catedral estaba abarrotada de gente ávida de asistir al funeral. Recuerdo la música del armonium y las voces rotas de los cantantes de la capilla, astillando con sus gritos el dolor general. Pero, sobre todo, firme, iluminado por la luz de los cirios, recuerdo a mi padre, que tenía sus ojos clavados con orgullo sobre la bandera y la corona, objeto ciego de su fe en la Falange.
Ahora ven, ahora vete.
Así doblaba la campana aquella fría mañana de aquel noviembre en agonía. Luego se pondrían coronas en la fachada con el nombre de José Antonio, se leería su testamento y se pronunciarían discursos.
Pero yo seguía sobre todo viendo a mi padre en ese momento retrato vivo de José Antonio cuya muerte nos había sido contada en la escuela, segada en vida un amanecer.

-Anda, ven.
Mi padre se caló las gafas y abrió sobre la mesa las páginas gigantes del diario Arriba.
-Ahora, vete.
Fue mi madre la que poniéndome en la mano la bolsa fláccida y la cartilla de cupones, me dijo:
-Me han dicho que hoy habría pan.



















La calle se llenó de un ejército de limosneros, de gente desheredada, de hambrientos, que habían convertido el sábado en su día patrio. Desde el balcón los veía pasar como fantasmas alargando sus manos desvalidas pidiendo una limosna por amor de Dios ... Muchas veces, atraídos por el blasón de la casa y porque muchos de aquellos habían conocido al maestro Nicolás, levantaban con mimo la aldaba de la puerta demandando, lastimeros, una limosna por caridad, que ya hubiéramos querido para nosotros. Mi madre ofendida abría una hoja de la ventana para decir iperdone usted, hermano! (o hermana) y comentar luego con sordina ia buena puerta ha venido a llamar ese desgraciado! El pobre levantaba a la ventana sus ojos incrédulos y se alejaba calle arriba musitando rezos no precisamente religiosos. Mi madre decía: Ojalá pudiéramos salir nosotros como ellos a pedir limosna, ojalá. A nosotros, más pobres que nadie, nuestra pobreza espiritual nos impide salir a la calle. Lo nuestro es diferente.
Mi madre, harta de aquellas llamadas sabatinas, me dio a mí el encargo de despedir a nuestros pobres mal informados. Abría los postigos y les gritaba iperdone usted, hermano! Yo no sabía por qué tenía que llamar hermanos a aquellos pobres mugrientos a los que de ninguna manera ni yo ni mi madre hubiéramos abierto nunca la puerta. Me limitaba a observarlos atrincherado en mi ventana pronto a cerrarla de un portazo al menor peligro. La pobreza es fea. Y mala.
Los domingos, temprano, los pobres ocupaban ya las puertas de las iglesias a la caza del cristiano cumplidor, quien pronto se veía rodeado de una docena de manos crápulas poniendo a prueba su fe católica. Difícil prueba aceptar que aquellos pobres sucios, cojos o tuertos, fueran nuestros hermanos verdaderos. La verdad es que los pobres siempre están llenos de malas intenciones. Los pobres son ladrones y asesinos. Ninguno dudaría en estrangularnos por sacarnos una moneda ...

-Perdona, hermana, no tengo nada que darte -decía mi madre, resuelta, sorda a tantas lamentaciones.
Los pobres son como animales. Nadie se ocupa de ellos. La verdad es que nadie pensaba en serio en confraternizar con aquella plaga apestosa. La pobreza es contra natura, inhumana: todos la odian, sobre todo los mismos pobres.
Mi madre decía: Los pobres son crueles; entre ellos no existe ninguna compasión. Al más desgraciado lo desprecian todos los demás. No es verdad que la pobreza sea santa. La lucha de clases comienza en los pobres.
Quizá por eso admiraba a Francisco de Asís, el hijo del comerciante, quien abandonó su casa y sus riquezas y se fue por esos caminos en busca de los pobres y de los leprosos a los que besaba en la boca. Y a Juan de Dios, cargado por las calles de Granada con los desheradados del mundo. Una vez cargó con el mismo Jesucristo. Otra vez con el diablo, quien huyó cuando el santo, agotado por su peso, invocó el nombre de Jesús.
-¿ Sabes quién se ha muerto? -le dijo mi madre a mi padre ignorante-, el viejo vergonzante que pedía limosna en la plaza. Se ha quitado la vida.
Por la mañana (era domingo) se fue a la catedral, oyó misa y comulgó. Luego se fue a un campo que hay delante del cementerio, dejó su sombrero pulcro en el suelo y se colgó de un olivo con una cuerda. Yo lo vi detrás del árbol, como si escondido (vergonzante) estuviera echando allí una meada.
A pesar del frío, algunas noches oía desde la cama a los músicos del Centro Artístico echando serenatas. Los oía pasar tocando sus guitarras y sus bandurrias. Una vez llevaron hasta un piano. Por el cristal de la ventana se veían las estrellas duras como pedazos de nieve helada.
Mi madre, aburrida, fue una mañana a ver al alcalde a suplicarle por amor de Dios (nuestra limosna) no me tire a la calle a mi marido, que nos morimos de hambre. Por Dios, don Antonio, usted sabe que Nicolás es de Falange.

¡Ay, si no fuera por la gotera!
La gotera era la gota de vino que mi padre paciente escanciaba amoroso de su botijo, como de una teta. Porque, afectado por su destino incierto, apenas si tomaba otra cosa que no fuera la leche de aquella ubre alcohólica, mama colosal, de la que no se separaba.
No sé qué cosas más le diría a don Antonio mi madre apurada. El caso fue que sólo por ti y por tu hijo, advirtió, sólo por vosotros le doy a tu marido otra oportunidad. Pero en cuanto vuelva a las andadas, que sepa muy bien que ya no habrá una tercera vez.
Eso fue lo que mi madre, satisfecha, le estuvo repitiendo incansable a mi padre, con mención de la espada de Damocles pendiente de nuestras cabezas de antemano sentenciadas. Mi padre, arrepentido, hizo acopio de promesas, a la par que se bebía sus propias lágrimas alcohólicas.
-Te juro -fue a decirle a mi madre, pero ella, rápida, le puso la mano en la boca impidiéndole un falso juramento. -No digas nada -fue lo que le dijo-. Basta con que lo hayas prometido.
Debí mirarlo con cara de pena, ya que mi padre se tapó los ojos con las manos para no verme, al tiempo que gemía y se castigaba con los puños llamándose mal padre y mal marido, incapaz de vencerse y dominar aquel feo vicio (dijo) que lo tenía esclavizado. Porque hay hombres esclavos de otros hombres que, en el fondo, en sus conciencias, son libres; pero hay otros hombres esclavos de sí mismos, de sus propias pasiones, y éstos no tienen libertad. Todo vicio engendra un nuevo vicio, como todo mal engendra un nuevo mal. Lo decía el maestro con el dedo levantado. Niños: Nunca veréis nacer del mal un bien. Nunca veréis nacer del bien un mal. Ésa es la diferencia entre pecado y gracia. Y no es que el pecado sea pecado por capricho, porque lo han dicho los curas, sino porque un día comprenderéis que el pecado es la semilla de todas las desgracias humanas, el germen de la destrucción del hombre, la causa de su muerte.

Yo pensaba estas cosas mientras contemplaba el rostro de mi padre impotente.
Mi madre dijo que nunca había visto en la calle tantos pobres como ahora.
-Éste es un pueblo de pobres.
Muchos comían en los comedores de Auxilio Social, otros, más orgullosos, andaban como perros callejeros deambulando todo el día.
Mi padre, con intenciones de curarse de su mal, le pidió a mi madre que lo encerrara en la sastrería en cuanto viniera de su trabajo circunstancial echándole la llave por fuera. No le gustaba a mi madre aquella humillación, aquella falta de respeto para el cabeza de família. Pero mi padre estaba allí delante suplicando con los ojos que hiciera por favor lo que le pedía, cosa a la que, con lágrimas, accedió al fin mi madre con la condición de que yo me quedara dentro con él. Yeso fue lo que pasó. Tenía la sastrería una ventana grande, de dos postigos, con reja, que daba a la placeta. Mi padre, en silencio, vino a sentarse en aquel sillón centenario de alto espaldar en donde, en tiempos, también se sentaba el maestro Nicolás, mi abuelo, quien desde su cuadro nos miraba a entrambos con ojos pícaros, hasta el punto de que mi padre avergonzado no osaba levantar los suyos por no encontrarse con ellos. Oía cómo mi madre daba dos vueltas a la llave y se alejaba luego dejándonos presos en aquella cárcel. Mi primer impulso fue correr a la puerta que tenía un pequeño mirador enrejado. Pero enseguida opté por la ventana, desde la que veía la fragua, la escoria y el montón de hierros infernales apilados junto a la puerta oxidada y sucia. Los fragüeros, como en la fragua de Vulcano, desnudos y cubiertos de hollín, golpeaban como demonios una barra de hierro incandescente que habían sacado del horno. Eran esos golpes de mazo los que me tenían absorto, pensando, como pensaría mil veces en mi vida, que lo que de verdad me gustaba era la música y tocar algún día en la plaza con la banda municipal.

y lo peor de todo, mi padre dormitando, hablando y suspirando en su sillón, lo peor era ese diálogo imposible entre los dos, fruto de las confidencias de mi madre, de su odio ciego al alcohol, causa (decía) de todas las desgracias de esta casa Porque yo (la historia de siempre) pude haberme casado con un hombre que bien me quería. Yo, que no es por alabarme, que de joven era la envidia de muchas y ahora estoy hecha una cochambre ... Era ese sufrimiento lo que hacía imposible todo entendimiento entre él y yo. Repasé los figurines que había sobre la mesa y que me sabía de memoria. Medí la sastrería con la cinta métrica Busqué en el baúl en el que guardaba los patrones, las tizas, los hilos, las tijeras. Había dos probadores sobre los que mi padre montaba sus trajes. En uno tenía medio hilvanada una sotana para arreglar de un canónigo, único trabajo que había entrado en la sastrería en lo que iba de mes.
La tarde fue cayendo poco a poco y el último sol, que daba sobre el muro alto de la casa, desapareció y el cielo crepuscular se tapó con el paso de una nube emplumada, roja y pronto ceniza, que se alejó sobre las tapias y los tejados. No había luz en el taller y a mí me daba miedo permanecer allí preso, oyendo el resuello de mi padre, quien, dormido, no terminaba de salir de su batalla interior estirando las piernas o levantando los brazos que dejaba caer vencidos como dos ramas taladas de golpe por el leñador. Eran esos gestos imprevistos los que me hacían permanecer en guardia temeroso de que a mi padre le entrara de repente la locura de cogerme por el cuello y estrangularme. Siempre temí de todo el mundo, padre o no, esa posibilidad horrible, convencido de la agresividad de los hombres. Gracias a que oí en el portal los pasos apresurados de mi madre y vi la luz salvadora que se coló enseguida por el mirador enrejado. Tiempo de restricciones, la luz eléctrica todavía tardaría en venir.
Aquélla fue una noche sin pena ni gloria. Nadie habló durante la cena frugal compuesta de dos boniatos cocidos.

