miércoles, 14 de octubre de 2009

3º Entrega. Napoleón en Chamartín

Napoleón en Chamartín

Benito Pérez Galdós
- III -
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-Pues a mí me han dicho que lo de Lerín fue un desastre muy grande -afirmó D. Roque-. ¡Bah! Si tenemos unos generales... De lo que está pasando tienen ellos la culpa, y bien sabía yo que vendríamos a parar a esto. Pues qué, si esos señores, en vez de estarse en Madrid todo el mes de Setiembre mordiéndose unos a otros; si en vez de estar aquí diciéndose «yo soy mejor que tú» y disputándose el mando de los cuerpos como perros que riñen por un hueso; si en vez de esto, digo, se hubieran marchado al Norte a perseguir al enemigo, ¿estarían los franceses tan envalentonados?
-Tiene razón que le sobra por los tejados el Sr. D. Roque -dijo la mujer del lañador-. Y yo, que no sé de guerra, le decía a mi marido todas las noches cuando nos acostábamos: «Mira, Norberto, los generales, en lugar de estar aquí y en Aranjuez hablando mal unos de otros y revolviéndolo todo con sus envidias y reconcomios, debieran andar por toda esa tierra de Burgos y Rioja persiguiendo al francés. Que si Llamas manda tal tropa; que si ya no la manda Llamas sino Pignatelli; que si Castaños se opone a que venga Cruz; que si Blake -22- quiere ser más que Cuesta y Cuesta más que todos; que si Palafox manda este cuerpo; que si La Peña no quiere mandar el otro... en fin, cuando después de la batalla de Bailén creímos vernos libres de franceses, y emperadores, y reyes de copas, ahora salimos con que por estarse los generales mano sobre mano en Madrid al olorcillo de la corte y de los obsequios y de las fiestas, han dejado que los otros se arreglen bien y tengan dispuesto todo para darnos un susto».
-Ha hablado Vd. como un padre de la Iglesia, señora doña María Antonia -dijo con oficiosa exaltación doña Melchora, la bordadora en fino-. A mis niñas les dije yo eso mismo el mes pasado. ¿No es verdad, Tulita, no es verdad, Rosarito? Sí, señores, esa es la pura verdad; yo voy viendo que desde que empezó la guerra, desde que hubo aquello de venir los franceses y caer Godoy, nadie ha sabido acertar más que nosotras, y cuando anunciábamos lo que iba a pasar, los hombres graves se reían diciendo: «¿Qué entienden las mujeres de guerras, ni de historias?». Pues vean ahora si entendemos.
-Tiene razón doña Melchora -dijo el señor de Cuervatón-. También se reían de mí cuando anuncié lo que iba pasar. Pero, señores; cuando los de arriba pierden la chaveta como ha pasado aquí, a los tontos y a las mujeres corresponde el imperio del buen sentido.
-No obstante -dijo el Gran Capitán, impaciente por poner el peso de su autorizado dictamen en aquella contienda-, aún no se -23- puede hablar mal de esos valientes generales. Yo no les he explicado a Vds. todavía el plan de campaña. Es preciso que Vds. se penetren bien de esto. Las tropas que mandan Blake, Llamas, Castaños y Palafox, colocadas y extendidas desde el Ebro hasta Burgos, forman un gran semicírculo. Vienen los franceses: el semicírculo se cierra convirtiéndose en círculo, y aquí me tienen Vds. a mi emperador cogido en una ratonera.
-Pero en resumidas cuentas, ¿viene o no viene? -preguntó doña Melchora.
-Yo creo que no -dijo el Gran Capitán, echándosela de malicioso-. Y tengo para mí que todo eso que dicen los papeles acerca de lo que Napoleón leyó en el Senado, es pura invención. Como que hay quien dice que Napoleón está muy enfermo de un tumor que le ha salido en el sobaco izquierdo, y que ya le han sacramentado.
-¿Y Vd. es de los que dan crédito a los mil desatinos que cuentan los patriotas? -exclamó D. Roque levantándose de su asiento-. Aquí creen que se sale del paso contando mentiras y matando de calenturas o alfombrilla a todos nuestros enemigos.
-Y qué, ¿soy hombre para tragar todas las bolas que cuentan diariamente los papeles? -dijo el Gran Capitán sin disimular el desprecio que le merecía la prensa-. Vamos a ver, ¿qué saca Vd. en limpio, Sr. D. Roque, de todas esas hojas que lee día y noche, y que le van a volver loco como al bueno de D. Quijote los libros de caballería?
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-¿Y qué noticias, Sr. D. Santiago Fernández?
-No me digan nada, ni me calienten más la cabeza -exclamó el Gran Capitán encubriendo bajo la ficción de un estudiado cansancio el placer que le causaba el ver sacado a plaza un tema tan de su gusto-. Mire Su Paternidad que estoy ya que no doy por mi cuerpo un real. ¡Qué ir y venir! ¡Qué jaleo! ¡Todo el día poniendo nombres en la lista, y haciendo recuento de cartuchos, y examinando armas, y disponiendo, y mandando! Aquellos señores son muy remolones, y todo lo tengo que hacer yo.
-¿Y resistiremos, si como dicen, se nos viene encima ese monstruo, ese troglodita, ese antropófago, señores, que no se sacia nunca de devorar carne humana?
-¡Pues no hemos de resistir! -exclamó el Gran Capitán-. ¿Hemos de ser menos que los zaragozanos? Además de que yo creo que no viene.
-Y sabe Dios -dijo doña María Antonia-, si será cierto lo que dicen de que allá en Rusia o Prusia le echaron unos polvitos en el cocido para que reventara.
-Como que hay quien asegura que está sacramentado -33- y que hizo testamento, devolviendo todas las naciones que ha robado y abjurando de sus herejías.
-¡Oh gente ignorante y crédula! -exclamó de improviso D. Roque, desenvainando su cartapacio de papeles públicos-. ¡Y cómo se conoce la rusticidad de los que atienden más a los dichos y simplezas del vulgo que a la palabra impresa de los hombres doctos! Vean, vean lo que dice ese papel, y no hagan caso de tonterías: «Napoleón se presentó al Senado el 25 del pasado, y dijo que bien pronto pondría sus banderas en las torres de Madrid y en las fortalezas de Lisboa». También cuenta la Gaceta que ciento sesenta mil hombres del ejército grande están sobre la frontera de España, y que el Emperador dijo que antes de fin de año no quedará aquí una sola aldea en insurrección.
-Con que ni una sola aldea... -dijo el fraile-. Pero sabe Dios la intención que llevará el que ha escrito esos papeles. Lo que es por mí, mandaría suprimir todos los que se imprimen en España, pues para envolver especias, mejor es el papel no impreso y limpio como sale de las fábricas.
-¿Pues eso qué duda tiene? -dijeron a una las dos niñas de doña Melchora.
-Y yo -exclamó como un basilisco don Roque-, mandaría suprimir todos los frailes o les quitaría el hábito, dando a cada uno un fusil para que fueran a limpiar a España de franceses.
-Sin fusil lo hacemos, hermano -dijo Salmón riendo-. Lejos de suprimir frailes, yo los aumentaría en grado máximo, y así la mayor parte de los españoles vivirían gordos y contentos, y no veríamos tanto vagabundo mendigo por esas calles.
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-¿También eso lo dicen los papeles? -preguntó con mucha sorna el Gran Capitán.
-También lo dicen, sí señor. Pues no lo han de decir. Y cómo se me ha de olvidar, si lo sé de memoria y anoche, luego que me acosté, estuve recitando en voz alta aquello de... «Después de tantos años de abatimiento y opresión en que los leales y generosos españoles han sufrido mayores ultrajes y vilipendios que los salvajes africanos, amanecerá el glorioso día en que se reúnan los pueblos por medio de sus representantes para tratar del bien común. Este es el objeto con que se instituyeron las sociedades civiles; no el engrandecimiento de un solo hombre con perjuicio de todos los demás. Reunidas aquellas, es como puede conocerse a fondo el estado de una nación, sus recursos, sus necesidades ylos medios que deben adoptarse para su bienestar y prosperidad; y donde faltan estas solemnes Asambleas, los monarcas, mal aconsejados, caminarán ciegamente al despotismo, tal vez contra sus buenos deseos».
-¡Lindísimo sermón! -exclamó el Gran Capitán-. Ayer le contaba a mi compañero en la portería de Cuenta y Razón las extravagancias de mi vecino D. Roque, y me dijo que esto se llamaba el democratismo. ¿Es así, padre?
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-Los españoles guerrean porque no quieren que los manden los franceses -dijo la mayor de las hijas de doña Melchora-, y también para defender los usos y pláticas del reino contra las novelerías que quiere poner aquí Napoleón. Así me lo dice todos los días Paco el plumista, que es sargento de voluntarios.
-Pues a mí me dijo Simplicio Panduro, ese saladísimo paje de D. Gaspar Melchor de Jovellanos -añadió la otra-, que los españoles guerrean por echar a los franceses y por mejorar la mala condición de los reinos, quitando las muchas cosas malas que hay.
- VIII -

A la mañana siguiente, después que rendido a la fatiga dormí con sueño irregular y espantoso durante algunas horas, doña Gregoria llegose a mí y me despertó diciendo:
-¿Qué es esto? Durmiendo a las diez de la mañana. Arriba, arriba, mocito. ¡Y se ha acostado vestido! Vamos, que son las diez... Pero, chiquillo, ¿qué haces, en qué piensas? Por ahí ha pasado la quinta compañía de voluntarios, tan majos y tan bien puestos con sus uniformes nuevos que darían envidia a un piquete de guardias walonas. ¡Ay qué monísimos iban! A los franceses les dará miedo sólo de verlos. Nada les falta, si no es fusiles, pues como en el Parque no los había, no se los han podido dar; pero llevan todos unos palitroques grandes que les caen a las mil maravillas, y de lejos parece que llevan escopetas. Vamos, levántese el señor Gabrielito: ¿no eres tú de la quinta compañía? Levántate, que ya dicen que está Napoleón Bonaparte a las puertas de Madrid, montado en una mula castaña y con la lanza en el ristre para venir a atacarnos.
-Mujer, ¿qué disparates estás diciendo? -observó el Gran Capitán-. Napoleón no está en Madrid, sino que parece entró ya en España y anda sobre Vitoria. Por cierto que dicen ha habido una batallita... Pero, chico, ¿no vas a coger tu fusil?
-Hoy mismo me voy de Madrid, Sr. D. Santiago.
-¿Que te vas de Madrid, después de alistado? Pues me gusta el valor de este mancebo.
-Es que voy a ver si me permiten pasar al ejército del Centro que está en Calahorra, y creo que me lo permitirán.
-¡Oh! no lo esperes, porque aquí, según me dijeron en la oficina, lo que quieren es gente y más gente, pues como algunos dan en decir que hay malas noticias... Yo creo que todo es cosa de los papeles públicos, y a mí no me digan; los papeles públicos están pagados por los franceses.
-¿Con que malas noticias?
-Paparruchas... En primer lugar, ahora salen con que lo de Zornoza que creíamos fue una gran victoria, es una medianilla derrota, y que el general Blake ha tenido que escapar refugiándose en las montañas. No se pueden oír estas cosas con calma, y yo mandaría que se le arrancara la lengua al que las repite.
-¡Mentiras, todo mentiras! -exclamó doña Gregoria-. ¡Si no sé cómo la Junta no manda ahorcar en la plazuela de la Cebada a todos los que se divierten con tales disparates!
-Has hablado muy bien -dijo el Gran Capitán-. Ahora han dado en decir que si en Espinosa de los Monteros ha habido o no ha habido una batalla.
-¿En que también hemos perdido? -preguntó doña Gregoria.
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-¿Y qué va a hacer el Sr. D. Gabriel en el ejército de Aragón? Aquello está mal -dijo Lobo-. Por el de la izquierda no andan mejor las cosas, y después de la batalla que hemos perdido en Espinosa de los Monteros, nuestras tropas quedan reducidas a nada, y Napoleón vendrá a Madrid.
-¡Eso será lo que tase un sastre! -exclamó el Gran Capitán echando chispas-. ¿Quién hace caso de los papeles?
-Desgraciadamente -continuó Lobo-, esa sensible derrota no puede ponerse en duda.
- IX -
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-¿No sabe usía las noticias que corren?
-Que se ha perdido una batalla en Espinosa de los Monteros.
-Y parece que también anda mal el ejército de Castaños, y que ya Napoleón va sobre Burgos.
-Todo eso es misa rezada -dijo Pujitos-, porque ya tenemos en Portugal obra de veinte mil inglesones, que manda uno a quien llaman el tío Mor.
-Buen tiempo viene ahora para el comercio, tío Mano -dijo Majoma-. Con esto de la guerra, los franceses por el lado de acá y los ingleses por el lado de allá, la fardería corre que es un primor.
-Dices bien, niñito. La raya de Portugal está hoy que es un bocado de ángeles, y los comerciantes de Madrid me traen ahora en palmitas. Además de que no falta género inglés muy barato puesto en Portugal, por la frontera y por las sierras de Gata y Peña de Francia no se ve un pícaro guarda, porque todos se han juntado a los ejércitos, de modo que viva mi señora la guerra mil años, y abajo Napoleón.
-Como venga a Madrid el infame córcego -dijo Pujitos-, se va a quedar asombrado al ver los batallones que hemos formado acá en un ráscate ahí. ¿Han dido Vds. al enjercicio de hoy? ¡Válgame mi Dios y qué tropa! Aquello metía miedo, y si en vez de palos llegamos a tener fusiles, nosotros mesmos nos hubiéramos asustado de nosotros mesmos, echando a correr por todo el campo de Guardias palante.
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-¿Y se defenderá Madrid?
-Pues ya. No hay muchos fusiles que digamos; pero se han reunido un sin fin de sables viejos, muchas lanzas, cascos antiguos del tiempo del rey que rabió por gachas, cacerolas que pueden servir de escudos, mazas que para partir -118- cabezas de franceses serán una bendición de Dios, guanteletes, pinchos, asadores, llaves viejas, y otras mil armas mortíficas.
-De nada servirá nuestro valor -dijo Santorcaz-, si antes no acabamos con todos los traidores que hay en Madrid.
-Lo mismo digo -afirmó Mortero.
-Por todas partes no se ven sino espías de los franceses, y ahora es ocasión de que este señor regidor que aquí tenemos se luzca.
-Así es la verdad -dije yo-. Sé de muchos que se fingen muy patriotas, y están vendidos a los franceses. Los que hacen más aspavientos y dan más gritos, y más gallardean de patriotas, son los peores. ¿No es verdad, Santorcaz?
-Pues acabar con ellos.
-Para eso nos bastamos y nos sobramos -añadió Majoma-. Y vengan malos patriotas y gabachones para dar cuenta de ellos.
-Personajes conozco yo -dijo Mañara-, que han de morir arrastrados, si Dios no lo remedia; y si llego a ser regidor, ya nos veremos las caras, señores afrancesados.
-Esa es la gente más mala -afirmó Santorcaz con mucho desparpajo-, más desvergonzada y más traidora que hay; y si no ponemos mano en ellos, no saldremos bien de es ta guerra. Porque yo sé que hay quien está tramando abrir las puertas de Madrid si nos ponen asedio.
-Pues despacharlos, y se acabó la junción -dijo Pujitos-. En mi compañía están tan rabiosos, que sólo con decir «ese es gabacho», se le van encima y le quieren despedazar.
-Los peores -repetí yo, teniendo el gusto de que el tío Mano apoyara enérgicamente mi opinión-, son los que chillan y enredan, y están a todas horas hablando de traidores; y si no aquí está Santorcaz que conoce a la gente y lo puede decir.
-Así es, en efecto -repuso el franc-masón algo contrariado-, pero que hay traidores no tiene duda.
- XI -
Como antes indiqué, no pude obtener licencia para salir de Madrid, porque la villa, viéndose pronto en gran aprieto, cayó en la cuenta de que necesitaba de toda su gente para defenderse. ¿Por qué no me marché? ¿Quién me lo impidió? ¿Quién torció el camino de mi resolución? ¿Quién había de ser, sino aquel que por entonces era el trastornador de todos los proyectos, el brazo izquierdo del destino, el que a los grandes y a los pequeños extendía el influjo de su invasora voluntad? Sí: el baratero de Europa, el destronador de los Borbones y fabricante de reinos nuevos, el que tenía sofocada a Inglaterra, y suspensa a la Rusia, y abatida a la Prusia, y amedrentada al Austria, y oprimida a la hermosa Italia, osó también poner la mano en mi suerte, impidiéndome pasar a otro ejército.
