miércoles, 14 de octubre de 2009

Bailén

Bailén

Benito Pérez Galdós
- I -

-Me hacen Vds. reír con su sencilla ignorancia respecto al hombre más grande y más poderoso que ha existido en el mundo. ¡Si sabré yo quién es Napoleón!, yo que le he visto, que le he hablado, que le he servido, que tengo aquí en el brazo derecho la señal de las herraduras de su caballo, cuando... Fue en la batalla de Austerlitz: él subía a todo escape la loma de Pratzen, después de haber mandado destruir a cañonazos el hielo de los pantanos donde perecieron ahogados más de cuatro mil rusos. Yo que estaba en el 17 de línea, de la división de Vandamme, yacía en tierra gravemente herido en la cabeza. De veras creí que había llegado mi última hora. Pues como digo, al pasar él con todo su estado mayor y la infantería de la guardia, las patas de su caballo me magullaron el brazo -6- en tales términos que todavía me duele. Sin embargo, tan grande era nuestro entusiasmo en aquel célebre día que incorporándome como pude, grité: «¡Viva el Emperador!».
Decía estas palabras un hombre para mí desconocido, como de cuarenta años, no malcarado, antes bien con rasgos y expresión de cierta hermosura ajada aunque no destruida por la fatiga o los vicios; alto de cuerpo, de mirada viva y sonrisa entre melancólica y truhanesca, como la de persona muy corrida en las cosas del mundo y especialmente en las luchas de ese vivir al par holgazán y trabajoso, a que conducen juntamente la sobra de imaginación y la falta de dinero; persona de ademanes francos y desenvueltos, de hablar facilísimo, lo mismo en las bromas que en las veras; individuo cuya personalidad tenía acabado complemento en el desaliño casi elegante de su traje, más viejo que nuevo, y no menos descosido que roto, aunque todo esto se echaba poco de ver, gracias a la disimuladora aguja que había corregido así las rozaduras del chupetín como la ortografía de las medias.
Estas eran, si mal no recuerdo, negras, y el pantalón de color de clavo pasado. Llevaba corto el pelo, con dos mechoncitos sobre ambas sienes, sin polvo alguno, como no fuera el del camino: su casaca oscura y de un corte no muy usual entre nosotros, su chaleco ombliguero, forma un poco extranjera también, y su corbata informemente escarolada, -7- le hacían pasar como nacido fuera de España aunque era español. Mas por otra circunstancia distinta de las singularidades de su vestir, causaba sorpresa la persona de quien me ocupo, y este es un capitalísimo punto que no debo pasar en silencio. Aquel hombre tenía bigote. Esto fue, ¿a qué negarlo?, lo que más que otra cosa alguna, llamó mi atención cuando le vi inclinado sobre la mesa, comiendo ávidamente en descomunal escudilla unas al modo de sopas, puches o no sé qué endemoniado manjar, mientras amenizaba la cena, contando entre cucharada y cucharada las proezas de Napoleón I. Dos personas, ambas de edad avanzada y de distinto sexo, componían su auditorio: el varón, que desde luego me pareció un viejo militar retirado del servicio, oía con fruncido ceño y taciturnamente los encomios del invasor de España; pero la señora anciana, más despabilada y locuaz que su consorte, contestaba e interrumpía al panegirista con cierto desenfado tan chistoso como impertinente.
-Por Dios, Sr. de Santorcaz -decía la vieja-, no grite Vd. ni hable tales cosas donde le puedan oír. Mi marido y yo, que ya le conocemos de antes, no nos espantamos de sus extravagancias; pero ¡ay!, la vecindad de esta casa es muy entrometida, muy enredadora, y toda ella no se ocupa más que de chismes y trampantojos. Como que ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive en el cuarto núm. 8, llegaron pasito a pasito a nuestra puerta para oír lo que Vd. decía cuando -8- nos contaba con desaforados gritos lo que pasó allá en las Asturias en la batalla de Pirrinclum, o no sé qué... pues esos enrevesados nombres no se han hecho para mi lengua... Esta mañana, cuando Vd. entró de la calle, la comadre del núm. 3 y la mujer del lañador, dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón que está en casa del Gran Capitán. Apuesto a que es espía de la canalla, para ver lo que se dice en esta casa y contarlo a sus mercedes». El mejor día nos van a dar que sentir, porque como dice Vd. esas cosas y tiene esos modos, y hace ascos de la comida cuando tiene azafrán, y siempre saca lo que ha visto en las tierras de allá, le traen entre ojos, y sabe Dios... Como aquí están tan rabiosos con lo del día 2...
-Ya se aplacarán los humos de esta buena gente -dijo Santorcaz, apartando de sí escudilla y cuchara-. Cuando se organicen bien los cuerpos de ejército y venga el Emperador en persona a dirigir la guerra, España no podrá menos de someterse, y esto que es la pura verdad lo digo aquí para entre los tres, de modo que no lo oigan nuestras camisas.
-España no se somete, no señor, no se somete -exclamó de improviso el anciano quebrantando el voto de su antes silenciosa prudencia, y levantándose de la silla para expresar con frases y gestos más desembarazados los sentimientos de su alma patriota-. España no se somete, Sr. D. Luis de Santorcaz, porque aquí no somos como esos cobardes prusianos y austriacos -9- de que Vd. nos habla. España echará a los franceses, aunque los manden todos los emperadores nacidos y por nacer, porque si Francia tiene a Napoleón, España tiene a Santiago, que es además de general un santo del cielo. ¿Cree Vd. que no entiendo de batallas? Pues sí: soy perro viejo, y callos tengo en los oídos de tanto escuchar el redoblar de los tambores y los tiros de cañón.
-No te sofoques, Santiago -dijo apaciblemente la anciana-, que ya andas en los tres duros y medio y aunque yo creo como tú que España no bajará la cabeza, no es cosa de que te dé el reuma en la cara por lo que hable este mala cabeza de Santorcaz.
-Pues lo digo y lo repito -añadió el viejo soldado-. Venir a hablarme a mí de cuerpos de ejército, y de brigadas de caballería y de cuadros...
-¿En qué batallas se ha encontrado Vd.? -preguntó con sonrisa burlona Santorcaz.
-¡Que en qué batallas me encontré! -exclamó D. Santiago Fernández cuadrándose ante su interpelante y mirándole con el desprecio propio de los grandes genios al ver puesta en duda su superioridad-. ¿Pues no sabe todo el mundo que fui asistente del señor marqués de Sarriá el año 1762 cuando aquella famosa campaña de Portugal, que fue la más terrible y hábil y estratégica que ha habido en el mundo, así como también digo que después de Alejandro el Macedonio no ha nacido otro marqués de Sarriá?... ¡Qué -10- cosas tiene este caballerito! ¡Preguntar en qué acciones me he encontrado! Aquella fue una gran campaña, sí señor; entramos en Portugal, y aunque al poco tiempo tuvimos que volvernos, porque el inglés se nos puso por delante, se dieron unas batallas... ¡qué batallitas, mi Dios! Yo era asistente del señor marqués, y todas las mañanas le hacía los rizos y le empolvaba la peluca, de tal modo que la cabeza de nuestro general parecía un sol. Él me decía: «Santiago, ten cuidado de que los rizos vayan parejos, y que uno de otro no discrepen ni el canto de un duro, porque no hay nada que aterre tanto al enemigo como la conveniencia y buen parecer de nuestras personas». ¡Y cuánto le querían los soldados! Como que en toda aquella guerra apenas murieron tres o cuatro.
Santorcaz al oír esto se desternillaba de risa, haciendo subir de punto con sus irreverentes manifestaciones el enfado de D. Santiago Fernández, el cual, dando una fuerte puñada en la mesa, continuó así:
-¿Qué valen todos los generales de hoy, ni los emperadores todos, comparados con el marqués de Sarriá? El marqués de Sarriá era partidario de la táctica prusiana, que consiste en estarse quieto esperando a que venga el enemigo muy desaforadamente, con lo cual este se cansa pronto y se le remata luego en un dos por tres. En la primera batalla que dimos con los aldeanos portugueses, todos echaron a correr en cuanto nos vieron, y el general mandó a la caballería que -11- se apoderara de un hato de carneros, lo cual se verificó sin efusión de sangre.
-No, no ha habido en el mundo batallas como esas, Sr. D. Santiago -dijo Santorcaz moderando su risa-; y si Vd. me las cuenta todas, confesaré que las que yo he visto son juegos de chicos. Y como desde aquella fecha ha conservado Vd. los hábitos de campaña, y gusta tanto de conversar sobre el tema de la guerra, los vecinos le llaman el Gran Capitán.
-Ese es un mote, y a mí no me gustan motes -dijo doña Gregoria, que así se llamaba la mujer del valiente expedicionario de Portugal-. Cuando nos mudamos aquí, y dieron los vecinos en llamarte Gran Capitán, bien te dije que alzaras la mano y regalaras un bofetón al primero que en tus propias barbas te dijera tal insolencia; pero tú con tu santa pachorra, en vez de llenarte de coraje se te caía la baba siempre que los chicos te saludaban con el apodo, y ahora Gran Capitán eres y Gran Capitán serás por los siglos de los siglos.
-Yo no me paro en pequeñeces -dijo D. Santiago Fernández-, y aunque tolero un apodo honroso, no consiento que nadie se burle de mí. A fe, a fe, que cuando uno ha servido en las milicias del Rey por espacio de veinte años, cuando uno ha estado en la campaña de Portugal, cuando uno ha tenido también el honor de encontrarse en la expedición de Argel que mandó el Sr. D. Alejandro O'Reilly en 1774; cuando -12- después de tan gloriosas jornadas se le han podrido a uno las nalgas sentado en la portería de la oficina del Detall y cuenta y razón del arma de artillería, viendo entrar y salir a los señores oficiales, y haciéndoles un recadito hoy y otro mañana, bien se puede alzar la cabeza y decir una palabra sobre cosas militares.
-Eso mismo digo yo -indicó doña Gregoria-. Bien saben todos que tú no eres ningún rana, y que has escupido en corro con guardias de Corps y walonas y generales de aquellos que había antes, tan valientes que sólo con mirar al enemigo le hacían correr.
-Y no se trate -prosiguió el Gran Capitán- de embobarnos con cuentos de brujas como los que desembucha el Sr. de Santorcaz. A las niñas del lañador y a doña Melchora, la que borda en fino, les puede trastornar el seso este caballero contándoles esas batallas fabulosas de prusianos y rusos, con lo de que si el Emperador fue por aquí o vino por allí. Hombres como yo no se tragan bolas tan terribles, ni ha estado uno veinte años mordiendo el cartucho y peinando los rizos del señor marqués de Sarriá, para dar crédito a tales novelas de caballerías. Conque ¿cómo fue aquello? -añadió en tono de mofa y sentándose junto a Santorcaz-. Dijo Vd. que cuatro mil franceses atacaron a la bayoneta a diez mil rusos y los hicieron caer en un pantano donde se ahogaron la mitad. Pues ¡y lo de que rompieron el hielo a cañonazos -13- para que se hundieran los enemigos que estaban encima!... ¡Bonito modo de hacer la guerra! Pero hombre de Dios, si andaban por sobre el hielo se resbalarían y... pobres nalgas del Emperador... digo, de los tres emperadores, pues ahí dice Vd. que eran tres nada menos. ¿Sabes, Gregoria, que es aprovechada la familia?
El Gran Capitán hizo reír a su digna esposa con estos chistes, hijos de su inexperta fatuidad, y ambos celebraron recíprocamente sus ocurrencias.
-Si es novela de caballerías lo que he contado -dijo Santorcaz-, pronto lo hemos de ver en España, porque pasan de cien mil los Esplandianes que andan desparramados por ahí esperando que su amo y señor les mande empezar la función.
-¡Los asesinos de Madrid! -exclamó el Gran Capitán inflamándose en patriótico ardor-. ¿Y cree Vd. que les tenemos miedo? ¡Santa María de la Cabeza! Ya veo que están fortificando el Retiro, y que no permiten que vuele una mosca alrededor de sus señorías; pero ya hablaremos. Esto es ahora, porque estamos sin tropa; pero ¿sabe Vd. lo que se va a formar en Andalucía?, un ejército. ¿Y en Valencia?, otro ejército. Y en Galicia y en Castilla, otro y otro ejército. ¿Cuántos españoles hay en España, Sr. de Santorcaz? Pues ponga Vd. en el tablero tantos soldados como hombres somos aquí, y veremos. ¿A que no sabe Vd. lo que me ha dicho hoy el portero de la secretaría de -14- la Guerra? Pues me ha dicho que mi pueblo ha declarado la guerra a Napoleón. ¿Qué tal?
-¿Cuál es el pueblo de Vd.?
-Valdesogo de Abajo. Y no es cualquier cosa, pues bien se pueden juntar allí hasta cien hombres como castillos, no como esos rusos de alfeñique de que Vd. habla, sino tan fieros, que despacharán un regimiento francés como quien sorbe un huevo.
-Pues una mujer que ha venido hoy de la sierra -dijo doña Gregoria-, me ha contado que también mi pueblo va a declarar la guerra a ese ladrón de caminos, sí, Sr. de Santorcaz, mi pueblo, Navalagamella. Y allí no se andarán con juegos, sino al bulto derechitos. Si esos pueblos que Vd. nombra, las Austrias y las Prusias fueran como Navalagamella, la canalla no los hubiera vencido, y se conoce que todos los austriacos y prusiacos son gente de mucha facha y nada más.
-No se dice prusiacos, sino prusianos -indicó enfáticamente a su esposa el Gran Capitán.
-Bien, hombre; los rusos y los prusos, lo mismo da. Lo que digo es que si Valdesogo de Abajo y Navalagamella, que son dos pueblos como dos lentejas comparados con la grandeza de todo el Reino, se ponen en ese pie, los demás lugares y ciudades harán lo mismo, y entonces, áteme esa mosca el Sr. de Santorcaz. No, no quedará un francés para contarlo, y la que hicieron aquí a primeros del mes, la pagarán muy -15- cara. ¿Hase visto alguna vez bribonada semejante? ¡Fusilar en cuadrilla a tantos pobrecitos, sin perdonar a sacerdotes ancianos, a inocentes doncellas y a infelices muchachos como el que está en esa cama! ¡Ay! Vd. no vio aquello, Sr. de Santorcaz, porque llegó a Madrid tres días después; ¡pero si Vd. lo hubiera visto! Por esta calle del Barquillo pasaron esas fieras, y como les arrojaron algunos ladrillos desde los andamios de la casa que se está fabricando en la esquina, mataron a una pobre mujer que pasaba con un niño en brazos. Al ver esto, todas las vecinas de la casa que estábamos en los balcones, empezamos a tirarles cuanto teníamos. Una les echaba una cazuela de agua hirviendo, otra la sartén con el aceite frito; yo cogí el puchero que había empezado a cocer, y sin pensarlo dije allá va, y aunque aquel día nos quedamos sin comer, no me pesó, no señor. Después entre Juanita la lañadora, las niñas de al lado y yo, cogimos una cómoda y echándola a la calle aplastamos a uno. Querían subir a matarnos; pero ¡quia! Todo facha, nada más que facha. Más de cuarenta mujeres nos apostamos en la escalera, unas con tenedores, otras con tenacillas, estas con asadores, aquella con un berbiquí, estotra con una vara de apalear lana. Si llegan a subir les hacemos pedazos. Mi marido tomó aquella lanza vieja que tiene allí desde las tan famosas guerras, y poniéndose delante de nosotras en la escalera nos arengó, y dispuso cómo nos habíamos de -16- colocar. ¡Ah, si llegan a subir esos perros! Yo era la más vieja de todas, y la más valiente aunque me esté mal el decirlo. Mi marido quería salir a la calle al frente de todas nosotras; pero le convencimos de que esto era una locura. Con su carga de setenta a la espalda, él hubiera partido de un lanzazo a cuantos mamelucos encontrara en la calle. ¡Ay qué día! Cuando nos retiramos cada una a nuestro cuarto, en toda la casa no se oía más que «¡viva el Gran Capitán!».
-¡Qué día! -exclamó melancólicamente Fernández, disimulando el legítimo orgullo que el recuerdo de sus proezas le causara-. A eso de las ocho de la mañana vi salir de la oficina al capitán D. Luis Daoíz. El día anterior me había mandado por unas botas a la zapatería de la calle del Lobo, y desde allí se las llevé a su casa en la calle de la Ternera, y cuando volví después de hacer el mandado, viendo que había cumplido con la puntualidad y el esmero que son en mí peculiar, me dio dos reales, que guardo en este pañuelo como memoria de hombre tan valiente.
Diciendo esto, trajo un pañuelo y desdoblando una de las puntas despaciosamente, y como si se tratara de la más vulnerable y santa reliquia, sacó una moneda de plata que puso ante la vista de Santorcaz sin permitirle que la tocara.
-Esto me dio -añadió enjugando con el mismísimo pañuelo las lágrimas que de improviso corrieron de sus ojos-; esto me dio con sus propias manos -17- aquel que vivirá en la memoria de los españoles mientras haya españoles en el mundo. Yo estaba barriendo la oficina cuando entró D. Pedro Velarde buscándole y le dije: «Mi capitán, hace un rato que salió con D. Jacinto Ruiz». Después D. Pedro entró y estuvo disputando con el coronel: al cabo de un cuarto de hora volvió a pasar por delante de mí. Quién me había de decir...
El Gran Capitán no pudo continuar, porque la pena ahogaba su voz; doña Gregoria se llevó también la punta del delantal sucesivamente a sus dos ojos, y Santorcaz más serio y grave que antes respetaba el dolor de sus dos amigos.
-Me han asegurado -dijo después de una pausa-, que ese D. Pedro Velarde iba a comer todos los días en casa de Murat. ¿Es que simpatizaba con los franceses?
-No, no; y quien lo dijere miente -exclamó don Santiago, dejando caer de plano sobre la mesa sus dos pesadísimas manos-. D. Pedro Velarde pasaba por un oficial muy entendido en el arma, y como fue de los que el Rey envió a Somosierra a recibir al melenudo, este le trató, supo conocer sus buenas dotes y quiso atraérselo. ¡Bonito genio tenía D. Pedro Velarde para andarse con mieles! Le convidaban a comer, obsequiábanle mucho; pero bien sabían todos que si nuestro capitán pisaba las alfombras de aquel palacio era para conocer más de cerca a la canalla, como él mismo decía.
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-Él y sus compañeros de Monteleón -dijo Santorcaz-, demostraron un valor tanto más admirable, cuanto que es completamente inútil. Aquí están ciegos y locos. Creen que es posible luchar ventajosamente contra las tropas más aguerridas del mundo, sin otros elementos que un ejército escaso, mal instruido, y esas nubes de paisanos que quieren armarse en todos los pueblos. La obstinación ridícula de esta gente hará que sean más dolorosos los sacrificios, y el número de víctimas mucho más grande, sin que puedan vanagloriarse al morir de haber comprado con su sangre la independencia de la patria. España sucumbirá, como han sucumbido Austria y Prusia, Naciones poderosas que contaban con buenos ejércitos y Reyes muy valientes.
-¡Esos países no tienen vergüenza! -exclamó con furor D. Santiago Fernández, levantándose otra vez de su asiento-. En Austria y Prusia habrá lo que Vd. quiera; pero no hay un Valdesogo de Abajo, ni un Navalagamella.
Discretísimo lector: no te rías de esta presuntuosa afirmación del Gran Capitán, porque bajo su aparente simpleza encierra una profunda verdad histórica.
Santorcaz soltó de nuevo la risa al ver el acaloramiento de su amigo, cuyas patrióticas opiniones apoyó de nuevo su esposa, hablando así:
-Aquí somos de otra manera, Sr. de Santorcaz. -19- Usted viviendo por allá tanto tiempo, se ha hecho ya muy extranjero y no comprende cómo se toman aquí las cosas.
-Por lo mismo que he estado fuera tanto tiempo, tengo motivos para saber lo que digo. He servido algunos años en el ejército francés; conozco lo que es Napoleón para la guerra, y lo que son capaces de hacer sus soldados y sus generales. Cien mil de aquellos han entrado en España al mando de los jefes más queridos del Emperador. ¿Saben Vds. quién es Lefebvre? Pues es el vencedor de Dantzig. ¿Saben Vds. quién es Pedro Dupont de l'Etang? Pues es el héroe de Friedland. ¿Conocen Vds. al duque de Istria? Pues es quien principalmente decidió la victoria de Rívoli. ¿Y qué me dicen de Joaquín Murat? Pues es el gran soldado de las Pirámides, y el que mandó la caballería en Marengo...
-No, no le nombre Vd. -dijo doña Gregoria-, porque si todos los demás son como ese de las melenas, buena gavilla de perdidos ha metido Napoleón en España.
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- II -
-Grandes noticias te traigo, mujer -dijo con retozona sonrisa, sentado ya en el sillón de cuero y con -33- ambas manos posadas en las respectivas rodillas, mientras con lento compás movía el cuerpo-. Te vas a poner más contenta...
-No puede ser sino que el Gran Duque ha reventado ya de los cólicos que padecía.
-No, no es eso, mujer. ¿Quién te dijo que Navalagamella le había declarado la guerra a la canalla? No es Navalagamella sólo, mujer, es Asturias, León, Galicia, Valencia, Toledo, Burgos, Valladolid, y se cree que también Sevilla, Badajoz, Granada y Cádiz. En la oficina lo han dicho, y si vieras cómo están todos bailando de contento. Oficial conozco que no ha dormido en toda la noche esperando el correo, y si supieras, mujer... A ti te lo puedo decir, y no importa que lo oiga este chico. Oye, oíd los dos: muchos oficiales se han fugado, sin que en los cuarteles, ni en sus casas se sepa dónde están. Y dirás tú, «¿pues dónde están?». Yo lo sé, sí señora, yo lo sé: se han ido a unirse a los ejércitos españoles que se están formando... ¿a que no sabes dónde se están formando? Pues yo lo sé, sí señora, yo lo sé: uno se está formando en Valladolid, y lo mandará D. Gregorio de la Cuesta: otro en Asturias y Galicia, que corre a cargo de Blake... y el tercero... Esta es la más gorda de todas: ¿te la digo?
-Hombre sí, dila: no nos dejes a media miel.
-Pues se dice por ahí que las tropas de Andalucía se sublevarán, sí señor, se sublevarán. Pues no se han -34- de sublevar. Si en cuanto uno dé la voz empieza a desfilar nuestra gente, y ni un ranchero español quedará a las órdenes de Murat, ni de la Junta.
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-Pues en Andalucía -dijo-, en Andalucía... ya -35- saben Vds. dónde está Andalucía; como si dijéramos en Cádiz... pues. Dicen que la Junta de Sevilla ha armado un gran ejército, con las tropas que estaban en San Roque. ¿Saben Vds. lo que es San Roque? Pues es como si dijéramos... supongan Vds. que aquí está Gibraltar, pues aquí abajito está San Roque.
-Este D. Santiago lo sabe todo.
-Ya, como quien ha visto tantas tierras, y ha estado en tantas batallas.
-En San Roque están las mejores tropas de España, tanto en infantería como en artillería y caballos; de modo que si se forma ese ejército, y viene sobre Madrid... ¡Jesús!
-¡Jesús! -repitió un coro de diez voces.
-¿Vd. cree que vendrá sobre Madrid? -preguntó uno de los concurrentes.
-Eso es lo que no puedo asegurar -repuso con énfasis el Gran Capitán-. Pero a lo que yo entiendo y según la experiencia que adquirí en aquellas terribles guerras, me atrevo a decir que el ejército de Andalucía viene sobre Madrid, y si hace lo mismo el de don Gregorio de la Cuesta, juzguen Vds. el susto que pasarán los franceses. Hay que guardar el secreto: mucho cuidado, señores, y Vds., niñas, guárdense muy bien de ir contando estas cosas cuando vayan a la costura, porque puede llegar a oídos del gran duque de Berg... Yo creo que pasará lo siguiente. El ejército de Andalucía vendrá a la Mancha: los franceses -36- irán a batirlos, dejando libre a Madrid, donde entrará D. Gregorio de la Cuesta, el cual si sigue después hacia el Mediodía, les picará la retaguardia por Tarancón, y como al mismo tiempo los de allí le harán retroceder hacia el Tajo, viéndose los franceses atacados por todos lados, por fuerza tendrán que caer en el río, donde se ahogarán.
-¡Cuánto sabe este hombre! Es un asombro que de esa manera pueda anunciar los movimientos del enemigo. Y no hay duda, así tiene que suceder.
-Y como la sublevación es general -añadió Fernández-, no podrán acudir a todos lados. Además no pueden contar con un solo soldado español que les ayude, porque todos desertan; de modo que si Napoleón quiere continuar la guerra en España, ya puede mandar gente.
-Y como de los que vienen, la mitad mueren de borrachera...
-El mismo Murat está padeciendo unos cólicos que se lo llevarán al otro mundo.
-¡Quia! Si lo que tiene es una enfermedad vergonzosa.
-Así pagará las que ha hecho. ¿Pues qué puede ser eso, sino castigo de Dios por su barbarie y crueldad?
-No es eso, señora; es que según dicen es aficionado a la bebida.
-¡Menudas borracheras habrá tomado desde que está aquí! ¿Y se marchará o no se marchará?
-Yo creo que sí -dijo Fernández-. Tengo entendido que está muy disgustado, porque Napoleón no le quiere hacer rey de España.
-Angelito; pues no pide poco que digamos.
-Y como parece que mandan de rey al que lo es de Nápoles, un D. José, al cual según dicen también le gusta aquello...
-Se conoce que es afición de familia.
-Lo que debiera hacer el Sr. Fernández -dijo el lañador-, es irse a cualquiera de esos ejércitos, donde sin duda se había de lucir, y quién sabe si nos lo harían general de la noche a la mañana.
-Yo no sirvo para nada -contestó el Gran Capitán-. Yo tuve mi época, y ahora que trabajen otros como trabajamos los de entonces. Aquellas sí eran guerras, señores... Esto de ahora es una bobería, y sino, ya verán Vds. cómo en menos que canta un gallo se acaba todo.
-Pero lo del ejército de Andalucía, ¿es cierto o es puro barrunto de Vd.? Sepámoslo de una vez.
-Es cierto, señores. Me parece que Santiago Fernández tiene motivos para saber lo que hace un ejército y lo que deja de hacer. Cuando empiecen nuestros generales a decir «por aquí te doy», ya les tendré a Vds. al tanto de todo día por día.
A este punto llegaba, cuando entró Santorcaz, y no bien le vieron las honradas personas que formaban el auditorio del buen Fernández, empezaron todos a -38- desfilar de muy mal talante, porque la presencia del citado flamasón era harto desagradable a todos los habitantes de la casa.
-Grandes noticias, grandes noticias traigo, señor D. Gonzalo Fernández de Córdoba -exclamó desde la puerta-. Aguárdense todos, si quieren saber la verdad pura. ¿Pero se van estas niñas? ¿Por qué me tienen miedo? ¿Y Vd., D. Roque, no quiere escuchar?... Vayan noramala, pues, y Vds. se lo pierden, porque no saben lo que ocurre... La lanza, Sr. Fernández, tome Vd. al punto la lanza, y prepárese al combate, porque se acerca lo tremendo, y ahora verá quiénes son buenos patriotas y quiénes no lo son.
-No tomemos a broma estas graves cosas, señor D. Luis -dijo algo amoscado el que podremos llamar vencedor de Cerinola1-, ni nos escandalice a la vecindad con sus endemoniados aspavientos.
-¿A que no sabe Vd. lo que yo sé? -añadió Santorcaz-. ¿A que no sabe Vd. que el general Dupont, que estaba en Toledo, ha recibido orden de marchar a Andalucía, y que Moncey sale mañana de aquí para Valencia, y que Lefebvre, que está en Pamplona, irá pronto sobre la capital de Aragón; que Duhesme se extenderá por Cataluña y que Bessières baja hacia Valladolid a toda prisa con las divisiones de Lasalle y de Merle?
-¡Cómo se conoce que Vd. escupe en corro con la canalla! ¿Y cómo están sus mercedes del estómago? ¿Se han hecho al fin al vino de España? Y el gran duque de Berg, ¿cómo anda de sus calenturas? ¿Hay mieditis? Porque yo tengo para mí que si a esos señores se les caen los calzones es porque, como dijo el otro, al que mal vive, el miedo le sigue. Yo, en verdad, no sabía lo que Vd. acaba de decir; pero allá en la oficina oí decir otras cosillas que no sé si sonarán bien en las orejas de la canalla. ¿Por qué no va mi Sr. D. Luis a contárselas, a ver si con el gusto se les quita el destemple?
-¿Qué noticias son esas?
-Nada, poca cosa. Cuando el francés las sepa, verá Vd. qué contento se pone... Que en todas las ciudades se han nombrado o se van a nombrar Juntas, las cuales no harán caso de lo que se mande en Bayona, sino que...
-Pero si Fernando VII no es ya Rey de España, porque ha cedido sus derechos al Emperador, lo mismo que Carlos IV. ¿Qué son esas Juntas más que cuadrillas de insurgentes?
-Sí... pues que las quiten: es cosa fácil. ¡Demonios de Juntas! Y los muy simples están formando unos ejércitos... cosa de juego, Sr. de Santorcaz; cuatro gatos que estaban ahí en el Campo de San Roque con unos cuantos cañoncillos... Y también han dado en armarse los paisanos, lo mismo en Castilla que en Cataluña, que en Valencia, que en Andalucía... pero eso no vale nada; son hombres de alfeñique y alcorza, y no digo yo con balas, con saliva los destruirán los franceses.
-¿Y todo lo que sabe Vd. se reduce a que la Junta de Sevilla está formando un ejército con las tropas de San Roque que manda Castaños, y las de Granada que están a las órdenes de Reding? Pues eso lo sabe todo Madrid.
-Mira, Fernández -dijo oficiosamente doña Gregoria-, haces mal en revelar lo que sabes por tan buen conducto, porque yo no soy lerda para conocer que lo que hace nuestro ejército no se debe decir. Y sino, pongo por caso: si tú que estás enterado de todo, a causa de tu gran tino para la guerra, descubres lo que hace el ejército de Andalucía y llega a oídos del francés, puede aprovecharse de la noticia y entonces...
-¡Qué ha de aprovecharse, mujer, ni qué entiendes tú de estas cosas! Al contrario, yo quiero que el señor de Santorcaz vaya con el cuento. Y también en Castilla...
-Otro ejército, sí, compuesto de guardias de corps, acostumbrados a hacer la guerra en los palacios, de estudiantes, de paletos y contrabandistas ¡Ah! -exclamó Santorcaz, dando tregua a las bromas y hablando con completa seriedad-. Es una desgracia para nosotros el tener que confesar que no podemos batirnos con los franceses. ¿Qué importa que se armen multitud de paisanos, si esas turbas indisciplinadas antes que ayuda serán elemento de desconcierto para el escaso ejército español? ¿Qué obstáculo pueden ofrecer a los que han sometido la Europa entera, esos infelices alucinados, a quienes engaña su ignorancia? ¿Han visto alguna vez un campo de batalla? ¿Tienen idea de lo que significa la previsión, la táctica, el genio de un jefe experto para decidir la victoria? Es una triste cosa haber llegado a este extremo por las torpezas de nuestros Reyes; pero una vez aquí, no hay más remedio que someterse a lo que la Providencia ha querido hacer de nosotros. España no puede resistir la invasión, porque si la resistiera haría un milagro, una hazaña sobrenatural nunca vista. Condenada a ser de Napoleón y a ver sentado en su trono a un Rey de la familia imperial, lo más cuerdo es resignarse a este resultado con la conciencia de haberlo merecido.
-¡Que España será francesa, que España será de Napoleón! -exclamó el Gran Capitán encendido en violenta ira-. Sr. de Santorcaz, Vd. es un insolente, usted es un deslenguado, Vd. no tiene respeto a mis canas. Ya ¿qué se puede esperar de un trapisondista calavera como Vd. que abandonó a su familia por irse al extranjero a aprender malas mañas? ¡Decir que España ha de ser francesa! Salga Vd. de mi casa, y no ponga más los pies en ella. ¿Qué te parece, Gregoria? Mujer, ¿te estás con esa calma y no bufas de cólera como yo?
Y levantándose de su asiento, indicó a Santorcaz -42- con majestuoso gesto la puerta de la sala; mas como D. Luis no tuviera humor de marcharse, porque todos los días se repetía la misma escena sin resultado alguno, preparábase a comer tranquilamente, dejando que se desvaneciera, como efectivamente se desvaneció sin efusión de sangre, la ira de su honrado amigo. Durante la comida, D. Santiago gruñó un poco; pero la prudencia y discreción de su esposa evitó un choque que pudiera haber tenido calamitosas consecuencias.