No había pan. Sólo había unas tremendas ganas de comer. Me acosté enseguida. Éramos tres mudos aquella noche lejana. Dentro de la casa atacaban los vientos siempre amenazantes. Tosí. Mi madre vino como un hada y se sentó a la vera de mi cama. Todavía estaba allí muchas veces cuando la luz era un espejo en la ventana.
-Duerme- me decía.
y yo me quedaba dormido.


























En el desván, junto a un montón de muebles inservibles, había un viejo baúl repleto de libros que, según mi padre, habían pertenecido a un cura" liberal que había habitado la casa muchos años antes que nosotros. Aquel cura había vivido allí encerrado por orden del obispo. Entre los libros, que yo hojeé mil veces, había obras de los clásicos griegos, latinos y españoles, libros de teología y filosofía y, lo más grave, obras nefandas de los enciclopedistas franceses, condenadas por la Iglesia. Entre aquellos libros, con una anotación manuscrita, había uno alusivo al viaje que hizo al Río de la Plata don Pedro de Mendoza y Luján, quien, decía la anotación, había nacido en aquella casa en la que yo mismo había nacido. Alumbrado por la escasa luz que entraba por la ventana, leí con emoción cómo don Pedro, estando en una isla llamada Río de Janeiro, mandó matar a su hermano jurado don Juan de Ossorio, víctima de las intrigas de varios capitanes amigos y parientes del adelantado, quienes, envidiosos, le acusaron de conspirar contra el rey para hacerse con el mando de la expedición aprovechando la invalidez de don Pedro. El cuerpo sangrante de Juan de Ossorio fue colocado en la playa con un letrero alevoso que decía POR TRAIDOR, prohibiendo so pena de la vida que nadie se apiadase de él.
Me pasaba las horas hojeando especialmente este libro luminoso, sabedor de que aquel hombre había vivido entre estas paredes y que, por lo tanto, habría visto cientos de veces las mismas cosas que yo veía desde la ventana de mi cuarto.
El ambiente inhóspito de la casa (pienso) donde en invierno se helaba el agua que se dejaba en el jarro de porcelana del lavabo, dentro del dormitorio, seguro que había secado su alma hasta la fiereza. Con los ojos escandilados por la lectura de este libro fascinante, me detenía luego a mirar el cielo tapado por el polvo centenario de la ventana. Y era ese cura extraño, habitante condenado de esta casa, el que había escrito la historia del rico mayorazgo en el que de manera elocuente se marcaban las tintas de su crueldad y su tristeza.

Fue mi madre la que una vez, hablándole yo de estas cosas, la que me dijo que en esta casa nuestra había nacido un verdadero hereje, un tal don Pedro que leía a los luteranos y que había corrido al santo padre por las calles de Roma.
-Dicen que el papa lo excomulgó y condenó a los infiernos.
Debía de ser verdad lb que decía mi madre. Hasta pensé que en sus ratos de aburrimiento, antes de nacer yo, ella también habría topado con aquella biblioteca pecaminosa. Yeso que mi padre, respetuoso con lo ajeno, tenía prohibido todo acceso al dichoso baúl.
-Esos libros (cuyo contenido desconocía) pertenecen a la catedral.
A veces, sentado en la soledad del viejo desván cubierto de polvo, me preguntaba que pensaría el orgulloso caballero de Santiago si viera ahora su casa habitada por una familia de sastres, descendientes del maestro Nicolás.
Mi madre me sacaba a gritos de aquellos sueños. Yo cerraba el libro con prisa y bajaba corriendo, simulando lo mejor que podía lo que había estado haciendo. Mis ojos todavía estaban cegados por la luz de los desiertos y las orillas del Paraná increíble. Tanto, que me costaba trabajo desvelar las palabras de mi madre.
Ella misma, no se por qué, cansada de mis desapariciones misteriosas y de sus gritos, le contó a mi padre que yo, un mocoso, me pasaba las horas encerrado en el desván leyendo los libros del cura.
-Él, que ni siquiera ha hecho todavía la primera comunión.
No por falta de edad, sino por la guerra ...
-Y ya lee a esos demonios de franceses (se refería a Voltaire y a Rousseau), que son un veneno infernal...
No sé por qué mi madre me hizo aquella faena. El caso fue que a los cuatro días, con permiso eclesiástico, se presentó en nuestra casa un cura joven quien, en presencia de la familia, pacientemente, estuvo examinando uno a
uno aquellos libros de los que hizo dos montones: uno con los libros que se llevaría a su casa para un estudio más detenido (y que no volvimos a ver) y otro con aquellos que, inmediatamente, había que quemar en el corral. Allá fueron.
Pude salvar de la quema, amén de algún Lope y un Calderón que piadoso me regaló el sacerdote, el libro manuscrito de don Pedro que yo, con tiempo, había puesto a buen recaudo. De ninguna manera quise desprenderme de aquel connatural mío, nacido bajo el mismo techo.
Lo que más recuerdo de ese día, ya todos delante de la hoguera, es, de un lado, la mirada complaciente de mi padre, hombre de aguja y tijeras, atizando (como un ángel) aquel fuego inquisitivo en el que, a nuestra vista, morían achicharrados los dos enciclopedistas. De otro, oía los comentarios culteranos del censor hablando de lo efímeras que son las glorias de este mundo. Y tanto, pensaba yo sentado como la otra vez en los peldaños que subían a la cocina. Acá o allá, todo lo que cae en manos de los hombres corre la misma suerte.
-Mens sana in corpore sano -dijo sabio aquel hombre-o Hay que barrer de este mundo la semilla riel mal.
Mi padre me miró amoroso, seguro de naberme salvado la vida.
Todavía resuenan en mi mente las palabras medidas de aquel salvador de mi alma, ávido de conocer los rincones de aquella casa gloriosa, austera, sí, pero grande, como grande (dijo) fue el hombre que nació en ella. El cura recorrió todos los aposentos acompañado de mi padre cicerone, hasta que llegaron ante una puerta que tenía labrada un águila bicéfala. El sacerdote se detuvo emocionado, aludiendo a las ideas vigentes de la España imperial.
-Estamos ante una España nueva -dijo alborozado-o Esta puerta da a la España inmortal.
Reparando en el escudo y en las palabras del sacerdote, yo mismo me sentí emocionado con aquel lenguaje hermoso y prometedor.

Mi padre, feliz, y mi madre acompañaron al cura a la puerta, y yo, para mi desgracia, tuve que transportar sobre mis hombros hasta su casa aquellos libros sanos que en buena hora me pertenecían.
Al despedirme, recuerdo que me regaló una peseta y me dio su mano a besar.
Mi madre, aquella noche, bendiciendo la bondad del cura dadivoso, me dijo:
+Hay curas buenos y hay curas malos. Esta tarde hemos tenido en casa un alma de Dios. Tenemos que darle gracias al Señor por habernos librado de las malas lecturas. y me advirtió:
-Tu abuelo, como tu padre, nunca pisó una iglesia. Mi padre tenía sus ideas. Pero cuando murió, cogiéndome una mano, me dijo: Isabelica, vete a la calle y búscame un cura. Un cura. Cuando volví (sin el cura) ya no vivía.
Era por eso que siempre que hablaba de él decía que su padre había sido así (un ateo) hasta que cambiaron las cosas.
-Y es que en esta vida sólo hay una verdad.
La lámpara oscilaba dentro del vaso. El viento rondaba ya calmón por los tejados.
""'¿Y sabes cuál es esa verdad? La muerte. La muerte es la única verdad de esta vida. Todo lo demás es cuento. Ríete tú de los valientes ...
Lo decía por su padre, mi abuelo, quien también había sido aficionado a las lecturas y era de ahí (juraba) de donde le venía su mal.
- Mi padre leía a don Benito Pérez Galdós y a don Pío Baroja.
Lo decía bajando la voz, hablándome en secreto. Esos dos hombres -decía- eran enemigos declarados de los curas. Y tu abuelo, que en paz descanse, con su boina y su capa, también lo era. Claro que, a lo visto, todo eran literaturas.
- Novelerías -decía luego-. Tonterías de hombres.
Yo no sé por qué me contaba estas cosas. Tenía a un

lado el baúl, ahora vacío, depósito durante tantos años de la impiedad de aquel cura. o quería tener aquel mueble allí. i siquiera romperlo, astillarlo, convertirlo en combustible.
=Me repugna meter en mi hornilla la leña de ese baúl.
Para mi es como si cometiera un pecado.
Por eso me mandó sacarlo fuera y tirarlo al corral, donde serviría para rematar alguna de nuestras aventuras. Lo arrastré como un cadáver, abrí la puerta del corral y lo lancé de una patada escaleras abajo hasta que se quedó volcado con la tapa abierta y descolgada. Saltaba a la vista que era un baúl desgraciado.
Con todo, y por siempre, el libro de don Pedro fue mi libro secreto. Algún día, quién sabe si yo no correría también su suerte y me iría a descubrir una gran ciudad.
Juntó mi madre sus manos sobre el vaso para que ni su aliento ni mi aliento barrieran la llama débil que todas las noches amenazaba con escorarse y naufragar afligida. Yo miraba atento la mínima costra de aceite que la mariposa, sedienta, se bebía casi en un instante, crepitando enseguida como un mamoncillo en demanda de aquel aceite regenerador de los vivos que mi madre malgastaba en sus muertos. Creo que por eso trataba de calentar con sus manos aquella pelusa vivificante que agonizaba en su fanal.
Aquellos días, fiel a su promesa de no caer en la tentación del vino, mi padre, del Ayuntamiento, pasaba enseguida a su prisión preventiva y voluntaria de la sastrería en donde yo le acompañaba las horas interminables bajo la doble vuelta de llave con que mi madre nos separaba del mundo exterior. Más allá de la puerta y del muro quedaba el mundo de los vivos. Nosotros representábamos el mundo de los muertos. Mi padre, preso también en sus pensamientos, se olvidaba pronto de mí. Se sentaba en su sillón patriarcal y se quedaba semi dormido pendiente de sus fantasmas. De vez en cuando bostezaba, abría los ojos, miraba un punto inconcreto, para volver enseguida a su sueño inmortal. A mí me parecía un soldado incapaz de pre
sentar batalla y por eso permanecía escondido esperando que aquella guerra suya pasara de una vez. En cuanto llegaba la noche, en cuanto la campana del Sagrario daba la señal de ánimas, mi madre, Virgen del Carmelo, abría la puerta del taller y nos sacaba solícita del purgatorio. Era éste un momento colmado siempre de impaciencia. Mi padre, cansado de día, enseguida que tomaba su cena frugal, cogía su radio galena y se acostaba pendiente de aquellas noticias lejanas de la guerra de los demás. Yo, durante un rato, me quedaba junto a mi madre, perdido en el silencio nocturno que, a la luz agonizante del vaso y a la más cadavérica de la lámpara eléctrica restringida, se hacía más silencio todavía. Luego, pasando su mano sobre mi cabeza rapada, poniendo su rostro candoroso en su boca, me decía:
-Anda, vete a la cama. Ya es muy tarde.
Yo, que estaba casi dormido, no me hacía repetir la súplica y, temblando de frío (ya se había consumido el brasero) me alejaba a mi cuarto que, a lo mejor, quién sabe, en tiempos fuera también cuarto de dormir de don Pedro. Algún día (pensaba) yo también saldré de mi pueblo y me iré lejos. Y quién sabe si volveré a ver con mis ojos la tierra esta en la que nací y me crié.






