Es, pues, el caso, que el D. Quijote imperial y real, como algunos de nuestros paisanos le llamaban, no sin fundamento, había entrado en España a principios de Noviembre, con ánimos de instalar de nuevo en Madrid la botellesca corte. A él se le importaba poco que los españoles llamasen tuerto a su hermano; y fijo en el número y fuerza de nuestros soldados, no atendía a lo demás. Una vez puesto el pie en tierra de España, no le agradó mucho que el -126- mariscal Lefebvre ganase la batalla de Zornosa, porque sabido es que no era de su gusto que se adquiriese gloria sin su presencia y consentimiento. Mandó, sin embargo, al mariscal Víctor que persiguiese a nuestro degraciado Blake, cuyas tropas se habían reforzado con las del marqués de la Romana, escapadas de Dinamarca, y aquí tienen Vds. la batalla de Espinosa de los Monteros, dada en los días 10 y 11, y perdida por nosotros. ¡Ay! Valientes oficiales perecieron en ella, y grandes apuros y privaciones pasaron todos, sin un pedazo de pan que llevar a la boca, ni una venda que poner en sus heridas.
Así sucumbió el ejército de la izquierda, cuyos restos salvándose por las fragosidades de Liébana, recalaron por tierra de Campos, para ser mandados por el marqués de la Romana. No fue más dichoso el ejército de Extremadura en Gamonal cerca de Burgos, pues Bessieres y Lasalle lo destrozaron también el mismo fatal día 10 de Noviembre, y el 12 entraba en la capital de Castilla el azote del mundo, publicando allí su traidor decreto de amnistía. Aún nos quedaba un ejército, el del Centro, que ocupaba la ribera del Ebro por Tudela: mandábalo Castaños; pero nadie confiaba que allí fuéramos más afortunados, porque una vez abierta la puerta a las calamidades, estas habían de venir unas tras otras a toda prisa, como suele suceder siempre en el pícaro mundo. También nos preparaba el cielo en el Ebro otra -127- gran desgracia; pero a mediados de Noviembre, cuando corrieron por Madrid las tristes nuevas de Espinosa y de Gamonal, aún no se había dado la batalla de Tudela.
El pánico en Madrid era inmenso, y se creía segura la pronta presentación del corso en las inmediaciones de la capital. ¿Qué podía oponérsele? No quedaba más ejército que el del Centro, situado allá arriba a orillas del Ebro. ¿Quién detendría al invasor en su marcha terrible? La Junta se desesperaba y los madrileños creían acudir a remediar la gravedad de las circunstancias, entusiasmándose. ¡Ay! Después de mandar algunas tropas a los pasos de Somosierra y Navacerrada, ¿qué ejército de línea quedaba para defender a Madrid? Da pena el decirlo. Quinientos soldados.
Los paisanos armados eran ciertamente muchos; pero había muy pocos fusiles, y de estos la mitad eran inútiles por falta de cartuchos; y, ¿con qué se hacían los cartuchos si no había pólvora? A esto habíamos llegado cuatro meses después de la victoria de Bailén. Todo al revés. Ayer barriendo a los franceses, y hoy dejándonos barrer; ayer poderosos y temibles, hoy impotentes y desbandados. Contrastes y antítesis y viceversas, propias de la tierra, como el paño pardo, los garbanzos, el buen vino y el buen humor. ¡Oh España, cómo se te reconoce en cualquier parte de tu historia adonde se fije la vista! Y no hay disimulo que te encubra, ni máscara que te oculte, ni afeite que te desfigure, porque a donde quiera que aparezcas, allí se te conoce desde cien leguas -128- con tu media cara de fiesta, y la otra media de miseria, con la una mano empuñando laureles, y con la otra rascándote tu lepra.
-Hola, Gabriel, ¿tú por aquí? -me dijo Pujitos en la puerta del Sol el día 20 de Noviembre-. Ya sabes que tenemos de regidor a nuestro amigo D. Juan de Mañara. Él es el encargado de la cartuchería. ¿Tienes fusil?
-Y bueno. ¿Pero todavía no se dice nada de fortificar a Madrid, ni se trata de abrir fosos y levantar parapetos y abrigos, ya que a esta villa y corte la hicieron sin murallas ni otra defensa alguna?
-Todo se va a hacer. Pero lo que más falta hace es la cartuchería y armas.
-¿Dónde hacen cartuchos?
-En varias partes. Allá junto al colegio de Niñas de la Paz hay más de sesenta personas trabajando en ello noche y día.
-Pero de nada nos sirven los cartuchos sin armas, Sr. de Pujitos -le dije-. Yo conozco muchísimos hombres valientes que no tienen sino chuzos, pedreñales y espadas llenas de orín.
-Eso será nonada, y si no nos hacen traición...
-¡Traición!
-Sí; aquí hay muchos traidores.
-Ahora como la gente anda tan exaltada, es común llamar traidores a los más mejores patriotas.
-Gabriel -dijo deteniéndose en medio de la calle y asomando por el embozo de su capa un dedo con el cual ciceronianamente acentuaba -129- sus palabras-, cuando yo lo digo, sabido me lo tengo. ¿Te acuerdas de lo que se habló hace noches en casa del tío Mano? ¿Te acuerdas cómo se puso furioso el Sr. de Santorcaz contra los traidores? Pues hemos descubierto que ese Sr. de Santorcaz o D. Demonio, es espía del córcego. Velay por qué estaba tan enfoguetado.
-No es la primera vez que lo oigo.
-Él les escribe cartas de lo que aquí pasa, y con el dinero que le dan paga gente alborotadora, que arme querellas entre la tropa. Como este hay muchos, y se dice que señores muy alcurniados están vendidos a los franceses. Pero, Gabriel, que se nos amostacen las narices, y veremos a dónde van a parar. Hay otros que aunque no son traidores, son melindrosos, y no quieren lo que llaman Constitución, la cual se va a poner ahora pa acabar con el espotismo. ¿Sabes tú lo que es el espotismo? Pues el espotismo es una cosa muy mala, muy mala. A bien que desde que acabamos con Godoy y los lairones que con él vivían, se acabaron todas las picardías, y ahora luego que demos fin a esto del córcego, los reinos de España se van a gobernar de otra manera, y estaremos tan bien, que no nos cambiaremos por los ángeles del cielo.
Y diciendo esto, dio media vuelta y marchose lejos de mí a toda prisa. No tardé yo en acudir pronto a la formación de mi compañía.
Ante las evidentes muestras de alarma que a todas horas se observaban en Madrid, mal -130- podía el optimismo del Gran Capitán sostenerse en las ideales regiones donde le hemos visto cernerse, como el águila de la patria a quien ni el peligro ni el miedo pueden obligar a abatir su majestuoso vuelo. Ya no era posible negar la derrota de Espinosa, ni tampoco la de Gamonal, y sólo los locos podrían suponer a Napoleón dispuesto a detenerse en su victorioso camino. Muchos días resistiose el fuerte espíritu de mi amigo a la evidencia de tantos descalabros; por muchos días sostuvo que nuestras armas victoriosas echarían a los franceses con su malhadado emperador del otro lado del Bidasoa; por muchos días continuó atribuyendo a los papeles públicos la pérfida invención de aquellos absurdos acontecimientos que no cabían en su homérica cabeza; pero al fin la muchedumbre de las noticias malas, la agitación pública, el pánico de todos, la general zozobra, y el tumulto y laberinto de los preparativos de defensa rindieron golpe tras golpe el formidable castillo de su terquedad, dando en tierra con tantas ilusiones. El héroe no aparentó desmayar con esto, antes bien se reía tomando la cosa como una fiesta. Lleno de confianza en la capital, siempre negaba que Napoleón se atreviese a ponerse delante de los madrileños, y esta fue una tenacidad que le duró contra viento y marea hasta el 25 de Noviembre, en cuya noche al retirarse a su casa, preguntole doña Gregoria, como siempre, las noticias de la tarde.
-Nada, mujer -repuso frotándose las manos, y promulgando con desdeñosas -131- sonrisas la categórica confianza que llenaba su espíritu-. Nada, mujer: emperadorcito tenemos.
- XII -
Y el emperadorcito salió de Burgos el 22; detúvose en Aranda el 24; el 29 estaba en Boceguillas, y por fin el 30 llegó a Somosierra.
En Madrid la alarma crecía en tales términos, que ya en 23 de Noviembre se pensaba en una defensa formal, guarneciendo el circuito de la corte para hacer de ella con el valor de sus habitantes una segunda Zaragoza. Era capitán general de Castilla la Nueva el marqués de Castelar, y gobernador de la plaza don Fernando de la Vera y Pantoja; pero a este no se le conceptuaba muy entendido en materias facultativas, y como se tratara de obras de defensa, fue nombrado para el caso el célebre don Tomás de Morla, sucesor de Solano en Cádiz cinco meses antes; hombre feísimo de rostro, de carácter aparentemente enérgico aunque en realidad muy débil. Gozaba en el conocimiento de la artillería de gran reputación, que aún conserva, pues sus estudios sirven hoy para la enseñanza de la juventud que a la guerra científica se consagra.
Morla dirigió las obras de defensa, que consistían en grandes fosos abiertos fuera de las -132- puertas de Fuencarral, Santa Bárbara, Los Pozos, Atocha y Recoletos; en aspillerar toda la muralla de la parte Norte; en desempedrar las calles de Alcalá, Carrera de San Jerónimo y calle de Atocha para levantar barricadas; y por último, en fortificar el Retiro con trincheras y una mediana artillería, la única que teníamos, pues todo se reducía a unas cuantas piezas de a 6 y poquísimas de a 8. Esto se hizo precipitadamente a última hora; mas con tanto entusiasmo y determinación, que la diligencia parecía suplir con creces a la previsión.
En las obras trabajaba todo el mundo sin reparos de clase. Las señoras, no contentas con afiliarse en la congregación del lavado y cosido, dirigieron a las autoridades una exposición en que se ofrecían a ayudar ya llevando espuertas de tierra, ya ocupándose en lo que se les mandase. No es esto invento mío, y la exposición existe impresa donde el incrédulo podrá verla si aún duda de la grandeza de ánimo de las señoras de aquel tiempo. Y al decir señoras, se comprende que no me refiero a aquellas de quienes en otro lugar de este relato tengo hecha mención, pues las del Rastro y Maravillas tenían especial gusto en pasearse por todo Madrid arrastrando un cañón entre seguidillas y chanzonetas: me refiero a las más altas hembras, a quienes vi empleadas en menesteres indignos de sus delicadas manos.
De los hombres no hay que hablar, porque todos trabajábamos a porfía día y noche sacando tierra de los fosos para construir los espaldones de la artillería. En poco tiempo quedó -133- la calle de Alcalá tan limpia de guijarros como tierra de sembradura, y desde las Baronesas al Carmen Calzado levantamos un parapeto formidable.
El personal de la defensa era el siguiente:
1.º Quinientos soldados de línea que apenas bastaban para el servicio de las bocas de fuego. 2.º Las tropas colecticias formadas por el alistamiento voluntario de 7 de Agosto, y a las cuales pertenecía un servidor de Vds. (no pasábamos de tres mil hombres). 3.º Los conscriptos pertenecientes a Madrid en el llamamiento de doscientos cincuenta mil hombres que hizo la Junta, y cuyo sorteo se verificó en 23 de Noviembre. 4.º La milicia urbana llamada honrada que se formó por enganche voluntario el 24 del mismo mes.
Voy a deciros algo de esta conscripción y de estos señores honrados. Hízose aquella llamando a las armas a todos los ciudadanos desde 16 a 40 años, y declarando derogadas todas las excepciones que establecían las Reales Ordenanzas de 27 de Octubre de 1800 para el reemplazo del ejército. Se declararon útiles los viudos con hijos, los hijosdalgo de Madrid, los nobles que no tuvieran más excepción que su nobleza, los tonsurados sin beneficio que estuviesen asignados a servicio eclesiástico, para cuya determinación se cubrió con un velo el concilio de Trento; los que disfrutaban capellanía sin estar ordenados in sacris (muchos de estos eran los llamados abates); los novicios de órdenes religiosas; los doctores y licenciados, que no fueran catedráticos con propiedad; los retirados -134- del servicio y los quintos que hubieran servido su tiempo; los hijos únicos de labradores; en una palabra, no se exceptuaba a rey ni a Roque.
Los honrados eran una milicia sedentaria creada con objeto de guarnecer las ciudades, para precaver los desórdenes, reprimir los facinerosos, bandidos, desertores y díscolos, que perturbando la pública tranquilidad intenten saciar su ambición o su codicia.
De modo que en Madrid tuvimos en 23 de Noviembre sorteo para el reemplazo del ejército, y algunos días después alistamiento de milicianos honrados. Aquella y esta operación se verificaban de diez a tres en los claustros de la Trinidad Calzada, de los Mostenses, de San Francisco, y en los de otros conventos situados en el punto más céntrico de cada cuartel, ante un alcalde de Casa y Corte o un señor regidor de Madrid, un oficial militar, un alcalde de barrio y un escribano. Bastaron, pues, pocos días para que las filas de la guarnición de Madrid se llenaran con muchos miles de hombres. A la poca tropa de línea y al regular número de voluntarios ya disciplinados, uniose la muchedumbre de quintos y la caterva de urbanos, gente toda muy entusiasta; pero casi en general carecían de fusiles y estaban tan ignorantes de lo que habían de hacer como la madre que les echó al mundo.
Sucedió también que los voluntarios antiguos, aquellos que desde Agosto habían paseado presuntuosamente sus fachas uniformadas por Madrid, miraron con mal ojo a los honrados, -135- los cuales, llamándose así, parecían querer resumir en su instituto toda la honradez española, y hablaban pestes de los antiguos. Los honrados que no tenían armas, decían que estas debían quitarse a los antiguos que las tenían: juraban estos entregarlas antes a Napoleón que a los honrados, y en tanto los quintos recién sorteados, aquellos infelices viudos, nobles, sacristanes, novicios, beneficiados sin beneficio y demás gente antes exceptuada, miraban al cielo, esperando que se les pusiese en la mano alguna cosa con que matar. En resumen: mucha, muchísima gente de última hora; pocas y malas armas; ningún concierto, falta de quien supiese mandar aunque fuese un hato de pavos; mucho mover de lenguas y de piernas; un continuo ir y venir, con la añadidura inseparable de gritos, amenazas y recelos mutuos, y la contera de los gallardetes, escarapelas, banderolas, signos, letreros y emblemas, que tanto emboban al pueblo de Madrid.
El aspecto de uno de aquellos claustros en que se verificaba el alistamiento, era digno de ser eternizado por los más diestros pinceles. Dichoso yo si con la pluma pudiera dar efímera existencia a uno de ellos ¿A cuál? Todos eran igualmente pintorescos, y si alguno contenía mayor número de curiosidades, era el claustro de la Trinidad Calzada, en la calle de Atocha.
- XIII -
En mitad de la ancha crujía estaba la mesa donde el regidor iba recibiendo los nombres, que asentaba un escribiente en barbudas cuartillas de papel. En su derredor resonaba tal chillería y alboroto, que no sé cómo el señor de Mañara (que era el regidor allí presente) podía aguantarlo; pero inútil era el imponer silencio, porque la multitud de mujeres aglomeradas a la puerta, no callarían aunque el Espíritu Santo se lo mandara. Un pobre alguacil había sido destinado a sostener la debida compostura, y nunca tal hubiera intentado el infeliz instrumento de la justicia, porque le cogieron y le magullaron, y roto y molido dio vueltas por el arroyo.
-¿Pero qué buscan Vds. aquí? -exclamó Pujitos abriendo los brazos en actitud amenazadora-. Fuera mujeres, que no sirven sino de estorbo. Condenáas, ¿por qué no van a sacar tierra en los Pozos?
-Ya hemos sacado tierra, ¡y lástima que no fuera de tu sepultura!
-¿Pues qué queréis, demonios?
-¿Qué hamos de querer? ¡Fusiles, piojo! ¿Te los han dado a ti y a tu batallón pa quitar telarañas? Vengan acá pronto, que nosotras también nos alistamos.
-Afuera, afuera de aquí, canalla.
-Paz, paz -dijo desde el interior del claustro -137- una gruesa y campanuda voz que al punto reconocí por la del venerable Salmón-. Haya paz, y no me levante ninguna el gallo.
Al punto el apretado grupo de mujeres se dividió en dos, dando paso a la procerosa figura del mercenario, que avanzó con majestuoso paso y risueño continente.
-Aquí está el padrito. ¡Que viva el padre Salmón! Ven, Pujitos del demonio, a echarnos afuera.
-Arrastrao -dijo una cogiendo a Pujitos por el cuello y mostrándole el puño-. ¿Tus muelas han salido a misa esta mañana? ¿Quieres que salgan a vísperas esta tarde? Pues boquea y verás.
-Déjenlo, dejen en paz a ese pobre hombre -dijo socarronamente Salmón-, y perdónenle su gran descortesía con tan dignas señoras; que yo prometo que se enmendará. Ya os he dicho varias veces que si no sois buenas, no contéis para nada con vuestro queridito padre Salmón. Vamos a ver, señoras mías; duquesas y princesas; ¿para qué os agolpáis aquí?
-También nosotras queremos alistarnos.