- IV -
Lo que he contado pasaba el 20 de Mayo, si no me engaña la memoria.
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No tendrán Vds. idea del aspecto que ofrecía entonces Madrid, si no les digo que la gente toda andaba -44- azorada y aturdida, a veces llena de miedo y a veces haciendo esfuerzos para disimular su alegría. El odio a los franceses no era odio, era un fanatismo de que no he conocido después ningún ejemplo; era un sentimiento que ocupaba los corazones por entero sin dejar hueco para otro alguno, de modo que el amar a los semejantes, el amarse a sí mismo, y hasta me atrevo a decir el amar a Dios se adoptaban y sometían como fenómenos secundarios al gran aborrecimiento que inspiraban los verdugos del pueblo de Madrid.
A estos se les veía solos en todos los sitios: su presencia hacía detener o apresurar a los transeúntes, y era tan extraordinario este desvío, que hasta parecían ellos mismos afectados de profundo pesar, y se les observaba taciturnos y foscos, sintiendo que el suelo les quemaba las plantas de los pies. Habían llenado de trincheras y baterías el Retiro, y para ver en todo su orgullo y presunción a los invasores, no había más que dirigir el paseo hacia Oriente, y se les encontraba en grandes grupos alrededor de las cantinas, o paseando por la carretera de Aragón. Ningún español se encaminaba hacia allí, a no ser los granujas que entonces, como ahora, gustaban de meter las narices en todas partes. Yo, llevado de mi curiosidad, me acerqué al Retiro, y también recorrí otros sitios hacia el Mediodía, igualmente ocupados como posiciones ventajosas.
En el interior de Madrid las tiendas estaban desiertas, pues todas las personas que se juntaban para pedir o comunicar noticias se reunían en parajes ocultos, siendo de notar que ya entonces comenzaban a dar sus primeras señales de vida las sociedades secretas, aunque yo no vi ninguna, y digo esto sólo con referencia a vagos rumores. Como el afán por tener noticias relativas al levantamiento de las provincias, era una fiebre de que no estaban exentos ni los niños, ni los ancianos, ni las mujeres, cuando se sabía que D. Fulano de Tal había recibido una carta de Andalucía o de Galicia o de Cataluña, la casa se llenaba de amigos, y hasta los desconocidos se permitían invadirla ruidosamente para no esperar a que se les contara el gran suceso. Sacábanse copias de las cartas que hablaban de la Junta de Sevilla y de la sublevación de las tropas de San Roque, y aquellas copias circulaban con una rapidez que envidiaría la moderna imprenta. Todos los días y a todas horas se hablaba de los oficiales que habían huido de Madrid para unirse a los ejércitos de Cuesta o de Blake, y cuando se tropezaba con un militar o con algún joven paisano de buen porte y bríos, no se le hacía otra pregunta que esta: «¿Usted cuándo se va?». Las familias de las víctimas se habían olvidado ya de rezar por los muertos, y pensaban en equipar a los vivos. Escaseaban los jornaleros y menestrales, porque de los barrios bajos partían diariamente muchos hombres a engrosar las partidas de Toledo y la Mancha, y a pesar de los brutales bandos del general francés, ni faltaban armas en las casas, ni los fugitivos partían con las manos vacías.
Los invasores, que vigilaban el odio de la capital con la suspicacia medrosa del que ha padecido sus terribles efectos, no permitían, siendo tan grande su número y fuerza, que se manifestara lo que los madrileños pensaban y sentían; pero aun así, ¡cuántos cantares, cuántas jácaras, romances y décimas brotaron de improviso de la vena popular, ya amenazando con rencor, ya zahiriendo con picantes chistes a los que nadie conocía sino por el injurioso nombre de la canalla!
En el fondo de aquella grande agitación, y entre tantos recelos, había un júbilo secreto, pues como un día y otro llegaban noticias de nuevos levantamientos, todos consideraban a los franceses como puestos en el vergonzoso trance de retirarse. Aquel júbilo, aquella confianza, aquella fe ciega en la superioridad de las heterogéneas y discordes fuerzas populares, aquel esperar siempre, aquel no creer en la derrota, aquel no importa con que curaban el descalabro, fueron causa de la definitiva victoria en tan larga guerra, y bien puede decirse que la estrategia, y la fuerza y la táctica, que son cosas humanas, no pueden ni podrán nunca nada contra el entusiasmo, que es divino.
Como era natural, las noticias del levantamiento se exageraban mucho, y el entusiasmo popular veía miles de hombres donde no había sino centenares. Cuando las noticias venían de Bayona, eran objeto de sistemático desprecio, y las disposiciones del palacio de Marrás, así como la convocatoria de irrisorias Cortes en la ciudad del Adour, y el pleito homenaje por algunos grandes tributado a Bonaparte, daban pábulo a las sátiras sangrientas. Cuando alguno decía que vendría de Rey a Madrid el hermano de Napoleón, daba pie para las más ingeniosas improvisaciones del género epigramático. Todas las tertulias, que entonces eran muchas, pues la sociedad no se desparramaba aún por los cafés, eran, digámoslo así, verdaderos clubs donde latía sorda y terrible la conspiración nacional. Se conspiraba con el deseo, con las noticias, con las sospechas, con las exageraciones, con las sátiras, con verdades y mentiras, con el llanto tributado a los muertos y las oraciones por el triunfo de los vivos.
Tal era Madrid a fines de Mayo de 1808, antes de que sonaran los primeros cañonazos de Cabezón y los primeros tiros del Bruch. Dicho esto, se me permitirá que hable un poco de mi persona, pues atendiendo a que la desgracia halla siempre eco en las personas discretas y sensibles, creo que no soy saco de paja a los ojos de mis lectores, y que algún interés les inspiran los penosos trances de mi borrascosa existencia. Necesito, además, explicar por qué causas emprendí mi viaje a Andalucía entre Mayo y Junio; y si de buenas a primeras me presentara camino de Despeñaperros en compañía del desconocido Santorcaz.
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- VII -