A veces venia a mi casa aquella mujer que tuvo tres hijos que se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar.
-Mis hijos eran los Reyes Magos ...
Yo la miraba embobado, pendiente de sus palabras, mientras advertía que mi madre me hacía un gesto negativo al tiempo que la atendía compasiva.
-Sí, abuela, sí, -decía mi madre.
-Cuando yo era joven, una vez, en sueños, se me apare-
cieron como a la Virgen, los tres Magos de Oriente. Llamaron a mi puerta y me dijeron: Natalia, somos los tres Reyes Magos. Cuando te cases, parirás tres hijos a los que pondrás nuestros nombres. Yo los miré turbada y ellos, como premio, me regalaron una bandeja de plata de ley con tres rosas. Aquellas rosas -tomando la mano de mi madre- eran mis tres hijos.
-Si, abuela, sí.
-Un día se marcharon a la guerra .
....¿A qué guerra? -le pregunté yo.
-A una guerra que hubo una vez. Tú no habías nacido.
Era una guerra con los moros, como son todas las guerras. Allí, luchando, los tres cayeron heridos por la misma bala mortal.
-cl.a misma bala?
-Si, hijo, la misma bala. La Cruz Roja recogió sus cuer-
pos, los pusieron en una camilla y los sacaron del campo de batalla. Los tres tenían la mano derecha sobre el corazón tapándose el hilo de sangre que les salía. A los tres los metieron en la misma caja.
»Era una caja colosal, de caoba, forrada de raso y con las asas de plata. A los tres el rey les concedió la Gran Cruz laureada de San Fernando. A los tres se les rindió honores militares.
La pobre mujer se calló un instante, descruzando sus piernas delgadas. Se hizo una cruz en la cara.
-Me los trajeron en un furgón militar. En un furgón militar -repitió-. Vino un general y me llamó Natalia, madre de héroes, me besó y me abrazó.

Parecía verdad lo que contaba. Mi madre me hacía signos que no la creyera.
-Mis hijos -se quejó.
-Sí, abuela, sí, -dijo mi madre, piadosa, palmeándole la
pierna-o No se apure más.
Yo no la perdía de vista. Sabía que decía la verdad. Dijo:
-Me voy. Tengo que irme enseguida. Paco puede venir. Paco era su marido.
Mi madre la acompañó hasta la puerta, no fuera a tropezar en el tranco. Ya era de noche y en la calle oscura no había nadie.
-Natalia, vaya usted con cuidado -le avisó mi madre. Nunca había tenido tres hijos. Nunca había estado un general en su casa. Mi madre desde la puerta la vio alejarse. Todavía le hizo adiós con la mano.
-Pobre -dijo cerrando la puerta-, cada vez está más loca.



















Abrí la ventana y miré la calle. Demasiado temprano. El cielo estaba cubierto de nieblas. Cerré enseguida para que no entrara la bruma. Había llovido y el viento venía helado. La humedad, decía mi madre, es lo que te congestiona los pulmones. Era por eso por lo que me pasaba la noche tosiendo. Muchas noches, dormido, me sentaba en la cama y me pasaba las horas así, como si el mundo se hubiera quedado sin aire. Entonces, a pesar del frío, el sudor empapaba mi cuerpo. Mi madre, apurada, me ponía varias mantas y se quedaba impotente delante de mí con su mano inútil sobre mi pelo al cepillo, como si ese gesto suyo pudiera aliviar mi asfixia. Era la tos la que me tiraba de la cama en cuanto amanecía y me hacía abrir la ventana para dejar que todo el aire del mundo me entrara a puñados por la boca. A mi madre le aterraba verme así, en cueros, bebiéndome el frío que blanqueaba mi rostro con dos rosas de fuego en las mejillas.
-Un día echas los pulmones por la boca.
Era eso lo que me decía mi madre irritada, cerrando de golpe los postigos de la ventana.
Era eso lo que me decía de madrugada sentada en el filo de la cama, vigilando no se qué en torno mío.
Ya está -decía-, ya está.
Como si sus palabras imperiosas tuvieran efectos mágicos.
Yo seguía en mi puesto mirando el rectángulo negro de la ventana, convertida en noche total y misteriosa. En cuanto rompía a toser, como si llegara tarde a la cita, mi madre venía por el pasillo diciendo, ya voy, ya voy, convencida de que aquella tos inhumana, tos de perro, se debía a que estaba destapado, con las ropas por el suelo. Luego se quedaba firme. Yo nunca sabía cuándo dormía mi madre. Siempre que abría los ojos, los ojos de mi niñez, ella estaba allí, al pie de mi cama de madera, guardiana de mi sueño. Mi noche era siempre mi pelea. Oía llover. Me gustaba, todavía me gusta, el rumor del agua sobre las paredes y sobre el cristal impoluto, como si la tierra llorase. Amaneciendo, como los fantasmas, la tos me dejaba y, relajado, me quedaba profundamente dormido. Lo curioso era que cuando me levantaba y mi madre me reprochaba aquellas noches malditas, yo nunca me acordaba de nada o casi nada.
-Pues has tosido toda la noche. Toda la bendita noche. Sería verdad. Yo la miraba incrédulo sin terminar de comprender lo que decía. Sólo mirándome al espejo reconocía mis rosetas sempiternas de la cara.
Un día, porque Dios lo quiso, se murió un amigo nuestro (de Daniel, de Manolo, de Jacinto y mío) que era hijo de un ferroviario. Se llamaba Paco y vivía unas casas más arriba de la mía, entrando por la puerta del corral. Nuestra casa era casa de dos puertas. Paco se moría a chorros desde hacía tres semanas. Fuimos a verlo porque éramos amigos suyos y porque nos daba pena que se muriera. Siempre se mueren los viejos y es así como debe ser. Entramos en 'la casa que tenía un portal, un patio y una escalera de ladrillo con su pasamanos por la que subimos hasta la puerta de su casa. Llevaban en el pueblo sólo unos meses. Nos abrió una mujer con los ojos llenos de lágrimas (su madre), quien sin preguntarnos nada, caminando delante, nos dijo, pasad, y nosotros la seguimos obedientes por un pasillo iluminado de sol donde había macetas y una jaula con un pollo de perdiz. Abrió una puerta y allí, en la cama, recostado, como un pájaro triste que ya no levantara las alas, estaba el hijo del Ferroviario, preso de su angustiosa respiración que le agitaba su pecho menudo de cañas. Su madre buena trató, afanosa, de abrigarle el cuello con una bufanda, que él, apurado, se arrancó con su mano de bebé enfadado y decrépito.
-Paquito -le dijo cariñosa su madre-, están aquí tus amigos; han venido a verte.
Paco debió de oírla lejana. Quiso levantar los ojos para mirarla y miramos, pero la cabeza se le caía de los hombros, como la cabeza de un recién nacido.
- Son tus amigos -repitió su madre, risueña, queriendo. darle una cucharada de felicidad.
- ¿Mis amigos? -preguntó trabajoso.
-Sí, son ellos -repitió la madre tratando de sostenerle la cabeza.
Todavía le vimos repetir amigos como un pájaro ciego que se afanase en salir por el cristal de la ventana. Seguía buscando perdido en su sueño, perdido sin encontrarnos. Renunció a su búsqueda dejando otra vez caer su cabeza que levantó enseguida dispuesto a su lucha, no queriendo renunciar a la vida. Seguro que se habría bajado a jugar a la placeta. Seguro que se pondría ahora a tirar piedras desde su balcón. Seguro que se iría a correr por la calle para que le cayese encima la lluvia La madre, sonriente, insistió con desgana en nuestra inútil presencia y nosotros (no hay más verdad que la muerte) íbamos de un rostro a otro rostro. Pero él sabía que estábamos allí. Dijo: Daniel... Nos nombró a los cuatro. Lo supo como también sabía que se estaba muriendo. Mientras lo miraba, pensaba en los muertos que había visto en mi corta vida. Todos estaban presentes. La madre cogió sus manos de bebé y las besó con ternura, olvidada de nosotros, en ese momento pájaros sorprendidos en una trampa.
Nos pidió que rezáramos por él. Estaba seguro de que ya no nos vería más.
Salimos de la casa otra vez por el pasillo iluminado y de repente nos encontramos en la placeta. No jugamos a nada. Arriba estaba el balconcillo de su casa y, más allá, dentro, estaba él. Luego se encendió la bombilla de la calle. Oímos el toque de ánimas. La tarde toda se llenó de silencio.
Yo nunca le conté a mi madre que había visto agonizando, como la mariposa en su vaso, al hijo del Ferroviario. Hacía frío. Por eso mi madre tenía su chal sobre los hombros y había reforzado el brasero. Pero yo quería correr a la cama, refugio de mi soledad. Me acosté y no pude en toda la noche quitarme de la cabeza el cuadro alucinante del moribundo, cuya figura se hacía vívida en la sombra, como si de todo lo que yo conociera y recordara, fuera él lo único destacable y existente.