-Alistaros, ¡oh valientes amazonas! Pero niñas, ¿no veis que en vuestras manos mejor sienta el hilo de oro y las sartas de perlas, que el temido alfanje damasquino? Vaya, idos a rezar, que la mujer honrada la pierna quebrada y en casa.
-Todos esos son unos calzonazos. Nosotras hemos cargado ya muchas espuertas de tierra. Ahora llevamos dos cañones a Los Pozos, y queremos que nos los dejen disparar.
-Bueno, bueno, todo se hará. Cada una a su casa, y cuidado con lo que les tengo prevenido.
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- XIV -

Llegó con el 28 de Noviembre la noticia de la batalla de Tudela, y una vez que se consideró deshecho nuestro ejército de Aragón y del Centro, ya todos vimos el sombrero de Napoleón asomando por la Mala de Francia. Las fortificaciones avanzaban, y en los días 27, 28 y 29 recuerdo que menudearon bastante las que podremos llamar fortificaciones y armamentos espirituales, que eran las rogativas, rosarios, funciones de desagravios, novenas y otras devociones para alcanzar de la Divina Providencia, no que apartase los peligros, sino que enardeciera nuestros ánimos para salir victoriosos. Hubo rosario en San Ginés, jubileo en los Dominicos de la Pasión, solemnes cultos en el Carmen Calzado, y, por último, en la iglesia de -150- Nuestra Señora de Gracia, sita en la plazuela de la Cebada, se inauguró un novenario que fue la más popular de las devociones de aquellos días, por predicar allí popularísimos oradores. La gente piadosa al par que patriota no tenía tiempo para acudir a tantas partes, y vacilaba entre la iglesia y la trinchera.
Los hombres aunque lo deseáramos no teníamos tiempo para frecuentar las iglesias, y especialmente los armados no dábamos paz a los pies ni a las manos con el frecuente ejercicio y ensayo de nuestra fuerza. Los soldados, los voluntarios, los conscriptos, los honrados que tenían armas, nos confundimos por algunos días en comunes trabajos y preparativos, dando al olvido discordias importunas. Y no estaba el tiempo para andarse con juegos, porque ya Napoleón se nos venía encima. Mientras existió la pueril confianza de que las tropas enviadas a Somosierra estorbarían el paso del tirano, menos mal: íbamos viviendo, alimentando nuestro espíritu con risueñas ilusiones, y soñando con ver hecho pedazos el poder de Bonaparte en la era del Mico.
Pero el día 1.º de Diciembre comenzaron a circular desde muy temprano rumores gravísimos acerca de la derrota del general San Juan en Somosierra. Echose todo el mundo a la calle en averiguación de lo ocurrido, y corriendo de boca en boca las nuevas, exageradas por la ignorancia o la mala fe, bien pronto llegó a decirse que los franceses estaban en Alcobendas, y hasta alguno aseguró haberlos visto paseándose en el Campo de Guardias.
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Desde el famoso 2 de Mayo no había visto a Madrid tan agitado: corrían hombres y mujeres por las calles, y entonces era el lamentar la ciega confianza, el echar de menos la actividad y previsión propias de un pueblo realmente decidido a defenderse. El Gran Capitán y yo habíamos salido desde muy temprano, él para tomar disposiciones importantes en el cuerpo de honrados a que pertenecía, y yo por acudir a mi puesto, o curiosear en caso de que aún no se tratara de cosa formal.
-Lejos de acoquinarme yo, como estos gallinas -decía el Gran Capitán-, me animo y me gallardeo y me esponjo al saber que los tenemos tan cerca. Y a mí no me hablen de que el general San Juan ha sido derrotado. Para los que conocemos las artimañas y recovecos del arte de la guerra, esa dispersión de las tropas de San Juan que parece derrota, no es otra cosa más que un hábil movimiento para engañar a Napoleón, dejándole pasar el puerto. Y si no, figúrate si será bonito ver a lo mejor que cuando tranquilamente avanzan los franceses creyéndose seguros, aparecen como llovidas por el flanco derecho las tropas españolas y me los cogen ahí sin disparar un tiro entre Alcobendas y San Agustín.
-Podrá suceder -dije yo sin manifestarle mi incredulidad-; pero figúrese el Sr. Fernández que no pasa nada de esto, sino que viene Napoleón sano y entero y nos pone cerco. ¿Cómo saldremos de este apuro?
-Admirablemente -repuso-. Podrá suceder que si trae muchas, muchísimas tropas, -152- vamos al decir, un par de milloncitos de hombres, dure el sitio dos o tres años, después de cuyo tiempo tendrá que retirarse... porque pensar que Madrid se ha de rendir, es pensar en lo excusado. Y si no, pasea tus ojos por esas fortificaciones que en diferentes partes se han hecho en lo que el diablo se restriega un ojo; esparcía tu vista por esos hondos fosos, por esos gruesos parapetos, por esos inexpugnables montones de tierra, y por esas terroríficas baterías de cañones de a 6, y si la admiración te da tregua a las reflexiones, comprenderás que es imposible tomar a Madrid, aunque Napoleón trajera mejor gente que aquella que fue a Portugal con el Sr. Marqués de Sarriá.
-Dios le oiga a Vd. Por mi parte haré lo que pueda. ¿Y Vd. manda, o es mandado?
-Yo mando; que a ello me han obligado antiguos amigos, cuya ciega confianza en mis conocimientos raya en fanatismo. Yo no quería mandar porque no me gustan papeles; pero he tenido que ceder, y entre todos hemos formado una compañía que ha recibido orden de operar en Los Pozos, sitio el más arriesgado y peligroso y temerario de este gran asedio que nos espera. Casi todos tenemos fusiles, y los que no, manejarán la lanza.
-¡Lanza para defender murallas! -exclamé sin poder disimular la risa.
-Sí, hijo; ¿qué entiendes tú de eso? Figúrate que a esos tontos se les ponga en la cabeza dar un asalto, ¿qué mejor cosa para impedirlo?... Por cierto que voy a reunir mi gente para ir a ocupar la posición, no sea que el señor -153- córcego quiera darnos una sorpresa con su acostumbrada mala fe.
-Ahora dejémonos llevar a la Puerta del Sol con todo ese gentío que allá va -dije yo-; y parece que ocurre alguna cosa grave, según gritan.
-Efectivamente; pero esa gritería es de mujeres. Sin duda esas valerosas matronas piden que se les den armas.
-Bajemos por la calle de la Montera... Por allí sube, si no me engaño, el Sr. de Santorcaz. Llamémosle: él sabrá lo que ocurre... ¡Eh, Sr. D. Luis!
-¿Qué hay en la Puerta del Sol, que tanto chilla la gente? -preguntó Fernández cuando el otro se nos acercó.
-Es que el pueblo pide armas y no se las quieren dar -repuso Santorcaz-. Es una picardía y todos esos mandrias de la Junta deben ser arrastrados.
-¡La Junta! ¡Los señores de la Junta Central!
-No hablo de la Central -prosiguió Santorcaz-; que esa, si es cierto lo que dicen, ha acordado hoy retirarse de Aranjuez, buscando refugio en el Mediodía. Hablo de la juntilla que se ha formado aquí para la defensa de Madrid, y que está en permanencia en la casa de Correos. ¡Aquí hay muchos traidores -añadió en voz alta-, y algunos han cogido dinero para entregar la plaza a los franceses! Canallas de traidores. Ahora salimos con que se han acabado las armas y los cartuchos. ¡Mentira! Yo sé dónde hay armas y cartuchos. -154- ¡Nos están engañando, nos van a vender!
Diciendo esto, se apartó de nosotros; después de lo cual seguimos hacia abajo, y al llegar a la Puerta del Sol vimos que estaba de bote en bote llena de gente. Aquel hueco abierto en el apelmazado caserío de Madrid es el corazón de la antigua villa, y a él afluye con precipitada congestión la sangre toda en sus ratos de cólera, de alegría o de miedo.La Puerta del Sol latía con furia. Hombres y mujeres hablaban a la vez y a sus voces se unían actitudes y gestos amenazadores. La masa más inquieta, más hirviente, más loca y alborotadora estaba al pie de la casa de Correos.
-Busquemos algún conocido que nos informe de lo que aquí ha pasado -dije metiéndome con el Gran Capitán por lo menos apretado del gentío.
-Astavía no ha pasado nada -dijo un caballero que envuelto en una capa se nos apareció, y en quien al punto reconocí al Sr. de Majoma-. Astora nada; pero... ya verán.
-¿Qué pide esa gente?
-¿Qué ha de pedir? Armas y cartuchos.
-Ya están repartidos todos los que hay.
-¡A mí con esas! -exclamó el apreciable sujeto-. Ya estamos de traidores hasta el gañote. ¡Pillos lairones! Si no les espachamos nos van a entregar a los franceses. ¡Perros gabachos! Les conozco bien y se la tengo sentenciada, sí señor; y el que diga que no son traidores, que se vea conmigo, porque yo soy más español que Santiago y más patriota que Fernando VII.
-155-
-Pero desde hace tiempo se sabe que la plaza tenía muy pocas armas, y en cuanto a los cartuchos, todos los que había y los fabricados en esta semana, se han repartido ya. El Sr. de Mañara ha estado ocho días ocupado en dirigir la fábrica de cartuchos y ayer tarde repartió muchos miles en el Ave-María y en la Comadre.
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Miramos al balcón de la casa de Correos y vimos que en él aparecía un hombre alto, moreno, hosco, vestido de uniforme; le vimos accionar hablando a la multitud; pero no pudimos oír sus palabras, porque la femenil chillería de abajo habría impedido oír tiros de cañón, que no digo humanas voces. Después aquel militar, el cual no era otro que D. Tomás de Morla, encogíase de hombros y cruzaba los brazos. Este lenguaje le entendimos mejor, y evidentemente quería decir: «No hay nada de lo que me pedís: se acabaron las armas y los cartuchos».
Pero la multitud se enfurecía con la negativa y le silbaba, pidiendo con su omnipotente antojo y volubilidad que saliese Castelar, personaje más conocido que Morla. Salió el marqués de Castelar, habló sin poder apaciguar a sus admiradores, y repitiose el encogimiento de hombros y el gesto desconsolador. Aquí de los silbidos, de los gritos, de las amenazas: poco después el pueblo empezó a arremolinarse y a culebrear como dragón de mil colas que -157- se dispone a emprender movimiento; y vimos que muchos se desparramaban por la calle Mayor y que otros subían hacia Santa Cruz.
-Vamos allá a ver en qué para esto -dijo D. Santiago apoyándose en mi brazo y siguiendo el general torrente-. Estos majaderos primero dejarán de existir que de hacer alguna atrocidad. ¿Por qué piden armas, si con las que hay repartidas basta y sobra? ¿A qué piden cartuchos, si no hay cartucho que mate más franceses que el entusiasmo español, ni mejor pólvora que nuestra indignación?
-Todo eso es verdad, Sr. D. Santiago -repuse-; pero no habría sido malo que la Junta Central o el Consejo, en vez de ocuparse en discutir sus rivalidades, hubiera depositado en Madrid unos cuantos barriles de indignación, de esa que se hace con salitre, carbón y azufre, que la otra sin esta de poco sirve. Pero aquí no ha habido previsión, ni iniciativa, ni actividad, ni eminentes cabezas que dirijan, sino que la defensa ha quedado a merced de la voluntad, de la invención y del buen sentido del pueblo, Sr. D. Santiago; y no llamo pueblo a esa miserable turba gritona que de nada sirve, sino a todos nosotros, altos y bajos, grandes y chicos... ¿Pero quién es aquel que corre? Es el insigne patriota a quien llaman Pujitos. ¡Eh... Sr. de Pujitos, lléguese acá y díganos lo que ocurre!
-Ahora va la gente hacia la calle de la Magdalena -contestó-, donde vive el regidor Mañara. Esta mañana estuvimos allí: salió al balcón y nos dijo que los miles de cartuchos que -158- ha fabricado los entregó ya, y que no hay más pólvora. ¿Van Vds. hacia el Avapiés? Por allá hay gran alboroto, y dicen que Mañara es un traidor, y que acá y allá.
-¿Y Vd. qué piensa de Mañara?
-Mañara es hombre cabal, porque lo igo yo -afirmó Pujitos en tono misterioso-. Los traidores son otros y andan por ahí revolviendo la gente y armando estas tramoyas. Gabriel, acuérdate de lo dicho. Los que más chillan son los piores: pero yo ando con mucho ojo, porque así me lo ha mandado el jefe, y como les eche la mano encima, verán quién es Pujitos.
Siguió a toda prisa hacia la Puerta del Sol, y nosotros atravesando la plaza Mayor, entramos en la calle de Toledo, arteria de toda la circulación manolesca, centro de las chulerías, metrópoli de las gracias, bazar de las bullangas, cátedra de picardías y teatro de todas las barrabasadas madrileñas.
- XV -
Pasando luego a la calle de Embajadores oímos de nuevo que hacia el Avapiés había gran marejada, por lo cual atravesando por los Abades hacia el Mesón de Paredes, nos fuimos a presenciar el tumulto, que no era flojo, según el rumor de voces que desde lejos se oía. En efecto, habíase armado un zipizape que déjelo usted estar.
-159-
De manos a boca tropezamos con el tío Mano de Mortero, que se llegó a nosotros diciendo:
-¡Cómo nos engañan, Gabriel! ¡Quién lo había de decir en un caballero tan bueno como el Sr. de Mañara!
-¿Pero es traidor el Sr. de Mañara? Vamos, tío Mano. ¿Vd. también? Vd. que es una persona de tantísimo talento...
-Es verdad, niño de mi alma; ¿pero qué quieres tú? Lo dicen por ahí. A mí no me consta; pero al son que me tocan, bailo. Pues dicen que hay traidores, ¡abajo los traidores!
-¿Y qué dicen de Mañara?
-Que tiene arreglado con los franceses el entregarle la puerta de Toledo.
-¿Y cómo lo saben?
-¡Qué sé yo! Pero cuando el río suena agua lleva. Yo no he de ser menos que los demás, y pues hay traidores,¡abajo los traidores!
-¿Y la Zaina?
-¿Pues no la oyes? Si es la que más grita en medio de la plaza ¡Santa Virgen! ¡Y no está poco furiosa esa leoncilla! Ahora se ha vuelto la patriota más patriota de todo Madrid. ¡Ay mi Dios, qué nacionala tengo a mi niña!
De rato en rato aumentaba el gentío en la plazuela del Avapiés, y los hombres de mala facha unidos a las mujeres más desenvueltas de los cercanos barrios, menudeaban sus gritos y vociferaciones de tal modo, que ninguna persona honrada podría ante tal espectáculo permanecer tranquila.
-Acerquémonos -me dijo Fernández-. Yo -160- con todo mi corazón te aseguro que si Su Majestad y en su real nombre la sala de Alcaldes de Casa y Corte, me mandase despejar este sitio, lo haría de mil amores con dos lanzazos o sablazos, que para el caso lo mismo daría.
-Guárdese Vd. de decir en alta voz tales cosas, y acerquémonos a aquel grupito de damas.
La Primorosa salió del grupo.
-Eh... Primorosa, ¿qué traes por aquí? -le pregunté.
-¡Cachiporros! -exclamó la harpía alzando los brazos, cerrando los puños, y dirigiéndose a algunos hombres que la rodeaban-. ¿Pa qué estáis aquí? ¿No vos quieren dar cartuchos? Pues iz ca el regidor y sacárselos de las asaúras. ¡Él los tiene escondíos! Él los tiene enterraos en paquetes pa dárselos a los franceses.
Entonces la Zaina abriéndose paso presentose en el centro del corrillo formado en torno a la Primorosa. Estaba la hermosa verdulera amoratada y ronca, con los ojos encendidos, las ropas hechas pedazos, y con tan fiera expresión retratada en su semblante y en toda su persona, que causaba espanto. En el momento de presentarse, traía un cartucho entre los dedos, y lo mordía y derramaba en la palma de la mano lo que debía ser pólvora y resultaba ser arena.
-¡De arena! Los cartuchos están llenos de arena -exclamó la muchacha, mostrando a todos aquel objeto.
Y al mismo tiempo los hombres allí presentes sacaban de sus sacos otros cartuchos, los -161- mordían, y en efecto, en todos o en casi todos aparecía arena.
-¡Ese traidor nos ha dado cartuchos de arena!
La terrible voz cundió por la plaza. Allí cerca había un retén de guardia de voluntarios. Sacaron el depósito de cartuchos, mordíanlos, y por cada dos o tres con pólvora había uno con arena. Esto lo vimos el Gran Capitán y yo, y ambos nos quedamos mudos de indignación.
-Pues indudablemente ha habido traición -dije yo.
-¡Poner arena en los cartuchos! ¡Qué alevosía! Esto es entregar la patria villanamente al extranjero.
-El que tal ha hecho -exclamé no ocultando mi rabia-, es un miserable que debe ser castigado.
Gabriel, no lo creí -vociferó mi amigo, derramando lágrimas de coraje-; no creí que hubiera españoles capaces de semejante vileza. No, el que tal ha hecho no es español.