El sol no tardó en salir aclarando el país y haciendo ver que no estábamos en Moravia, como vamos de Brunn a Olmutz, sino en la Mancha, célebre tierra de España.
El pueblo donde paramos a eso de las ocho de la mañana era Villarta, y dejando allí nuestros machos, tomamos unas galeras que en nueve horas nos hicieron recorrer las cinco leguas que hay desde aquel pueblo a Manzanares: ¡tal era la rapidez de los vehículos en aquellos felices tiempos! Cuando entrábamos en esta villa al caer de la tarde, distinguimos a lo lejos una gran polvareda, levantada al parecer por la marcha -69- de un ejército, y dejando los perezosos carros, entramos a pie en el pueblo para llegar más pronto, y saber qué tropas eran aquellas y a dónde iban.
Allí supimos que eran las del general Ligier-Belair que iba a auxiliar el destacamento de Santa Cruz de Mudela, sorprendido y derrotado el día anterior por los habitantes de esta villa. En la de Manzanares reinaba gran desasosiego, y una vez que los franceses desaparecieron, ocupábanse todos en armarse para acudir a auxiliar a los de Valdepeñas, punto donde se creía próximo un reñido combate. Dormimos en Manzanares, y al siguiente día, no encontrando ni cabalgaduras ni carro alguno, partimos a pie para la venta de la Consolación, donde nos detuvimos a oír las estupendas nuevas que allí se referían.
Transitaban constantemente por el camino paisanos armados con escopetas y garrotes, todos muy decididos, y según la muchedumbre de gente que acudía hacia Valdepeñas, en Manzanares, y en los pueblos vecinos de Membrilla y la Solana no debían de quedar más que las mujeres y los niños, porque hasta algunos inútiles viejos acudían a la guerra. Por último, resolvimos asistir nosotros también al espectáculo que se preparaba en la vecina villa, y poniéndonos en marcha, pronto recorrimos las dos leguas de camino llano: mucho antes de llegar divisamos una gran columna de negro humo que el viento difundía en el cielo. La villa de Valdepeñas ardía por los cuatro costados.
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Apretando el paso, oímos ya cerca del pueblo prolongado rumor de voces, algunos tiros de fusil, pero no descargas de artillería. Bien pronto nos fue imposible seguir por el arrecife, porque la retaguardia francesa nos lo impedía, y siguiendo el ejemplo de los demás paisanos, nos apartamos del camino, corriendo por entre las viñas y sembrados, sin poder acercarnos a la villa. En esto vimos que la caballería francesa se retiraba del pueblo, ocupando el llano que hay a la izquierda, y al mismo tiempo el incendio tomaba tales proporciones, que Valdepeñas parecía un inmenso horno. Los gritos, los quejidos, las imprecaciones que salían de aquel infierno, llenaban de espanto el ánimo más esforzado.
Al punto comprendimos que el interior del pueblo se defendía heroicamente, y que el plan de los franceses consistía en apoderarse de los extremos, incendiando todas las casas que no pudieran ocupar. De vez en cuando un estruendo espantoso indicaba que alguno de los endebles edificios de adobes había venido al suelo, y el polvo se confundía en los aires con el humo. Los escombros sofocaban momentáneamente el fuego; pero este surgía con más fuerza, cundiendo a las casas inmediatas. Al fin pareció que todo iba a cesar, y, según dijeron los que estaban más cerca, habían salido del pueblo algunos hombres a conferenciar con el general francés. Mucho tiempo debieron de durar las conferencias, porque no vimos que estos se -71- retiraran ni que concluyese el ruido y algazara en el interior; pero al cabo de largo rato un movimiento general de la multitud nos indicó que algo importante ocurría. En efecto, los franceses, replegando sus caballos en la calzada, retrocedían hacia Manzanares.
Cuando entramos en Valdepeñas, el espectáculo de la población era horroroso. Parece increíble que los hombres tengan en sus manos instrumentos capaces de destruir en pocas horas las obras de la paciencia, de la laboriosidad, del interés acumuladas por el brazo trabajador de los años y los siglos. La calle Real, que es la más grande de aquella villa, y, como si dijéramos, la columna vertebral que sirve a las otras de engaste y punto de partida, estaba materialmente cubierta de jinetes franceses y de caballos. Aunque la mayor parte eran cadáveres, había muchos gravemente heridos, que pugnaban por levantarse; pero clavándose de nuevo en las agudas puntas del suelo, volvían a caer. Sabido es que bajo las arenas que artificiosamente cubrían el pavimento de la vía, el suelo estaba erizado de clavos y picos de hierro, de tal modo que la caballería iba tropezando y cayendo conforme entraba, para no levantarse más.
A la calle se habían arrojado cuantos objetos mortíferos se creyeron convenientes para hostilizar a los dragones, y aun después del combate surcaban la arena turbios arroyos de agua hirviendo, que, mezclada -72- con la sangre, producía sofocante y horrible vapor. En algunas ventanas vimos cadáveres que pendían medio cuerpo fuera y apretando aún en sus crispados dedos el trabuco o la podadera. En el interior de las casas que no eran presa de las llamas, el espectáculo era más lastimoso, porque no sólo los hombres, sino las mujeres y los niños, aparecían cosidos a bayonetazos en las cuevas, y a veces cuando se trataba de entrar en alguna casa por dar auxilio a los heridos que lo habían menester, era preciso salir a toda prisa, abandonándolos a su desgraciada suerte, porque el fuego, no saciado con devorar la habitación cercana, penetraba en aquella con furia irresistible.
En resumen, franceses y españoles se habían destrozado unos a otros con implacable saña; pero al fin aquellos creyeron prudente retirarse, como lo hicieron, no parando hasta Madridejos. Cuando Santorcaz, Marijuán y yo seguimos nuestra marcha, para hacer noche en Santa Cruz de Mudela, el espíritu de los valerosos paisanos de Valdepeñas no había decaído, y tratando de reparar los estragos de aquella sangrienta jornada, parecían capaces de repetirla al siguiente día.
De lejos y al caer de la tarde distinguíamos la columna de humo, cubriendo el cielo de vagabundas y sombrías ráfagas, y el aragonés y yo no pudimos menos de maldecir en voz alta y expresivamente al tirano invasor de España. Contra lo que esperábamos, -73- Santorcaz no nos contestó una palabra, y seguía su camino profundamente pensativo.
- VIII -
Al pasar la sierra, me reconocí completamente sano de mi anterior enfermedad. La influencia sin duda de aquel hermoso país, el vivo sol, el viaje, el ejercicio equilibraron al punto las fuerzas de mi cuerpo, y respiraba con desahogo, andaba con energía, sin sentir malestar alguno en mis heridas. Todo rastro de dolor o debilidad desapareció, y me encontré más fuerte que nunca. Nada de particular hallamos durante nuestro tránsito por las nuevas poblaciones, a no ser la alarma, la inquietud y los preparativos de defensa. En la Carolina y en Santa Elena escaseaban mucho los hombres, porque la mayor parte habían ido a incorporarse a la legión formada por D. Pedro Agustín de Echévarri, legión cuya base fueron los valerosos contrabandistas del país. Quedaba, no obstante, en los desfiladeros de Despeñaperros bastante gente para detener todos o la mayor parte de los correos, y en varios puntos, apostadas las mujeres o los chiquillos en lo escabroso de aquellas angosturas, avisaban la proximidad del convoy para que luego cayeran -74- sobre él los hombres. También advertimos gran abandono en los primeros campos de pan que se ofrecieron a nuestra vista; y en algunos sitios las mujeres se ocupaban en segar a toda prisa los trigos todavía lejos de sazón. Cerca de Guarromán vimos grandes sementeras quemadas, señal de que había comenzado allí su oficio la horrible tea invasora.
Hasta entonces no había ocurrido ninguna colisión sangrienta entre los imperiales y los andaluces. Estos, al ver que de improviso por entre los romeros y lentiscos de la sierra a aquellos soldados de la fábula, tan hermosos y al mismo tiempo tan justamente engreídos de su valor, no volvieron de su asombro sino cuando los vieron desaparecer camino de Córdoba, y sólo entonces, sintiendo requemadas sus mejillas por generosa vergüenza, cayeron en la cuenta de que el suelo patrio no debía ser hollado por extranjeras botas. Los franceses encontraron el país tranquilo, y creyeron llegar felizmente a Cádiz; pero bajo las herraduras de sus caballos iba naciendo la yerba de la insurrección. Aquellos caballos no eran como el de Atila, que imprimía sello de muerte a la tierra, sino que por el contrario, sus pisadas, como un toque de rebato, iban despertando a los hombres y convocándolos detrás de sí.
Llegamos por último a Bailén, y explicaré por qué nos detuvimos en esta villa algunos días. Allí residía el ama de Marijuán, quien al presentarse a ella nos -75- rogó que le acompañásemos, y esta apreciable señora que era doña María Castro de Oro, de Afán de Ribera, condesa de Rumblar, nos recibió con tanto agasajo, nos ponderó de tal modo la ruindad de las posadas y ventas de la villa, que no tuvimos por conveniente hacernos de rogar, y aceptamos la hospitalidad que se nos ofrecía. La casa era grandísima y no faltaba hueco para nosotros, ni tampoco excelente comida y bebida de lo más selecto de Montilla y Aguilar.
-A estas horas -nos dijo la condesa- los franceses deben de haber empeñado una acción con el ejército de paisanos que dicen salió de Córdoba para defender el paso del puente de Alcolea. Si ganan los españoles, los franceses retrocederán hacia Andújar, y como han de estar muy rabiosos, cometerán mil atrocidades en el camino. No conviene que salgan ustedes de aquí, a no ser que tengan intención, como mi hijo, de incorporarse al ejército que se está formando en Utrera.
No eran necesarias tantas razones para convencernos. Nos quedamos, pues, en la ilustre casa; y ahora, señores míos, con todo reposo voy a contaros puntualmente lo que recuerdo de aquella mansión y de sus esclarecidos habitantes, destinados a figurar bastante en la historia que voy refiriendo.

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- IX -
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Al salir de Bailén supimos la derrota de los paisanos y soldados de regimientos provinciales en el puente de Alcolea, y en Alcaudete nos dieron otra terrible noticia, referente a la entrada de los franceses en Córdoba y al saqueo de aquella hermosa ciudad. Esto y el encuentro de algunos hombres dispersados de la partida de Echévarri nos inclinó a tomar el camino de Écija; pero el día 16 supimos que los franceses habían evacuado a Córdoba; y adoptando nuestro primitivo itinerario, divisamos en la mañana del 18 un inmenso caserío blanco, que destacaba sobre el verde-azul de la lejana sierra infinidad de torres, minaretes, espadañas y cimborrios.

- X -

Era Córdoba, la ciudad de Abdherrahmán4, la Meca de Occidente, la que fue maestra del género humano, la vieja andaluza, que aún se engalana con algunos restos de su antigua grandeza; todavía hermosa, a pesar de los siglos guerreros que han pasado por ella; ya sin Zahara, sin Academias, sin pensiles, sin aquellas doscientas mil casas de que hablan los cronistas árabes; sin califa, sin sabios, pero orgullosa aún de su mezquita catedral, la de las ochocientas columnas; triste y religiosa, habiendo sustituido el bullicio de sus bazares con el culto de sus sesenta iglesias y sus cuarenta conventos; siempre poética y no menos rica en la decadencia cristiana que en el apogeo musulmán; ciudad que hasta en los más pequeños accidentes lleva el sello de los siglos; tortuosa, arrugada, defendiéndose de la luz como si quisiera ocultar su vejez; escondida en sus interiores donde guarda innumerables maravillas, y siempre asustada al paso del transeúnte; protectora de los enamorados para quienes ha hecho sus mil rejas y ha oscurecido sus calles; devota y coqueta a la vez, porque cubre con sus joyas las imágenes sagradas, y se engalana y perfuma aún con los jazmines de sus patios.
Tal era la ciudad que había estado entregada por tres días a la brutal y salvaje codicia de los soldados de Dupont. Este desgraciado general, que desde entonces comenzó a sentir aquel aturdimiento e indecisión que lo acompañaron hasta capitular, temeroso de ser sorprendido allí por las tropas de Castaños, se retiró el 16 de Junio, dirigiéndose a Andújar, desde donde pidió refuerzos a Madrid.
El 18 entramos nosotros en la ciudad saqueada, aún llena de mortal espanto. Todavía no había sido lavada la sangre que manchaba sus calles, ni sabían exactamente los cordobeses a ciencia cierta el dinero y cantidad de alhajas que se les habían robado. Antes que en contar lo que les quedaban pensaron en armarse, y si antes habían ido a la lucha, además de los regimientos provinciales y las milicias urbanas, los paisanos del campo, después del saqueo todas las clases de la sociedad se apercibieron para lo que más que guerra era un ciego plan de exterminio, pues no se decía vamos a la guerra, sino a matar franceses.
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-¿Y crees que España podrá echar fuera a la canalla? ¡Ah!, yo no participo de la ilusión de esta buena gente. ¿Qué pasó el día 9 en el puente de Alcolea? Aquellos pobres paisanos, a quienes no se puede negar el valor, huyeron ante las tropas disciplinadas del general Dupont. En Córdoba tampoco se les puso resistencia, y ¡qué horror, Dios mío!, ¡qué tres días de angustia! Todos creíamos que los franceses entrarían -96- con bandera de paz, porque la gente de Echévarri abandonó la ciudad, y los de aquí no trataban de hacer resistencia. Llegaron los franceses a la Puerta Nueva, y mientras las autoridades hablaban con ellos para darles entrada, de una casa cercana salieron algunos tiros. Furiosos los enemigos, después de derribar la puerta a cañonazos, desparramáronse por las calles de Córdoba asesinando a cuantos encontraban al paso y metiéndose en las casas para coger cuanto había. No puedes figurarte lo que era aquello. Mudos de espanto y ansiedad estábamos todos aquí, atento el oído a los rumores de la calle, cuando sentimos que las puertas caían a golpes, y penetraba aquella soldadesca bestial, diciendo que se les entregasen todos los objetos de valor. El miedo nos impidió andar en contestaciones con ellos, y al punto les dimos alhajas, dinero, plata de mesa y cuanto había, deseando que se lo llevasen todo de una vez para no escuchar sus insultos. Mas luego bajaron a la bodega sedientos de vino: no contentos con echar fuera las cubas pequeñas, bebían en las llaves de las pipas grandes, y dejándolas luego abiertas, corría el Montilla de setenta y cinco años inundando las cuevas. Uno de aquellos salvajes pereció ahogado en vino. Pero al fin se fueron de casa sin cometer atrocidades de otra clase, y nos vimos libres de semejante chusma. En otras partes los horrores no pueden contarse. Robaron todo el dinero de la administración, toda -97- la plata de los conventos, los vasos sagrados, los cálices, las custodias, las alhajas de las imágenes; penetraron también en los conventos de frailes, muchos de los cuales murieron asesinados; convirtieron en lupanar la iglesia de Fuensanta, y por tres días Córdoba no fue una ciudad, fue un infierno, porque todos los demonios, todas las maldades y abominaciones cayeron sobre ella. Por las calles se les encontraba borrachos, llenos de inmundicia, y se revolcaban en el lodo, engullendo vorazmente la comida que sacaban a viva fuerza de las casas. Los generales franceses, avergonzados de tanta bajeza, querían someterlos a palos; pero fue preciso emplear mucho rigor, y algunos hubieron de ser fusilados para hacer entrar en razón a los demás. Por último, saliendo de Córdoba para Andújar, esos cafres nos han dejado en paz por algún tiempo. ¡Qué espantoso estado el de España! Y lo peor es que sucumbirá. ¡Qué horrores, qué días terribles nos aguardan!
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- XI -