La noche fue larguísima. Vi amanecer por la ventana. Al principio pensé que el cielo se había tapado de nubes y que por eso la luz era tan apagada. Luego salió el sol y, cuando abrí la ventana, vi que el cielo estaba raso. La vida no se había detenido y todo estaba como siempre. Allí estaba la torre y estaban las palomas arrullándose en el tejado. Pero nada de esto pudo impedir que yo volviera mi mente a la casa de mi amigo, mi primer amigo muerto, que estaba sólo a unos tejados de los míos. Subí al palomar, salté al tejado y me tumbé como un gato, casi al final de la vertiente, sólo por ver su terrado lleno de sábanas, sus sábanas, y su balcón ahora abierto.
Tampoco le conté a mi madre que aquella mañana había visto muerto al hijo del Ferroviario, dormido sobre la cama con su camisa blanca, su pantalón, sus calcetines altos y sus botas de cuero. Fuera, en el pasillo, cantaba el pollo de perdiz. La madre ahora permanecía tranquila sentada junto al cabecera de la cama pendiente todavía de cualquier movimiento imposible de su hijo. Le ponía la mano en la frente o pasaba los dedos sobre su pelo recién peinado, con su raya al lado, como si fuera a salir de paseo. Yo estaba pendiente de sus botas nuevas, con su lazo, con las suelas manchadas de verde, huella de la última vez que habíamos estado en el campo.
No le dije nada a mi madre, aunque ella me lo leyó en los ojos. Me lo leyó pero se hizo la tonta, aun cuando noté no sé qué inquietud en su rostro, pensando, tal vez, que a mí también podía ocurrirme cualquier día una cosa igual. La gente decía que aquel niño amigo había muerto de tisis, de falta de una buena alimentación. Pero yo nunca asocié mi ahogo nocturno a la enfermedad del hijo del Ferroviario. Paco se había muerto, y esto era un misterio que yo nunca podría desvelar. Lo que más me atormentaba era que no pudiera librarme de su fantasma que, en cuanto llegaba la noche, se hacía dueño de mi vida y se me aparecía en todas partes, en el portal, en los pasillos, abriendo la puerta del corral. Para que desapareciera le rezaba con desesperación y le pedía por favor que se marchara para siempre de mi vida. Y lo curioso es que a los demás amigos les pasaba lo mismo: a ellos también los perseguía el hijo muerto del Ferroviario, ahora más vivo que nunca.
Un día mi madre me sorprendió encendiendo mi primera mariposa a un muerto, que puse en el alféizar de la ventana de mi cuarto con intención de ahuyentar su fantasma.
-No debes de temer a la muerte -rne dijo mi madre adivinando mis temores-o Nosotros tenemos un Dios de vivos. Algún día, tu amigo, mi madre, el abuelo, todos los hombres que han muerto en la guerra y después de la guerra, todos esos hombres resucitarán y poseerán la tierra. Entonces se habrán acabado nuestras penas.
Me lo dijo resignada, quitándose una lágrima del ojo.
Fue así como me lo dijo.
No supe qué replicar a mi madre quien, a veces, decía aquellas cosas tan profundas oídas en la iglesia. Era de ahí de donde nacía su conformidad maravillosa que, no dema- . siado convencida, le hacía vislumbrar un mundo futuro mejor. Abrí la ventana para que el aire se llevara el olor del pabilo que había llenado mi cuarto.
-Otra noche dejas la lámpara en el pasillo.
Pero no hubo segunda lámpara, convencido de que a mi amigo le había sobrado con aquélla.
-¿Me has oído? No debes dejar la mariposa en tu cuarto. Eso no es bueno.
Bajé la cabeza y después me quedé como siempre mirando sus ojos sin decir una palabra.














-Han tocado silencio.
La luz que colgaba del techo, luz de un solo ojo como la lámpara del Guernica de Picasso, parpadeó y todos nos quedamos suspensos en contemplación mutua. Yo pensé en la amiga loca de mi madre, Natalia, a la que le dio por venir todas las tardes, sentarse en la silla baja y repetirnos aquella historia disparatada de los hijos que nunca tuvo, hijos de su mente confusa. No tardarían en llevarla al manicomio. Mi padre, silencioso, bajó la cabeza para leer las noticias que traía el periódico sobre la guerra de Rusia y los discursos vibrantes del ministro de propaganda del Reich. Mi madre, ciega bajo aquella luz, remendaba mis pantalones mil veces remendados. Nos consolaba saber que la reina Isabel la Católica, que tendría un batallón de costureras, remendaba ella misma las ropas del rey y de sus hijos. Pronto nos íbamos a la cama. Pronto la noche se llenaba de ruidos extraños, carreras del viento, ladridos de perros furiosos descubridores de fantasmas. Porque ahora, como antes, en la noche negra, volvían de nuevo a la ciudad los muertos de siempre, dueños absolutos de la calle. Eran ellos los que abrían y cerraban con estrépito postigos y ventanas. Los que repetían mil veces mi nombre. Los que preguntaban a cada instante cdónde estás? .. Yo sabía que aquellos muertos callejeros vivían de noche en nuestra casa grande y que, infelices, lloraban como gatos paseándose incansables por el pavimento de los salones vacios. Sabía que se asomaban a las ventanas y que como yo, nostálgicos, se pasaban las horas con los ojos clavados en la ciudad nocturna, a la que no habían podido volver.
Me dormía, al fin.
Me gustaba, sobre todo, oírle a mi madre contar fantasías que se referían a historias que ella había oído contar a otras personas. Como la del soldado muerto que vino de Cuba y se presentó llorando en su casa llevando clavado en el pecho un machete. Como la de las ánimas que algunas personas habían visto, envueltas en llamas, pasar de un lado a otro del campanario de la catedral. Mi madre contaba que cuando murió la suya, su hermana se despertó de repente cuando una corriente de aire abrió de golpe la puerta cerrada con llave de su dormitorio en el mismo instante. en que su madre moría. Yo quedaba alucinado, suspenso ante aquel mundo mágico, mundo verdadero, que tenía su principio en la frontera de la noche invernal, cuando nubes negras, como pájaros gigantes, se quedaban extáticas sobre los tejados. No estamos solos, pensaba. Aquí mismo, aun cuando yo no lo vea, hay seres invisibles, los muertos de ayer y de antes, que nos ven, que nos miran constantemente, que nos hablan. Los oímos cuando, sin pensarlo, se nos ocurren cosas que creemos que son nuestras, de nuestra invención, y son ellos quienes nos las inspiran. Los muertos buenos nos inspiran cosas buenas; los muertos malos nos inspiran cosas malas. Esos inspiradores son los espíritus: los muertos. Miraba a mi madre sentada, con las manos sobre su falda de luto, a quien tanto gustaban estas historias que ella juraba verídicas.
-No estamos solos - repetía-. La soledad no existe.
Yo afirmaba cada una de sus deducciones negando con la cabeza a la par que ella negaba con palabras. Estaba convencido de su verdad categórica.
Mi padre, que no entraba en nuestro mundo, oyéndole a mi madre estos juicios, decía que con sus cosas me estaba llenando la cabeza de grillos.
-Y por ese camino -decía-, no tardará mucho en convertirse en un ser errático.
Yo no sabía que quería decir con eso. Levantaba la cabeza y lo veía extraño, fuera de nuestro campo.
Eso no era óbice para que mi madre, cortando nuestro cordón umbilical, me mandara puntual a la cama. Y, desde la cama, tarde, los oía a los dos, él ocupando mi lugar, discutiendo siempre de la pobreza, tema de toda discordia.
Los días transcurrían.
Me colaba en la catedral y, absorto, me pasaba las horas viendo ensayar a la capilla. El templo se llenaba con la música arrolladora que convertía en seres vivos las imágenes de piedra rotas que eran los santos descabezados de la guerra. Veía a los monaguillos con sus sotanas negras o rojas precediendo con las vinajeras al presbítero que, ya en el altar, levantaba los brazos al cielo al son de las campanillas. Todavía tenía un tajo de cuchillo el lienzo de la Anunciación. Pero el ayer estaba olvidado. Me subía las solapas de la capa e, iluminado por la música celestial, abría la puerta del cancel y echaba a correr camino de la escuela.
Lo malo de aquel invierno fue que mi padre, primero en la sastrería, luego en la taberna, rompió su palabra y sus promesas volviendo a su gotera alcohólica, sin que sirvieran de nada los anuncios catastróficos de mi madre que nos veía otra vez en la sima de la miseria. Intento inútil. La actitud irresoluta, irresponsable de mi padre significaba su suicidio y nuestra muerte. Su firme voluntad se había deshecho como un castillo de naipes y ahora, dándoselas de víctima, despotricaba contra mi madre, mártir sin palma, a quien acusó sin razón de que nunca lo había respetado y, como prueba, alegó que durante el tiempo pasado, con desprecio de su dignidad de padre y marido, lo había tenido encerrado lo mismo que a un rojo.
-iUn rojo! -bramaba señalándola con el dedo cruel-o ¡y yo no soy ningún rojo!
¿Para qué hacer la crónica de ese tiempo perdido? Como resumen de este tiempo, queda la imagen recriminatoria de mi padre abriendo airado de par en par la puerta de su sastrería prisión, signo de su libertad recobrada.
Los días eran helados. Había que romper con los puños la superficie de hielo del agua del jarro de porcelana que de noche se quedaba en mi cuarto para lavarnos por la mañana. En ese tiempo no existían las comodidades que existen hoy. La vida era realmente ingrata. Pero nadie se habría atrevido a pensar que aquella vida ingrata fuera inevitable.