Y los dos casi sin darnos cuenta de ello, hicimos coro con la rabiosa multitud, gritando: ¡Mueran los traidores!
-¡Ese Mañara, ese ladrón! -gritaron a nuestro lado.
-¡Él ha sido! ¡Mueran los traidores y viva Fernando VII!
¡De arena! ¡Los cartuchos de arena! Esta funesta frase corrió por todo Madrid más rápidamente que si la llevara la electricidad. En muchas partes, que no en todas, pudo confirmarse la verdad de la afirmación; pero la ira -162- era general, y el que había puesto arena en los cartuchos fue condenado a muerte por la indignación popular. Mi amigo y yo observamos que la multitud corría en todas direcciones; pero los más iban hacia la Merced. Desapareció de nuestra vista la Pelumbres, el tío Mano, y desapareció también la Zaina. Corrimos por la calle de Jesús y María, y al llegar a la de la Magdalena, la vimos completamente llena de gente: todo el vecindario estaba en los balcones, y un clamor inmenso llenaba la vasta longitud de la calle.
Hacia el centro de ella existía entonces, y existe aún, una casa suntuosa, pero de bastarda y ridícula arquitectura, por haber puesto en ella su mano D. Pedro de Ribera, autor de la fachada del Hospicio. A aquella casa histórica, residencia antes y también hoy de una respetabilísima familia, por mil títulos merecedora de la estimación pública, se dirigían las amenazas de la muchedumbre, borracha de ira. Todos querían entrar; pero las puertas estaban cerradas. Este obstáculo no tardó en desaparecer, y terribles hachazos hicieron temblar las labradas maderas de la puerta señorial, protegida por el ancho escudo que en esculpidos emblemas representaba hazañas y virtudes de otros tiempos. Mas ¿quién reparaba en esto? El pueblo, que ya había pisoteado en Aranjuez la real corona, no vacilaba en pasar por sobre la de un noble.
Hicieron, pues, pedazos la puerta, y el pueblo entró desbordándose e invadiendo el palacio, como un río que rompe los diques que durante -163- siglos le han contenido y se extiende por el llano con ímpetu destructor. Entraron todos, los que iban con algún objeto y los que no iban más que a gritar. No debía, pues, hacerse esperar mucho la satisfacción de la popular furia, y bien pronto nos quedamos helados de terror, oyendo decir: «Le han matado, ya le han matado».
¡Pobre y desgraciado Mañara! Ayer ídolo, ayer amigo, ayer compañero de la vil plebe, cuyo traje y costumbre, y hablar y modos imitaba, hoy inmolado por ella con barbarie inaudita, con esa cruel presteza que ella emplea ¡la infame furia! en todas sus cosas.
Pero lo espantoso, lo abominable, y más que abominable vergonzoso para la especie humana, fue lo que ocurrió después. La plebe tiene un sistema especial para celebrar las exequias de sus víctimas, y consiste en echarles una cuerda al cuello y arrastrarlas después por las calles, paseando su obra criminal, sin duda para presentarse a los piadosos ojos en la plenitud de su execrable fealdad. Esto pasó con el cadáver del infeliz regidor, a quien conocimos amante de Lesbia, amante de la Zaina, amante de todas, pues no hubo otro que como él prodigara su hermosa persona en altas y bajas aventuras; esto pasó con el cadáver del infeliz a quien llamo D. Juan de Mañara, no porque este fuera su nombre, sino porque me cuadra designarle así, para no andar trayendo y llevando los títulos de respetables casas, por los altibajos de esta puntual historia. Pero apartemos los ojos, no miremos, no, ese despojo sangriento -164- que por la calle de la Magdalena, y después por la del Avapiés abajo, arrastran en inmunda estera unos cuantos monstruos, hombres y mujeres tan sólo en la apariencia: cerremos los oídos a sus infames gritos, y sobre todo no miremos ese destrozado cuerpo, aún caliente, a quien las puñaladas, los golpes, el frecuente tropezar van quitando la figura humana, haciendo un jirón lastimoso de lo que fue, de lo que era pocos minutos antes hombre gallardo y gentil, y lo que es más digno de consideración, hombre dichoso y amable. Y mientras pasa esa salvaje bacanal, ese río de sangre y de infamia y de crimen, meditemos sobre las mudanzas mundanas, y especialmente sobre las cosas populares, las más dignas de meditación y estudio.
¿Era Mañara autor de la traición indudable descubierta en los cartuchos de arena? Histórica, no hija de nuestra invención, es la persona de Mañara; histórica es también su vida licenciosa, sus hábitos manolescos, sus aventuras y trato con la gente de los barrios bajos; histórica es también la Zaina, y tan históricos como la jura en Santa Gadea y el compromiso de Caspe, son sus amores con el regidor, su abandono, sus celos, su despecho, su ira, su sed de venganza y el descubrimiento, fatalmente hecho por ella, de los cartuchos de arena. Para saber todo esto basta leer media página de la historia mejor y más conocida que sobre aquellos tiempos se ha escrito. Pero ni en este eminente libro, ni en otro alguno, ni en boca de ningún viejo oiréis razones para contestar categóricamente -165- a la pregunta que antes hice. ¿Fue Mañara traidor? ¿Intervino él en la obra criminal de los cartuchos de arena?
Os diré francamente que yo tampoco lo sé; pero debo advertiros que nunca tuve a aquel desgraciado por capaz de acción tan fea. Mañara pecaba de libertino, de ligero, de vano y más que nada de enamorado. Jamás se distinguió en otras maldades que en las del amor, por cierto bien perdonables. Le conocí alevoso y traidor en cuestiones de faldas; pero no supe nunca que en asuntos graves faltara a las leyes del honor. Con estos antecedentes casi puede asegurarse que no fue Mañara autor de la superchería de los cartuchos. ¿Pues quién lo fue entonces? Esto sí que ni la historia, ni la tradición, ni los viejos, ni yo podemos decíroslo. ¿No habéis observado que todos los movimientos populares llevan en su seno un germen de traición, cuyo misterioso origen jamás se descubre? En todo aquello que hace la plebe por sí y de su propio brutal instinto llevada, se ve tras la apariencia de la pasión un tejido de alevosías, de menguados intereses o de criminales engaños; pero ningún sutil dedo puede tocar los hilos de esta tela escondida en cuyas mallas quedan enredados y cogidos mil bárbaros incautos.
¿Quién hizo correr la voz de la traición de Mañara? ¿Fue todo obra deliberada de la Zaina? La historia dice que sí; pero yo creo haber oído tachar de sospechoso al pobre regidor en parajes muy distantes de la calle de la Pasión. Sin duda el frecuente roce con la plebe había desconceptuado -166- mucho a D. Juan en la opinión de sus iguales. Carecía en absoluto de respetabilidad, y el que la pierde entre los de arriba queriendo sustituirla con bajas amistades, que son siempre inconstantes, está expuesto a perderlo todo en un momento, y a que cualquier chispa fugaz incendie de improviso la fábrica de una reputación que no se funda en nada sólido.
Mañara había adulado a la plebe imitándola. Con este animal no se juega. Es como el toro que tanto divierte, y de quien tantos se burlan; pero que cuando acierta a coger a uno, lo hace a las mil maravillas. Vimos caer a Godoy, favorito de los reyes, y ahora hemos visto caer a Mañara, favorito del pueblo. Todas las privanzas que no tienen por fundamento el mérito o la virtud suelen acabar lo mismo. Pero nada hay más repugnante que la justicia popular, la cual tiene sobre sí el anatema de no acertar nunca, pues toda ella se funda en lo que llamaba Cervantes el vano discurso del vulgo, siempre engañado.
-Pero vámonos de aquí -dije a mi amigo-. ¿No oye Vd. lo que dicen esos que pasan? Dicen que los franceses han aparecido por Fuencarral.
-Vamos, vamos a cumplir con nuestro deber -repuso el Gran Capitán, siguiéndome por la calle de las Urosas-. Pero me temo que lo que debía ser gloriosísima jornada, va a ser cualquier cosa, gracias a esa vil gentualla. La traición mina la plaza. Eso de los cartuchos de arena me ha puesto triste y el miserable canalla que tal hizo merece mil muertes.
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Madrid, después de inmolado Mañara, continuaba inquieto, como presagiando grandes males, mientras los frailes agonizantes arrancaban de manos del pueblo el cadáver informe. La noticia de que los franceses estaban a las puertas de la villa, lo hizo, sin embargo, olvidar todo, y corría la gente azorada y medrosa, creyendo ver asomar al volver de una esquina la figura característica del azote de Europa.
- XVI -
El cuerpo de voluntarios a que yo pertenecía fue destinado a defender la puerta de los Pozos (la misma que después se llamó de Bilbao al extremo de la calle de Fuencarral), y el inmediato jardín de Bringas. Consistía su fortificación en un foso no muy profundo en un gran espaldón de tierra y piedras, a toda prisa levantado, y en seis cañones de a 6. La tapia que no tenía facha de inexpugnable, como recordarán los que han alcanzado alguno de sus heroicos trozos, había sido aspillerada en toda su extensión. Iguales poco más o menos, eran las fortificaciones de las vecinas puertas de Santa Bárbara y Fuencarral. El sitio donde se habían levantado obras más considerables era la puerta de Recoletos, monumento que ha durado hasta ayer y que no necesito designar topográficamente, con su costanilla de la Veterinaria -168- ni su convento de Agustinos, porque los mozuelos barbilampiños los han conocido. Pero volvamos a los Pozos, puerta destinada a ser teatro de nuestro heroísmo, y empecemos diciendo que en la noche del 1.º de Diciembre nos situamos allá, tan convencidos de que íbamos a ser atacados que estuvimos largas horas sobre las armas, dispuestos a vender caras nuestras vidas.
La fuerza se componía de estos elementos: unos sesenta soldados, que aunque no todos artilleros, hacían de tales por necesidad imprescindible; cuatro compañías de voluntarios antiguos, con los cuales mezclábase un número irregular de conscriptos, y como ochenta hombres de la milicia honrada, a quien mandaba o quería mandar el Gran Capitán, no sé si con el título de sargento, coronel o general, pues cualquiera de estos grados le cuadraría. Los soldados estaban fríos y con poco ánimo; los voluntarios inflamados en patriotismo y llenos de ilusiones; pero tan inexpertos, que no daban pie con bola, como vulgarmente se dice, a pesar de estar entre ellos el gran Pujitos; y finalmente los honrados no cabían en sí de entusiasmo, no obstante ser todos ellos personas de paz, y tener algunos buena carga de años a la espalda, especialmente los de la compañía, o mejor, los del grupito en que alzaba el gallo D. Santiago, cuya hueste se componía de respetables porteros y criados de la oficina de Cuenta y Razón.
En cuanto a jefes, debo decir que allí no existían en todo el rigor de la palabra, pues si bien entre la tropa había oficiales valientes y -169- entendidos, no sabían o no querían hacerse obedecer de los paisanos, resultando de esta desconformidad que allí cada cual hacía lo que le daba la gana y según su propia inspiración; y aunque mi amigo tenía pretensiones de imponer su autoridad, esto no pasó nunca de un conato de dictadura que más se inclinaba a lo cómico que a lo trágico.
En cambio reinaba gran fraternidad, y cuando avanzada la noche tuvimos la certeza de que no había tales franceses por los alrededores, nos reunimos en el jardín de Bringas, y encendida una gran hoguera, celebramos agradable tertulia, donde se habló de temas patrióticos con la verbosidad, facundia y exageración propia de españolas lenguas. Cuál encomiaba la defensa de Zaragoza 8; cuál ponía la defensa de Valencia contra Moncey por cima de todos los hechos de armas antiguos y modernos; quién decía que nada podía igualarse a lo del Bruch; quién encomió hasta las nubes la vuelta de las tropas de la Romana; y por último, no faltó uno que, sin quitar su mérito a estas gloriosas acciones, pusiera sobre los cuernos de la luna cierta campaña famosa de Portugal en 1762.
Disipado todo temor, muchas mujeres fueron a visitarnos, y entre ellas no faltó doña Gregoria, ni doña Melchora con las niñas, ni tampoco la señora de Cuervatón, pues ha de saberse que su marido formaba en las filas de los honrados. Para que no se crea que todos éramos -170- gente de poco más o menos, añadiré que algunas altísimas damas fueron a visitar a sus hijos, hermanos o maridos, que allí se andaban mano a mano con nosotros, o como voluntarios o como sorteados.
Cenamos, bebimos, cantamos, hablamos, y por último, a todos nos vino el deseo de llevar adelante alguna hazaña aquella misma noche. El primero que emitió la idea fue D. Santiago y al punto se la aceptó con alborozo, determinando hacer una exploración camino arriba hasta Fuencarral, por ver si realmente estaban los franceses tan cerca como se creía. A toda prisa se preparó la salida, y a eso de las dos de la madrugada nos pusimos en marcha unos doscientos hombres, en buen orden, y mandados por un coronel de ejército.
-¡Qué bueno fuera -me decía Fernández-, que ahora tropezáramos con una avanzada enemiga y la derrotáramos en un abrir y cerrar de ojos, volviendo a Madrid con unos cuantos miles de prisioneros!
-Todo podría ser, amigo mío -le respondí-, que para la voluntad de Dios no hay nada imposible.
-Más gracioso aún sería -prosiguió- que el bergante del Emperador se anduviera paseando por ahí, mirando desde lejos la gran ciudad que aspira a ganar, y le sorprendiéramos de sopetón, echándole mano para llevarle a Madrid sobre un asno foncarralero.
-También es posible -repuse-, y pongamos que ese señor se haya aburrido de estar en su campamento, y tomando una escopeta, a -171- pesar de la oscuridad de la noche, se venga con un par de generales y un par de perros por esos trigos a levantar y correr perdices; que todos los monarcas suelen ser cazadores.
-Eso no me parece verosímil -dijo-; pero bien podría suceder que ese hombre, conociendo que no puede vencernos por la fuerza, intente dar al traste por la astucia con nuestro poderío, y se disfrace con el traje de un payo huevero de Alcobendas, para acercarse a nuestras formidables fortificaciones y estudiarlas cómodamente.
Con estos y otros coloquios rebasamos más allá de la venta, situada en lo que hoy se llama Cuatro Caminos, sin hallar alma viviente ni sentir rumor alguno; pero cuando estábamos cerca del camino que a mano derecha conduce a Chamartín, percibimos un ruido lejano que a todos nos dejó suspensos, pues no parecía sino que temblaba la tierra al galopar de millares de caballos.
-¡Es una avanzada de caballería! -gritó nuestro coronel-. Retirémonos.
-¿Qué es eso de retirarse? -gritó con enojo el Gran Capitán-. ¿Somos españoles o qué somos?
-No tenemos más que cuatro caballos -le dijo el jefe-. Si nos dan una carga, ¿qué va a ser de nosotros?
-¡Qué cargas ni cargas! ¡Buenos son ellos para meterse en cargamentos! Ea, muchachos, el que quiera seguirme que me siga; yo voy adelante.
Los muchachos, cuyo patriotismo invocaba -172- Fernández, eran seis o siete vejestorios como él, compañeros en la portería y servicio interior de las oficinas de Cuenta y Razón. Pero aquellos valientísimos militares, más duchos en el manejo de la escoba que en el de otra arma alguna, profesaban aquel principio tan sabio como famoso, de que una retirada a tiempo es una gran victoria, y todos a una manifestaron al Gran Capitán que no le seguirían en tan temeraria empresa, pues hazañas sin cuento podrían realizar tras las fortificaciones.
El escuadrón francés avanzaba, a juzgar por el acrecentamiento del ruido, pero no veíamos cosa alguna. Se dio orden de retirada, y para hacerla más a salvo, nos desviamos del camino, escurriéndonos por una hondonada que caía hacia la dehesa de Amaniel. D. Santiago renunció a regaña dientes a los peligros de una lucha con los dragones que a toda prisa avanzaban, y me decía:
-Pensar que de esta manera hemos de vencer, es una necedad. En la guerra ha de fiarse todo a lo imprevisto, a la sorpresa y a los golpes de mano. ¿Qué nos costaba esperar esos caballos, sorprenderlos, matar a los jinetes y entrar en Madrid caballeros los que salieron peones?
En esto vimos un bulto, un hombre, que saliendo precipitadamente de detrás de unos tejares, corrió hacia la carretera, al parecer huyendo de nosotros.
-¡Eh! ¡Un hombre! ¡Un espía!... ¡Quién vive! -gritamos, corriendo algunos en su persecución.
-173-
Detúvose el hombre ante nosotros con muestras de tener mucho miedo, y entonces advertimos que su traje era el de un paleto, con ancho sombrero y una manta por capa. Cuando nos llegábamos a él, pareció vacilante e indeciso; pero al fin oyéndonos hablar, abalanzose hacia nosotros, diciendo:
-¡Ah! Sois españoles. Gracias a Dios: ya me he salvado.