-Sobrina -dijo el marqués-, ya pronto tendremos aquí las tropas de Castaños. ¿Sabes lo que ahora le decía al Sr. de Malespina? Pues le decía que si la Junta de Sevilla me comisionara para entrar en negociaciones con los franceses, tal vez lograría poner fin a esta desastrosa guerra.
-¿Qué negociaciones, ni qué ocho cuartos? -dijo con desprecio Malespina-. ¡Oh! ¡Si la Junta de Sevilla siguiera el plan que he imaginado estos días! Mientras no demos a la artillería el lugar que le corresponde, no es posible alcanzar ventaja alguna. Mis recientes estudios sobre cyclodiatomía y catapéltica, me han hecho descubrir importantes principios que ahora debieran llevarse a la práctica.
-Reniego de la ciencia que inventa medios de destrucción -exclamó con gesto elocuente el marqués-, cuando por las vías diplomáticas pudieran las Naciones resolver todas sus querellas. ¡La guerra! ¿De qué sirve la guerra? ¿Vale la pena de que perezcan miles de seres humanos por una cuestión que podría arreglarse con un pedazo de papel y una pluma mojada en tinta, puesta en manos de alguna persona que yo me sé?
-Hombre de Dios, sin la guerra ¿qué sería del mundo? Y sobre todo, ¿qué sería del mundo sin la artillería? Montecúculi dice que las batallas dan y quitan las coronas, concluyen las guerras e inmortalizan al vencedor.
-¡Sangre y luto y desolación! Pero no disputemos sobre el volcán, amigo. La guerra es un mal, pero existe hoy entre nosotros. Lo que conviene es buscar alianzas en Europa. Por eso desde que llegué a Andalucía sugerí a la Junta Suprema la idea de pedir auxilio a Inglaterra. Magnífico pensamiento, que ni a Saavedra, ni al padre Gil se le había ocurrido.
-Y ¡Vd. se atribuye la invención! -dijo con sorna Malespina-. Pero hombre de Dios, si los asturianos fueron los primeros que en tal cosa pensaron, y desde el 30 de Mayo salieron de Gijón mis queridísimos amigos D. Andrés Ángel de la Vega y el vizconde de Matarrosa, hijo del conde de Toreno...
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En Córdoba reinaba gran impaciencia por la tardanza del ejército de Castaños. Entonces, como ahora y como siempre, los profanos en el arte de la guerra arreglaban fácilmente las cuestiones más arduas, charlando en cafés y en tertulias, y para ellos era muy fácil, como lo es hoy, organizar ejércitos, ganar batallas, sitiar plazas y coger prisionero a medio mundo. A los profanos se unían los bullangueros y voceadores que entonces ¡santo Dios!, pululaban tanto como en nuestros felices días, y entre aquellos y estos y el torpe vulgo, armaban tal algazara, que no sé cómo las Juntas y los generales podían resistirla.
Principiaron a hacerse comentarios muy diversos sobre la lentitud con que Castaños organizaba sus tropas; unos aseguraban que tenía miedo; otros que estaba decidido a dar la batalla, pero que seguro de perderla, tenía tomadas sus medidas para retirarse a Cádiz y huir a América con lo más granado de sus tropas; otros, en fin, se atrevieron a más, y pronunciaron la palabra traidor. Esta palabra no era entonces palabra, era un puñal: víctimas de ella fueron Solano en Cádiz, Filangieri en Galicia, Cevallos en Valladolid, Ordóñez en Palencia, el conde del Águila en Sevilla, Trujillo en Granada, Torre del Fresno en Badajoz, el barón de Albalat en Valencia. Inútil era decir a los impacientes de Córdoba que un ejército no se instruye, arma y equipa en cuatro días: nada de esto entendían. Aunque al través del tiempo nos parezca lo contrario, entonces se chillaba mucho, y también había quien tomara muy a pechos los asuntos de la guerra sólo por el simple placer de meter ruido, y también para hacerse notar. Todos los días oíamos decir: «mañana viene el ejército» o «ya ha salido de Utrera, ya está en Carmona...». Pero pasaban días y el ejército no venía.
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Pero un día, precisamente el 1º de Julio, cambió repentinamente la situación de mi espíritu. Atiendan ustedes que esto es de suma importancia. Por fin, tras larga espera llegó el ejército del general Castaños, y al anochecer debía partir para el Carpio.
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- XIV -
Antes de llegar a la posada, fuerte ruido de tambores y cornetas me anunció la salida del ejército. Corrí a buscar mis armas y mi caballo, y antes de que se notara mi falta, ya estaba en fila con el señorito conde de Rumblar, Marijuán y los demás de la partida. Era ya de noche cuando salimos, y el pueblo todo tomó parte en aquella espontánea fiesta de nuestra despedida: millares de luces se encendieron a nuestro paso en balcones y puertas; ninguna mujer dejó de saludarnos desde la reja, ya sin galán, y todos los chicos engendrados por aquella fecunda generación, salieron delante de los tambores acompañándonos hasta más allá de la Puerta Nueva.
Anduvimos toda la noche, y al día siguiente, al salir del Carpio, nos desviamos del camino real de Andalucía tomando a la derecha en dirección a Bujalance. Durante esta primera jornada encontramos a Santorcaz, que había salido de Bailén para incorporarse a su cuadrilla, y a todos nos dio mucho gusto el verle.
-Aquí traigo varios regalitos que le manda a usted su señora mamá -dijo a mi amo, entregándole unos paquetes-. La señora estaba desazonada por no haber tenido noticias de Vd., y me encargó que le cuidase bien. ¿Hizo el señor conde las visitas que doña María le encargó?
-Puntualmente -contestó mi amo-. Y Vd., ¿por qué no ha venido antes?
-¡Qué demonio! -exclamó Santorcaz-. Con estas cosas ni tenemos posta, ni quien lleve una carta. Sin embargo, yo recibí las que esperaba, y aquí estoy al fin, deseando, como los demás, que tropecemos con los franceses.
Desde entonces fue Santorcaz el principal personaje de la cuadrilla después del amo, lugar que supo conquistarse con su desenvoltura y la amenidad subyugadora de su conversación. Él ponía todo su esmero en agradar a D. Diego, cosa fácil de conseguir; -133- y siempre fijo al lado de este, cautivó prontamente el ánimo del buen chico, ya contándole hazañas y extraordinarios hechos, ya sugiriéndole con su fértil imaginación ideas y conceptos propios para enloquecer a un joven de chispa, pero muy atrasado en su desarrollo intelectual.
Y a todas estas, señores míos, ni una palabra os he dicho de aquel ejército, ni de su extraña composición; pero atended ahora, que lejos de ser tarde, es esta la ocasión propicia de hacerlo, según el refrán que dice: cada cosa en su tiempo y los nabos en adviento.
La base del ejército de Andalucía estaba en las tropas del campo de San Roque mandadas por Castaños, y en las que después trajo D. Teodoro Reding de Granada. Componíase de lo más selecto de nuestra infantería de línea, con algunos caballos y muy buena artillería, no excediendo su número de trece a catorce mil hombres. Agregáronse a aquellas fuerzas algunos regimientos provinciales y los paisanos que espontáneamente o por disposición de las Juntas, se engancharon en las principales ciudades de Andalucía. Difícil es conocer la cifra exacta a que se elevaron las fuerzas de paisanos armados; pero seguramente eran muchos, porque la convocatoria había llamado a todos los mozos de diez y seis a cuarenta y cinco años, solteros, casados y viudos sin hijos, de cinco pies menos una pulgada, medidos descalzos. Además de los notoriamente inútiles, como cojos, mancos, ciegos, etc., se -134- exceptuaba a los que tenían su mujer embarazada o ejercían cargos públicos, así como a los ordenados de Epístola; pero no había excepción por razón de cosecha o labores del campo. Los únicos rechazados de las filas, sin tener aquellos reparos, eran los negros, mulatos, carniceros, verdugos y pregoneros. Con paisanos, pues, creó Sevilla cinco batallones y dos regimientos de caballería; Cádiz mandó el batallón de tiradores que llevaba su nombre, y las ciudades y villas de Utrera, Jerez, Osuna, Carmona, Jaén, Montoro y Cabra, enviaron cuerpos de infantería y caballería de número irregular.
Esto aumentó el ejército; pero aún debía crecer un poco más aquel que empezó enano y debía ser gigante terrible, si no por su tamaño, por su fuerza. Los militares españoles que el Gobierno de Madrid incorporaba a las divisiones de Moncey, de Vedel o de Lefebvre iban huyendo de sus traidoras filas en cuanto se les presentaba ocasión para ello, de tal modo que al verificar sus marchas aquellos ejércitos por parajes montuosos y accidentados, veían que los españoles se les escapaban por entre los dedos, como suele decirse. Los desertores acudían a engrosar las tropas del ejército de Blake, del de Cuesta o del de Castaños; y a Carmona y a Córdoba llegaron muchos, escapados de las filas de Moncey, así como casi todos los que hacían la campaña de Portugal con Junot. Aquellos oficiales y soldados al romper la disciplina literal que -135- los sujetaba a la Francia invasora para acudir al llamamiento de la disciplina moral de su patria oprimida, hacían el viaje disfrazados, traspasaban a pie las altas montañas y los ardientes llanos, hasta encontrar un núcleo de fuerza española. Daba lástima verles llegar rotos, descalzos y hambrientos, aunque su gozo por hallarse al fin en tierra no invadida les hacía olvidar todas las penas. Con estos desertores, entre quienes había guardias de corps, walones, ingenieros, y artilleros, aumentó un poco nuestro ejército.
Pero aún creció algo más. La Junta de Sevilla había indultado el 15 de Mayo a todos los contrabandistas y a los penados que no lo fueran por los delitos de homicidio, alevosía o lesa majestad divina o humana, y esto trajo una legión, que si no era la mejor gente del mundo por sus costumbres, en cambio no temía combatir, y fuertemente disciplinada, dio al ejército excelentes soldados. Ibros, lugar célebre en los fastos del contrabando; Jandulilla, Campillo de Arenas, y otras localidades, entregadas más tarde al sable de la guardia civil y de los carabineros, enviaron respetables escuadrones, con la particularidad de que por venir armados hasta los dientes, y ser todos unos caballeros de muy buen temple, que sabían dónde echaban la boca del trabuco, se les reputó como auxiliares muy eficaces del ejército. Cuerpos reglamentados españoles, con algunos suizos y walones; regimientos -136- de línea que eran la flor de la tropa española; regimientos provinciales que ignoraban la guerra, pero que se disponían a aprenderla; honrados paisanos que en su mayor parte eran muy duchos en el arte de la caza, y por lo general tiraban admirablemente; y por último, contrabandistas, granujas, vagabundos de la sierra, chulillos de Córdoba, holgazanes convertidos en guerreros al calor de aquel fuego patriótico que inflamaba el país; perdidos y merodeadores, que ponían al servicio de la causa nacional sus malas artes; lo bueno y lo malo, lo noble y lo innoble que el país tenía, desde su general más hábil hasta el último pelaire del Potro de Córdoba, paisano y colega de los que mantearon a Sancho, tales eran los elementos del ejército andaluz.
Se formó de lo que existía; entraron a componer aquel gran amasijo la flor y la escoria de la Nación; nada quedó escondido, porque aquella fermentación lo sacó todo a la superficie, y el cráter de nuestra venganza esputaba lo mismo el puro fuego, que las pestilentes lavas. Removido el seno de la patria, echó fuera cuanto habían engendrado en él los gloriosos y los degenerados siglos; y no alcanzando a defenderse con un solo brazo, trabajó con el derecho y el izquierdo, blandiendo con aquel la espada histórica y con este la navaja.
En cuanto a uniformes y trajes, los había de todas las formas conocidas. Es prodigioso cómo se equipó -137- aquel ejército de paisanos en diez y seis días. La administración actual, con todos sus recursos, es un sastre de portal comparada con aquel confeccionador que puso en movimiento millones de agujas en dos semanas. En cierto estado que la historia no ha creído digno de sus páginas, pero que existe aún, aunque en el olvido, se consigna el número de piezas de vestuario que hicieron gratuitamente las monjas y señoras de Sevilla. Dice así: «Por las comunidades y señoras de distinción se han hecho 3.335 camisas, 1.768 pantalones y 167 casacas de soldado: 1.001 camisas, 312 pantalones y 700 chalecos de sargento: 374 botines de paño, 149 sacos de caballería, 16 mochilas y 1.684 escarapelas». Las señoras de Alcolea, las de Carmona, Lora del Río y otros pueblos figuran en la cuenta con cifras parecidas.
Esta diversidad de manos en la hechura del vestuario indica que la voz uniforme, en lo tocante a voluntarios, era una palabra. Al lado de las casacas blancas con solapa negra, carmesí o azul que vestían la mayor parte de los regimientos de línea; al lado de las levitas azules con bandolera que vestían los walones y los suizos, veíamos los chaquetones de paño pardo con que se cubría la gente colecticia. Entre los altos morriones de la artillería y las gorras de los granaderos, llamaban la atención nuestros blancos sombreros portugueses y las gorras de cuartel y los tocados de innumerables clases con que cubrían sus -138- chollas los tiradores y voluntarios de los pueblos. Como antes he dicho, aquel ejército hacía reír.
¿Y el dinero para la guerra? Causa risa ver cómo se da hoy de calabazadas un ministro de Hacienda para arbitrar con destino a otra guerra unos cuantos millones que nadie quiere darle si no hipoteca hasta el último pingajo de la Nación. Aprended, generaciones egoístas. Leed las listas de donativos hechos por los gremios, por los comerciantes, por los nobles y hasta por los mendigos. ¡Aquel sí era llover de dinero, y reunirlo a montones, sin que ni un realito de vellón se escapase por entre los agujeros del cesto administrativo! En la lista de donaciones hay una partida conmovedora que dice así: «La señora condesa viuda de Montelirios ha entregado su toaleta de plata, manifestando el sentimiento de que sus medios no alcancen tanto como su voluntad».
¿Habrá hoy quien dé su toaleta?...



- XV -

Nuestra marcha por Cañete de las Torres en dirección al río Salado era un verdadero paseo triunfal, mejor dicho, casi no parecía que marchábamos, porque la gente de los pueblos, incluso mujeres, ancianos -139- y chicos, nos seguían a un lado y otro del camino, improvisando fiestas y bailes en todas las paradas. Cuando el ejército se detenía, se eclipsaban en apariencia todos los males de la patria, porque la tropa, recobrando el buen humor, convertía el campamento en una especie de feria. Yo no sé de dónde salían tantas guitarras; no pude comprender de qué estaban hechos aquellos cuerpos tan incansables en el baile como en el ejercicio, ni de qué metal durísimo eran las gargantas, para ser tan constantes en el gritar y cantar.
Durante la primera semana del mes de Julio no nos faltaron víveres abundantes, así es que lo pasábamos perfectamente; y como tampoco tropezamos con los franceses, que estaban establecidos, aunque muy inquietos, al otro lado del río, a todos, especialmente a los inexpertos, nos parecía la guerra una ocupación dulcísima.
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Todo el ejército tenía gran impaciencia por venir a las manos con la canalla. Como existen en todo campamento, además del supremo consejo que se celebra en la tienda del general, tantos consejillos como grupos de soldados se escalonan aquí y allí en la cantina o en el campo raso, para echar una caña o tirar un par de cartas, nosotros estábamos dilucidando siempre en pequeños cónclaves la eterna cuestión de nuestro encuentro con los franceses. ¡Cuántas veces reunidos junto a un tambor donde había un jarro de vino, dispusimos el paso del río, el ataque del enemigo en su posición de Andújar, u otra hazaña de la misma harina! Un día hallándonos en Porcuna, y después que se nos unió el ejército de Reding, resolvimos, después de ardiente discusión, que nuestros generales estaban atolondrados, y sin saber qué plan adoptarían. El conde de Rumblar dijo que iba a escribir a su maestro D. Paco, para que le dijera lo que más convenía hacer; pero como todos se rieron de esta ocurrencia, nuestro generalito se amoscó y fue a que le consolara con sus adulaciones interminables el lugarteniente Santorcaz.
Por último, tras largo consejo celebrado por los -141- generales, se dijo que iban a ser distribuidas las divisiones para tomar la ofensiva inmediatamente. Aquel día, que fue si no recuerdo mal el 12 o el 13 de Julio, vi por primera vez al general Castaños, cuando nos pasó revista. Parecía tener cincuenta años, y por cierto que me causó sorpresa su rostro, pues yo me lo figuraba con semblante fiero y ceñudo, según a mi entender debía tenerlo todo general en jefe puesto al frente de tan valientes tropas. Muy al contrario, la cara del general Castaños no causaba espanto a nadie, aunque sí respeto, pues los chascarrillos y las ingeniosas ocurrencias que le eran propias las guardaba para las intimidades de su tienda. Montaba airosamente a caballo, y en sus modales y apostura había aquella gracia cortés y urbana, que tan común ha sido en nuestros Césares y Pompeyos. Es preciso confesar que a caballo y en las paradas hemos tenido grandes figuras. Esto no es decir que Castaños fuera simplemente un general de parada, pues en 1808, y antes de inmortalizar su nombre tenía muy buenos antecedentes militares, aunque había hecho su carrera con rapidez grande, si no desusada en aquellos tiempos. A los doce años de edad obtuvo el mando de una compañía; a los veintiocho le hicieron teniente coronel y a los treinta y tres coronel. Si en su juventud no asistió a ninguna campaña, en 1794, y cuando tenía treinta y ocho años y la faja de mariscal de campo, estuvo en la del Rosellón a las órdenes -142- del general Caro, y allí le hirieron gravemente en el lado izquierdo del cuello. Cuentan que la ligera inclinación de su cabeza hacia aquel lado provenía de la tal herida.
Voy a decir de qué manera nos distribuyeron. La primera división la mandaba Reding, la segunda Coupigny y la tercera Jones: la reserva estaba a las órdenes de D. Juan de la Peña, y mandaban destacamentos sueltos compuestos poco más o menos de mil hombres, y en calidad de tropas volantes para mortificar al enemigo, D. Juan de la Cruz, el marqués de Valdecañas y D. Pedro Echévarri, que después fue uno de los más famosos polizontes de la reacción. Trescientos escopeteros que habían salido Dios sabe de dónde, eran capitaneados por el presbítero D. Ramón de Argote. ¿No es verdad que hubiera estado mejor diciendo misa?
A caballo éramos tres mil, fuerza no muy grande si se considera que íbamos a operar en país entrellano y contra jinetes muy aguerridos; pero en cambio nuestra artillería era de primer orden. Teníamos veinticuatro piezas, servidas por el Real Cuerpo, con lo más florido de aquella oficialidad a quien estaba reservada la mayor gloria de la guerra, desde el 2 de Mayo hasta la batalla de Vitoria.
Nosotros nos extendíamos por la izquierda del Guadalquivir, ocupando los pueblos de Porcuna y Lopera; y alargando una de nuestras alas por el camino -143- de Arjonilla, observábamos la orilla derecha, mientras la otra ala se extendía hacia Higuera de Arjona buscando a Mengíbar. El francés ocupaba a Andújar con las fuerzas que primitivamente trajo a Andalucía, y que habían vencido en el puente de Alcolea y saqueado a Córdoba. La división de Vedel, fuerte de diez mil hombres, ocupaba a Bailén, y la pequeña división de Ligier-Belair, el mismo general a quien vimos batirse con los vecinos de Valdepeñas en los primeros días de Junio, estaba en Mengíbar guardando el paso del río por aquella parte. Andújar, Bailén, Mengíbar. Del primero al segundo punto corría la carretera general de Andalucía, desde Bailén a Mengíbar el camino que iba a Jaén, y desde Mengíbar a Andújar el río. Conserven Vds. en la memoria la disposición de este triángulo para comprender la importancia de los movimientos de ambos ejércitos.
Cualquiera que fuese el pensamiento de nuestros generales, lo cierto es que la primera división recibió orden inmediata de ponerse en marcha, mientras Castaños con la tercera y la reserva se dirigía hacia el puente de Marmolejo para pasarlo y atacar a Dupont en Andújar. Ya he dicho que mandaba D. Teodoro Reding la primera división: lo que aún no ha sido escrito por la historia ni dicho por mí, es que yo formaba parte de ella, porque toda la caballería voluntaria había sido incorporada, mejor dicho, fundida -144- en los batallones del ejército, que apenas contaban con la mitad del contingente. A mi amo y a los que le seguían nos tocó formar en las filas del regimiento de Farnesio, mientras que los lanceros de Sevilla fueron casi todos incorporados al regimiento de España.
El día 13 nos separamos de nuestros compañeros y tomamos el camino, mejor dicho, las veredas y trochas que conducían a Mengíbar. No llegábamos a seis mil; pero éramos buena gente aunque me esté mal el decirlo. El regimiento de guardias walones, los suizos, el de la Corona, el de Irlanda, el de Jaén, los granaderos provinciales, los fusileros de Carmona, la caballería de Farnesio y las seis bocas de fuego que mandaba D. Antonio de la Cruz, eran piezas respetables, orgullosas de sí mismas. Teníamos por general a un hombre impetuoso, de más arrojo que prudencia, mediano táctico; pero incansable en las marchas. Nuestro jefe de Estado Mayor, D. Francisco Javier Abadía, era un militar muy entendido, quizás de los mejores que entonces tenía el ejército español, y el coronel puesto al frente de la artillería pasaba por un oficial de mucho entendimiento en su arma. Nosotros le llamábamos el sainetero por ser hijo de D. Ramón de la Cruz.
Adelante, pues. Al llegar a Mengíbar, encontramos la población muy alborotada, porque un destacamento francés enviado a Jaén en busca de víveres, después de saquear horriblemente esta ciudad, había -145- retrocedido a su cuartel general asolando a su paso la comarca. De Jaén se contaban atrocidades que apenas son creíbles en militares de un país europeo. Dijéronnos que mujeres y niños habían sido inhumanamente degollados y que igual muerte padecieron dentro de sus mismos hospitales varios frailes agustinos y dominicos enfermos. La consternación de aquellos pueblos era excesiva, y al aproximarse las tropas acudían en tropel a nuestro encuentro, derramando lágrimas de ira, suplicándonos que no dejáramos vivo un francés, y pidiendo los viejos aún fuertes y los rapaces de doce años que se les dejase marchar entre las filas para ayudarnos. Según nos decían, después del saqueo, en los caseríos inmediatos al tránsito, Almenara, Fuente del Rey, Grañena y otros no habían dejado ni un grano de trigo, ni un azumbre de vino, ni un puñado de paja. Hasta las medicinas de las boticas y de los hospitales de Jaén fueron robadas, y al propio tiempo ni un carro ni una mula quedaron en todos aquellos contornos.
Muchas familias expoliadas habían acudido a Mengíbar. En la plaza del pueblo dos frailes escapados a las carnicerías de Jaén, predicaban el exterminio de los franceses. Al ver la indignación de aquella infeliz gente robada y vejada, al ver las mujeres que acudían frenéticas y rabiosas pidiéndonos que vengáramos a sus inocentes hijos degollados sin piedad en la cuna, comprendí las crueldades de que por su parte -146- empezaban a ser víctimas los franceses, cuando se rezagaban.