Llegó el verano inclemente y los fantasmas nocturnos se deshicieron como la bruma. Temprano, para que entrara el aire, mi madre abría todas las ventanas de la casa. Hacía calor pero, con todo, costaba sacarle a la casa aquella humedad del invierno y de los años.
-Lo que la casa tiene -decía mi madre-, es la enfermedad de los viejos: está completamente reumática.
Yo subía a galope hasta el palomar donde venían a refugiarse decenas de palomas vagabundas. Las espantaba con . los brazos y ellas se echaban a volar por la ventana abierta. Pero enseguida volvían.
Mi madre, después de comer, cogía su silla y su tabaque y se venía al portal, que era la parte más fresca de la casa. A ella le gustaba que yo, hijo único, permaneciera cosido a su falda, lejos de los peligros de la calle, cita de todas las desdichas del mundo.
-Hacen bien las monjas -decía mi madre- encerrándose entre cuatro paredes, dentro de sus altos muros, donde el mal nunca podrá encontrarlas. Por eso los santos, que son los verdaderos sabios de este mundo, inventaron los conventos y los monasterios, donde es tan fácil alcanzar la dicha eterna.
Al decir esto, a mi madre se le saltaban las lágrimas como arrepentida de no haberse metido monja, aunque ése no era su natural. Mi madre no era mujer de vocación: amaba la vida, pienso, con todas sus consecuencias. Y bastante caro pagan el hombre y la mujer su apego carnal a la vida.
-En verdad -no se por qué lo decía-, son nuestras debilidades las que hacen a los hombres.
Yo veía sus ojos perdidos en la sombra del portal en ese monólogo inalcanzable para mí. A través de la puerta entreabierta, se veía el infierno de sol de la calle y venían los golpes de mazo de los fragüeros sobre el yunque formidable.
Mientras ella estaba en sus pensamientos, yo aguardaba impaciente el momento de volar y escaparme. Nunca tardaba en llegar. Cuando oía los gritos recriminatorios de mi madre, yo ya andaba lo bastante lejos de su alcance. Ella, madre al fin, temía que yo, niño asmático, hiciera en la calle lo que hacen todos los niños: tomar el sol, correr o bañarme. Por eso, cuando me veía volver de mi batalla cubierto de polvo, me tiraba de las patillas y me llamaba canalla y mal hijo empeñado sólo en hacerla sufrir, en amargar su vida sin ninguna compasión.
-¿.Es que no te da lástima tu madre? -me decía- ¿Es que quieres morirte lo mismo que el hijo del Ferroviario?
Fue la primera vez que me nombró a mi amigo. La miré estupefacto. Me soltó de sus manos y rompió a llorar, diciéndome con la mano que me quitara de su vista, para que yo no viera lo mucho que me quería. Todo el calor que traía en el cuerpo se me hizo nieve de repente.
En ese momento entró mi padre, quien se quedó intrigado mirando a mi madre llorosa. Yo veía su blusa abierta, su falda negra hasta las rodillas y sus piernas blancas, sin medias.
Mi padre preguntó: -¿Qué es lo que pasa?
-No pasa nada -cortó ella, impidiéndole entrar en nuestro mundo.
Mi madre se sacó del bolsillo su pañuelo de siempre (un retal de lienzo) y se secó resuelta los ojos. Se levantó y, dando por terminada la función, se fue derecha a la cocina. Nunca consentiría darle parte a mi padre en lo nuestro. A él no le importaban nuestras cosas.
Mi padre se encogió de hombros acostumbrado a estos desplantes, se sentó y abrió sobre la mesa su periódico gigante. Antes me hizo señal con la mano para que le alargara su botella y su vaso que tenía metidos en la alacena. Se los di y enseguida corrí a mi tejado secreto. El sol comenzaba a retirarse de la ciudad destellando como el oro sobre las cristaleras y las paredes encaladas de las casas. Las palomas se acogían al palomar. Anduve equilibrista por la vertiente de tejas, sabedor de que sólo a dos metros estaba la sima mortal donde iría a estrellarme al primer fallo, fallo que nunca tuve. Yo sé que toda vida es un riesgo inevitable. Me sentaba a la sombra y permanecía las horas pensativo. Allí comprendí que existen dos realidades: la de tejas arriba (siempre buena) y la de tejas abajo (siempre mala). Me quedaba absorto pendiente del cielo azul, casi blanco, desnudo de nubes, seguro de que en cualquier momento se me aparecería el ángel de Tobías con su túnica celeste y su espada de oro rutilante. De tejas abajo, ya lo sé, nadie cree en estas cosas; de tejas arriba todo lo imposible es posible. Tenía la seguridad de que el ángel, espíritu puro, vendría en verdad y un día (para eso tendría que morirme) me llevaría a ver otros mundos lejanos, increíblemente hermosos, donde la vida es realmente placentera. Por eso esperaba con tanto ahínco que la tela del cielo, como la del templo santo, se rasgara de repente y apareciera la gente celestial con sus caballos enjaezados y sus caballeros de armaduras de oro flamante como había visto en no se qué pintura. Nunca supe el tiempo que permanecí alelado así, divagando, dormido acaso sobre el duro colchón del tejado. De estos éxtasis me sacaban siempre los gritos de mi madre inoportuna. El gato avizor abría su ojo sabio y me despedía con un maullido y un gesto amistoso de su rabo pacífico. Entraba por la ventana y corría escaleras abajo abrasado por el sol estival del tejado. Me sentaba a la mesa y esperaba la recriminación materna que nunca faltaba. Mi padre ya había dejado su periódico y ahora dormitaba tranquilo en su butaca de rejilla. Sobre la mesa, como en un bodegón, permanecía exhausta la botella de vino sin vino que mi madre arrojó sin disimulas al cajón de la basura. El estrépito despertó a mi padre, quien volvió enseguida a su sueño beatífico.
-iNunca estás cuando te llamo!
No dije nada. Puse cara de cordero, sin quitar mis ojos de los suyos.
-iTe llamo y no estás!
Era verdad. Pero ésa era mi libertad, a la que no estaba dispuesto a renunciar. Claro que esto no se lo dije. Seguíran o no.
- ¿Por qué no comes?
ñal de que el peligro había pasado: ya no me pegaría. Hacía calor. Era el calor inclemente del verano que se laba por las rendijas y convertía el día en sopor. Ni los jaros volaban. Ni se veía una nube. El cielo era la boca
e un horno que relamiera la tierra con su lengua de llaas. Con su aliento infernal.
Yo sentía por mi madre un afecto especial. La respetaba tanto como la temía. Sabía que todo cuanto hacía (los enfados, los pellizcas, las bofetadas) era por mi bien. Ella lo decía: Quien bien te quiere te hará llorar. Lo que sentía por ella era distinto a lo que sentía por mi padre, quien nunca me puso la mano encima. Lo de mi padre era no sé qué lejanía. Delante de él, las palabras se me deshacían en la boca y nunca sabía qué decirle. Esto era algo que me inquietaba. Todos mis amigos eran camaradas sinceros de sus padres. A mí también me hubiera gustado ser camarada del mío. De él, que tenía tantos camaradas en la Falange. Pero nada del mundo pudo impedir que, llegado el momento, me sintiera incómodo con su compañía, como si fuéramos dos extraños, dos desconocidos. Tarde me daría cuenta de que él sufría con estas cosas y que nunca encontró la manera de llegar hasta mí, su hijo, como era su deseo. Por eso tal vez nunca se atrevió a poner su mano sobre mi cabeza erizada. Ni a decirme vamos a dar un paseo. Se daba cuenta de que todo yo era de mi madre celosa, quien no consentiría que su hijo fuera de alguien más.
Si de estas cosas hablaba mi padre con mi madre, nunca lo supe. De noche los oía discutir hasta muy tarde. Siempre la voz lacrimosa de ella y los silencios prolongados de él. Ahora pienso que sí, que sí hablaron más de una vez de estas cosas.
Alguna vez venía a vernos la hermana de mi madre. Se sentaba y se miraban las dos a los ojos. Las dos tenían la "mirada igual. Eran como una figura desdoblada. Se comprendían perfectamente, hasta el punto de que apenas si tenían necesidad de decirse nada. Mi tía cogía. del chinero el retrato de la abuela niña, lo manoseaba con sus dedos finos y hablaba con unción de aquella mujer que nunca había crecido. Era cada vez más imposible que aquella mujer de ojos inocentes fuera la madre menor de ellas. No pude explicarme que yo tuviera una abuela niña con la que, caso de vivir, yo habría podido jugar. Se miraban, me miraban. Y antes de marcharse, mi tía dejaba el retrato vivo en su lugar. Me acariciaba la barbilla, pasaba su mano como la de mi madre sobre mi cabeza erizada y me besaba con sus labios tiernos llevándome de la mano hasta la puerta. Ella no tenía hijos y ésta era su herida secreta. Hacía calor. Siempre hacía calor de ahogo en el verano. Lo decía ella, convencida todavía con mi mano en su mano: En esta ciudad, o te hielas o te abrasas.
Pero esta vez había venido a casa por un motivo concreto. Lo tanto tiempo esperado al fin había sucedido. El alcalde, cumpliendo la palabra empeñada, le había dado la patada municipal a mi padre, quien, aquella mañana, a tope de su medida alcohólica, había tenido la desfachatez de presentarse en su despacho y faltarle públicamente al respeto. Y, para colmo, acusaba de nuevo a mi madre diciendo que ella tenía la culpa de lo que había pasado. Tú.
Era por eso que estaba en nuestra casa aquella tía, consuelo de nuestras aflicciones, quien pesarosa sostenía la mano angustiada de mi madre entre sus manos piadosas.
-Esto es una tragedia -Iloraba mi madre, sin querer hablar con mi padre, agresivo, quien la miraba airado al tiempo que se golpeaba la palma de la mano con el puño de la otra y repetía, tú, tú.
-Tú eres la culpable.
- ¿Y cómo me presento yo otra vez en la casa del alcalde después de lo que ha hecho este hombre sin sentido? -decía mi madre.
La hermana de mi madre penduló sus labios para decir:
Horrible, horrible.

Mi padre enemigo salió de la habitación dando un portazo. Le fastidiaba ver a aquellas dos mujeres frente a frente como dos gallinas.
-Un hombre parado, sin otra cosa que el día y la noche.
-Y con una sastrería como la que le dejó su padre.
-Con las promesas que me hizo.
Mi tía volvió a pendular sus labios tristes: Horrible, horrible.
Cada vez que decía esto yo la miraba en el espejo de mi madre, mujer igual, quien descolgaba su mandíbula inferior mirándome piadosa con la boca abierta viéndome ya, pienso, mendigando por las calles.
-El corazón se me parte -decía
Por eso se tapaba los ojos con las manos, diciendo qué mala suerte, qué mala fortuna.
-El vino tiene la culpa.
y cuando mi tía se cogía a ese desahogo de mi madre y repetía:
-El vino dichoso.
Mi madre replicaba diciendo que lo que mi padre tomaba apenas si eran dos copas, dos malditas copas de nada, que se le subían a la cabeza enseguida.
Mi madre dejó a la hermana y vino a la ventana, fuente de todas sus esperanzas. La siguió mi tía, ángel anunciador, quien le puso su mano tierna en la barriga y dijo:
-Y un hijo por venir ...
Hln hijo! Novedad para mí, que no conocía la buena noticia y quedé sorprendido, la vista ignorante, quieta sobre aquella leve curva de su vientre bajo el percal de su bata veraniega, nido de lo que, con el tiempo, sería mi hermana. Esta noticia desvelaba el otro rostro de mi madre, ahora en su barriga hinchada. Nunca fui muy afectivo. Por eso no abrí la boca ni expresé con palabras lo que en ese momento sentía dentro de mí. Lo que sentía era temor por ella y un amor sin fin. Pero no me atreví a dar un paso, como mi tía, y poner mi mano de cera sobre su carne viva que sólo una vez había visto o entrevisto en secreto cuando ella, mi madre, pensando que estaba sola se estuvo mirando desnuda en el espejo y yo, como si me abrasara de pronto, cerré los ojos para no ver su cuerpo para mí virginal. Por eso no me moví.
Mi madre me miró enamorada.
-Anda -me dijo-, vete a jugar a la calle.
Bajé la cabeza y enrojecido por el pudor, abrí la puerta y corrí al portal. Dentro quedó aquella mujer que era mi madre.
Por el ojo de la cerradura, vi en la sastrería a mi padre culpable sentado en su sillón con el rostro apoyado en su mano. Le pesaba seguro aquel final previsto, ese arrebato de su sangre, causa de nuestra ruina. Ni siquiera sabría decir por qué lo había hecho, pero era algo que desde el principio lo había poseído como un demonio. Es tremendo pensar que el vino, sangre de Cristo, fuera al mismo tiempo para nosotros sangre del diablo, puesto que tantos males nos causaba. Me senté en el peldaño del taller esperando en silencio que viniera la noche. El cielo, por la puerta, era de plata brillante por el crepúsculo. Unos toques de campana se perdieron lejos. Se oyeron también los cantos patrióticos de los flechas y pelayos desfilando por la plaza.
Quiso Dios sacarnos por segunda vez de nuestro bache.
En parte se debió a las buenas mañas de mi tía y a las no pocas lágrimas convincentes de mi madre, quienes consiguieron ablandar el corazón de los curas del seminario, los cuales consintieron, como en tiempos pasados, que mi padre confeccionara en su taller las sotanas y roquetes de los nuevos seminaristas que ese año se incorporarían en tropel a las clases. Durante ese verano y el otoño e invierno que siguió, nuestra casa se vio invadida de colegiales tristes, quienes venían acompañados de un fámulo para que mi padre, el maestro Nicolás, les tomara medidas o les probara las sotanas. Con esto, mi padre pareció recobrar su estado natural. Se pasaba el día atareado, cortando y probando, hablando con la gente como un ser racional. Y era mi madre, a pesar de su embarazo, quien le servía de oficiala hilvanando piezas, sentándose a la máquina de coser y planchando horas y horas con la plancha de vapor. Ojalá aquella situación hubiera durado siempre. Mi madre esperanzada levantaba la cabeza y decía: Dios aprieta, pero no ahoga.
Esto no quería decir que hubiéramos salido de la pobreza. Haciendo sotanas, nunca nadie se ha hecho rico, decía mi padre luciendo sobre sus hombros su cinta métrica como una estola. La riqueza sigue otros caminos ...
Tampoco significaba esto que mi padre hubiera abandonado su hábito alcohólico, disimulado con un porrón que tenía escondido debajo de la mesa. La verdad es que escanciaba menos que antes y nunca llegó a la embriaguez. El trabajo es el trabajo, decía. Claro que para él, el trabajo era siempre el suyo, el de la sastrería Los otros que tuvo que hacer a lo largo de su vida eran marranadas. Como decía mi madre, lo que mi padre necesitaba era moral.
Mi madre me obligaba a entrar en el taller para que aprendiera, mirando, las cosas que mi padre hacía. Algún día tendría que aprender el oficio de mi padre como él había aprendido el oficio del suyo. La verdad era que yo no le tenía afición a la costura y, en el fondo, seguía pesando más en mi ánimo la música que la cinta métrica. Tenía la cabeza llena de pájaros y por eso me pasaba las horas escondido en la sillería del coro de la catedral, pendiente de los movimentos del organista sentado delante del teclado con el papel de la música alumbrado con una lámpara de brazo.
-Coge la tiza y dibuja un patrón -me decía mi padre. Hasta me hacía cortar una sotana de papel, con su CÍngulo y sus botones que luego enseñaba en medio de carcajadas a mi madre. Los dos se reían de mis mamarrachos. No sé lo que pensaría el famoso maestro Nicolás, mi abuelo, con sus bigotes a lo káiser y sus ojos vivos y picarones.
Mi madre me quitaba las tijeras de las manos y trataba de enseñarme su lección inútil.