Acabando de decir esto, cayó de rodillas. Pero en el mismo instante llegose a él con aire resuelto el Gran Capitán, y poniéndole en el pecho la boca de un fusil, exclamó con voz exaltada y furiosa:
-Dese a prisión Vuestra Majestad Imperial y Real. Bien lo decía yo; pero a mí no me la da Vd.... digo, Vuestra Majestad; que soy perro viejo, y harto se ve que disfrazado con traje de paleto, se acerca Vuestra Majestad Imperial a nuestra gran plaza para estudiar las fortificaciones.
-Hombre de Dios -dijo el payo-, Vd. es loco, o me toma por el emperador Napoleón.
-¡Por quién le he de tomar, hermano! A mí no se me engaña con palabritas. Es Vuestra Majestad mi prisionero, y no le he de soltar aunque me dé siete condados. ¡Viva España y viva Fernando VII!
Todos los circunstantes nos reímos, lo cual desconcertó a D. Santiago, y al punto el prisionero dijo levantándose:
-Yo, señores, soy oficial del ejército de D. Benito San Juan, y he asistido al desastre más funesto de esta campaña. Perdí en la -174- acción de Somosierra a mi padre y a dos hermanos, y vengo huyendo de las guerrillas francesas que persiguen a los dispersos. Tuve que disfrazarme en Roblegordo para evitar que me cogieran, y a pie he llegado hasta aquí. Pero si quieren que les diga más, denme algo que me sustente, pues con dos días de no probar bocado, estoy cayéndome muerto por instantes.
Un compañero nuestro le dio a beber un trago de aguardiente, con lo cual tomó fuerzas y pudo seguirnos, reanimado también moralmente por verse en nuestra compañía. El Gran Capitán, corrido y confuso, marchaba silenciosamente a su lado, pero no las tenía todas consigo, y todo se volvía mirarle y remirarle, sospechando que si no el mismo Emperador, podía ser algún generalazo o cualquier archipámpano de la corte imperial.
-Con ser tantas mis personales desdichas -dijo el desconocido-, pues en el campo de batalla quedaron mis dos hermanos y mi buen padre (que somos de un antiguo solar de tierra de Sepúlveda), todavía abruma mi ánimo más que nada la catástrofe nacional de que he sido testigo. Nosotros acudimos a tomar las armas en defensa de la patria. Felices mil veces los que murieron por tan santo objeto, y mal hayan los que quedamos para contar tan gran desventura. ¿Se sabe ya en Madrid la derrota de San Juan? ¿Cómo se cuenta? ¿Qué se dice? Se nos tachará de medrosos o cobardes. ¡Oh, señores! Yo no creo que sea posible llevar más adelante el heroísmo. Nuestros soldados se han conducido con bravura portentosa, y si no vencieron, -175- fue porque la superioridad de los enemigos y su mucho número lo han hecho imposible.
-Eso será lo que tase un sastre -dijo el Gran Capitán-. ¿Por dónde anda ahora San Juan? Porque yo entiendo que fingió retirarse para atacar después en mejor posición.
-¡Qué ha de fingir, hombre, qué ha de fingir! -repuso el oficial-. San Juan, si es que vive, andará fugitivo como yo, y sin un solo soldado.
-Eso no puede ser, caballero. ¿Cómo se entiende? Si eso fuera cierto, señor mío, significaría ni más ni menos una especie de derrota.
-Pues ya lo creo. Pero les contaré punto por punto. San Juan tomó buenas posiciones en el paso de Somosierra y puso una vanguardia en Sepúlveda. Atacaron esta los franceses anteayer de madrugada; mas no pudieron romper su línea y tuvieron que retirarse.
-¿Los franceses? bien -dijo el Gran Capitán-. Pues si se retiraron, ¿cómo se entiende nuestra derrota?
-Paciencia, señor mío, paciencia. Sepa usted que sin aparente motivo, aunque es fácil comprender que ha habido algo de traición, la vanguardia de Sepúlveda, a pesar de quedar victoriosa, se retiró a Segovia. Avanzaron los franceses, y nos atacaron en nuestras posiciones de Somosierra. Nosotros no teníamos fuerzas bastantes para defender el paso, y mucho menos después de la defección, o no sé cómo llamarlo, de la vanguardia. Sin embargo, nos resistimos toda la mañana de ayer, aglomerando -176- nuestra gente en el camino, y sin disponer de fuerzas ligeras que flanquearan las alturas. Los franceses que traen muchos soldados y cuerpos de todas clases, dispusieron guerrillas de cazadores que en un instante tomaron las alturas, y con un cuerpo de caballería polaca nos cargaron en la carretera de un modo espantoso. No puede formarse idea de aquel ataque sino viéndolo. Escuadrones enteros se estrellaban contra nuestra batería y centenares de jinetes caían despeñados a los abismos que costean el camino; pero sus recursos son inmensos; tras un escuadrón inútilmente sacrificado, lanzaban otro y otro, sin que se les importara ver morir oficiales a centenares y generales por docenas. Con este ataque incesante combinaban el fuego de las tropas ligeras, desparramadas por los altos, y al fin sucumbimos al número, que no al valor. Los franceses se abrieron paso a costa de inmensas pérdidas, y luego persiguieron a los restos de nuestras tropas con tanto encarnizamiento, que dudo que hayan podido sobrevivir muchos. La mayor parte, pereciendo en aquellas fragosidades, han cumplido con su deber, que era defenderlas mientras tuvieran cuerpo vivo en que recibir una bala. No fue posible más, porque más habría sido hacer milagros, y estos sólo Dios los hace.
Calló el oficial, y todos los que le oíamos estábamos tan apesadumbrados y tristes con su relato, que nada le contestamos. Tampoco él habló más, y así silenciosos y taciturnos llegamos a Madrid y a nuestra puerta de Los Pozos, donde el desgraciado tránsfuga halló una -177- hoguera en que calentarse, y un bocado con que reanimar sus fuerzas. Todos le prodigaban solícitos cuidados, menos D. Santiago Fernández, el cual no podía desechar cierta comezón y desasosiego.
-Gabriel -me dijo, llevándome aparte-. No insisto por no parecer pesado; pero digan lo que quieran los demás, ese hombre que hemos encontrado no me gusta, y quiera Dios no tengamos que sentir; porque yo sé, y tú sabraslo también, que en las guerras es muy común eso de disfrazarse para visitar el campo enemigo y examinar a mansalva las fortificaciones, así como también es cosa corriente sobornar a algún infeliz para que fingiéndose amigo penetre en la plaza y haga circular noticias falsas que desalienten a los sitiados.
- XVII -
Amaneció el 2 de Diciembre, y a favor de las primeras luces del día se distinguieron fuertes columnas de caballería francesa en los cerros del Norte. Ya estaban allí, y no eran pocos ciertamente. Aquella mañana fue muy alegre para nosotros, porque sin motivo alguno que lo justificara, nos sentíamos tan animados, que no nos cambiáramos por los sitiadores. El peligro había acallado por el momento todas las discordias, y nuestro patriotismo nos achicaba -178- las circunstancias desfavorables, aumentando considerablemente las ventajosas. Todo se volvía a gritar, dando vivas y mueras, pues nada cuesta triunfar de este modo con las fáciles armas de la lengua.
Nos desayunamos muy contentos con lo que las mujeres del barrio, altas y bajas, bonitas y feas nos traían en repletas cestas. También fue con la suya doña Gregoria, mas del contenido de ella no probó bocado D. Santiago, porque, según decía, en los momentos supremos no debe embrutecerse el cuerpo con viciosos regalos.
Lejos de asentir a la más mínima concupiscencia del paladar, increpó D. Santiago a los glotones, y luego, pasando revista a sus compañeros, que todos desiguales en estatura, armamento y vestido, no tenían más uniformidad que la de su vejez, ni otro aspecto respetable que el de sus canas, les arengó así:
-Muchachos, acordaos de que todos sois unos buenos chicos, y de que todos os habéis cubierto de gloria en los reales ejércitos. Ha llegado la ocasión suprema, y desde el momento en que se presenta a las puertas de Madrid ese monstruo infame, ya no pertenecéis a vuestros hogares, ya no pertenecéis a la oficina de Cuenta y Razón, ya no pertenecéis sino a la patria. Compañeros: todos sois hombres experimentados; no como estos mocosos rapazuelos que no saben coger un fusil. ¡Ya se ve! ¡Cuándo las han visto ellos más gordas! Y basta de sermones, que ahora obras y no palabras, y más vale una buena puntería que cien discursos; -179- conque, compañeros, ¡viva Fernando VII! y sepan que los estima su amigo y seguro servidor Santiago Fernández.
Esta alocución del veterano hizo reír a muchos de sus amigos, y casi, casi... si no fuera por temor a denigrar la memoria de varón tan insigne, diría que la recibieron con chistes, jácaras y todas las zandunguerías que son propias de los españoles aun en apretadas ocasiones de la vida; pero Fernández, sin hacer caso de bromas, seguía tomando enérgicas disposiciones. Quiso también meter su cucharada en la artillería, echándoselas de gran balístico; pero le mandaron que fuera a rezar el rosario, cuyo insulto le exasperó de tal manera, que, a no reparar en consideraciones patrióticas de gran peso, habríale abierto en dos tajadas la cabeza al descomedido y grosero que tal dijo.
En confianza revelaré a mis lectores que el deslenguado y procaz que de tal modo prohibió a nuestro Gran Capitán que se acercase a los cañones, fue el insigne Pujitos, flor y espejo de los entremetidos, personaje de todas las ocasiones y de todos los sitios, a quien la suerte nos deparó también por compañero en aquella gran jornada.
A eso de las doce nos visitó el capitán general con D. Tomás de Morla, y aunque los victoreamos hasta quedar roncos, no me pareció que estaban ellos muy satisfechos. Aún permanecían allí cuando distinguimos un gran tropel de franceses por la Mala de Francia abajo y flanqueando el camino. Era la avanzada -180- del Cuerpo de Bessieres que venía a intimarnos la rendición. Cuando el parlamentario llegó a los Pozos, poco faltó para que los más belicosos y trapisondistas le despidieran a puntapiés; pero al fin fue recibido decorosamente, y se le contestó que no nos daba gana de rendirnos.
-Como no sea por medio de artimañas, embaucamientos o pérfidas tretas, semejantes a aquella del caballo de Troya, no nos rendiremos -me dijo Fernández-. Mira qué cabizbajo se va el oficial a dar la infausta nueva a su Emperador. Me parece que veo a este pateando y arrancándose los pelos de rabia al saber nuestra respuesta.
Durante aquella tarde no volvieron parlamentarios, ni se presentó fuerza alguna francesa; pero a lo lejos distinguíamos el movimiento de las columnas, tomando posiciones y estableciendo trincheras para la artillería, lo cual indicaba que los franceses diferían la función para el día 3. Durante la noche el mariscal Ney hizo otra intimación, pero fue hacia la parte de Recoletos o puerta de Alcalá.
-¿Ves cómo no se atreven a volver acá, ni quieren más cuentas con nosotros? -dijo el Gran Capitán, cuando lo supo-; pero allá les habrán contestado lindezas. Ya se ve, comprendiendo que por las armas no pueden nada, ponen en juego melosidades, agasajos y socaliñas. Pero durmamos, Gabriel, con toda tranquilidad, pues me parece que mañana 3 tampoco habrá nada, y sabe Dios si al ver el aparato de estas intomables fortalezas, habrán decidido retirarse del lado allá de la sierra.
-181-
No necesito decir que de todo en todo se engañaba mi optimista amigo, pues cuando dormíamos a pierna suelta en la huerta de Bringas al calor de una hermosísima hoguera, nos despertaron unos tremendos cañonazos que retumbaban en todo Madrid con pavoroso ruido.
-¡A las armas! -dijo Fernández-. Levántense todos, y si cae una granada, arrojarse de barriga. Yo soy opinión de que hagamos una salida para ver de ponerle las peras a cuarto a esos de los cañoncitos. Mirad, chicos, hacia Chamberí hay una batería.
Al punto nuestros artilleros, que eran mitad de línea y mitad paisanos, se dispusieron a la defensa, y como dos de las piezas hicieran fuego, no quisimos ser menos los infantes, y allá fue una descarga sin saber contra quién.
Densa niebla envolvía la tierra, y no se percibían los lejos, lo cual hizo que figurándonos nosotros tener enfrente un formidable ejército, disparásemos cañones y fusiles en ruidosísima salva sin resultado alguno, pues los franceses no soñaban con atacar los Pozos, y las detonaciones oídas eran las de la artillería que empezaba a embestir la puerta de Recoletos.
-Cese el fuego -dijo nuestro jefe-. No nos atacan ni hay enemigos en la Mala de Francia.
-¿Pues cómo ha de haber? -dijo el Gran Capitán dando fuerte patada en el suelo-, ¿cómo ha de haber si han huido todos?
-No hay tal trinchera ni cosa que lo valga en Chamberí. Los franceses están hacia la Fuente Castellana.
-182-
-A mí no me vengan con músicas -exclamó el Gran Capitán preparando su arma-. Favorecidos de la niebla, esos miserables quieren engañarnos. Haré fuego mientras me quede un cartucho.
Seguía disparando como si quisiera acribillar la espesa cortina de niebla, por cuyo insensato acaloramiento pronto se quedó sin municiones. Y como continuaran oyéndose tiros de cañón hacia nuestra derecha, Fernández exclamaba, volviéndose a sus amigos:
-Van en retirada, valientes compañeros. Gracias a vuestro arrojo temerario, todo se acabará felizmente.
Por largo tiempo estuvimos quietos y mudos esperando con la mayor ansiedad a que de una vez se nos atacara; pero pasaban horas, y como no fuera D. Santiago, nadie veía enemigos enfrente, ni lejos ni cerca. Entre ocho y nueve el fuego de cañón y de fusilería arreció tanto por Recoletos que no dudamos era este sitio teatro de una vigorosa lucha; y al mismo tiempo como comenzase a disiparse la niebla, vimos que cesaba poco a poco aquel desdeñoso abandono en que el Emperador nos tenía, porque corrían de Oriente a Poniente algunas columnas con apariencia de tener en respeto a las cuatro puertas septentrionales.
-Gracias a Dios -dijo Fernández-, que se atreven a atacarnos. Por detrás del parador del Norte me parece que avanza un cuerpo de artillería de batalla.
No tardaron en romper el fuego contra las trincheras de los Pozos, y nuestros seis cañones, -183- que ya rabiaban por tomar formalmente la palabra, contestaron con precisión; mas para que todo fuera desastroso, mientras la bala rasa de sus piezas nos deterioraba los espaldones, nuestros proyectiles, lanzados por la carretera adelante o hacia la derecha, apenas llegaban hasta ellos: tan inferior era la artillería española en aquel trance. Entonces comenzó una lucha, que antes que lucha debería llamarse simulacro, harto deslucida para nosotros, pues más nos hubiera valido ser destrozados por el enemigo que soportar tan cruel situación; y fue que los franceses nos cañoneaban desde muy lejos con sus piezas de superior calibre, y mientras recibíamos cada poco rato la visita de una bala rasa o de una granada, a nosotros no nos era posible hacerles daño alguno.
-Pero esos cobardes, canallas, ¿por qué no se acercan? -decía Fernández bufando de cólera-. Eso no es de caballeros, no señor; cañonearnos sin piedad destruyendo los parapetos con tanto trabajo levantados, y ponerse en donde no alcanzan las balas de aquí; eso no es de gente hidalga, y bien dicen que Napoleón ha hecho siempre la guerra de mala fe.
-¡Malditos sean! -dijo el oficial que nos mandaba-. Esta era ocasión para hacer una salida, si tuviéramos un puñado de gente de la buena que yo conozco.
-¿Pues y nosotros, pues y mis amigos, todos estos bravos muchachos de la compañía de honrados? -dijo el Gran Capitán dando un fuerte golpe en el suelo con la culata-. ¿Pues qué desean ellos, si no es salir para que esa canalla -184- se marche de ahí o se ponga al alcance de nuestros fuegos?
-Lo que es eso, buenos tontos serán si lo hacen pudiendo foguearnos a pecho descubierto.
-Saldremos, sí, saldremos -insistió mi amigo-. Muchachos, os conozco en la cara el ardor sublime y el generoso patriotismo que os inflama. Rabiando estáis por cebaros en esa gentuza. ¿Salimos, señor coronel?
El coronel se rió con lástima y pena al ver la bravura del anciano. Uno de los honrados, a quienes Fernández llamaba muchachos, aseguró que no podía dar un paso porque el reúma se lo impedía; otro dijo que el ruido de los cañonazos le habían vuelto completamente sordo, y un tercero se tendió en el suelo de largo a largo, lamentándose de haber cogido una pulmonía por razón del mucho frío y desabrigo en que toda la noche estuvieran. Entre los demás honrados, había alguna gente fuerte y valerosa; pero casi todos los del grupito que rodeaba a D. Santiago, se componía de unos Matusalenes tan mandados recoger, que daba compasión verles. Cuando algunas mujeres de Maravillas y del Barquillo vinieron tumultuosamente a los Pozos y pidieron con gritos y chillidos que les dieran las armas de los ancianos, yo creo que se hizo mal en no acceder a su petición, y aunque todos ellos rechazaron indignados tan deshonrosa propuesta, sospecho que alguno pedía interiormente a la Virgen Santísima que lograran su objeto aquellas valientes semidiosas de San Antón y de la Chispería.