- XVI -

Antes de decidirse a pasar el río, nuestro general mandó una pequeña fuerza en reconocimiento de la situación de las tropas de Coupigny. Algunos jinetes de Farnesio tomaron parte en esta expedición, y Marijuán que fue en ella, nos contó a su regreso en la tarde del 15, que habían encontrado la división del marqués hacia Villanueva de la Reina, donde le entregaron los pliegos de Reding. Desde el campamento de Coupigny se había visto una gran polvareda en la orilla derecha, y parecía que la división de Vedel marchaba desde Bailén a Andújar, para reforzar a Dupont, que ya había trabado la lucha con Castaños. La gente venida de Arjonilla aseguraba haber oído fuerte cañoneo hacia la parte de los Visos.
-A estas horas -decía Marijuán-, o ellos o los de Castaños han de estar derrotados.
-¿Y qué esperaba el marqués en Villanueva de la Reina? -preguntó Santorcaz con aquella suficiencia estratégica que le hiciera tan digno de admiración a los ojos del joven D. Diego.
-147-
-Allí se estaba tan quieto -repuso Marijuán-. Parece que está de acuerdo con nuestro general para operar en combinación y atacar juntos a Bailén.
-¿Pero qué estrategia es esa, ni a qué conduce atacar a Bailén? -dijo Santorcaz, atrayendo en su alrededor un círculo de soldados-. ¿No dices que la división Vedel salió de Bailén y está ya sobre Andújar?
-Sí: así lo decían en Villanueva.
-Pues si no hay enemigos en Bailén, ¿qué es eso de atacar a Bailén? Se tratará de ocuparlo para luego avanzar por el arrecife y embestir a Dupont y a Vedel por la espalda, mientras Castaños, Jones y Peña lo atacan de frente.
-Eso, eso será -dijimos todos-. De ese modo les cogeremos entre dos fuegos y no escapará ni una patena de las que han robado en Córdoba.
-Pero si ese es el plan, ya debía estar puesto en ejecución. Si se están batiendo en Andújar, a estas horas deberíamos estar nosotros cayendo sobre la retaguardia francesa; mientras que si nos ponemos en marcha esta noche y llegamos mañana, sabe Dios...
Al anochecer se nos puso en movimientos río arriba, lo cual no comprendimos ni poco ni mucho hasta que algunos compañeros que eran del país y conocían el terreno nos dijeron que íbamos buscando el vado del Rincón para pasar al otro lado. Por la noche algunas fuerzas de infantería y dos piezas pasaron por -148- junto a la barca, mientras el grueso del ejército con la caballería nos disponíamos a hacerlo media legua más arriba. Antes de amanecer sentimos algunos tiros del otro lado, y diósenos orden de hacer el menor ruido posible, y de no encender lumbre. La noche era calurosa: habíamos comido poco y mal el día anterior, y con esto y el no dormir no estábamos del mejor humor; pero la guerra tiene mil contrariedades, y ojalá fueran todas como aquella. Entramos al fin en el río, cuya frescura era agradable a nuestros cuerpos, secos e irritados por el calor y el polvo, y algún tiempo después, cuando comenzaban a iluminar el horizonte los primeros vislumbres de la aurora, ya éramos dueños de la orilla derecha. El mayor general Abadía, que había dirigido el paso, nos mandó replegarnos a un sitio bajo, donde casi toda la fuerza podía permanecer oculta, y allí aguardamos más de media hora. No se veían los enemigos por ningún lado; pero allá lejos hacia la barca continuaba cada vez más vivo el tiroteo de fusil.
El terreno es por allí bastante quebrado, abundando los matorrales y chaparros; y entre estos designaron un camino de trocha por donde avanzó la infantería, mientras a los de a caballo se nos mandó caminar por terreno más alto. Habíamos tomado tan al pie de la letra la orden de no hacer ruido, que avanzamos despacio y silenciosamente con el alma en suspenso y los ojos atentamente fijos en el último término -149- del terreno hacia la izquierda, punto donde se había trabado la acción. Vimos al fin a los franceses tiroteándose con nuestros compañeros, con aquellos que habían pasado la barca durante la noche, y luchaban en un campo bajo salpicado de espesos matorrales.
En una pequeña loma, y como a dos tiros de fusil de aquel sitio, brillaba inmóvil e imponente una cosa que desde el primer momento atrajo nuestras miradas, infundiéndonos cierto recelo. Era un escuadrón de coraceros, la mejor caballería del ejército de Dupont. Todos los jinetes contemplamos el resplandor de las bruñidas corazas, en cuyos petos el sol naciente producía plateados reflejos; y después de mirar aquello sin decir nada, nos miramos unos a otros, como si nos contáramos. Ni una voz se oía en nuestras filas: a todos se nos había cambiado el color, y temblábamos aunque cada cual hiciera esfuerzos por disimularlo. El único rumor que turbaba el profundo silencio de nuestro regimiento, donde hasta los caballos parecían contener el aliento y explorar el campo con atónitos ojos, era un ligero y casi imperceptible son metálico producido por las estrellas de las espuelas. Aquel temblor de piernas es un accidente que la caballería observa siempre en el comienzo de todas las batallas.
El combate, principiado en guerrillas, arreciaba desde que empezó la infantería a desplegar un frente -150- compacto de consideración. Pero casi toda la tropa española se mantenía en reserva, esperando a saber fijamente si los franceses ocultaban una gran fuerza en la carretera de Bailén. Mientras el frente español aumentaba sus tiros, resistiendo a las innumerables guerrillas francesas, que al abrigo de sus posiciones medio atrincheradas hacían fuego mortífero, la artillería continuaba a retaguardia, y la caballería, asimismo fuera de acción, recibió orden de ocupar un cerro a mano derecha. Fijos allí, no quitábamos los ojos de la tremenda fila de corazas que resplandecían en la loma de enfrente, quietas y confiadas en su valor y pesadumbre. Aquella fuerza era muy superior a la nuestra por su organización y la marcialidad de cada uno de sus soldados; pero nosotros teníamos sobre ella, además de la ventaja numérica, que no era de gran valor, dada nuestra impericia, la siguiente ventaja moral: puestos ellos en la vertiente anterior de una loma, todo su poder y su número se presentaban a nuestra vista: no había más coraceros que aquéllos, y podíamos contarlos uno por uno. Nosotros, en cambio, estábamos sabiamente colocados por el mayor general en otra altura parecida; pero sólo una quinta parte del regimiento ocupaba la parte culminante de la loma, mientras que todo lo demás se extendía en la vertiente posterior, permaneciendo completamente oculto a la vista del enemigo; de modo que si nosotros les contábamos perfectamente a ellos, los franceses, -151- engañados por la apariencia, se reirían de los treinta o cuarenta jinetes sin uniforme, enseñoreados del cerro con aire de perdona vidas.
Nosotros teníamos sobre ellos la ventaja de lo desconocido, que es el genio tutelar de las batallas, de eso que no se ve y que en el momento apurado y crítico sale inopinadamente de lo hondo de un camino, del respaldo de una loma, de la espesura de un bosque; combatiente de última hora que la tierra echa de su seno, y se presenta fresco, sin heridas ni cansancio a decidir la victoria.
Nuestras filas habían desalojado a los franceses de sus posiciones. Les vimos replegarse en desorden y entonces cesó la inmovilidad de los coraceros. Los resplandecientes petos despedían múltiples reflejos, y ordenadamente descendieron de su colina en perfecta fila. Relincharon sus caballos, y los nuestros relincharon también, aceptando el reto. Pero entonces ocurrió uno de esos cambios de escena tan frecuentes en la guerra, y cuyo artificio, si cae en buenas manos, basta a decidir la victoria. Arrojadas nuestras filas sobre las guerrillas enemigas, clareado el terreno y puestas en juego algunas piezas de artillería, viose que los franceses vacilaban, agrupándose y retrocediendo como si buscaran nuevas posiciones. Se nos dio orden de avanzar bajando, y una vez en llano, convertimos sobre nuestro flanco, para formar un largo frente de batalla. La infantería francesa estaba -152- delante de nosotros, resguardada por sus coraceros: pero estos observando nuestro movimiento y reconociendo al instante su indudable inferioridad, invadieron precipitadamente la carretera. La retirada era cierta. Se nos formó en columnas, dándonos orden de cargar, y el regimiento se puso rápidamente al galope. Parecía que la misma tierra, sacudiéndose bajo las herraduras de nuestros caballos, nos echaba hacia adelante. Aquellos primeros pasos tras un ideal de gloria, acompañaron voces de guerra mezcladas con piadosas invocaciones.
-¡Madre nuestra, Santa Virgen de Araceli, ven con nosotros!
-¡Viva España, Fernando VII, y la Virgen de la Fuensanta!
Ya nadie pensaba en tener miedo: muy lejos de esto, todos los de mi fila rabiábamos por no estar en las de vanguardia, en aquellas filas dichosas que acometían a sablazos a los franceses de a pie, ya pronunciados en completa dispersión. Tal era nuestro furor bélico en aquella fácil victoria, que D. Diego, Marijuán y yo, no encontrando a derecha e izquierda francés alguno, hacíamos grande estrago con nuestros sables en los arbustos del camino, diciendo: «Perros, canallas, ya sabréis cómo las gastamos los españoles».
La gloria de cargar sobre la infantería francesa perteneció tan sólo a las primeras filas, aunque no les duró mucho el regocijo, porque los enemigos, convencidos -153- ya de que no tenían fuerza bastante para hacernos frente, tomaban a toda prisa el camino de Bailén. Una vez posesionados del camino, seguimos adelante; pero los caballos enemigos corrían a todo escape, y la infantería se puso en salvo por las veredas, dispersándose a un lado y otro de la carretera. Sobre las diez nos detuvimos, y puestas en orden las columnas, avanzamos despacio, porque recelábamos de ser atacados por una división entera. Entretanto nuestras pérdidas habían sido nulas en la caballería, y escasas, aunque sensibles, en la infantería, que perdió un capitán del regimiento de la Reina y bastantes soldados.
Después de haber perdido de vista a los enemigos, continuamos la marcha hacia Bailén, si bien con mucha cautela, pues había la presunción de que los franceses, reforzados con gran número de tropas y caballos y artillería, se nos presentarían de nuevo en mitad del camino, sorprendiéndonos en nuestra triunfal carrera. Así fue en efecto. A eso del medio día nuestras columnas avanzadas recibieron el fuego de los imperiales, que rehechos con un destacamento que había llegado de Linares, trataban de ganar lo perdido.
Furiosos por el reciente desastre, acometieron briosamente a nuestra vanguardia. Tomamos posiciones, y las tropas ligeras, ayudadas de un enjambre de paisanos, se diseminaron por las escabrosidades colindantes, desde cuyos matorrales mortificaban a los -154- franceses con fuego menudo. La caballería entretanto continuaba muy lejos de la acción, y aunque nuestro deseo hubiera sido que se nos enviara a lo más recio para desahogar la furia de nuestro enardecido pecho, Dios quiso por fortuna que no llegase esta ocasión, pues la escaramuza terminó de improviso; cesaron los tiros, y vimos con sorpresa que los franceses, como poseídos de súbito pavor, retrocedían a la desbandada hacia Bailén, recogiendo precipitadamente sus heridos.
¿Qué ocurría? Según después supimos, los franceses había tenido una pérdida funesta, la de su general Gobert, el cual cayó mortalmente herido por una de esas balas de invisible guerrero, que salían de entre las malezas para taladrar el corazón del Imperio. Aquel valiente militar murió pocas horas después en Guarromán. Dueños nosotros del campo, y sin enemigos a la vista, parecía natural que fuéramos sobre Bailén; pero el ejército volvió hacia Mengíbar para repasar el río, movimiento que no fue por nosotros comprendido. Todos estábamos muy orgullosos, y especialmente los paisanos inexpertos no cabíamos en el pellejo.
-¡Hoy es día del Carmen! -exclamó D. Diego-. ¡Viva la Virgen del Carmen, y mueran los franceses!
Ruidosas exclamaciones alegraron y conmovieron nuestras filas. Era el 16 de Julio: en este día la Iglesia celebra, además de la advocación del Carmen, el -155- Triunfo de la Santa Cruz, fiesta conmemorativa de la gran batalla de las Navas de Tolosa, ganada contra los infieles por castellanos, aragoneses y navarros, en aquellos mismos sitios donde nosotros perseguíamos a los franceses, y en el mismo 16 del mes de Julio. Habían pasado quinientos noventa y seis años. La coincidencia del lugar y la fecha nos inflamaba más, y añadido a nuestro patriotismo una profunda fe religiosa, nos creímos héroes, aunque hasta entonces no habíamos tenido ocasión de probarlo.
Antes de cruzar el río, descansamos para llevar algo a la boca. ¡Oh, qué desengaño! Estábamos muertos de hambre y cansancio, y se nos dijo que no había más que un tercio de ración. Pero nosotros éramos buenos chicos y nos conformamos, supliendo los dos tercios restantes con la sustancia moral del entusiasmo.
-Pero Sr. de Santorcaz -pregunté a mi compañero, cuando con el agua al estribo vadeábamos el Guadalquivir-, ¿nos quiere Vd. decir por qué no se nos ha llevado adelante? ¿Por qué después de esta victoria desandamos lo andado?
-¡Zopenco! -me contestó-. Esto no ha sido más que una fiestecilla de pólvora, y todavía no ha empezado lo bueno. ¿Crees que no hay más franceses que esos cuatro gatos de Ligier-Belair? ¿Qué sabes tú si a estas horas, Vedel, que fue a Andújar en auxilio de Dupont, habrá regresado a Bailén? Ahora, o yo me -156- engaño mucho, o vamos en busca del marqués de Coupigny para reunirnos y emprender juntos un nuevo ataque. ¿Estás al tanto de lo que digo? ¿Ves cómo no en vano ha mordido uno el cebo en Hollabrünn, en Austerlitz y en Jena?
Efectivamente, la intención de nuestro general era reunirse con Coupigny; pero esto no se verificó hasta la noche del 17 al 18.


- XVII -

Se nos acampó en una altura a espaldas de Mengíbar, y supimos con gusto que aquella noche no haríamos movimiento alguno. Nuestro gozo, como nuestra fatiga, necesitaba descanso; necesitábamos dar desahogo al efervescente alborozo, no sólo renovando en la memoria todos los incidentes de la acción de aquel día, sino también refiriendo cuanto cada uno hizo y cuanto dejó de hacer para que la batalla fuese completamente ganada. Los suizos y los soldados de línea no estaban tan engreídos como nosotros los paisanos, que creíamos haber asistido a la más grande y gloriosa batalla de los modernos tiempos. Mirábamos con desdeñosa indiferencia a los que quedaron de reserva, y al contarles lo que pasó, hacíamos subir a cifras -157- fabulosas el número de franceses segados por nuestros cortadores sables en la refriega.
Largas horas pasamos sobre el campo saboreando los deliciosos recuerdos de tanta gloria, que como dejos de un manjar muy rico nos renovaban el placer del vencimiento. La noche era como de verano y como de Andalucía, serena, caliente, con un cielo inmenso y una atmósfera clara, donde fluctúa algo sonoro, cuya forma visible buscamos en vano en derredor nuestro. Tendidos sobre la caldeada tierra a orillas del río, cuyas frescas emanaciones buscábamos con anhelo, entreteníamos las horas hablando, cantando, o haciendo eruditas disertaciones sobre la campaña tan felizmente emprendida. En un grupo se jugaba a las cartas, en otro se decía un romance de héroes o de santos, en este algunos cantaores echaban al vuelo las más románticas endechas de la tierra, pues desde entonces era romántica Andalucía; en aquel se narraban cuentos de brujas, y en algunos, finalmente, se dormía sin inquietud por el día venidero.
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-Nada, nada -dijo uno-. Fuera mayorazgos, y que todos los hermanos varones y hembras entren a heredar por partes iguales.
-Eso no puede ser -observó Marijuán-, porque entonces no habría las grandes casas que dan lustre al reino.
-Eso no puede ser -afirmó un tercero-. Pues qué, ¿el Rey iba a ser tan tonto que quitara los mayorazgos? Nada, nada; los dejará siempre por la cuenta que le tiene.
-Es que si el Rey no quiere quitarlos, no faltará quien los quite -afirmó Santorcaz.
Todos se rieron al oír sostener la idea de que existe alguna voluntad superior a la voluntad del Rey.
-¿Cómo puede ser eso? Si el Rey no quiere... ¿Hay quien esté por cima del Rey? El Rey manda en todas partes, y digan lo que quieran, no hay más que su sacra real voluntad. ¡Muchachos, viva Fernando VII!
-Pero vengan acá, zopencos -dijo Santorcaz-. ¿Dicen Vds. que nadie manda más que el Rey?
-Nadie más.
-Y si todos los españoles dijeran a una voz: «queremos esto, señor Rey, nos da la gana de hacer esto», ¿qué haría el Rey?
Abriéronse de nuevo todas las bocas, y nadie supo contestar.
- XVIII -

-Gaznápiros, animales: si Vds. están probando lo que digo -añadió con energía D. Luis-. Lo que pasa en España ¿qué es? Es que el Reino ha tenido voluntad de hacer una cosa y la está haciendo, contra el parecer del Rey y del Emperador. Hace tres meses había en Aranjuez un mal ministro, sostenido por un rey bobo, y Vds. dijeron: «No queremos ese ministro ni ese Rey», y Godoy se fue y Carlos abdicó. Después, Fernando VII puso sus tropas en manos de Napoleón, y las autoridades todas, así como los generales y los jefes de la guarnición, recibieron orden de doblar la cabeza ante Joaquín Murat; pero los madrileños dijeron: «No nos da la gana de obedecer al Rey ni a los Infantes ni al Consejo ni a la Junta ni a Murat», y acuchillaron a los franceses en el parque y en las calles. ¿Qué pasa después? El nuevo y el viejo Rey van a Bayona, donde les aguarda el tirano del mundo. Fernando le dice: «La corona de España me pertenece a mí; pero yo se la regalo a Vd., Sr. Bonaparte». Y Carlos dice: «La coronita no es de mi hijo, sino mía; pero para acabar disputas, yo se la regalo a Vd., señor Napoleón, porque aquello está muy revuelto y usted -168- sólo lo podrá arreglar». Y Napoleón coge la corona y se la da a su hermano, mientras volviéndose a Vds. les dice: Españoles, conozco vuestros males y voy a remediarlos. Pero Vds. se encabritan con aquello, y contestan: «No, camarada, aquí no entra Vd. Si tenemos sarna, nosotros nos la rascaremos: no reconocemos más Rey que a Fernando VII». Fernando VII se dirige entonces a los españoles, y les dice que obedezcan a Napoleón; pero entretanto, muchachos, un señor que se titula alcalde de un pueblo de doscientos vecinos, escribe un papelucho, diciendo que se armen todos contra los franceses: este papelucho va de pueblo en pueblo, y como si fuera una mecha que prende fuego a varias minas esparcidas aquí y allí, a su paso se va levantando la Nación desde Madrid hasta Cádiz. Por el Norte pasa lo propio, y los pueblos grandes lo mismo que los pequeños forman sus Juntas, que dicen: «No, si aquí no manda nadie más que nosotros. Si no reconocemos las abdicaciones, ni admitiremos de Rey a ese D. José, ni nos da la gana de obedecer al Emperador, porque los españoles mandamos en nuestra casa, y si los reyes se han hecho para gobernarnos, a nosotros no nos han parido nuestras madres para que ellos nos lleven y nos traigan como si fuéramos manadas de carneros...». ¿Están Vds.? ¿Lo comprenden Vds.? Pues esto ni más ni menos es lo que está pasando aquí. Y ahora contéstenme los alcornoques que me oyen: ¿Quién manda, -169- quién dispone las cosas, quién hace y deshace, el Rey o el Reino?
El estupor que produjeron estas palabras reveladoras en el atento concurso, compuesto de muchachos rudos e ignorantes, pero de gran viveza de imaginación, fue tan extraordinario que por un corto rato no se oyó la más insignificante voz, señal cierta de que las ideas vertidas por Santorcaz, entrando de improviso en los oscuros cacúmenes de sus oyentes, habían armado allí gran zipizape y polvareda, dejándolos aturdidos, confusos y sin palabra. El primero que rompió el silencio fue Rumblar, diciendo:
-Todo eso está muy bien dicho. ¿Querrán ustedes creer que hace días me ocurrió una idea parecida cuando estaba cazando moscas y poniéndoles rabos en cierta parte, para que al volar hicieran reír a mis dos hermanas que estaban rezando? Sólo que yo no sabía cómo decir aquello que pensaba.
-Sí, señores, ¡vivan las Juntas! -exclamó uno levantándose-. Yo me sé de memoria aquel papel que echó a la calle la de Córdoba, diciendo... Oigan ustedes: «¡Cordobeses: los reinos de Andalucía se ven acometidos por los asesinos del Norte; vuestra patria va a verse oprimida bajo el yugo de un tirano; vosotros mismos seréis arrancados de vuestros hogares y de vuestras casas! ¡Cuarenta argollas está labrando el lascivo Murat para conduciros al Norte como a los animales más inmundos!... ¡Soldados: gemid de rabia -170- y furor!... Doce millones de hombres os están mirando y envidiando vuestra gloria, y aun la Francia misma ansía por vuestros triunfos».
Ruidosos aplausos y gritos acogieron esta proclama, fielmente recitada con dramáticos gestos por el muchacho.
-Pues si los españoles -continuó luego Santorcaz-, pueden hacer lo que están haciendo, no pueden también decir el día de mañana: «Vamos, no queremos que haya más inquisición, ni más vinculaciones»... pongo por caso... O que digan: «En lugar de mil conventos, que haya tan sólo la mitad, con lo cual basta y sobra», o «no me da la gana de que haya diezmos»...
-Eso sí que estaría bueno -dijo Marijuán-. Pero si todos los españoles van a hacer eso, y cada uno empieza a gritar por su lado diciendo lo que quiere, se armará tal laberinto que no podrán entenderse.
-Vaya unos zotes -añadió Santorcaz-. Pero venid acá: ¿no veis que hay en Sevilla una Junta que es la que dispone? ¿No veis que hay otra en Granada, otra en Córdoba y otra en Málaga, etc.? Pues en lugar de todas esas Juntas pequeñas que gobiernan en cada pueblo, ¿no puede haber una muy grande que se reúna en Madrid y acuerde lo que se ha de hacer?
Miráronse los oyentes unos a otros, y los monosílabos de aquiescencia y aun de admiración corrieron de boca en boca, demostrando la prontitud con que -171- aquellas juveniles inteligencias desplegaban sus alas, aún entumecidas y vacilantes, para intentar describir los primeros círculos en el espacio del pensamiento.
-Estas conversaciones me enamoran -dijo el condesito de Rumblar-. Me estaría toda la noche oyendo a este hombre, sin cansarme. Ya, ya voy aprendiendo muchas cosas que no sabía.
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- XIX -