-c'I'e das cuenta?
Yo no me daba cuenta. La miraba como caído de la luna, sin comprender una palabra.
La ventana del taller a la calle permanecía abierta todo el día. El cielo era azul sobre el corral y la fragua. Por lo alto, erguida, salía la torre de la catedral. Venía de la calle el rumor de los animales domésticos. A mi madre un seminarista le regaló un día un canario con su jaula, que ella colgó de la ventana de la sastrería. El pajarilla inquieto fue uno más de la familia. Mi padre, riendo, decía que el canario era un antojo de mi madre. Mi madre le abría la puerta de la jaula, se lo ponía en la mano y le daba de comer con la boca.
El trabajo de mi padre fue una tregua feliz en un tiempo desigual y ruinoso. La ciudad con sus casas rotas y sus solares vacíos, tenía aspecto de verdadera catástrofe. Y lo peor de todo, decía mi madre, es que hay pobres a los que no les asusta la pobreza, y pobres vergonzante s como nosotros. ¿Oué diría la gente si nos vieran pedir por la calle? Dirían que éramos pobres pobres y, eso, en una sociedad como la nuestra, nunca se perdona. Entre nosotros, país de pobres, la pobreza ha sido siempre una deshonra.
-Es mejor morir.






















Mi madre sentada al fresco en el portal, con la sotana de turno en la mano, me decía que si no fuera por la gotera vinícola, mi padre sería un Cástelar de la sastrería Porque, puestos a ver, tu padre es más artista con la tijera que el famoso Nicolás, tu abuelo, que en paz descanse. Lo que ocurre es que unos tienen la fama y otros la lana. Era de ver el ahínco con que mi madre defendía siempre a su marido, mi padre, quien no salía ahora de su taller atareado con su trabajo.
-Es la vida la que a todos nos ha vuelto locos -decía mi madre acariciándose el vientre-, la vida que nos está quitando los sentimientos.
Se quedaba silenciosa y luego decía:
-En el fondo, lo que a tu padre le ha pasado durante este tiempo es que se ha sentido frustrado. Tenía la impresión de que era un trasto y de que no servía para nada. Luego -meditando- están también los desengaños. Tu padre tiene su ideal y lo tendrá hasta el día en que se muera. Ya se sabe, genio y figura hasta la sepultura.
Yo la oía tumbado sobre las losas grandes del portal escuchando en silencio su soliloquio, viendo sus piernas blancas sin medias, acabando en las zapatillas. Me preguntaba, entre tanto, por qué los hombres y las mujeres son tan diferentes. Por qué mi padre tenía derecho a salirse siempre con la suya, y por qué mi madre nunca tenía derecho a nada. Veía su vientre cada vez más curvo cayendo sobre sus muslos de mujer cansada. Allí, encerrada dentro de un saco de carne y de sangre, como en una vasija de barro húmeda, estaba mi hermana futura.
Mi madre decía:
+No quiero que sea una mujer. Las mujeres somos unas desgraciadas. Hacen bien en la China quitándoles la vida a las niñas cuando nacen.
Arrepentida de sus palabras crueles, ponía sus manos blandas sobre la bola de su barriga y se echaba a llorar como una tonta. No era eso lo que ella quería. Yo, mirándola, pensaba: Mi madre no sabe lo que quiere; se siente presa de su destino fatal. Algún día, cuando yo sea mayor, seguramente seré igual a mi padre y a todos los hombres. Ya no pensaré en nada de lo que ahora pienso. Por eso me limitaba a oír su monólogo que quería ser diálogo.
-Pero, qué remedio -decía-, qué puede hacer una mujer...
Uno de esos días, recuerdo, un hombre que llevaba una faca de campo recién comprada sujeta a la cintura, al saltar a un camión que lo llevaría a su pueblo, olvidado del cuchillo, se lo clavó en las ingles. El hombre cayó al suelo en un charco de sangre.
-Por eso no debes pensar mal de tu padre. Todos los hombres son iguales. Aunque eso sí, unos más pillos que otros. Tu padre de pillo no tiene nada -decía resignada.
Otro día, después del mercado sabatina, dos hombres hartos de vino salieron en busca de un tercero con el que habían tenido no se qué negocio. La intención era abordarle y robarle. El caso fue que el tercero, sorprendido, supo defenderse y de la reyerta resultó muerto un agresor. Al herido mortal, tendido en la carretera junto a un álamo, le salía la sangre del pecho a borbotones, manchándole la camisa inmaculada. La puñalada le había interesado el corazón.
-Bueno o malo -seguía mi madre-, tu padre es tu padre.
Venían los golpes de los fragüeros machacando el hierro eterno, abocados como diablos al fuego del infierno.
-La verdad es que cada uno ha nacido como ha nacido.
Cada uno en la vida tiene su papel. La vida se ha puesto mal para los pobres. La verdad es que esta vida sólo es buena para los hombres que no tienen sentimientos. Tu padre no es de esos hombres.
A mí me parecía que mi madre disparataba en su soliloquio. Tenía sus opiniones sobre la vida, resultado de su experiencia.
-Si la gente no viene ahora a la sastrería como antes es sencillamente porque no tiene dinero. La gente se apaña con lo que tiene.
Era por eso que mi padre, desesperado, bebía. -La bebida es un remedio tonto.
Luego:
-A los otros sastres les pasa lo mismo: ninguno da una puntada. Yeso que, para colmo, muchos son de derechas como tu padre.
En la casa de mi amigo Manolo (su padre también de derechas) cuando después del parte la radio tocaba el himno nacional, toda la familia se ponía de pie brazo en alto alrededor de la mesa y contestaban patrióticos a los gritos rituales. Mi padre, con ánimo de ofender, cada vez que yo contaba esa historia en mi casa, decía que mi madre no aceptaba estas cosas porque su padre, mi abuelo, había sido siempre socialista de Besteiro y republicano. Y cuando un padre es republicano (decía) los hijos y las hijas también lo son. Lo decía con ánimo de quemarle la sangre a mi madre, quien se reía guasona. La verdad es que ella no entendía ni quería entender de política. Ésas no son cosas de mujeres, decía. Y aunque lo fueran ...
-Mi padre tenía un ideal -decía pensativa-, mi padre era un trabajador.
Mi padre decía que el republicanismo de mi abuelo Antonina era la causa de que mi madre no hubiera querido que su hijo (yo) fuera organista.
-Al abuelo Antonino no le gustaban los curas.
y era curioso que esto lo dijera mi padre, quien nunca pisaba la iglesia. Para colmo le echaba en cara a mi madre el que durante la revolución hubiera arrojado a la hoguera todos los santos familiares. Esto sacaba de quicio a mi madre.
-Si lo hice, fue por salvarte la vida -le gritaba-o Tú sabes que si registran esta casa y encuentran los santos, al primero que matan es a ti. A mí no: yo era la hija del Antonino.