La defensa de aquella posición continuó -185- por espacio de más de una hora, sin más accidentes que los que he referido. Hacíamos fuego de cañón ineficazmente, y lo sufríamos de los franceses sin poder causarles daño. Indudablemente su intención era entretenernos, mientras se verificaba el ataque formal por Recoletos; y seguros de su triunfo, no querían sacrificar hombres inútilmente, lanzándolos contra posiciones que al fin se habían de rendir. Cerca de las diez, el que nos mandaba recibió aviso de enviar a Recoletos la gente de infantería que no necesitase, y así lo hizo, tocándome a mí marchar entre los cien hombres destinados a aquella operación.
Por el camino, mientras atravesamos las calles de San Opropio y de las Flores hasta llegar a la plazuela de las Salesas, encontramos mucha gente que corría alarmadísima, dando a entender con sus gritos y agitación que la cosa iba mal. Extendiéndonos luego por la calle de los Reyes Alta 9, bajamos por la del Almirante a la ronda de Recoletos, donde reinaba gran confusión. Fuerte cañoneo se oía por detrás de la Veterinaria, edificio que Vds. habrán conocido en el solar de la comenzada Biblioteca, y también por detrás de los Hornos de Villanueva y del Pósito, hacia la puerta de Alcalá. El convento de Recoletos estaba ocupado por tropa española; pero en el momento en que nosotros llegamos casi toda la fuerza salía por ser más necesaria fuera que dentro. En el principio del ataque, la batería puesta detrás de la -186- Veterinaria rechazó con tanta energía el empuje de los franceses, mandados en persona por el mismo Emperador, que este tuvo que retroceder a toda prisa.
Suprimid con la imaginación el barrio de Salamanca y todos los jardines y palacios del costado oriental de la Castellana: figuraos aquella casi desnuda planicie poblada por numerosas tropas francesas de todas armas, con dos frentes que operaban uno contra el Retiro y la Plaza de Toros, otra contra la Veterinaria y Recoletos, y tendréis completa idea de la situación. En el centro de aquellas tropas y en lo que hoy es parte de la calle de Serrano, poco más o menos entre el jardín llamado del Pajarito y las casas de Maroto, estaba Napoleón sereno y tranquilo, montado en aquel caballejo blanco que había pateado el suelo de las principales naciones del continente; allí estaba disponiendo los movimientos de sus soldados, y sin quitarse del ojo derecho el catalejo con que alternativamente miraba ya a este punto ya al otro. Como es fácil comprender, yo no le vi en aquella ocasión; pero me lo figuraba y me lo figuro por lo que me contara quien lo vio muy de cerca; y por cierto que aquel testigo ocular observó detenidamente algunos pormenores muy curiosos de su persona, que no nombra la historia, cuales eran ciertos monosílabos o gruñiditos que emitía mientras miraba por el anteojo, un movimiento maquinal de apretarse el vientre con la mano izquierda, repentinos fruncimientos de cejas y algunas veces una sonrisa dirigida a su mayor general Berthier. Con su -187- anteojo, su tosecilla, sus mugidos, sus golpes en la barriga, sus polvos de tabaco y sus delgadas y finas sonrisas, el ogro de Córcega nos estaba partiendo de medio a medio.
Y digo esto porque la batería de la Veterinaria, después de una defensa heroica, caía en poder de los franceses, precisamente en el momento en que llegamos, refuerzo tardío, los de la puerta de los Pozos. Ya no había nada que hacer allí. ¿Podía prolongarse aún la resistencia en el Retiro? Así lo creímos en el primer momento; pero no tardamos en perder esta ilusión, porque atacado aquel sitio por treinta cañones, no tardó en entregar sus débiles tapias, que lo eran de jardín y no de fortaleza. Así es que mientras un regimiento de voluntarios y otro de ejército recibían a tiros con admirable arrojo en Recoletos a la primer columna francesa que se destacó a apoderarse de la puerta, los defensores del Retiro, faltos de recursos, de armas y de jefes, retrocedían al Prado, fiando la defensa a las barricadas de la calle de Alcalá. El momento aquél lo fue de gran pánico y de consternación; pero la verdad es que entre mucha gente apocada, la hubo también resuelta y decidida.
Perdido al fin Recoletos, corrimos todos por la calle del Barquillo hacia la de Alcalá, y cuando llegamos, ya los franceses eran dueños del Pósito, del palacio de San Juan, y procuraban apoderarse de San Fermín y de la casa de Alcañices. Fue muy mala idea la de construir la gran barricada más arriba del Carmen Calzado, dejando al descubierto la calle del -188- Turco y todos los edificios del extremo de aquella gran vía; así es que los imperiales, apoderáronse fácilmente de estos y abriéndose paso después por el interior a la citada calle del Turco, dominaron de tal modo la posición, que al cabo de un cuarto de hora de estéril tiroteo, vimos que era preciso buscar la nuestra un poco más arriba, entre Vallecas y el callejón de Sevilla.
Se hacía fuego tenazmente desde los balcones de ambos lados de la calle, y no había casa alguna que no fuese improvisada fortaleza, pues la tenacidad de nuestros paisanos era tanta, que no les acobardaba ver la creciente ventaja del enemigo, su inmensa fuerza y arrogancia. La población, antes indecisa, cobraba ánimos al verse invadida, y un furor parecido al del 2 de Mayo inflamaba el pecho de sus habitantes. Escenas parciales de encarnizada y cruel lucha se repetían a cada rato en las casas invadidas; batíanse con ferocidad a arma blanca los que no la tenían de fuego, y el Emperador pudo ver muy de cerca aquella enajenación popular, y aquel divino estro de la guerra, que varias veces mostró no comprender en paisanos y menos en mujeres.
En medio de esta refriega se hizo la tercera intimación, y cuando creímos que nuestros jefes contestarían a ella mandando redoblar el fuego, observamos que este cesaba en la gran barricada, y que a todo escape corría a caballo el marqués de Castelar hacia la casa de Correos, donde estaba la Junta permanente.
-¿Qué hay, Sr. D. Diego? -pregunté a este -189- viéndole venir hacia mí, con su escarapela de honrado-. No sabía que también estaba usted entre nosotros.
-He estado en el Retiro desde el amanecer -me contestó-. Pero ¿qué se había de hacer, con tan mala y tan poca artillería?
-¿Pero por qué ha cesado el fuego?
-El marqués de Castelar ha pedido una tregua para consultar a la Junta. Creo que habrá capitulación. ¿Has visto a Santorcaz?
-¿Yo?... Ni ganas.
-Pues te andaba buscando ayer tarde con mucho empeño.
-¿También se ha batido D. Luis?
-Vaya: en el Retiro estaba hace poco gritando como un furioso y jurando matar a los que nos han hecho traición. Pero luego nos ha aconsejado que nos retiremos a nuestras casas, porque es imposible pelear contra los franceses.
Subía la calle arriba mucha gente del bronce, gran número de honrados, voluntarios y algunas mujeres, y según las imprecaciones que oí en boca de todos, se comprendía que los defensores de Madrid no habían recibido bien la suspensión de armas.
-¡Como que les han untao! -decía un majo de trabuco y charpa.
-¡Que nos han vendío! -exclamaba una mujer, en quien me pareció reconocer a la viuda de Chinitas.
-Si cojo a Castelar por delante me lo como.
-Ya me percataba yo que el Tomasillo Morla estaba vendido al Tuerto. ¿Cuánto va a que él puso los cartuchos de arena?
-190-
-¡Más vale morir que rendirse! Canallas, cobardes: si tenéis miedo, quitaos de en medio, y dejadnos a nosotros.
-Compañeros, antes que la corte de las Españas y la mapa del mundo, que es Madrid, caiga en poder de los gabachones, tuertos, botelludos, dejémonos matar tras esas piedras.
-¡Que hayamos vivido para ver esto!
-Ni la Junta, ni el Consejo, ni los generales, ni el corregidor, ni ninguno de esos Caifases tienen tanto así de vergüenza.
De este modo, en diversos estilos, expresaba el pueblo de Madrid su rabia, no tanto por verse casi vencido, como por echar de menos el amparo de las autoridades, y encontrarse solo entre un enemigo formidable y un poder débil, incapaz de imitar las desesperadas sublimidades de Zaragoza y Valencia. Así es que desde la suspensión de la lucha cundió el desaliento tan rápidamente, y la idea de una capitulación indispensable se apoderó tan pronto de todos los ánimos, que las armas se caían de las manos. Cercados por poderoso enemigo, ¿qué podía hacerse sin entusiasmo, y qué entusiasmo cabía allí donde los jefes no contaban para nada con lo extraordinario, con lo divino, con aquella táctica ideal y no aprendida, que o detiene las catástrofes o las hace gloriosas, no dejando al vencedor sino lo material de la victoria, la posición topográfica, aquello que podrá ser lo principal en los hechos de un día, pero que es lo secundario y lo último en la historia?
El pueblo español, que con presteza se inflama, con igual presteza se apaga, y si en una hora -191- es fuego asolador que sube al cielo, en otra es ceniza que el viento arrastra y desparrama por la tierra. Ya desde antes del sitio se preveía un mal resultado por la falta de precaución, la escasez de recursos y la excesiva confianza en las propias fuerzas, hija de recuerdos gloriosos a todas horas evocados, y que suelen ser altamente perjudiciales, porque todo lo que aumenta la petulancia, lo hace quitándoselo al verdadero valor. Lo que habían preparado las discordias, la impremeditación y la soberbia, rematolo la excesiva prudencia de autoridades timoratas, que, además de no ver dos palmos más allá de sí mismas, no comprendieron que la capital no debía rendirse con menos aparato que la última aldea de Castilla. La presencia de Napoleón traía a aquellos pobres señores muy azorados, y tanto se preocuparon de sus togas, de sus posiciones, de sus fajas y de sus sueldos, que con todas estas telarañas ante los ojos era imposible que pudieran ver otra cosa.
- XVIII -
Diose orden de que los cuerpos ocuparan sus primitivas posiciones, y partí otra vez a los Pozos, contemplando por el camino el espectáculo de Madrid abatido y desilusionado. En algunas partes, escenas de escandalosa protesta contra las autoridades y amenazas y gritos: en -192- otras, vergonzoso silencio y raras manifestaciones de la general angustia.
Cuando llegué a la puerta de los Pozos, los soldados y voluntarios estaban en actitud un tanto sediciosa. El Gran Capitán, que continuaba en el jardín de Bringas, no quería creer la noticia de la próxima y ya inevitable capitulación.
-Gabriel -me dijo-, eso que cuentan no puede ser cierto, y sin duda es alguna estratagema de D. Tomás de Morla. ¡Cómo se miente! ¡Creerás que unas desvergonzadas mujeres llegaron aquí diciendo que el Prado y media calle de Alcalá estaban en poder de la Francia! Me dio tal enfado que si no estuviera mi mujer entre las que tal insolencia decían, las habría atravesado de parte a parte.
No quise darle un disgusto, y callé.
-Aquí hemos tenido un combate terrible -continuó-. Se atrevieron a acercarse, y esa compañía de voluntarios salió y les hizo tan terrible fuego que no han vuelto a asomar las narices. En tan grande acción, no tuvimos más que cinco muertos y once heridos.
Vi en efecto, que Pujitos se ocupaba en acomodar estos últimos en las casas inmediatas con auxilio del generoso vecindario, y que en torno a los cinco primeros una multitud de mujeres entonaban estrepitoso miserere de imprecaciones y lamentos. En las cuatro puertas septentrionales no había ocurrido otra lucha importante que aquella que Fernández me refería.
El cual prosiguió así:
-Pensar que aquí nos rendiremos, es pensar en lo imposible. Ríndase todo Madrid; mas no se rendirán Los Pozos. ¿No es verdad, muchachos?
Los muchachos, sentados en el suelo del citado jardín, y a la redonda, despachaban unas sopas, acompañados de mujeres y chiquillos; y con tanta gana comían, y tal era su pachorra y tranquilidad, que no me parecieron dispuestos a secundar los gigantescos planes del portero de la oficina de Cuenta y Razón. Antes bien, el uno con su reumatismo, el otro con sus toses, y aquel con sus escalofríos, tenían cara de satisfechos por el fin de una aventura que empezó con visos de ser broma pesada.
-Pues si está de Dios que nos rindamos, nos rendiremos -dijo un bravo, que lo menos tenía a cuestas sesenta años y pico.
-Hemos hecho todo lo que exigía el honor. No es posible más -dijo otro-. Cuando los jefes han acordado la rendición, ya sabrán que es imposible resistir.
-Yo -añadió un tercero- he cumplido con mi deber. Lo menos he disparado tres tiros.
-Y yo, aunque no he disparado ninguno, le cargaba la escopeta a aquel soldadillo del bigote rubio.
......................................
No sé si he dicho que por los Pozos había pasado poco antes a caballo D. Tomás de Morla camino de Chamartín, donde el corso tenía su cuartel general. Largo rato duró la conferencia con el Emperador, porque el regreso de Morla fue muy tarde, y por cierto que al volver, su rostro demudado y tenebroso demostraba que en la entrevista había habido sapos y culebras. Aquel gigante con corazón de niño fue tratado por Napoleón como un muchacho de escuela. Después se supo que el vencedor le puso cual no digan dueñas, sacándole a relucir el haber permitido que no se cumpliera la capitulación de Bailén, y amenazándole con fusilarle a él y a sus tropas, si la población no se rendía antes de las seis de la mañana del día siguiente.
La tarde pasó sin ningún acontecimiento militar digno de contarse. Los franceses ocupaban sus posiciones sin hacer fuego, y nosotros, seguros de que todo se daría por concluido, estábamos también quietos y en expectativa. La agitación en el interior de la villa persistía; y según oí, numeroso gentío, nada tranquilo por cierto, llenaba la Puerta del Sol, con la atención fija en la casa de Correos, residencia de la Junta.
Rendido de cansancio, el gran Pujitos tendiose en el suelo junto a mí, y me dijo:
-Ya esperaba yo esto que ha pasado. ¿No te dije que los traidores iban a vendernos a los franceses?
-Más que a la traición -respondí con mucha tristeza-, debemos atribuir este mal resultado a la falta de recursos para la defensa.
-¿Qué? -exclamó el héroe con mucho enojo-. ¡Qué falta de recursos ni qué niño muerto! Con los voluntarios basta y sobra. Pero, hijo, contra traidores nada podemos, y así los vea yo podridos, y mala sarna se los coma. Hace poco estuvo aquí el malcarado y peor chapado Santorcaz, y no lo despabilé por aquello de que uno no quiere meter bulla en estas ocasiones, pero...
Y dio un resoplido que anunciaba exterminadores proyectos contra los enemigos de la patria.
Al avanzar la noche, la tropa de línea que estaba en los Pozos, recibió orden perentoria de internarse y fue que cuando la Junta acordó formalmente la capitulación; no queriendo el marqués de Castelar presenciar este hecho, ni tampoco que se rindiera la tropa, discurrió el escapar con ella por la puerta de Segovia, lo que verificó con toda felicidad a media noche. Solo los paisanos, ¿qué esperanza quedaba? Para que la rendición de Madrid fuera honrosa, la diplomacia, no las armas, debía hacer un esfuerzo.
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- XX -
Serían las seis cuando entrábamos en la calle de Fuencarral, y como era esta la hora señalada para la rendición, subían y bajaban por la citada vía numerosos grupos de hombres, armados unos, sin armas otros, pero todos puestos en mucha agitación. Había quien en alta voz declamaba contra lo capitulado, poniendo a Morla, a la Junta y a Castelar como ropa de pascua; otros se desahogaban insultando a Napoleón; muchos rompían las armas arrojándolas al arroyo; no faltaba quien disparase al aire los fusiles, aumentando así la general inquietud; y por último, hacia el Arco de Santa María, vimos algunos frailes dominicos y de la Merced que arengando a la muchedumbre procuraban calmarla.
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- XXI -
Cuando me levanté, y hube despachado el desayuno que con sus propias caritativas manos me llevó el padre Salmón, salí al claustro alto, donde mi amigo me dijo:
-Hay grandes novedades. Ayer a eso de las diez, se entregó la plaza a los franceses, una vez firmada la capitulación por el Emperador en su cuartel general de Chamartín.
-¿Y ha habido algo en los Pozos? -pregunté acordándome pesaroso del Gran Capitán.
-Creo que es el único punto donde hubo alguna resistencia, pues de todos los demás se apoderó sin dificultad el general Belliard, gobernador de la plaza.