Al siguiente día hicimos un movimiento por la orilla izquierda, río arriba, hasta un punto mucho más alto que Mengíbar. Nada entendíamos; pero Santorcaz, o por petulancia o porque realmente había penetrado la intención de Reding, nos dijo:
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-Nuestro general sabe lo que se hace, y es hombre que conoce la filosofía de las marchas.
Haciendo alto a orillas del Guadalimas, parte del ejército se entretuvo en marchas incomprensibles, y empleando en esto más de un día, nos encontramos de nuevo sobre Mengíbar al anochecer del 18, punto al cual había llegado horas antes la división del marqués de Coupigny. Reunidos ambos ejércitos, no hubo allí más parada que la precisa para recoger las provisiones de que estábamos tan escasos, y ya muy de noche emprendimos el camino de Bailén. Éramos catorce mil hombres. Todo anunciaba que íbamos a tener un encuentro formal con el ejército francés.
Según nuestras noticias, Dupont continuaba en Andújar, reforzado por la división de Vedel. ¿Habían trabado acción con nuestro tercer cuerpo y el de reserva que, pasando el río por Marmolejo, estaban situados en la orilla derecha? Nosotros creíamos que sí, a menos que Castaños no aguardase para atacar enérgicamente a que la primera y segunda división cayeran sobre la espalda del ejército de Dupont, bajando desde Bailén. ¿Era este el objeto que nos guiaba en nuestra marcha? Parecíanos que sí.
Mientras llegaba el momento del drama, lejos de nosotros y en los flancos del ejército imperial, mil dramáticas peripecias debían precipitar la catástrofe, irritando paulatinamente al enemigo. Los cuerpos y columnas de guerrilleros, mandados por -174- D. Juan de la Cruz, el conde de Valdecañas y el clérigo Argote, se habían desparramado como enjambre mortífero por los pueblos y caseríos que dominaban el cuartel general francés en las primeras estribaciones de la sierra al Norte de Andújar. De tal modo perseguían aquellos ardorosos paisanos a los franceses y con tanta rapidez se dispersaban para evitar ser atacados, que a los invasores les era de todo punto imposible estar tranquilos un solo momento. El poderoso gigante sacudía de una manotada aquellos moscones venenosos; pero estos volvían a zumbar en derredor suyo, le molestaban con sus terribles picaduras y huían incólumes, sin temer la espada ni el cañón, pues estas armas no se han hecho para mosquitos.
No podían apartarse los franceses de su cuartel general como no fuera en grandes destacamentos: frecuentemente iban mil hombres a llenar en la fuente próxima unas cuantas alcarrazas de agua. Si por acaso salían a merodear pelotones de poca fuerza, eran despachados por los guerrilleros en menos que se reza un credo. Antes que consentir que se apoderasen de una panera, la quemaban: las fuentes eran enturbiadas con lodo y estiércol, para que no pudieran beber: los molinos desmontados y enterradas sus piedras para que no molieran un solo grano. ¡Ay de aquel francés que se rezagara en las marchas de su destacamento! ¡Sentíase de improviso asido por mil coléricas manos, sentíase arrastrado por las mujeres, pellizcado por los -175- chicos y acuchillado por los hombres, hasta que su existencia se apagaba con horrible choque en la fría profundidad de un pozo! El invasor no encontraba asilo en ninguna parte, y forzosamente encerrado en los límites del cuartel general, veía conjurados contra sí hombres y naturaleza. Por esto, rabioso y desesperado, anhelaba batirse en función campal, seguro de su destreza y costumbre de guerrear; y lamentando la estupefacción del general en jefe, exclamaba: «Demos una batalla, y aunque muera la mitad del ejército, la otra mitad conquistará un charco en que beber y un puñado de trigo seco que llevar a la boca».
Habían dejado los franceses en Montoro un destacamento de setenta hombres, para custodiar un molino donde fabricaban con dificultad harina malísima. El alcalde de aquella villa, donde no había quedado ni una sola arma de fuego, se atreve, sin embargo, a dar cuenta de los setenta franceses, para lo cual era preciso despachar primero a los veinticinco que a todas horas estaban de guardia en el puente. Reúne, pues, algunos paisanos decididos, y usando la arma blanca, ataca con furia a la guardia; los veinticinco son exterminados; apodérase de sus fusiles la valiente cuadrilla, sorprende el resto del destacamento en la casa donde se albergaba, hace prisioneros a soldados y jefes, y les manda a la isla de León. El parte en que se notificó este suceso a la Junta Suprema decía que todo se hizo con las varas de los harrieros (conservo -176- la ortografía del original); pero esto ha de ser una hipérbole andaluza.
Sintiéndose llamado a más grandes acciones, don José de La Torre (que así se nombraba aquel alcaldito), sale al encuentro de un convoy que venía de Córdoba, y de los cincuenta y nueve franceses que custodiaban este, los cincuenta quedan tendidos en el camino, y los nueve restantes corren a contar a Dupont lo que ha pasado. Entonces Dupont envía mil hombres a Montoro con encargo de que incendien el pueblo y lleven vivo o muerto al alcalde. Arde Montoro, y La Torre, conducido vivo, va a ser pasado por las armas: pero un general francés, a quien poco antes había dado hospitalidad, intercede por él; es puesto en libertad, y aquel petit caporal de las guerrillas marcha a Sevilla y recibe de la Junta los galones de capitán de ejército.
Pues bien; lo que pasaba en Montoro, ocurría en todos los pueblos de la carretera de Andalucía desde Córdoba hasta Santa Elena. El gigante que incendiaba lugares y destrozaba ejércitos no podía dar un paso sin encontrar un avispero, y frenético con aquel zumbido, envenenado por los aguijones, maldecía la hora de la invasión. El águila, devorada por los insectos, graznaba a orillas del Guadalquivir con hambre y calentura, afilando sus garras en el tronco de los olivos, con el ansia de que llegara pronto la ocasión de destrozar alguna cosa.
- XX -

Al entrar en Bailén, ya muy avanzada la noche, nos sorprendió mucho el no ver ninguna fuerza francesa a la entrada del pueblo para disputarnos el paso. ¿A dónde habían ido los franceses? ¿Qué les pasaba, cuando ni por precaución dejaron allí un par de batallones para guardar punto tan importante? Pronto salimos de dudas, porque de boca de los habitantes de Bailén, que salieron en masa a recibirnos, supimos que la división Vedel había pasado por allí en dirección a la Carolina.
-Nosotros les hacíamos a Vds. en Linares -dijo D. Paco, que también salió a nuestro encuentro, rebosando de júbilo-. ¡Oh!, señor conde, niño mío... ¿Está por ventura herido Vuestra Excelencia? Vamos un rato a casa, donde la señora marquesa y las niñas están rezando por el buen éxito de la guerra. ¿No darán un descanso a las tropas?
Nuestro general había determinado salir en seguida para Andújar; pero como ocupábamos todo el pueblo, pudimos llegarnos a la casa de nuestro amo en cuya sala baja se nos dio un tente-tieso muy confortante.
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-Es un milagro que podamos daros estos cuantos panes y estas onzas de chocolate crudo -nos dijo don Paco al ofrecernos aquellos artículos-. Los franceses no han dejado nada. ¡Qué horroroso saqueo! Y gracias que quedamos con vida. ¡Ay!, la señora condesa salió a recibirlos con una serenidad que me espantó. Yo temblaba y tuve que esconderme en el oratorio, porque delante de ellos hubiera perdido la dignidad de mi carácter. ¿Qué modo de saquear?... En una palabra, la paja de los caballos, las gallinas del corral, los huevos, hasta unos tomates que tenía yo guardaditos en mi escritorio para hacer un gazpachito... todo, todo se lo llevaron. El pueblo está muerto de miseria, y yo sé de mucha gente que echó la harina en los muladares para que ellos no se la llevaran. ¿No lo creéis? ¿Pues y el Sr. Salvador, que sacó al campo los doscientos pellejos de aceite y ciento de vino que tenía en su cueva, y destapándolos dejó correr aquel precioso caldo hasta que todo se lo chupó la tierra? Otros hicieron una grande hoguera con los carros y la paja. Las alhajas de las imágenes y la plata de las iglesias están todas enterradas, porque esto parece que es lo que más les abre el ojo a esos señores. Así estaban ellos de rabiosos, cuando vieron que no sacaban de aquí gran cosa. El día 16, después de haber pasado un gran miedo, gozamos lo indecible cuando les vimos llegar de la barca de Mengíbar, derrotados y con su general muerto. ¡Cómo corrían por esas calles, y qué -179- gritos daban, y qué cosas tan atroces e indecentes echaron por aquellas bocazas! ¡Así se vengaban los muy perros! ¿Pues qué creéis? Dieron muerte a muchas personas que no les hacían daño, lo cual creo yo que no se vio en ninguna de las guerras de Alejandro. Pero también se les molió de firme. Unos cuantos pasaron por la calle de enfrente echando bravatas y detuviéronse en la puerta de la posada de Gil, donde tenían encendido el horno para cocer la loza. ¡Ay! Mis francesitos se ponen a decir no sé qué insolencias obscenas a la mujer de Gil, cuando salen los mozos, me los agarran y con morriones y todo... plaf... al horno...

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- XXI -

Era la madrugada cuando las columnas de vanguardia comenzaron a salir de Bailén. Mi regimiento debía salir de los últimos, y mientras se puso en movimiento la artillería y los cuerpos de a pie, estuvimos más de media hora formados a la salida del pueblo y a mano derecha del camino, esperando la orden de marcha. Íbamos a Andújar, resueltos a tomar la ofensiva contra el ejército francés, que al mismo tiempo debía ser atacado por Castaños, del lado de Marmolejo. ¿Y la división de Vedel, cuyos movimientos eran la clave de aquel problema estratégico? La división de Vedel estaba en Andújar el día 16, cuando ocurrió la acción de Mengíbar, que antes he descrito. Al saber Dupont la derrota de Ligier-Belair, y la muerte de Gobert, dispuso que Vedel marchase sobre Bailén, con intención de seguirle él al día siguiente. Mientras este avanzaba a Andújar, Ligier-Belair, al vernos retirar y pasar el río, creyó que las tropas de Reding, unidas con las de Coupigny, intentaban extenderse -187- cautelosamente por la orilla izquierda, río arriba, tomando el camino de Linares a Guarromán, para ocupar luego la Carolina y cortar el paso de la sierra. Persuadido de esto, y sin hacer averiguaciones, emprendió la marcha hacia el Norte, creyendo anticiparse a lo que creía un rasgo de ingenio estratégico del general Reding. Llega Vedel a Bailén creyendo encontrarnos, y los franceses que quedaron allí le dicen: «Quia, los insurgentes han repasado el río y van por Linares a ocupar el paso de la sierra; pero el general Ligier-Belair, que ha comprendido el juego, ha marchado en seguida a ocupar a la Carolina, de modo que cuando lleguen los españoles, creyendo haber hecho un movimiento de primer orden, se lo encontrarán allí». Vedel oye esto y dice: «Han ido a cortar el paso de la sierra para impedirnos la retirada y matarnos aquí de hambre y sed. Pues corramos a la Carolina. Vamos; en marcha». Manda un emisario a Dupont, diciéndole: «Señor general en jefe, los insurgentes han ido a cortar el paso de la sierra. Corro a la Carolina: venga Vd. tras mí, y acabaremos con ellos».
Esto pasaba en los días 17 y 18. En tanto los insurgentes, replegados a la orilla izquierda, como he dicho, fingíamos un movimiento hacia Linares; pero en cuanto cerró la noche, los insurgentes caminamos a marchas forzadas hacia Bailén. Por eso en este pueblo nos decían: «Por aquí pasó Vedel esta mañana en dirección a la Carolina, para impedirles a Vds. que cortaran -188- el paso de la sierra. ¿No ibais hacia Linares?».
No; nosotros íbamos a Andújar a atacar a Dupont. En virtud de los torpísimos movimientos de los generales franceses, una gran parte de la fuerza imperial corría hacia la sierra, buscando un fantasma. Los insurgentes que ellos creían en marcha hacia la Carolina, estaban en Bailén, en marcha para Andújar. He aquí la verdadera y exacta situación de las divisiones españolas y francesas en la noche del 18 al 19 de Julio.
Íbamos a luchar con Dupont, sólo con Dupont. Pero ¿y si Vedel, conociendo a tiempo su error, retrocedía velozmente para caer de improviso sobre nuestra espalda durante el combate? Esta funesta probabilidad estaba compensada con el hecho seguro de que el ejército francés de Andújar tendría que defenderse al mismo tiempo de nosotros y de la reserva que le amenazaba del lado de Poniente. De todos modos, nuestra posición era arriesgada; por lo cual, deseando Reding cerciorarse de la verdadera distancia a que se hallaba Vedel, camino arriba había despachado desde Mengíbar al teniente de ingenieros D. José Jiménez con encargo de averiguarlo. Este valiente oficial, cuyo nombre no está en la historia, se disfrazó de arriero, y en una fatigosa jornada supo desempeñar muy bien su comisión, volviendo por la noche a decir que Vedel había pasado ya más allá de la Carolina.
Así andaban las cosas cuando nos preparábamos a -189- salir de Bailén al amanecer del 19. Pero no lo habíamos previsto todo; no habíamos previsto que Dupont, muy receloso de aquella ilusoria ocupación de la sierra por los insurgentes, había levantado su campo en la misma noche, y silenciosamente, sofocando los ruidos de su tropa, abandonaba la funesta y para ellos maldita ciudad de Andújar.
Era cerca de la madrugada cuando nuestros jefes disponían las columnas para la marcha. Si al comienzo de aquella misma noche, que ya se iba a extinguir, una mirada humana hubiera podido escudriñar desde la altura de los cielos lo que pasaba en aquella larga faja de sementeras y olivares que se extiende a la vera de los montes, entre estos y el Guadalquivir, habría visto que del oscuro caserío de Andújar se destacaba cautelosamente, escurriéndose por detrás de las casas una hilera de hombres y caballos; que esta hilera se iba alargando por la carretera en interminable procesión, y serpenteaba con lento paso y sin ruido y sin luces; habría visto cómo se iba extendiendo aquella raya negra, destacándose a ratos sobre la tierra blanquecina, a ratos confundiéndose con los oscuros olivos, sin dejar de seguir paso a paso como si no quisiera ser vista y anhelara apagar en el polvo el ruido de las cureñas; habría visto que iban delante unos tres mil hombres de infantería, después un escuadrón de caballos, después seis cañones, después un número inmenso de carros, tantos, tantos carros, que -190- ocupaban dos leguas; detrás de los carros nuevos grupos de infantería y muchos generales; después otros seis cañones, dos regimientos de coraceros, luego cuatro cañones, y al fin otro grupo de jefes, seguidos de quinientos hombres de a pie. Esta raya no se detenía en parte alguna, y avanzaba despacio y con precaución, custodiando sus dos leguas de convoy. Los hombres que la formaban, mudos y cabizbajos, presagiando sin duda funestos acontecimientos, dirían para sí: «Llegaremos a la Carolina, donde ya ha de estar Vedel, y batiendo a los insurgentes, nos abriremos paso por desfiladeros para abandonar esta tierra maldita, a la cual el Emperador ha tenido la mala ocurrencia de mandarnos... ¡Oh! ¡Cuándo os veremos tierras de la Turenne, del Poitou, de la Charente, de los Vosgos, del Artois, del Limosin!...».
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- XXIII -
Todos callamos: detuviéronse las columnas que habían comenzado a marchar, y desde el primero al último soldado prestamos atención al tiroteo, que sonaba delante de nosotros a la derecha del camino y a bastante distancia. Corrieron por las filas opiniones contradictorias respecto a la causa del hecho. -199- Yo me alzaba sobre los estribos procurando distinguir algo; pero además de ser la noche oscurísima, las descargas eran tan lejanas, que no se alcanzaba a ver el fogonazo.
-Nuestras columnas avanzadas -dijo Santorcaz-, habrán encontrado algún destacamento francés, que viene a reconocer el camino.
-Ha cesado el fuego -dije yo-. ¿Echamos a andar? Parece que dan orden de marcha.
-O yo estoy lelo, o la artillería de la vanguardia ha salido del camino.
Oyose otra vez el tiroteo, más vivo aún y más cercano; y en la vanguardia se operaron varios movimientos, cuyas oscilaciones llegaron hasta nosotros. Sin duda pasaba algo grave, puesto que el ejército todo se estremeció desde su cabeza hasta su cola. Un largo rato permanecimos en la mayor ansiedad, pidiéndonos unos a otros noticias de lo que ocurría; pero en nuestro regimiento no se sabía nada: todos los generales corrieron hacia la izquierda del camino, y los jefes de los batallones aguardaban órdenes decisivas del estado mayor. Por último, un oficial que volvía a escape en dirección a la retaguardia, nos sacó de dudas, confirmando lo que en todo el ejército no era más que halagüeña sospecha. ¡Los franceses, los franceses venían a nuestro encuentro! Teníamos enfrente a Dupont con todo su ejército, cuyas avanzadas principiaban a escaramucear con las -200- nuestras. Cuando nosotros nos preparábamos a salir para buscarle en Andújar, llegaba él a Bailén de paso para la Carolina, donde creía encontrarnos. De improviso unos cuantos tiros les sorprenden a ellos tanto como a nosotros: detienen el paso; extendemos nosotros la vista con ansiedad y recelo en la oscura noche; todos ponemos atento el oído, y al fin nos reconocemos, sin vernos, porque el corazón a unos y otros nos dice: «Ahí están».
Cuando no quedó duda de que teníamos enfrente al enemigo, el ejército se sintió al pronto electrizado por cierto religioso entusiasmo. Algunos vivas y mueras sonaron en las filas, pero al poco rato todo calló. Los ejércitos tienen momentos de entusiasmo y momentos de meditación: nosotros meditábamos.
Sin embargo, no tardó en producirse fuertísimo ruido. Los generales empezaron a señalar posiciones. Todas las tropas que aún permanecían en las calles del pueblo, salieron más que de prisa, y la caballería fue sacada de la carretera por el lado derecho. Corrimos un rato por terreno de ligera pendiente; bajamos después, volvimos a subir, y al fin se nos mandó hacer alto. Nada se veía, ni el terreno ni el enemigo: únicamente distinguíamos desde nuestra posición los movimientos de la artillería española, que avanzaba por la carretera con bastante presteza. Entonces sentimos camino abajo, y como a distancia de tres cuartos de legua, un nuevo tiroteo que cesó al poco rato, -201- reproduciéndose después a mayor distancia. Las avanzadas francesas retrocedían, y Dupont tomaba posiciones.
-¿Qué hora es? -nos preguntábamos unos a otros, anhelando que un rayo de sol alumbrase el terreno en que íbamos a combatir.
No veíamos nada, a no ser vagas formas del suelo a lo lejos; y las manchas de olivos nos parecían gigantes, y las lomas de los cerros el perfil de un gigantesco convoy. Un accidente noté que prestaba extraña tristeza a la situación: era el canto de los gallos que se oía a lo lejos, anunciando la aurora. Nunca he escuchado un sonido que tan profundamente me conmoviera como aquella voz de los vigilantes del hogar, desgañitándose por llamar al hombre a la guerra.
Nuevamente se nos hizo cambiar de posición, llevándonos más adelante a espaldas de una batería, y flanqueados por una columna de tropa de línea. Gran parte de la caballería fue trasladada al lado izquierdo; pero a mí con el regimiento de Farnesio me tocó permanecer en el ala derecha.
De repente una granada visitó con estruendo nuestro campo, reventando hacia la izquierda por donde estaban los generales. Era como un saludo de cortesanía entre dos guerreros que se van a matar, un tanteo de fuerzas, una bravata echada al aire para explorar el ánimo del contrario. Nuestra artillería, poco amiga de fanfarronadas, calló. Sin -202- embargo, los franceses, ansiando tomar la ofensiva, con ánimo de aterrarnos, acometieron a una columna de la vanguardia que se destacaba para ocupar una altura, y la lóbrega noche se iluminó con relampagueo horroroso, que interrumpiéndose luego, volvió a encenderse al poco rato en la misma dirección.
Por último, aquellas tinieblas en que se habían cruzado los resplandores de los primeros tiros, comenzaron a disiparse; vislumbramos las recortaduras de los cerros lejanos, de aquel suave e inmóvil oleaje de tierra, semejante a un mar de fango, petrificado en el apogeo de sus tempestades; principiamos a distinguir el ondular de la carretera, blanqueada por su propio polvo, y las masas negras del ejército, diseminado en columnas y en líneas; empezamos a ver la azulada masa de los olivares en el fondo y a mano derecha; y a la izquierda las colinas que iban descendiendo hacia el río. Una débil y blanquecina claridad azuló el cielo antes negro. Volviendo atrás nuestros ojos, vimos la irradiación de la aurora, un resplandecimiento que surgía detrás de las montañas; y mirándonos después unos a otros, nos vimos, nos reconocimos, observamos claramente a los de la segunda fila, a los de la tercera, a los de más allá, y nos encontramos con las mismas caras del día anterior. La claridad aumentaba por grados, distinguíamos los rastrojos, las yerbas agostadas, y después -203- las bayonetas de la infantería, las bocas de los cañones, y allá a lo lejos las masas enemigas, moviéndose sin cesar de derecha a izquierda. Volvieron a cantar los gallos. La luz, única cosa que faltaba para dar la batalla, había llegado, y con la presencia del gran testigo, todo era completo.
Ya se podía conocer perfectamente el campo. Prestad atención, y sabréis cómo era. El centro de la fuerza española ocupaba la carretera con la espalda hacia Bailén, de allí poco distante: a la derecha del camino por nuestra parte se alzaban unas pequeñas lomas, que a lo lejos subían lentamente hasta confundirse con los primeros estribos de la sierra: a la izquierda también había un cerro; pero este cerro caía después en la margen del río Guadiel, casi seco en verano, y que emboca en el Guadalquivir cerca de Espelúy. Ocupaba el centro a un lado y otro del camino una poderosa batería de cañones, apoyada por considerables fuerzas de infantería: a la izquierda estaba Coupigny con los regimientos de Bujalance, Ciudad-Real, Trujillo, Cuenca, Zapadores y la caballería de España; y a la derecha estábamos además de la caballería de Farnesio, los tercios de Tejas, los suizos, los walones, el regimiento de Órdenes, el de Jaén, Irlanda y voluntarios de Utrera. Mandábanos el brigadier D. Pedro Grimarest. Los franceses ocupaban la carretera por la dirección de Andújar, y tenían su principal punto de apoyo en un espeso olivar situado -204- frente a nuestra derecha, y que por consiguiente servía de resguardo a su ala izquierda. Asimismo ocupaban los cerros del lado opuesto con numerosa infantería y un regimiento de coraceros, y a su espalda tenían el arroyo de Herrumblar, también seco en verano, que habían pasado. Tal era la situación de los dos ejércitos, cuando la primera luz nos permitió vernos las caras. Creo que entrambos nos encontramos respectivamente muy feos.
-¿Qué le parece a Vd. esta aventura, Sr. D. Diego? -dijo Santorcaz.
-Estoy entusiasmado -repuso el mozuelo-, y deseo que nos manden cargar sobre las filas francesas. ¡Y mi señora madre empeñada en que conservara aquella espada vieja sin filo ni punta!...
-¿Está usía sereno? -le preguntó Marijuán.
-Tan sereno que no me cambiaría por el emperador Napoleón -repuso el conde-. Yo sé que no me puede pasar nada, porque llevo el escapulario de la Virgen de Araceli que me dieron mis hermanitas, con lo cual dicho se está que me puedo poner delante de un cañón. ¿Y Vd., Sr. de Santorcaz, está sereno?
-¿Yo? -repuso D. Luis con cierta tristeza-. Ya sabe Vd. que he estado en Hollabrünn, en Austerlitz y en Jena.
-Pues entonces...
-Por lo mismo que he estado en tan terribles acciones de guerra, tengo miedo.
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-¡Miedo! Pues fuera de la fila. Aquí no se quiere gente medrosa.
-Todos los soldados aguerridos -dijo Santorcaz-, tienen miedo al empezar la batalla, por lo mismo que saben lo que es.
Oído esto, casi todos los bisoños que poco antes reíamos a carcajada tendida, saludándonos con bravatas y dicharachos, conforme a la guerrera exaltación de que estábammos poseídos, callamos, mirándonos unos a otros, para cerciorarse cada cual de que no era él solo quien tenía miedo.
-¿Sabéis lo que dijo mi señora madre que hiciera al comenzar la batalla? -indicó Rumblar-. Pues me dijo que rezara un Ave-María con toda devoción. Ha llegado el momento. Dios te salve, María..., etc.
El mayorazguito continuó en voz baja el Ave-María que había empezado en alta voz, y todos los que estaban en la fila le imitaron, como si aquello en vez de escuadrón fuera un coro de religioso rezo; y lo más extraño fue que Santorcaz, poniéndose pálido, cerrando los ojos, y quitándose el sombrero con humilde gesto, dijo también Santa María...
Aún resonaba en el aire aquella fervorosa invocación, cuando un estruendo formidable retumbó en las avanzadas de ambos ejércitos. Las columnas francesas del ala derecha se desplegaron en línea y rompieron el fuego contra nuestra izquierda.