Pero todo eso lo decía mi padre por incordiarla, por verla irritada: bien sabía él que decía la verdad.
Acabé levantándome del suelo mirando desde la puerta la placeta solitaria. Seguía el calor. Yo no sé a qué jugaría aquel don Pedro lejano, tardes así, en una ciudad vieja como la nuestra, que tan poco había cambiado desde entonces. Quizá se fuera al corral a probar sus armas. Quizá leyese en el tejado a los griegos o sus latinos preferidos. Quizá cabalgara al galope hasta la alameda. El sol quemaba parte de la tapia. Mi madre tenía sobre sus rodillas el tabaque de costura zurciendo una camisa de mi padre.
Por entonces fue cuando una mañana estando en la cama y mi padre en la calle, me levanté descalzo y fui derecho a la alacena donde mi padre tenía guardada su botella de anís. La descorché y bebí goloso hasta la mitad. Cuando mi madre regresó, en vez de encontrar en la cama a su hijo querido de siempre, encontró un puro fardo de carne rugiente que manoteaba como un gato loco queriendo tirarse al suelo. Lo primero que pensó mi madre asustada es que había perdido la cabeza. Tan ciega estaba que ni se dio cuenta de que lo que tenía era una borrachera, mi primera y única borrachera. Me asía a su falda y la miraba con los ojos perdidos intentando no caer al pozo profundísimo que tenía delante. Angustiada, salió a la calle y a la primera persona que encontró le dio el encargo de mi custodia, mientras ella volaba a la Casa de Socorro en busca del médico de guardia, quien no tardó en encontrar la causa de mi maL Le bastó con detectar el olor a anís que había en toda la casa.
-Señora -le dijo el médico a mi madre metiendo la nariz en mi cama-, étiene usted en la casa alguna botella de anís?
Ninguna cosa le causaría a mi madre mayor disgusto que aquella noticia. Todo me lo habría perdonado menos aquello. De tal palo, tal astilla. Lo único que pudo hacer cuando el médico dijo: Lo que el niño tiene es una borrachera, fue sentarse como una muerta en la cama, cogerse la cabeza con las manos y romper en un ataque de nervios.
-Pensar que ahora tengo dos borrachos en la casa. Dos borrachos.
Si me coge, me mata.
La borrachera del hijo del maestro Nicolás se contó en todas partes. A mi madre no le gustaba hablar de esto. Pero una vez sorprendí a mi padre contándole mi hazaña al administrador del seminario, quien se cogía la barriga con las manos para aguantarse la risa. La verdad, decía mi padre, es que nadie se ha muerto de una hartura de anís.
Mi madre me hizo su seria advertencia:
-Si otra vez te emborrachas, te juro que soy capaz de matarte.
No hizo falta que me lo repitiera. Antes de que ella me lo dijera, yo ya había resuelto no volver nunca a probar una gota de alcohol.
Entorné la puerta mientras pensaba esto y volví los ojos a mi madre sentada en su silla de anea sumida en ese resplandor que más que de la-calle encendida, nacía, creo yo, de su maternidad visible. La evoco con sus manos sobre la bola que era su barriga fecunda y mi hermana, palpando los movimientos de aquel ser desconocido que llamaba violento a su piel como el pellejo tensado de un tambor y que, de aquella manera, ella lo sabía mejor que nadie, la llamaba madre. Porque eso era lo que decía con sus puños y con sus pies aquella hermana diminuta que crecía dentro de ella como crecen las plantas en el campo. La evoco y la veo en ese momento de arrobo y candor, casi en éxtasis, como era el cuadro de aquella tarde perdida enmarcando la imagen viva de mi madre con sus manos trenzadas y sus piernas hinchadas descansando abandonadas sobre aquel suelo blanco y gris del mosaico del portal. A mí me pareció que era la Virgen. Porque mi madre lacrimosa no era, pienso, menos que Ella. Para mí era la Virgen toda, puesto que me quería hasta la sangre y yo la amaba hasta hacerla sufrir, que es como queremos siempre los hijos.
Levantó los ojos un momento y me vio alelado, como caído de una estrella, pendiente de ese minúsculo tiempo suyo y anhelosa, me sonrió sin decir una palabra. Acaso fuera entonces la primera vez en mi vida ~ue sin mediar un motivo aparente, me acerqué a ella y la besé en la mejilla como un perro niño acaricia a su madre perra que se deja mamar y comer, bebida y comida de sus hijos. Levantó su mano maternal y frotó mi cabeza erizada atrayéndome a su seno lo mismo que a un bebé caprichoso.

Desde la ventana de mi cuarto, por la mañana, tantas veces, el cielo estaba raso y las palomas volaban sobre los tejados. Alguna vez, con sus alas negras, graznando, pasaba sobre la veleta un grajo al que seguía curioso con la vista hasta que desaparecía detrás de la torre. Alicortaba a las palomas, que se quedaban como tontas en el aire, cayendo sobre ellas y apresándolas veloz con sus garras de acero. Mi madre, con un cántaro de la mano, venía a esa hora de la fuente. Yo cerraba la ventana y corría escaleras abajo hasta perderme en la calle en busca de mi amigo de turno, Emiliano, que luego se metió a seminarista. íbamos a su molino, que estaba en el campo y tenía una acequia. Emiliano decía misa delante de un arca que cubría con sacos de lienzo como si fueran paños. Me decía:
-Siéntate.
Yo me sentaba y él, a poco, acompañado de su hermano Miguelín que le servía de monago, salía por una puerta excusada (la puerta de la sacristía) vestido de cura con una combinación de su madre (la sotana) y una pelliza de su padre (la casulla). Después de tres años de guerra, las misas eran nuestro juego favorito. Emiliano se tomaba en serio su papel inclinándose devoto delante del arca o levantando al cielo sus brazos de alambre. Antes de que acabara la misa Emiliano nos ponía siempre de patas en la calle, irritado con nuestras risas irrespetuosas cada vez que le veíamos pelón y tan delgado dentro de sus ropajes volviéndose a nosotros y abriendo los brazos para decir: Dominus vobiscum. Pronto las divinas palabras eran sustituidas por los insultos personales. Nos íbamos a la calle y nos quedabamos en la puerta pidiendo arrepentidos a Emiliano que nos acogiera de nuevo al redil de la verdadera iglesia.
A estas misas, además de nosotros, asistían también las hermanas y las amigas de las hermanas de Emiliano, todas con peineta y mantilla (peines y pañuelos), quienes seguían devotas los pasos del oficiante y escuchaban embobadas sus sermones. Ellas constituían, en verdad, su verdadera parroquia. Por eso, cuando veían a Emiliano vestido de cura echándonos a patadas del molino, ellas le hacían coro aplaudiendo nuestra expulsión eclesiástica. -iEstáis excomulgados!
Más tarde, con el tiempo, aquel Emiliano, que a veces vi por la calle vestido de seminarista con los ojos en el suelo y las manos juntas, perdió la cabeza (su poca cabeza, siempre rapada, como la mía) y tuvieron que meterlo, niño todavía, en la casa de los locos. Esquelético y errante, recorría las calles del pueblo diciendo a todo el mundo, con una estampa en la mano, que él era el Cristo de Limpias. Y era verdad que con aquella lividez y aquellos ojos parecía un cristo. Cuando lo veía, me acordaba de sus excomuniones y de sus misas. Ahora ya no sé qué sería de él. Me decía: -iEres un moro!
A mí la palabra moro me causaba un temor espantoso. Moros son los que no son cristianos. Y los que no son cristianos están condenados sin remedio a las penas del infierno. -¡Moro!-, me chillaba con los ojos desencajados.
y yo, no sé por qué, me echaba a llorar.
Tarde ya, cuando el sol extendía hacia el noroeste la sombra de la sierra encandilada, yo corría a meterme en mi tejado y, absorto, como siempre, contemplaba mi mundo celestial. Agazapado, veía las novicias de la Concepción riendo como pájaros en su torre, despreciando al perro mundo. Pensaba en mi madre, que las envidiaba. Yo las espiaba con arrobo, convencido de que no pertenecían a nuestro mundo. Años antes, bastantes años antes, el fundador de Buenos Aires también vería otras novicias así mirando la tierra lejana. Pensando en esto, me preguntaba cómo sería el mar. El sol declinaba y las sombras caían como espadas vencidas a los pies de la ciudad. Era entonces cuando despertaba alguna campana. Me intrigaba mi ignorancia marítima, mar que sólo había visto en los libros y en alguna película, las pocas veces que iba al cine. El mar se llevó el cuerpo sin vida de don Pedro.
Así fue pasando el verano dulce. Sobre el tejado llovía el polen de los campos dejando en su camino un reguero de perfumes silvestres.

Vino el otoño transparente y los árboles sin hojas eran como niños raquíticos. En la plaza, agrandada más que nunca por los solares vacíos, lucía en medio la farola solitaria con sus cuatro bombillas. Todavía, al atardecer, cada vez menos, se oían los redobles militares de las bandas arriando la bandera. La gente, disciplinada, saludaba firme con el brazo extendido. Enseguida empezaría el nuevo año escolar. Por entonces nació mi hermana Isabel (como mi rriadre). Todos estabamos convencidos de que aquella hermana sería un hermano, pero el destino (mi madre dijo Dios) ha querido otra cosa. Por eso, cuando aquella mañana mi tía, cariñosa, me sacó de mi cuarto para llevarme al de mi madre, mi primer impulso fue negarme. De ninguna manera estaba dispuesto a aceptar aquella jugada traidora. Fueron las llamadas persuasivas y apremiantes de mi madre dolorida las que me obligaron a entrar en su alcoba, iluminada por la luz que entraba débil por el balcón. Mi madre descansaba cubierta hasta el pecho por aquellas sábanas blanquísimas y perfumadas con agua de colonia que yo le había visto preparar meses antes para cuando llegara este momento. La besé en la mejilla y, bajo el arco de su brazo extendido sobre la almohada, vi por primera vez a mi hermana recién nacida.
- ¿Verdad que es muy guapa? -me dijo mi madre arrobada, descubriéndola con cuidado para que yo la viera.
La vi.
-¿Te gusta?
Yo miraba sus puños y su cara. La quise desde ese momento. Tenía una hermana. Todas mis rabietas se esfumaron a partir de ese instante y ya no hubo quien me separara de la cama, pendiente del menor gesto de la niña.
-¿'I'e gusta? -insistía mi madre complacida de mi aceptación.
La miré y volví enseguida los ojos a la niña, cuyo rostro me atreví a tocar con cuidado como si tocara la cara de Dios. A cada instante entraba de puntillas en el cuarto para verla. Era un milagro.

Nunca permitiría que mi madre le quitara la vida a mi hermana como hacen en China. Un día se lo dije y ella, tomando la niña a sus pechos, se echó a reír.
-¿Tú crees que una madre puede echarle un hijo a los perros?
Días después mi madre dejó la cama y la niña comenzó a convertirse en un ser vivo al que le daba por llorar a media noche, nuevo motivo de preocupación para ella, quien tenía que compartir ahora sus noches entre mi hermana y yo. A veces la veía entrar en mi cuarto llevando en los brazos a la pequeña tirana, quien lo miraba todo con sus ojos como platos negándose a permanecer en la cuna. Y lo maravilloso para mí, es que no tardó en conocerme y seguirme con la vista cuando me alejaba de ella.
Mi padre venía a la cuna y se pasaba las horas mirándola. Mi madre decía:
-Tu padre está embobado con la niña. Se pasa las horas mirándola con la boca abierta.
También:
-Tu hermana conoce a tu padre en cuanto le oye entrar por la puerta.
El otoño trajo nubes y las primeras lluvias. Trajo también la feria perdida y sólo una vez bajé a la plaza para ver los columpios y los caballitos dando vueltas. Oía la música desde la ventana de mi cuarto y veía los globos volando sobre las casas empujados por el viento hasta que se quemaban. Ese año vino un circo, que puso su carpa en el paseo. Los titiriteros recorrieron el pueblo vestidos de payasos tocando un tambor y una trompeta. Era el espectáculo nunca visto. Yo, por un desgarro de la lona, con el permiso del vigilante compasivo, vi al hombre equilibrista subido en su bicicleta y a la señorita en bragas que se tiraba desde una maroma.
Pronto empezaron a escasear en nuestra casa los seminaristas de pelo de cepillo que esperaban en el portal a que mi padre los llamara por sus nombres para probarles sus sotanas. Las cosas iban mal.