Salió al encuentro de Salmón un fraile pequeño y viejo, que se apoyaba en un palo; hombre al parecer enfermo y de mal genio, que dijo:
-¿Sabe su merced, Sr. Salomón jaulista, las bases de la entrega?
-Hermano Palomeque, no las sé; pero creo que ha llegado fray Agustín del Niño Jesús, el cual dicen tiene una copia que le suministró un individuo de la Junta.
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-¿Qué vuelta por el claustro, padre Palomeque? -dijo un frailito joven, barbilindo, ancho de cuello, pulcro de rostro, arrebolado de nariz, nimio de cerquillo y con cierto aire galán, el cual de improviso se unió a nuestro grupo.
-Lo que hay -contestó Palomeque con rabia, dando un fuerte bastonazo en el suelo-, es que anoche me han robado una gallina, de las seis que tenía en el corral, y ¡ay del pícaro zorrón si le descubro, que por nuestro santo hábito, si fuera cierta la sospecha que tengo de un fraile madamo y almibaradillo, yo le juro que me la ha de pagar!
-¡Oh curas hominum! ¡Oh quantum est in rebus inane! ¡Oh cupidinitas gallinacea! ¿Y todo ese enfado es por una polla seca y encanijada, con cuyo caldo se podía administrar el bautismo?
-Basta de bromas; y si era encanijada, no la tenía yo para ningún zángano -exclamó Palomeque-. Pero a otra, y díganme de una vez en qué términos se ha hecho esa maldita capitulación. Por ahí asoma fray Agustín del Niño Jesús.
Llegó en efecto con paso grave el tal Niño Jesús, que era un fraile altísimo de estatura, moreno, de pelo en pecho, de aspecto temeroso, ojos fieros y una voz, por raro contraste, tan infantil y atiplada, que parecía salir de otra garganta -220- que la suya. Seguíanle otros dos frailes.
-Vamos a ver, señor músico, ¿qué dice esa minuta? -le preguntó el fraile barbilindo.
-Ahora lo veredes dijo Agrages -fue la contestación del padre Agustín-. Creo que Napoleón ha aceptado todos los artículos, excepto dos o tres de los menos importantes.
-El primero -dijo Salmón-, habla de la conservación de la religión católica, sin que se consienta otra.
-Justo -respondió el Niño Jesús sacando un papel-; y el segundo de la libertad y seguridad de las vidas y propiedades de los vecinos de Madrid. Igualmente establece el respeto a las vidas, derechos y propiedades de los eclesiásticos seculares y regulares de ambos sexos, conservándose el respeto debido a los templos, todo con arreglo a nuestras leyes.
-Como no lo han de cumplir -indicó Palomeque-, excusado es que lo digan. Siga adelante.
-¿Para qué ha de leer más? Lo que sigue poco interés tendrá y apuesto a que habla de que si las tropas saldrán de Madrid con los honores de la guerra o no.
-Justo -dijo fray Agustín-, y también hay otro artículo en que se establece que no se perseguirá a persona alguna por opinión ni escritos políticos.
-Eso está muy mal pensado y peor resuelto -dijo otro de los presentes que era el padre Rubio, fabricador y artífice de acertijos-, porque si no quitan de en medio a los franc-masones y diaristas...
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-Como se han de levantar contra Napoleón hasta las piedras, y al fin ha de marcharse con su hermano, excusado es andarse con mieles.
A esta sazón llegó el padre Castillo, que venía de decir su misa, aquel discreto y agudo fraile que en casa de la señora condesa había hecho el expurgo de libros.
-Padre Castillo, ¿conque tenemos visita de consejeros de Castilla, para que nos humillemos ante Napoleón?
-No sé nada de esto.
-Yo estoy determinado a salir de Madrid e irme por esas provincias a predicar la guerra, juntando gente armada -dijo Rubio.
-Y yo, como me suelte por tierra del Barco de Ávila y eche allá cuatro sermones, levanto hasta las piedras -afirmó el Niño Jesús.
-Yo no me moveré de aquí -dijo Castillo-. En esta casa me mandan los estatutos que resida, y aquí residiré mientras no me echen. Fundose nuestra orden para redimir cautivos, no para predicar guerra ni armar soldados.
-Muy bien dicho; mas tampoco se fundó -224- para que la patearan Emperadores y la escupieran Juntas.
-Dios hará de nuestra orden lo que fuese servido -repuso Castillo-. En tanto, nosotros nos estamos mejor en nuestra casa, que por montes y valles incitando a los hombres a matarse. Y no es que dejemos de ser patriotas. Más harán las oraciones de un fraile piadoso en pro de nuestros ejércitos, que los sermones furibundos y crueles de esos desgraciados que con los hábitos al cinto se han lanzado a la guerra. Y dígame el buen Niño Jesús, ¿le parece meritoria y digna de un cristiano y de un sacerdote la conducta de ese dominico que no quiero nombrar y que se ha señalado por sus sanguinarias excitaciones a la matanza de franceses? No, nada que sea contrario a las generales leyes de la caridad debe sacarnos de nuestra ordinaria vida.
-Con buenas retóricas se viene ahora el padre Castillo -dijo otro de los presentes-. No, si no hagámonos miel, para que nos papen imperiales moscas.
-Dígame -preguntó un tercero-, ¿ha oído decir el Sr. D. Librote y Cata-pergaminos, que Napoleón va a reducir el número de regulares a la tercera parte? Pues sí, eso está muy bonito. Apláudalo el padre Castillo. Y nosotros veámoslo y callemos, ¿no? ¡Pues me gusta! De modo que si un conquistador atrevido pone en peligro nuestro instituto, lo daremos por bien hecho.
-¿Conque reducirnos a una tercera parte? -dijo Salmón-. ¡Bonita invención! Esas son las -225- tan decantadas novedades de los filósofos y de todos esos masones a la francesa que hay ahora.
-No disputaré sobre si es conveniente o no reducir el número de conventos -dijo Castillo-. Cuestión es esta delicada y sobre la que se podría hablar mucho. Lo que sí afirmo es que la reducción del número de regulares, y las ideas de poner coto a tantas fundaciones son bastantes antiguas, y se han ocupado de ello mil eminentes repúblicos. Ya saben todos que en el siglo pasado se ha clamoreado bastante sobre esto. ¿Y qué más? A principios del décimo sétimo siglo, cuando aún no se soñaba en enciclopedias, ni en revoluciones, ni en logias, ni en filosofías, personajes respetables y entre ellos algunos españoles sapientísimos se expresaron en igual sentido. Como me dedico a buscar papeles viejos, ¡vean mis caros hermanos la casualidad! en estos días he encontrado dos que vienen como de molde a terciar en esta contienda.
Y al punto fue a su celda, que muy cerca estaba, y volviendo con dos libros viejos, los mostró a sus hermanos.
-Aquí están -dijo-. Uno es el Memorial que al Rey D. Phelipe III dio en su consejo de Estado fray Luis de Miranda, lector jubilado de la orden de San Francisco, acerca de la ruyna y destrucción que amenazaba a la república y monarquía de España, si con presteza no se acude al remedio. Las causas y razones que expone son: PRIMERA, la muchedumbre de hacienda que de secular se está convirtiendo en eclesiástica. SEGUNDA, las innumerables personas, -226- que por sus particulares fines, de seglares se hacen religiosos, sin aver de ello necesidad, antes con daño de las mismas religiones. Esto se escribía en los primeros años del siglo décimo sétimo, y si el mal era cierto, juzguen vuestras paternidades si habrá aumentado, no habiendo nadie acudido al remedio. El otro libro se titula Discurso del doctor D. Gutiérrez, marqués de Careaga, en que intenta persuadir que la monarquía de España se va acabando y destruyendo a causa del estado eclesiástico, fundación de Religiones, Capellanías, Aniversarios y Mayorazgos. Esto está impreso en 1620. De modo, hermanos míos -añadió con zunga el buen Castillo-, que hace doscientos años hubo quien ya dio en la flor de decir que éramos muchos. Ahora, pues, carísimos, cada uno meta la mano en su pecho, consulte a su conciencia y pregúntese a sí mismo si cree estar de más: intelligenti pauca. ¿Y esas gallinas, padre Palomeque, cuántos huevos han puesto en la semana? ¿Y cómo van esas jaulas, padre Salmón? ¿Qué me dice Vuestra Paternidad de aquellos enigmillas tan reservados que le enviaron ayer las Constantinoplas, padre Rubio? ¿Halos acertado ya? ¿Y qué tal van esos toques de flauta, fray Agustín del Niño Jesús?
Y así fue dirigiendo a todos graciosas pullas, si bien ellos no se irritaban por esto, gracias al respeto que le tenían. Con esto y con la retirada de Castillo se desbarató el corro y casi todos fueron a husmear a la puerta de la celda del prior por ver si descubrían cuál era la misteriosa comisión de los consejeros de Castilla. -227- Cuando Salmón y yo íbamos a espaciarnos un poco por la huerta, vimos un fraile anciano que leyendo devotamente su libro de oraciones se paseaba en el claustro bajo. Pregunté a mi amigo quién era aquel venerable sujeto, y me dijo:
-Este es el padre Chaves, el más piadoso y recogido de todos los frailes de este convento, si bien me parece que es algo mentecato. No hace más que rezar, leer libros santos y asistir a todos los enfermos de la casa. Hace catorce años que no ha salido una sola vez a la calle. No recibe regalos, sino aquellos que puede dar a los pobres. Apenas come, y cuanto le dan aquí lo guarda para repartirlo los sábados a una chusma que viene a la portería, porque según dice él, ya que no puede redimir cautivos, quiere redimir a los que padecen la peor esclavitud de todas, que es la miseria. Antes te dije que era un mentecato; pero la verdad, hijo, Chaves es un excelente hermano.
-Dios ha puesto de todo en el mundo -pensé yo-, y así como no hay nada perfecto, tampoco hay cosa alguna que sea rematadamente mala.

- XXII -
Al día siguiente Salmón me dio muy malas noticias.
-¿Sabes lo que pasa, Gabriel? -me dijo entrando -228- muy de mañana en la celda que se me había asignado-. Pues he sabido que el Gobierno francés, que ahora nos rige, ha nombrado alguacil, o como ahora dicen, oficial, jefe o no sé qué de policía, a ese mismo Santorcaz que quería prenderte. Esto tiene indignados a cuantos le conocían, y prueba a las claras que ya estaba vendido a los franceses desde antes del sitio. También es indudable que en los días del sitio fue nombrado alguacil por la Sala de Alcaldes, sin que nadie acierte a darse cuenta de cómo consiguió tal cosa. Le acompaña hoy como antes su escuadrón de gente de mal vivir, que como sabes, era la que días pasados acaloraba los ánimos contra los franceses en los barrios bajos, haciéndose pasar por ardientes patriotas. Pero di, ¿qué has hecho para que te quieran prender? Porque me han dicho que él y los suyos te buscan con verdadero frenesí, registrando todos los rincones de Madrid.
-En verdad que no sé en qué fundan su persecución -respondí-; pues por más que me devano los sesos, no puedo traer al pensamiento ninguna acción mía que a cien leguas se parezca a un delito. Pero esos hombres son muy malos, y no hay que buscar fuera de ellos la causa de sus maldades.
-Pues me han dicho que en todo el día de ayer, ese Santorcaz no ha hecho más que prender gente sospechosa, es decir, gente a quien supone hostil a los franceses.
-Es una venganza personal -dije-, o tal vez deseo de apoderarse de mí para una baja intriga.
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-¡Qué inmunda canalla! ¡Y de esta manera quieren el rey de Copas y su hermano hacerse amar de los españoles! Pues no es mal chubasco el que se nos viene encima. Dicen que Napoleón ha rasgado el acta de capitulación, expidiendo con fecha de ayer varios decretos contrarios a lo estipulado.
-Pues, padre mío -dije-, veo que me es preciso huir de Madrid a toda prisa.
-¡Huir de Madrid! ¿Crees que es fácil ahora? Estate unos días más en esta casa, que el prior no tendrá inconveniente en ello, y después veremos cómo te sacamos de la villa. ¡Oh! Me han asegurado que la salida es muy difícil hasta para las ratas. Parece que la gente de los pueblos inmediatos a Madrid está levantada en armas. Temen los franceses que esto sea cosa urdida con los de aquí para favorecer un movimiento insurreccional dentro de la corte, y han resuelto incomunicar a Madrid. La vigilancia que hay en las puertas es peor que de inquisidores; no dejan salir a alma viviente sin registrarle y darle mil vueltas; y como el viajero no lleve un papelucho que llaman carta de seguridad, expedida por esa bendita superintendencia de policía, a quien vea yo comida de lobos, lo someten a un consejo de guerra. Conque, hijo, estás en peligro; no puedes vivir en Madrid, y la salida es muy difícil. ¡Ah! En este momento se me ocurre una cosa, y es que podemos solicitar el amparo de la señora condesa, en cuya casa estuviste el otro día, la cual me han dicho que es amiga de los franceses.
-¡La señora condesa amiga de los franceses!
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-Quiero decir partidaria. Su primo, el duque de Arión, que ha pasado toda su vida en Francia, entró en España con Bonaparte, de quien es muy devoto, y actualmente está en el cuartel general de Chamartín. Anteayer estuve en casa de la condesa, y le esperaban de un día a otro. Como haya venido, no nos sería difícil que aquella bondadosa señora te consiguiese una carta de seguridad para evadirte. Entretanto, hijo, aquí estás más seguro, y por sí o por no, vamos tú y yo ahora mismo a ver al prior del convento, que es hombre de mucho mundo, y de tanta trastienda, que sería capaz de pegársela al lucero del alba. Él nos dirá si lo que me ha ocurrido es razonable, o si hay otro medio más expedito para ponerte en salvo.
Y sin más dimes ni diretes, llevome a la celda del padre prior, que en aquel momento había vuelto de decir su misa y despabilaba dos onzas de chocolate. Era el padre Ximénez de Azofra un hombre pequeño, de edad madura, ojos muy vivos, sonrisa maliciosa, cortesanos modales y simpática conversación. Recibiome con mucha bondad, y cuando Salmón le expuso las apreturas en que yo me encontraba, dijo lo que sigue:
-En otras circunstancias, joven incauto, fácil nos habría sido socorreros poniéndoos al abrigo de esta casa. Pero ahora todo está del revés. El Gobierno intruso nos mira con muy malos ojos, y bastaría que le protegiéramos a usted para que se nos acusara de cómplices de la insurrección, que así llaman ellos a nuestra santa causa... En verdad que cada vez odio -231- más a esa canalla. Ved lo que hacen ahora. Desde que Madrid se ha rendido, ya les ha faltado tiempo para quebrantar lo convenido, y si prometieron respetar las vidas, libertades y hacienda de este vecindario, ayer todo ha sido prender y encarcelar gentes honradas, a quienes se acusa de auxiliar a los insurgentes de Talavera y de Cuenca. Todo es sospechar, y acusar, y asustarse hasta de vanas sombras; y como los restos del ejército de San Juan y las tropas del de Castaños que se unieron al duque del Infantado andan por estas inmediaciones levantando los pueblos contra los franceses, estos ven un espía en cada vecino de Madrid, y han resuelto impedir toda comunicación entre los habitantes de esta villa y los de Ocaña, Toledo, Talavera e Illescas; por lo cual no permiten la entrada de los paletos, fruteros y verduleros, razón de la gran carestía que hoy tienen todos los artículos.
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-¡Qué cosas tiene Salmón! -dijo Ximénez de Azofra-. ¿Qué puedo yo hacer? Conque en priesa me ve, y doncellez me demanda. ¿No le he dicho que desconfían de los regulares, y especialmente han tomado entre ojos a los de esta casa?
-No sabía tal cosa. Al contrario: oí decir que Vuestra Paternidad es de los que van a Chamartín a cumplimentar a mi señor D. Caco imperial, rey de los pillos, y protector de la congregación del Rin... conete y Cortadillo.