- XXIV -

He empleado mucho tiempo en describir la posición de los ejércitos, la configuración del terreno y el principio del ataque; pero no necesito advertir que todo esto pasó en menos tiempo del empleado por mi tarda pluma en contarlo. Nuestras fuerzas no estaban convenientemente distribuidas cuando tuvo lugar la primera embestida de los imperiales. Verificada esta, no pueden Vds. figurarse qué precipitados movimientos hubo en el centro del ejército español. Las de retaguardia, que aún llenaban la carretera, corrían velozmente a sostener la izquierda: los cañones ocupaban su puesto; todo era atropellarse y correr, de tal modo, que por un instante pareció que el primer ataque de los franceses había producido confusión y pánico en las filas de Coupigny. En tanto, los de la derecha permanecíamos quietos, y los de a caballo que ocupábamos parte de la altura, podíamos ver perfectamente los movimientos del combate, que en lugar más bajo y a bastante distancia se había acabado de trabar.
Tras las primeras descargas de las líneas francesas, estas se replegaron, y avanzando la artillería -207- disparó varios tiros a bala rasa. Ellos ponían en ejecución su táctica propia, consistente en atacar con mucha energía sobre el punto que juzgaban más débil, para desconcertar al enemigo desde los primeros momentos. Algo de esto lograron al principio; pero nosotros teníamos una excelente artillería, y disparando también con bala rasa las seis piezas puestas en la carretera y a sus flancos, el centro francés se resintió al instante, y para reforzarle, tuvo que replegar su ala derecha, produciendo esto un pequeño avance de la división de Coupigny. Entretanto, todos teníamos fija la vista en el otro extremo de la línea y hacia la carretera, y olvidábamos la espesura del olivar que estaba delante. De pronto, las columnas ocultas entre los árboles salieron y se desplegaron, arrojando un diluvio de balas sobre el frente del ala derecha. Desde entonces, el fuego, corriéndose de un extremo a otro, se hizo general en el frente de ambos ejércitos. La caballería, brazo de los momentos terribles, no funcionaba aún y permanecía detrás, quieta y relinchante, conteniéndose con sus propias riendas.
Pero a pesar de generalizarse la lucha, en aquel primer período de la batalla todo el interés continuaba, como he dicho, en el ala izquierda. Atacada por los franceses con una valentía pasmosa, nuestros batallones de línea retrocedieron un momento. Casi parecía que iban a abandonar su posición al enemigo; pero bien pronto se repusieron tomando la ofensiva -208- al amparo de dos bocas de fuego y de la caballería de España, que cargó a los franceses por el flanco. Vacilaron un tanto los imperiales de aquella ala, y gran parte de las fuerzas que habían salido del olivar se transportaron al otro lado. Su artillería hizo grandes estragos en nuestra gente; mas con tanta intrepidez se lanzó esta sobre las lomas que ocupaba el enemigo entre el camino y el río Guadiel; con tanta bravura y desprecio de la vida afrontaron los soldados de línea la mortífera bala rasa y las cargas de la caballería del general Privé, que llegaron a dominar tan fuerte posición.
Antes que esto se verificara ocurrieron mil lances de esos que ponen a cada minuto en duda el éxito de una batalla. Se clareaban nuestras líneas, especialmente las formadas con voluntarios; volvían a verse compactas y formidables, avanzando como una muralla de carne; oscilaban después y parecían resbalar por la pendiente cuando las patas delanteras de los caballos de los coraceros principiaban a martillar sobre los pechos de nuestros soldados; luego estos rechazaban a los animales con sus haces de bayonetas; caían para levantarse con frenético ardor o no levantarse nunca, hasta que, por último, el ala francesa se puso en dispersión, replegándose hacia la carretera.
Mientras esto pasaba, los de la derecha se sostenían a la defensiva, y el centro cañoneaba para mantener en respeto al enemigo, porque casi gran parte -209- de la fuerza había acudido a la izquierda; pero una vez que se oyeron los gritos de júbilo de los soldados de esta, posesionados de la altura, antes en poder de los franceses, y cuando se vio a estos aglomerarse sobre su centro, diose orden de avance a las seis piezas del nuestro, y por un instante el pánico y desorden del enemigo fueron extraordinarios. Para concertarse de nuevo y formar otra vez sus columnas tuvieron que retroceder al otro lado del puente del Herrumblar. Viéndoles en mal estado, se trató de lanzar toda la caballería en su persecución; pero varias de sus piezas, desmontadas por nuestras balas, obstruían el camino, también entorpecido con los espaldones que habían empezado a formar.
El sol esparcía ya sus rayos por el horizonte. Nuestros cuerpos proyectaban en la tierra y hacia adelante larguísimas sombras negras. Cada animal, con su jinete, dibujaba en el suelo una caricatura de hombre y caballo, escueta, enjuta, disparatada, y todo el suelo estaba lleno de aquellas absurdas legiones de sombras que harían reír a un chico de escuela.
Ustedes se reirán de verme ocupado en tan triviales observaciones; pero así era, y no tengo por qué ocultarlo. En aquel momento estábamos en una pequeña tregua, aunque la cosa no pareciera muy próxima a concluir. Hasta entonces sólo habíamos sido atacados por una parte de las fuerzas enemigas, pues la división de Barbou, algo rezagada, no estaba aún -210- en el campo francés. Entretanto, y mientras se tomaban disposiciones para rechazar un segundo ataque, que no sabíamos si sería por la derecha o por el centro, retiraban los españoles sus heridos, que no eran pocos, mas no ciertamente en mi división, la cual estuviera hasta entonces a la defensiva, tiroteándose ambos frentes a alguna distancia. Mi regimiento permanecía aún intacto y reservado para alguna ocasión solemne.
Los franceses no tardaron en intentar la adquisición del puente perdido. Su primer ataque fue débil, pero el segundo violentísimo. Oíd cómo fue el primero. La infantería española, desplegándose en guerrillas a un lado y a otro del camino, les azotaba con espeso tiroteo. Lanzaron ellos sus caballos por el puente; pero con tan poca fortuna, que tras de una pequeña ventaja obtenida por el empuje de aquella poderosa fuerza, tuvieron que retirarse, porque pasada la sorpresa, nuestros infantes les acribillaron a bayonetazos, dejando un sinnúmero de jinetes en el suelo y otros precipitados por sobre los pretiles al lecho del arroyo. No tuvimos tan buena suerte en el segundo ataque, porque renunciando ellos a poner en movimiento la caballería en lugar angosto, atacaron a la bayoneta con tanta fiereza, que nuestros regimientos de línea, y aun los valientes walones y suizos, retrocedieron aterrados. Yo oí contar en la tarde de aquel mismo día a un soldado de los tiradores de -211- Utrera, presente en aquel lance, que los franceses, en su mayor parte militares viejos, cargaron a la bayoneta con una furia sublime, que producía en los nuestros, además del desastre físico, una gran inferioridad moral. Me dijo que se espantaron, que en un momento viéronse pequeños, mientras que los franceses se agrandaban, presentándose como una falange de millones de hombres; que los vivas al Emperador y los gritos de cólera eran tan furiosamente pronunciados, que parecían matar también por el solo efecto del sonido; y que, por último, sintiendo los de acá desfallecer su entusiasmo y al mismo tiempo un repentino e invencible cariño a la vida, abandonaron aquel puente mezquino, ardientemente disputado por dos Naciones, y que al fin quedó por Francia.
El efecto moral de esta pérdida fue muy notable entre nosotros. Advirtiose claramente en todo el ejército como un estremecimiento de desasosiego, como una inquietud que, partiendo de aquel gran corazón compuesto de diez y ocho mil corazones, se transmitía a la temblorosa bayoneta, asida por la indecisa mano. Entonces pude observar cómo se individualiza un ejército, cómo se hace de tantos uno solo, resumiendo de un modo milagroso los sentimientos lo mismo que se resume la fuerza; pude observar cómo aquella gran masa recibe y transmite las impresiones del combate con la presteza y uniformidad de un solo sistema nervioso; cómo todos los movimientos del organismo -212- físico, desde la mano del general en jefe hasta la pezuña del último caballo, obedecen a la alegría de un momento, a la pena de otro momento, a las angustiosas alternativas que en el discurso de cuantas horas consiente y dispone Dios, espectador no indiferente de estas barbaridades de los hombres.
La pérdida del puente sobre el Herrumblar, que al amanecer se había ganado, hizo que el ala derecha retrocediera buscando mejor posición. Casi todas las posiciones se variaron. Los generales conocían la inminencia de un ataque terrible, los soldados viejos la preveían, los bisoños la sospechábamos, y nuestros caballos, reculando y estrechándose unos contra otros, olían en el espacio, digámoslo así, la proximidad de una gran carnicería.
Eran las seis de la mañana y el calor principiaba a hacerse sentir con mucha fuerza. Comenzamos a sentir en las espaldas aquel fuego que más tarde había de hacernos el efecto de tener por médula espinal una barra de metal fundido. No habíamos probado cosa alguna desde la noche anterior, y una parte del ejército, ni aun en la noche anterior había comido nada. Pero este malestar era insignificante comparado con otro que desde la mañana principió a atormentarnos, la sed, que todo lo destruye; alma y cuerpo, infundiendo una rabia inútil para la guerra, porque no se sacia matando.
Es verdad que desde Bailén salían en bandadas multitud de mujeres con cántaros de agua para refrescarnos; pero de este socorro apenas podía participar una pequeña parte de la tropa, porque los que estaban en el frente no tenían tiempo para ello. Algunas veces aquellas valerosas mujeres se exponían al fuego, penetrando en los sitios de mayor peligro, y llevaban sus alcarrazas a los artilleros del centro. En los puntos de mayor peligro, y donde era preciso estar con el arma en el puño constantemente, nos disputábamos un chorro de agua con atropellada brutalidad: rompíanse los cántaros al choque de veinte manos que los querían coger, caía el agua al suelo, y la tierra, más sedienta aún que los hombres, se la chupaba en un segundo.