Por eso mi madre, con la niña en las rodillas, decía que no es enteramente verdad que un hijo trae siempre al nacer un pan debajo del brazo.
-Ésta, al menos, el poco pan que teníamos nos lo ha quitado.
Para colmo yo empeoré de mi mal y me pasaba las noches en vela. Mi madre le decía a mi tía que todo era a causa seguramente de la desnutrición, de lo mal que comíamos.
-A los niños, -decía mi madre guardándose la teta mamada por mi hermana- no se les puede dar basura para comer. Los niños son como las plantas.
Lo peor fue que le oí decir confidencial a mi tía que de seguir las cosas así, el niño (yo) acabaría tísico.
-Es un niño muy delicado.
Tísico. La palabra en los labios de mi madre me produjo pavor. Para mí tísico era sinónimo de monstruo bebedor de sangre humana. Los tísicos roban a los niños, los matan como a cerdos y les chupan la sangre para recuperar la salud perdida. En todos los caminos solitarios siempre hay un tísico escondido a la espera del paso de un niño perdido. Tísicos eran los hombres famélicos de mirada procelosa que tantas veces había visto en la calle, sucios y sin afeitar. Sin decir una palabra, me eché a llorar negándome a convertirme en uno de esos seres horribles. Recordé que una vez alguien me había señalado a uno de esos seres oprobiosos blanco como la pared que vomitaba sangre en una esquina. A distancia le gritamos itísico! itísicol, corriendo para que no nos pusiera encima sus manos cadaverinas.
Cuando mi madre me vio llorar, calló sabiendo enseguida la causa de mi pena. Las dos mujeres se miraron en el límite justo de su espejo invisible. Mi madre acarició mi cabeza y me dijo: No seas tonto.
Algunas tardes mi madre preparaba una merienda, tomaba en brazos a mi hermana y nos íbamos los tres al campo a tomar el sol.

-Es bueno que os de el aire a ti y a tu hermana -decía. De aquellas tardes luminosas nació mi afición por la naturaleza. Detrás de los álamos amarillos, se veían las casas con sus paredes apagadas. Más alta, la sierra del color del metal que, en invierno, con los primeros fríos, siempre se cubría de nieve. Mi hermana se pasaba la tarde pendiente de mi madre y de mí. Cuando se quitaba el sol, cogíamos nuestras cosas y nos volvíamos a nuestra casa.
Ese otoño, y el invierno que siguió, fue seguramente nuestro peor tiempo. Mi padre se pasaba las horas en la sastrería, testigo de su ruina inevitable: nadie venía a encargarle un trabajo. Yo veía que dejaba abierta de par en par la puerta del taller sólo para que la gente viera que el maestro estaba dentro. Hasta se asomaba a la puerta llevando en la mano sus tijeras y aquella cinta métrica como una estola sobre sus hombros. Nada: la gente ignoraba su existencia. Me asomaba por la ventana y, como en los tiempos pasados, volvía a ver a mi padre cogido al pezón de su mama vinícola, aquel porrón misterioso, que secretamente llenaba de Valdepeñas y escanciaba con frecuencia.
Mi madre decía:
-Tu padre bebe y el caso es que no sale para nada de la sastrería.
Muchas veces era yo el encargado (porque él me lo mandaba) de llenarle su porrón de agua milagrosa. Era su sed permanente. Pero mi madre (las mujeres son tontas o se hacen las tontas) no comprendía cómo se las arreglaba mi padre para saciar su sed vinícola.
-No me lo explico.
Por la mañana me iba a la escuela desayunado con una taza de café de cebada tostada, nuestro entonces café nacional, del que mi madre, previsora, tenía siempre una olla preparada. Empezaban los fríos. Mi padre ahora ni leía el periódico ni se acostaba con su radio galena, harto de aquella guerra eterna que a todos nos estaba matando.
-No estamos en guerra -decía-, pero como si lo estuviéramos,

Tampoco, hombre de ideales, fervoroso hasta la muerte de su fe falangista, acudía a sus reuniones, escéptico y rencoroso de aquellos que se llamaban sus camaradas y que ahora, cuando los necesitaba, le volvían la espalda.
-Como si ellos fueran mejores que él-decía mi madre. De noche la cena se diferenciaba poco del desayuno. Y no fueron pocas las que me fui en blanco, in albis, a la cama. A pesar del crecimiento, las ropas cada vez nos venían más anchas. Me veo con mis calcetines altos, mi capa y mi bufanda volando como un pájaro por aquellos páramos helados que siempre fueron las plazas de mi pueblo. Todas aquellas prendas, como un tesoro, las dejaba todas las noches dobladas sobre una silla cerca de mi cama. En cuanto se hacía la luz, me levantaba, rompía el hielo de la jarra, me lavaba, me tomaba mi café sin café y echaba a correr camino de la escuela. El viento, a esa hora, venía oloroso de nieve. Otra vez, como un reloj que nunca se atrasa, estábamos en nuestro invierno puntual. Los árboles temblaban de frío y el sol empalidecía sobre los tejados y sobre las paredes color de cobre, de donde colgaban como pingajos las ristras de pimientos colorados puestas a secar.
En la escuela volvíamos a la vida de siempre. De nuevo, el maestro había pintado nuestros pupitres añosos y había blanqueado las paredes de la clase. Allí estaban las macetas en el balcón. y el triángulo de cielo azul ahora empañado de nubes. A mí, niño hambriento, me parecía que al cabo de los meses, todo se había vuelto increíblemente viejo. Vieja la pared, los dos balcones, las macetas y el cielo gris perla, que no tardaría en mandarnos su primera lluvia. El maestro, con las gafas caladas, también estaba más viejo. Previsor, nos mandó colocar sus calderos en medio de la clase, que pronto serían pocos para recoger nuestra lluvia interior. Lo veo de pie, con las manos sobre su mesa de trabajo, contemplando cómo se marcha la vida, cómo se viene la muerte, sin saber qué hacer ante aquella lluvia artificial que caía de nuestro techo grávido cuajado de goteras.

-La naturaleza hostil -decía filosófico- está en contra de la escuela pública.
En aquellas condiciones se desarrollaba nuestra vida escolar, que era inmensamente feliz, y que a nadie se le ocurría pensar que las cosas pudieran ser de otra manera. Todas aquellas desgracias formaban parte de nuestro conjunto natural. Por eso nuestra mayor preocupación era poner bien en cada sitio, a tiro de plomada, aquellos cacharros piadosos y musicales.
A la salida jugabamos a las bolas, a los santos y al fútbol en el paseo inclemente. Las niñas en ese tiempo estaban fuera de nuestros planes. Jugar con niñas era cosa de maricas, y maricón el último era la mayor de las ofensas conocidas.
Me volví a mi casa, desde la placeta vi la luz cenital en el cristal de la cocina. Empujé el portón y sentí en mi boca el tufo a humedad de la casa centenaria. Ella, mi madre, estaba en su sitio con la niña tirana en los brazos.
-¿Dónde has estado? -su pregunta de siempre.
-Por ahí -mi respuesta de siempre.
Por ahí era la calle, el juego, la visión esperpéntica de los muertos de la catedral, amontonados en aquellos sótanos, restos del gloria mundi de los obispos y los canónigos. Pensar que aquellos cuerpos podridos, pura basura humana, se habían hartado en vida de ricos y espléndidos manjares. Pensar que serían delicados y caprichosos. Pensar que hasta les pondrían peros a una sopa de pescado demasiado fría o demasiado caliente ... Era una verdad que parecía mentira.
-Anda, toma a tu hermana.
La sentaba en' mis rodillas, con su cabeza pegada a mi hombro. Éste era mi placer inenarrable. Acariciaba su rostro, que era exacto al rostro de uno de esos ángeles que tiene pintada la Virgen a los pies, en medio de una nube, en los cuadros de Murillo. Yo, mirándola, me alegraba de que mi hermana no supiera nada de la guerra ni que, como los pájaros, tuviera que preocuparse si había o no qué comer. Para ella, todo era así de sencillo. Con sus ojos serenos, se pasaba el día pendiente de nuestros pasos y, en cuanto la mirábamos amorosos, movía las piernas y las manos para reírse.
Mi padre aparecía en el vano de la puerta, como un peregrino que encuentra al fin su oasis. Se sentaba y se quedaba ausente. Mi madre no le decía nada. Yo captaba la sima que nos separaba. Para mí, mi madre era mi padre y mi madre, las dos cosas en una sola pieza. La niña sabia, en cuanto veía a mi padre, daba saltos para que él la tomara en brazos.
Un día mi madre me dijo:
- No debes juzgar mal a tu padre. A tu edad hay cosas que no se comprenden. Con los años se abren los sentidos y se 'ven las cosas de otra manera. La verdad es que tu padre, que vale en su trabajo como pocos, últimamente no tiene suerte. Eso es cosa de la fatalidad.
La miraba y no sabía qué decir.
-La vida es una escuela muy dura. Algún día lo sabrás.

2 comentarios:

  1. Aldana Noelia Hapke 6ºC10 de mayo de 2010, 7:51

    El libro plasma perfectamente las penurias que tienen que soportar miles de personas sin poder ni apenas llevarse algo a la boca y viendo como sus seres queridos mueren por culpa de esta desgracias y que tarde o temprano les puede ocurrirle a ellos debido a la guerra y a la gran diferencia social por la que se atravesaba en ese momento.
    Muchos ricos están aislados de lo que pasa fuera de sus “problemas” sin preocuparles nada más que sus riquezas. En esa época las familias solo se tienen los unos a los otros intentando sobrevivir y mantener la esperanza de que algún día todo puede mejorar aunque para ello tendrán que renunciar a todo cuanto tienen y trasladarse a otro lugar para tener una vida mejor o simplemente para poder comer y no morir.
    Me impactó mucho que de tan pequeños los niños se tuvieran que ponerse a trabajar a pesar de que lo que quieren era estudiar para poder ayudar económicamente en sus casas aunque lo que ganaban no sirviera para casi nada. La tradición familiar era seguir el oficio que se heredaba de familia pero en muchas ocasiones solo tenían la posibilidad de buscar cualquier trabajo que les permitiera salir de esa situación espantosa.
    También es sorprendente que siendo tan pobres halla que pagar la educación, los médicos y todos los servicios que en ese momento deberían ser públicos.
    En una situación así, como se puede percibir en el libro, no se tienen ganas de seguir viviendo ya que solo suponía sufrimiento.
    Las mujeres en esa época eran mal vistas hasta por sus maridos por la imposibilidad o falta de trabajo para ellas. Las mujeres no tenía más remedio que aceptar trabajos penosos que le podían incluso llevar a la cárcel, riesgo de debían correr.
    Los mayores vivían día a día con la preocupación de que la situación empeore y no poder cubrir sus necesidades básicas ni la de sus propios hijos.

    El libro me ha gustado mucho ya que te revive a esa época en la que todo era desgracia para los pobres y de la que es muy difícil salir. El diálogo hace introducirte en la obra y saber lo que piensa y cree cada uno de los personajes y así comprender las preocupaciones de cada uno y sus distintos puntos de vista.

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