-¿Yo? -exclamó Ximénez con asombro-. No he nacido para besar la mano que me azota. Español soy, y español seré mientras viva. He predicado en el púlpito de la Merced contra el Emperador, y no imitaré a los que siendo primero desaforados patriotas, ahora son patriotas tibios con vislumbres, amagos y pintas de afrancesados. Cierto es que va a Chamartín una diputación de todas las clases de la sociedad; -233- cierto que me han invitado para ir, y vea su merced aquí la carta que sobre este punto me ha dirigido el corregidor, y que de haber justicia en la tierra, debería ser quemada por la mano del verdugo. ¿No es una vergüenza que de este modo se humillen los hombres? Ayer todo era inquina contra el ogro de Córcega, todo insultarle y ponerle por esos suelos; hoy todas son blanduras. El mismo señor corregidor de Madrid que en su bando del 25 de Noviembre decía: La España está invadida por el tirano que domina en Francia, el cual ha quebrantado pérfidamente las santas leyes, etc.; ese mismo señor corregidor don Pedro de Mora y Lomas, caballero de la orden de Carlos III, del consejo de Su Majestad, su secretario con ejercicio de decretos, intendente de los reales ejércitos y de esta provincia, corregidor de esta villa, subdelegado de Rentas reales, intendente de la real Regalía de Casa de aposento, superintendente general de Sisas reales y municipales de ella, y subdelegado de Montes y Pósitos, etc., etc., pues la retahíla de títulos no tienen fin; ese mismo corregidor, repito, es el que hoy dirige un llamamiento ante diem a todas las autoridades. ¿Para qué creerán Vds.? Pues nada menos que para hacer presente que la villa de Madrid habrá tenido el honor de ofrecerse a los pies de S. M. I. y R. para manifestarle el reconocimiento a la bondad e indulgencia con que ha tratado esta corte, felicitarse por tener a S. M. en su seno, y expresarle que si lograba merecer la dignación y aprecio de S. M. se contemplaría -234- dichosa. ¿Qué tal? ¿Es este un lenguaje digno y patriótico? Además en la convocatoria -añadió recorriendo con la vista el papel-, se llama a Napoleón padre amoroso, y a sus atropellos benéficas miras, y el objeto es reunir un cierto número de personas respetables que piquen espuelas hacia Chamartín para pedir a Bonaparte se digne conceder la gracia de que vean en Madrid a su augusto hermano nuestro rey Josef. Vamos, vamos, no puedo leer más, porque tanta bajeza me saca los colores de la cara. Verdad es que los que esto han firmado lo han hecho cediendo a amenazas del comandante general Mr. Belliard que les pone el puñal al pecho; pero no por eso es disculpable, pues si no traición a la patria, debe imputárseles una debilidad y flaqueza que raya en crimen.
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-Ya, ya pareció aquello -exclamó Vargas con estrepitosa voz-. Ya no podemos dudar de la veracidad de esos decretos, porque por ahí los reparten impresos y aquí tengo un ejemplar. Todos los decretos llevan la fecha del 4, y son tales que podrían arder en un candil en noche de aquelarre.
-Veámoslos. ¿Es cierto que nos reducen a la tercera parte?
-Tan cierto, que... -dijo el dominico-, no nos reducen a la tercera parte, sino que nos parten por el eje, Sr. Ximénez de Azofra.
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-Atención, que leo -dijo Vargas, poniendo ante los ojos, de verdes antiparras armados, un papel impreso-. Los decretos rezan lo siguiente: En nuestro Campo Imperial de Madrid a 4 de Diciembre de 1808. Napoleón Emperador de los etc... Considerando que el Consejo de Castilla se ha comportado en el ejercicio de sus funciones con tanta debilidad como superchería... que después de haber reconocido y proclamado nuestros legítimos derechos al trono, ha tenido la bajeza de declarar que había suscrito a estos diversos actos con restricciones secretas y pérfidas, hemos decretado y decretamos lo siguiente: Art. 1.º Los individuos del Consejo de Castilla quedan destituidos como cobardes e indignos de ser magistrados de una nación brava y generosa.
-Pues digo -exclamó Ximénez-, que eso está muy lindísimamente hecho.
-Es verdad -afirmó el dominico-, porque esos señores han estado jugando a dos juegos, y con todo el mundo quieren comer. Adelante.
-Otro -prosiguió Vargas-. En nuestro Campo Imperial, etc... Napoleón, etc... Este no hace exposición de motivos, ni considerando alguno, sino que dice simplemente: Artículo. 1.º El Tribunal de la Inquisición queda suprimido como atentatorio a la soberanía y a la autoridad civil.- Art. 2.º Los bienes pertenecientes a la Inquisición se secuestrarán y reunirán a la corona de España.
-Ya se ve -exclamó el dominico sin disimular su enojo-. Sin eso no podía pasar. Afuera Inquisición y vengan herejes, y lluevan -237- masones, ¿qué les importa esto a los que no se cuidan de lo espiritual?
-Poco significa esto -dijo Castillo-, porque el Santo Tribunal casi no existe ya de hecho, abolido por la suavidad de las costumbres.
-Pero se conservan las fórmulas, señor mío -contestó con aspereza el dominico-, y las fórmulas tienen gran fuerza. Verdad es que no se quema, ni se descuartiza (lo cual dicho sea de paso es excesiva blandura, según estamos hoy comidos de herejía); pero hay todavía degradaciones y simulados tormentos, que tienen muy buen ver para los malos.
-Item -prosiguió Vargas-. Art. 1.º Un mismo individuo no puede poseer sino una sola encomienda.
-Adelante, que eso nos interesa poco.
-Item.- Art. 1.º El derecho feudal queda abolido en España.- Art. 2.º Toda carga personal, todos los derechos exclusivos de pesca, de almadrabas u otros derechos de la misma naturaleza, en ríos grandes y pequeños; todos los derechos sobre hornos, molinos y posadas, quedan suprimidos, y se permite a todos, conformándose a las leyes, dar una extensión libre a su industria.
-Eso no es nuevo -dijo Castillo-, y es lástima que nuestros gobernantes con su indolencia hayan permitido a los franceses el jactarse de promulgar una ley tan buena.
-Eso, eso es, ¡hágale su merced la mamola! -dijo Luceño de Frías con el mayor desabrimiento, sentándose a horcajadas en una silla para apoyar los brazos en el respaldo-. Me -238- gustan las ideas del padre Castillo. Si para eso pasa Vuestra Paternidad la vida entre la polilla de los libros, buenas nos las de Dios.
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-Pues en lo relativo a ese decreto que acaba de leerse -dijo Castillo-, mi conciencia no me dicta sino alabanzas, y alabanzas le daré, aunque lo haya escrito el gran Tamerlán. ¿Por ventura no son esas las mismas ideas que han hecho célebre en toda la redondez de la tierra a nuestro gran Jovellanos? El mismo conde de Floridablanca, ¿no intentó algo en ese asunto? Y los sabios consejeros de Carlos III, ¿no se dieron de cabezadas por quitar esas trabas a la industria? Todos sabemos que a aquel eminente Rey se le pasaron ganas de promulgar este decreto.
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-¡Cosas de los jesuitas! -exclamó el dominico meciéndose en la silla-. Pero esos pelanduscas andan también al retortero de Napoleón, por ver si sacan tajada. Adelante con la lectura.
-Pues adelante -continuó Vargas-. Considerando que uno de los establecimientos que perjudican a la prosperidad de España son las aduanas y registros existentes de provincia a provincia, hemos decretado lo siguiente: Desde 1.º de Enero próximo, las aduanas y registros de provincia a provincia quedan suprimidos. Las aduanas se colocarán y establecerán en las fronteras.
-Tampoco eso tiene pero -observó Castillo-, y la Junta Central, ya que pensó decretarlo, no debió esperar a que lo hicieran los franceses.
-Atención -indicó Vargas haciendo un gesto dramático-, que ahora viene lo gordo. Considerando que los religiosos de las diversas órdenes monásticas en España se han multiplicado con exceso; que si un cierto número es útil para ayudar a los ministros del altar en la administración de los Sacramentos, la existencia de un número demasiado considerable es perjudicial a la prosperidad del Estado, decretamos lo siguiente: Art. 1.º El número de los conventos actualmente existentes en España se reducirá a una tercera parte. Esta reducción se ejecutará reuniendo los religiosos de muchos -240- conventos de la misma orden en una sola casa. Art. 2.º No se admitirá ningún novicio ni permitirá que profese ninguno, hasta que el número de religiosos se reduzca a una tercera parte. Art. 3.º Los regulares que quieran renunciar a la vida común y vivir como eclesiásticos seculares, quedan en libertad de salir de sus conventos. Art. 4.º Los que renuncien a la vida común, gozarán de una pensión que se fijará en razón de su edad, y que no podrá ser menor de tres mil reales ni mayor de cuatro mil. Art. 5.º Del fondo de los bienes de los conventos que se supriman, se tomará la suma necesaria para aumentar la congrua de los curas. Art. 6.º Los bienes de los conventos suprimidos quedarán incorporados al dominio de España, y aplicados a la garantía de los vales y otros efectos de la Deuda pública.
Durante la lectura de este decreto, no se oyó en la celda de Ximénez otro rumor que el producido por el vuelo de una mosca, que andaba a vueltas tras los restos del chocolate prioral, como Bonaparte tras los reinos de España. Después de leído, aún duró bastante el silencio.
- XXIII -
-¡Toquen castañuelas, repiquen panderos, machaquen almireces, punteen vihuelas y aporreen zambombas para celebrar el talento del -241- sabio legislador, harto de bazofia y comido de piojos, que sacó de su cabeza ese pomposo y coruscante decreto! -exclamó al fin Luceño dando un porrazo en el respaldo de la silla y levantándose de ella.
-¿Conque a la tercera parte? -dijo Salmón-. ¿De modo que de cada tres no ha de quedar más que uno?
-Eso es, y los demás a la calle, a pedir limosna, porque una pensión de tres mil reales para personas que han de vivir decentemente, es aquello de hártate comilón con pasa y media.
-Y afuera novicios.
-¡Y no más profesar!
-Y con los bienes se aumentará la congrua de los curas.
-También eso está bien -dijo el dominico-. Alábelo su merced, padre Castillo. ¡Qué nos quiten lo nuestro para darlo a los curas! ¿Quiénes son los curas, ni qué hacen esos zanguangos en bien de la cristiandad? Ya... como los curas son tan tibios patriotas... ¡Estoy que bufo!
-Lo mejorcito es que los bienes de los conventos suprimidos pasen al dominio de España.
-¿Qué tiene que ver España, ni San España, ni Marizápalos, con esos bienes?
-¿De modo que nuestras granjas de Leganés, de Valmojado...? -preguntó Salmón.
-¡Ya se ve! De esto se ríen todos esos infelices Mínimo, Gilitos y Franciscos que nada tienen. A ellos, ¿qué les importa? Por eso van a hacerle el como la porta bu. Bien, retebién. Y lo mismo hacen los Afligidos, que son la cáfila de majaderos más desaforados que he visto.
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-No murmurar, hermano -indicó Castillo.
-Dios me lo perdone -dijo Luceño-, y no lo digo por nada malo, que hay Afligidos de todas clases. ¿Pero creen vuestras mercedes que se llevará a cabo esto de las tercera partes?
-Yo creo que va a ser dificilillo.
-Pues yo temo que lo llevarán adelante -afirmó Luceño-; que esta mañana me ha dicho en confianza un regidor que va a Chamartín, que ya tienen hecho su plan, y que dentro de pocos días comenzará el restar y dividir, para dar principio a la demolición de los conventos.
-¡La demolición!
-Sí: que todas estas casas las destinan a oficinas del Estado, y la primera que va a caer hecha pedazos es este monasterio de la Merced en que ahora estamos.
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-¡Cómo es eso! ¡Santo Tomás! ¡Desalojar a Santo Tomás, el más ilustre de los conventos de Madrid! -exclamó impetuosamente el dominico-. ¿Y qué sería de este pueblo si te quitaran el espectáculo de las procesiones que de allí salen con motivo de las funciones del Santo Oficio? A fe que hartas casas hay en Madrid, si quieren hacer plazuelas, como dicen, aunque más vale que no se toque a ninguna, porque setenta y dos conventos para una población de 160.000 almas, me parece que no es mucho. Las casas de religiosos apenas ocupan un poco más de la mitad del perímetro de esta gran villa, lo cual no es nada desmedido, y de todas las casas que se alzan en ella, sólo cuatro quintas partes pertenecen a conventos, memorias pías, capellanías y otras fundaciones.
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-Y dígame, Luceño -preguntó Ximénez-, ¿van dominicos a la reunión que convoca el corregidor?
-Creo que no. Según he oído, sólo se prestan a ir a Chamartín el prepósito de San Cayetano, el abad de Montserrat, dos Agonizantes, un par de Franciscos, un rector de Niñas de la Paz y un Afligido.
-Pues estos sacarán tajada, no lo duden vuestras mercedes. Sobre nosotros lloverán los decretos y las terceras partes.
-Mi opinión es -dijo Salmón-, que pues cuesta bien poco ir de aquí a Chamartín, nada se pierde con que vayan un par de padres, y yo me brindo a ello, que bueno es estar bien con todos, y el orgullo es pecado, y quien al cielo escupe en la cara le cae.
-No en mis días: de esta casa no irá nadie -aseguró Ximénez de Azofra-, y en cuanto a este joven, nada podemos hacer. Indigno sería pedir favores a quien nos trata mal, amenazándonos con terciarnos y partirnos como si fuéramos aranzadas de tierra. Conque busque usted quien le proporcione la carta de seguridad para salir de Madrid.
-Dificilillo es -afirmó Luceño-, pues entiendo que se miran mucho para dar las tales cartas, y sin ellas no es posible dar un paso de puertas afuera.
-Sin embargo -dijo el discreto Castillo-, hay multitud de personas que por estar en bien con los franceses, pueden socorrer a este joven. ¿No conoce Vd. ninguna persona de alta posición y de influencia?
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-Sí, ya me ocurrió acudir a la señora condesa -indicó Salmón-, y confío en que su generosidad sacará a este joven del mal empeño en que se ve. El señor marqués se ha afrancesado y dicen que va a entrar en la alta servidumbre del rey José.
-El Sr. D. Felipe bebe los vientos porque cualquier Gobierno se acuerde de él -dijo Castillo-. Algo debe de haber de cierto en eso, pues hace tres días, después de haberse presentado a Belliard, fuese al Pardo, donde se ha instalado con su hija. Ayer creo que debió llegar a dicho real sitio el rey José. A pesar del influjo que en la botellesca corte tiene el señor marqués, yo no me fiaría de él para ningún delicado asunto. De más eficacia me parece en el caso presente el señor duque de Arión, pariente de esta familia y que goza de gran poder en el cuartel general.
-¡Admirable idea! Veremos al señor duque.
-No ha llegado aún a Madrid, y como no sea exponiéndose a los peligros de un viaje a Chamartín, este joven no podría verle.
-Lo mejor -añadió Salmón-, es que veamos hoy mismo a la señora condesa. ¿Va hoy allá la Paternidad del Sr. Castillo?
-Dentro de un rato, pues la señora marquesa me ha mandado llamar hoy con toda premura. Si quiere este joven venir conmigo, le llevaré.
-Oportunísimo -añadió Salmón-. Yo iré también. Pero hijo, si en la calle acertamos a pasar por junto a esos cafres...
-Pues bien -dijo Ximénez-; para que -246- vaya más seguro, yo les presto mi coche, que con sus dos gallardas mulas debe de estar ya en la huerta.
-Muy bien -declaró Salmón batiendo palmas-. Me parece buena idea la del coche; pero para mayor seguridad, te vestiremos de novicio. Venga la carroza prioral y a casa de la condesa.
-Pues entrareme también en ella, y me dejarán de paso en Santo Tomás -añadió Vargas.
-Pues allá voy también -dijo Luceño-, si me dejan en las Descalzas Reales.
Y así acabó la conferencia sin más resultas que las de mi improvisado disfraz de novicio y mi viaje a casa de la condesa, donde me pasó lo que el lector verá a continuación si tiene paciencia para seguir leyendo.
- XXIV -
La condesa mostró mucho asombro al verme. Hallábase en la misma habitación donde algunos días antes me había recibido, y cuando entramos, apartose del secreter donde escribía, para venir a nuestro lado. Castillo principió preguntándole por la salud de todos, y luego en breves palabras le expuso los motivos de mi visita y de mi nuevo vestido. Cumplida esta misión, y añadiendo que necesitaba ver a la señora marquesa, pidió a Amaranta venia -247- para pasar adentro, y con esto nos quedamos Salmón y yo solos con ella.
-Por ahí se murmura que yo soy afrancesada -dijo Amaranta-, pero no es cierto. Mi tío sí ha abrazado la causa del rey José con tanto entusiasmo, que cuando le contradecimos en algún punto relativo a estas cosas, nos quiere comer a todos. Vive en el Pardo con su hija desde hace tres días en el mismo palacio real, pues el Rey intruso se ha empeñado en incluirle en su alta servidumbre. Está mi tío loco de contento, y si viene esta tarde a Madrid, como decía, yo le rogaré que me proporcione una carta de seguridad para este mancebo.
-Ya estás en salvo, Gabriel -exclamó el mercenario.
-¿No te dije que esta excelsa señora te sacaría de tan mal paso?
-Aún mejor puedo conseguirla por mi primo el duque de Arión, el cual más que afrancesado, es francés puro, y si viene mañana a Madrid, como espero, no olvidaré este encargo.
-Vaya, no hay que pensar en que te echen mano -dijo Salmón levantándose-. Ya estás salvado, chiquillo; prostérnate ante Su Grandeza y dale un millón de gracias por tantas mercedes. Y ahora, señora condesa, si usía me da su licencia, voy a pasar a ver a mi señora la marquesa, que el otro día me habló de unos requesones, acerca de cuyo mérito quería saber mi voto.


FIN



Enero de 1874.

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