- XXV -
¿Por qué sitio pensaban atacarnos los franceses? Conociendo que el centro era inexpugnable por entonces; siendo el principal objeto de Dupont abrirse camino hacia Bailén, y considerando que era peligroso intentarlo por el ala izquierda, no sólo porque allí la posición de los españoles era excelente, sino porque les ofrecía un gran peligro la cuenca del Guadiel, -214- determinaron atacar nuestra ala derecha, esperando abrir en ella un boquete que les diera paso. Su artillería no cesaba de arrojar bala rasa, protegiendo la formación de las poderosas columnas que bien pronto debían hostilizarnos. Al punto se reforzó el ala derecha, se desplegaron en línea varios batallones y sin esperar el ataque marcharon hacia el enemigo, amparados por dos piezas de artillería. El primer momento nos fue favorable. Pero el olivar vomitó gente y más gente sobre nuestra infantería. Por un instante confundidas ambas líneas en densa nube de polvo y humo, no se podía saber cuál llevaba ventaja. Caían los nuestros sobre los imperiales, y la metralla enemiga les hacía retroceder; avanzaban ellos y adquiríamos a nuestra vez momentánea inferioridad.
Por largo tiempo duró este combate, tanto más cruel, cuanto era más proporcionado el empuje de una y otra parte, hasta que al fin observamos síntomas de confusión en nuestras filas; vimos que se quebraban aquellas compactas líneas, que retrocedían sin orden, que chocaban unos con otros los grupos de soldados. La división se conmovió toda, y dos batallones de reserva avanzaron para restablecer el orden. Gritaban los jefes hasta perder la voz, y todos se ponían a la cabeza de las columnas, conteniendo a los que flaqueaban y excitando con ardorosas palabras a los más valientes. Los tercios de Tejas y el regimiento -215- de Órdenes se lanzaron al frente, mientras se restablecía el concierto en los cuerpos que hasta entonces habían sostenido el fuego. Sobre todo, el regimiento de Órdenes, uno de los más valientes del ejército, se arrojó sobre el enemigo con una impavidez que a todos nos dejó conmovidos de entusiasmo. Su coronel D. Francisco de Paula Soler, parecía dar fuego a todos los fusiles con la arrebatadora llama de sus ojos, con el gesto de su mano derecha empuñando la espada que parecía un rayo, con sus gritos que sobresalían entre el granizado tiroteo, sublimando a los soldados.
La metralla y la fusilería enemiga se recrudecieron de tal modo, que casi toda la primera fila del valiente regimiento de Órdenes cayó, cual si una gigantesca hoz la segara. Pero sobre los cuerpos palpitantes de la primera fila pasó la segunda, continuando el fuego. Como si los tiros franceses persiguieran con inteligente saña las charreteras, el regimiento vio desaparecer a muchos de sus oficiales.
Reforzáronse también los imperiales, y desplegando nueva línea con gente de reserva, avanzaron a la bayoneta, pujantes, aterradores, irresistibles. ¡Momento de incomparable horror! Figurábaseme ver a dos monstruos que se baten mordiéndose con rabia, igualmente fuertes y que hallan en sus heridas, en vez de cansancio y muerte, nueva cólera para seguir luchando. Cuando las bayonetas se cruzaban, el campo ocupado por nuestra infantería se clareó a trozos; sentimos -216- el crujido de poderosas cureñas rebotando en el suelo de hoyo en hoyo al arrastre de las mulas castigadas sin piedad; los cañones de a 12 enfilaron el eje de sus ánimas hacia las líneas enemigas; los botes de metralla penetraron en el bronce, se atacaron con prontitud febril, y un diluvio de puntas de hierro, hendiendo horizontalmente el aire, contuvo la marcha del frente francés. A un disparo se sucedía otro: la infantería, rehecha, flanqueaba los cañones, y para completar el acto de desesperación, un grito resonó en nuestro regimiento. Todos los caballos patalearon, expresando en su ignoto lenguaje que comprendían la sublimidad del momento; apretamos con fuerte puño los sables, y medimos la tierra que se extendía delante de nosotros. La caballería iba a cargar.
Vimos que a todo escape se nos acercó un general, seguido de gran número de oficiales. Era el marqués de Coupigny, alto, fuerte, rubio, colorado de suyo, y en aquella ocasión encendido, como si toda su cara despidiera fuego. Era Coupigny hombre de pocas palabras; pero suplía su escasez oratoria con la llama de su mirar, que era por sí una proclama. Nosotros pusimos atención esperando que nos dijera alguna cosa; pero el general dispuso con un gesto la dirección del movimiento, y después nos miró. No necesitamos más.
«¡Viva España! ¡Viva el Rey Fernando! ¡Mueran los franceses!» exclamamos todos, y el escuadrón se -217- puso en movimiento. Estábamos formados en columna, y nos desplegamos en batalla sobre los costados, bajando a buen paso, pero sin precipitación, de la altura donde habíamos estado. Maniobramos luego para tener a nuestro frente el flanco enemigo; las tropas que por allí atacaban dicho flanco doblaron por cuartas para darnos paso por los claros; el jefe gritó: «A la carga»; picamos espuela, y ciegamente caímos sobre el enemigo como repentina avalancha. Yo, lo mismo que Santorcaz, el mayorazgo y los demás de la partida, íbamos en la segunda fila. Penetraron impetuosamente los de la primera, acuchillando sin piedad; los caballos bramaban de furor, sintiéndose heridos a fuego y a hierro. Algunos caían, dejando morir a sus jinetes, y otros se arrojaban con más fuerza destrozando cuanto hallaban bajo sus poderosas manos. Los de la primera fila hicieron gran destrozo; pero a los de la segunda nos costó más trabajo, porque avanzando demasiado los delanteros, quedamos envueltos por la infantería, lo cual atenuaba un poco nuestra superioridad. Sin embargo, destrozábamos pechos y cráneos sin piedad.
Yo vi a Rumblar, ciego de ira, luchando cuerpo a cuerpo con un francés; vi a Santorcaz dando pruebas de tener un puño formidable para el manejo del sable; uselo yo mismo con toda la destreza que me era posible, y lo mismo yo que mis amigos y otros muchos jinetes de mi fila nos internamos locamente por -218- el grueso de la infantería contraria. Otro escuadrón daba nueva carga por el mismo flanco, lo cual, observado por nosotros, nos reanimó. No íbamos mal; pero los franceses eran muchos, estaban muy hechos a tales embestidas y sabían defenderse bien de la pesadumbre de los caballos, así como de los sablazos.
Sin embargo, no retrocedían delante de nosotros. Ya se sabe que siendo el objeto de la caballería producir un gran sacudimiento y pavor en las filas enemigas por la violencia del primer choque, cuando este no da aquellos resultados y se empeñan combates parciales entre los caballos y una numerosa infantería, los primeros corren gran riesgo de desaparecer, brutales masas devoradas en aquel hervidero de agilidad y de destreza. Aunque en la carga les hicimos gran daño, no les pusimos en dispersión: los combates parciales se entablaron pronto, y fue preciso que la caballería de España, a escape traída del ala izquierda; nos reforzase, para no ser envueltos y perdidos sin remedio. Hubo un momento en que me vi próximo a la muerte. A mi lado no había más que dos o tres jinetes, que se hallaban en trance tan apurado como yo: nos miramos, y comprendiendo que era preciso hacer un supremo esfuerzo, arremetimos a sablazos con bastante fortuna. Con esto y el pronto auxilio de la carga hecha en el mismo instante por la caballería de España, salimos del apuro. Revolviendo -219- atrás, hundí las espuelas, y mi caballo de un salto se puso en la nueva fila. No vi a mi lado más cara conocida que la de Marijuán. El conde y Santorcaz habían desaparecido.
En el mismo instante mi caballo flaqueó de sus cuartos traseros. Intenté hacerle avanzar, clavándole impíamente las espuelas: el noble animal, comprendiendo sin duda la inmensidad de su deber y tratando de sobreponerle a la agudeza de su dolor, dio algunos botes; pero cayó al fin escarbando la tierra con furia. El desgraciado había recibido una violenta herida en el vientre, y falto de palabra para expresar su padecimiento, bramaba, aspirando con ansia el aire inflamado, sacudía el cuello, parecía dar a entender que hallando un charco de agua en que remojar la lengua sus dolores serían menos vivos, y al fin se abandonó a su suerte, tendiéndose sobre el campo, indiferente al ruido del cañón y al toque de degüello.

- XXVI -
Hallándome desmontado, me dirigí a buscar un puesto entre las escoltas de la artillería o en el servicio de municiones que se hacía precipitadamente por -220- los tambores entre los carros y las piezas. Al dar los primeros pasos, advertí el extraordinario decaimiento de mis fuerzas físicas; no podía tenerme en pie, y el ardor de mi sangre llegado a su último extremo, me paralizaba cual si estuviese enfermo. No es propio decir que hacía calor, porque esta frase común al verano de todos los países europeos es inexpresiva para indicar la espantosa inflamación de aquella atmósfera de Andalucía en el día infernal que presenció la batalla de Bailén. El efecto que hacía en nuestros cuerpos era el de una llamarada que los azotaba por todos lados: la cara se nos abrasaba como cuando nos asomamos a un horno encendido, y deshechos en sudor, nuestros cuerpos hervían, descomponiéndose la economía entera, desde el instante en que fuertes excitaciones del espíritu dejaban de sostenerla.
Cuando me encontré a pie y a alguna distancia del combate, que seguía con ventaja para los españoles, empecé a sentir vivamente y de un modo irresistible el aguijón candente de la sed que horadaba mi lengua, y la corriente de fuego que envolvía mi cuerpo. Esto me daba tal desesperación, que de prolongarse mucho hubiérame impelido a beber la sangre de mis propias venas. Por ninguna parte alcanzaba a ver la gente del pueblo que antes trajera cántaros con agua, y al buscar con ansiosa inspiración en el seco aire una partícula de agua, bebía y respiraba oleadas de polvo abrasador.
Por un rato perdí la exaltación guerrera y el furor patriótico que antes me dominaban, para no pensar más que en la probabilidad de beber, previendo las delicias de un sorbo de agua, y anhelando apagar aquellas ascuas pegajosas que revolvía en mi boca. Con este deseo caminé largo trecho ante las filas de retaguardia del centro: los soldados de los regimientos que allí se rehacían para salir de nuevo al frente, clamaban también pidiendo agua. Vimos con alegría que desde el pueblo venían corriendo algunos soldados con cubos; pero al punto se nos dijo que aquella agua no era para nosotros; era para otros sedientos, cuyas bocas necesitaban refrescarse antes que las nuestras, si el combate había de tener buen éxito; era para los cañones.
La resistencia enérgica de las dos piezas del ala derecha, combinadas con las seis de la batería central, y el auxilio de la caballería atacando por el flanco la línea enemiga, hizo que esta fuese rechazada, a pesar de su frente compacto e incomparable bravura. Los franceses se retiraron, dejándose perseguir y desposicionar por la infantería y caballos de nuestra derecha. Harto se conocía este resultado en los gritos de alegría, en aquel concierto de injurias con que el vencedor confirma la catástrofe del vencido, cuando este vuelve la espalda. El sitio donde yo estaba se vio despejado por el avance de nuestras tropas, y en casi todos los jefes que allí había observé -222- tal expresión de gozo que sin duda consideraban asegurada la victoria. ¡Oh momento feliz! Ya se podía pensar en beber. ¿Pero dónde?
Después del avance de nuestras tropas, que no ocuparon enteramente las posiciones francesas por ofrecer esto algún peligro, los soldados del regimiento de Órdenes divisaron una noria, en el momento en que los franceses que durante la acción la habían ocupado se hallaban en el caso de abandonarla. Vieron todos aquel lugar como un santuario cuya conquista era el supremo galardón de la victoria, y se arrojaron sobre los defensores del agua escasa y corrompida que arrojaban unos cuantos arcaduces en un estanquillo. Los enemigos, que no querían desprenderse de aquel tesoro, le defendían con la rabia del sediento. Apenas disparados los primeros tiros, otros muchos franceses, extenuados de fatiga, y encontrándose ya sin fuerzas para combatir si no les caía del cielo o les brotaba de la tierra una gota de agua, acudieron a beber, y viéndola tan reciamente disputada, se unieron a los defensores.
Yo oí decir: «¡Allí hay agua, allí se están disputando la noria!» y no necesité más. Lanceme y conmigo se lanzaron otros en aquella dirección; tomé del suelo un fusil que aún apretaba en sus manos un soldado muerto, y corrí con los demás a todo escape en dirección a la noria. Penetramos en un campo a medio segar, a trechos cubierto de altos trigos secos, a -223- trechos en rastrojo. La lucha en la noria se hacía en guerrillas; acerqueme a la que me pareció más floja, y desprecié la vida lleno mi espíritu del frenético afán de conquistar un buche de agua. Aquel imperio compuesto de dos mal engranadas ruedas de madera, por las cuales se escurría un miserable lagrimeo de agua turbia, era para nosotros el imperio del mundo. La hidrofagia, que a veces amilana, a ratos también convierte al hombre en fiera, llevándole con sublime ardor a desangrarse por no quemarse.
Los franceses defendían su vaso de agua, y nosotros se lo disputábamos; pero de improviso sentimos que se duplicaba el calor a nuestras espaldas. Mirando atrás, vimos que las secas espigas ardían como yesca, inflamadas por algunos cartuchos caídos por allí, y sus terribles llamaradas nos freían de lejos la espalda. «O tomar la noria o morir», pensamos todos. Nos batíamos apoyados contra una hoguera, y la hambrienta llama, al morder con su diente insaciable en aquel pasto, extendía alguna de sus lenguas de fuego azotándonos la cara. La desesperación nos hizo redoblar el esfuerzo porque nos asábamos, literalmente hablando; y por último, arrojándonos sobre el enemigo resueltos a morir, la gota de agua quedó por España al grito de «¡Viva Fernando VII!».
Por un momento dejamos de ser soldados, dejamos de ser hombres, para no ser sino animales. Si cuando sumergimos nuestras bocas en el agua, hubiera -224- venido un solo francés con un látigo, nos habría azotado a todos, sin que intentáramos defendernos. Después de emborracharnos en aquel néctar fangoso, superior al vino de los dioses, nos reconocimos otra vez en la plenitud de nuestras facultades. ¡Qué inmensa alegría!, ¡qué rebosamiento de fuerza y de orgullo!
¿Pero habíamos vencido definitivamente a los franceses? Cuando se disipó aquella lobreguez moral con que la horrible sequedad del cuerpo había envuelto el espíritu, nos vimos en situación muy difícil. Corriendo hacia la noria nos habíamos apartado de nuestro campo, y adviértase que si el ejército francés fue rechazado con grandes pérdidas, conservaba aún sus posiciones. ¿Iba a emprenderse nuevo ataque, haciendo el último esfuerzo de la desesperación? Creíamos que sí, y señales de esto notamos en el campo enemigo que teníamos tan cerca. Al punto corrimos desbandamente hacia el nuestro, que estaba algo lejos, y saltando por junto a los trigos incendiados, abandonamos la noria, por temor a que fuerzas más numerosas que las nuestras nos hicieran prisioneros.
Verdad que los franceses, no dando ya ninguna importancia a las acciones parciales, se ocupaban en organizar el resto y lo mejor de su fuerza para dar un golpe de mano, última estocada del gigante que se sentía morir. Corrimos, pues, hacia nuestro campo. Ya cerca de él, pasó rápidamente por delante de mí un caballo sin jinete, arrogante, vanaglorioso, con -225- la crin al aire, entero y sin heridas, algo azorado y aturdido. Era un animal de pura casta cordobesa, lo mismo que el mío. Le seguí, y apoderándome de sus bridas, cuando volvía me monté en él: después de ser por un rato soldado de a pie, tornaba a ser jinete. Busqué con la vista el escuadrón más próximo, y vi que a retaguardia del centro se formaba en columna con distancias el de España. Entré en las primeras filas, a punto que dijeron junto a mí:
-Los generales franceses van a hacer el último esfuerzo. Dicen que hay unas tropas que todavía no han entrado en fuego, y son las mejores que Napoleón ha traído a España.
Efectivamente, el centro se preparaba a una defensa valerosa, y guarnecía sus baterías, distribuía los regimientos a un lado y otro, agrupando a retaguardia fuerzas considerables de caballería a retaguardia.
....................................
- XXVII -
Al llegar aquí el golpe de un peso que cayó chocando con mi rodilla, me hizo levantar la vista de la carta. El soldado que formaba junto a mí, herido mortalmente por una bala perdida, había rodado al suelo. En aquel intervalo vi hacia enfrente, envueltas en espeso humo las columnas francesas que venían a atacar el centro. Pero mi ánimo no estaba para fijar la atención en aquello. Pude notar que la caballería avanzaba un poco, que después retrocedía y oscilaba de flanco; pero dejándome llevar por el caballo, con los ojos fijos en el papel que sostenía a la altura de las riendas, no puse ni un desperdicio de voluntad en aquellos movimientos de la máquina en que estaba engranado.
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Cuando la tropa francesa de línea retrocedió por tercera vez, extenuada de hambre, de sed y de cansancio; cuando los soldados que no habían sido heridos se arrojaban al suelo maldiciendo la guerra, negándose a batirse e insultando a los oficiales que les llevaran a tan terrible situación, el general en jefe reunió la plana mayor, y expuesto en breve consejo el estado de las cosas, -231- se decidió intentar un último ataque con los marinos de la guardia imperial, aún intactos, poniéndose a la cabeza todos los generales.
............................... vi delante de las primeras filas de caballería algunas masas de tropa escoltando los seis cañones de la carretera, cuyo fuego certero y terrible había sido el nudo gordiano de la batalla. Servidos siempre con destreza y al fin con exaltación, aquellos seis cañones eran durante unos minutos la pieza de dos cuartos arrojada por España y Francia, por la usurpación y la nacionalidad en un corrillo de veinte mil soldados. ¿Cara o cruz? ¿Las tomarían los franceses? ¿Se dejarían quitar los españoles aquellos seis cañones? ¿Quién podría más, nuestros valientes y hábiles oficiales de artillería, o los quinientos marinos?
Yo vi a estos avanzar por la carretera, y entre el denso humo distinguimos un hombre puesto al frente del valiente batallón y blandiendo con furia la espada; un hombre de alta estatura, con el rostro desfigurado por la costra de polvo que amasaban los sudores de la angustia; de uniforme lujoso y destrozado en la garganta y seno como si se lo hubiera hecho pedazos con las uñas para dar desahogo al oprimido pecho. Aquella imagen de la desesperación, que tan pronto señalaba la boca de los cañones como el cielo, indicando a sus soldados un alto ideal al conducirles a la muerte, era el desgraciado general Dupont que había -232- venido a Andalucía, seguro de alcanzar el bastón de mariscal de Francia. El paseo triunfal de que habló al partir de Toledo había tenido aquel tropiezo.
Los repetidos disparos de metralla no detenían a los franceses. Brillaban los dorados uniformes de los generales puestos al frente, y tras ellos la hilera de marinos, todos vestidos de azul y con grandes gorras de pelo, avanzaba sin vacilación. De rato en rato, como si una manotada gigantesca arrebatase la mitad de la fila, así desaparecían hombres y hombres. Pero en cada claro asomaba otro soldado azul, y el frente de columna se rehacía al instante, acercándose imponente y aterrador. Acelerábase su marcha al hallarse cerca; iban a caer como legión de invencibles demonios sobre las piezas para clavarlas y degollar sin piedad a los artilleros.
Los que asistían a aquel espectáculo, sin ser actores de él, estaban mudos de estupor, con el alma y la vida en suspenso, cual si aguardaran el resultado del encuentro para dejar de existir o seguir existiendo.
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Los franceses, destrozados en el primer ataque, lo repetían sacando el último resto de bravura de sus corazones resecados por el calor, y volvían a la carga resueltos a dejarse hacer trizas en la boca de los cañones, o tomarlos. Nuestros soldados sacaban fuerzas de su espíritu, porque en el cuerpo ya no las tenían. Hasta los artilleros empezaban a desfallecer, y heridos casi todos los primeros de derecha e izquierda, atacaban los segundos, daban fuego los terceros, y el servicio de municiones era hecho por paisanos. -237- Los franceses medio resucitados con la valentía de los marinos, pudieron habilitar dos piezas y desde lejos tomando por punto en blanco la masa de nuestra caballería, disparaban bastantes tiros. Su larga trayectoria, pasando por encima de la batería española, hería las primeras filas de mi regimiento. Este se encabritó como si fuera un solo caballo; chocamos unos con otros, y el espectáculo de dos compañeros muertos sin combatir nos llenó de terror. Al mismo tiempo oímos decir que escaseaban las municiones de cañón. ¡Terrible palabra! Si nuestros cañones llegaban a carecer de pólvora, si en sus almas de bronce se extinguía aquella indignación artificial, cuyo resoplido conmueve y trastorna el aire, estremece el suelo y arrasa cuanto encuentra por delante, bien pronto serían tomados por los valientes marinos, y les aguardaba el morir inutilizados por el denigrante clavo, fruslería que destruye un gigante, alfiler que mata a Aquiles.
Esta consideración ponía los pelos de punta. ¿Sucumbiría España? ¿No le reservaba Dios la gloria de dar el primer golpe en el pedestal del tirano de Europa?... No, no es posible asistir indiferente al espectáculo de tan supremo esfuerzo, oh patria;
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Corrimos fuera de la carretera, y todos mis compañeros proferían exclamaciones de frenética alegría. Vi los cañones inmóviles y delante una espesa cortina de humo, que al disiparse permitía distinguir los restos del batallón de marinos. En el frente francés flotaba una bandera blanca, avanzando hacia nuestro frente. La batalla había concluido.
Nuestros soldados se abrazaban con delirio. Confundíanse los diversos regimientos, y los paisanos advenedizos con la tropa. La gente del vecino pueblo de Bailén acudía con cántaros y botijos de agua. Agrupábanse hombres y mujeres junto a los heridos para recogerlos. Los caballos recorrían orgullosos la carretera, y los generales confundidos con la gente de tropa, demostraban su alegría con tanta llaneza como esta. Los gritos de ¡viva España!, ¡viva Fernando VII! parecían un concierto que llenaba el espacio como antes el ruido del cañón; y el mundo todo se estremecía con el júbilo de nuestra victoria y con el desastre de los franceses, primera vacilación del orgulloso Imperio. En tanto yo recorría el campamento, miraba al suelo, miraba las manos de todos, las cureñas de los cañones, los charcos de sangre, los mil rincones del suelo, junto al cuerpo de un herido y bajo la cabeza del caballo moribundo. Marijuán se llegó a mí con los brazos abiertos y gritó:
-Les vencimos, Gabriel. ¡Viva España y los españoles, -241- y la Virgen del Pilar a quien se debe todo!
- XXVIII -
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un acontecimiento no previsto vino a alterar repentinamente la situación de las cosas fuera de mí. El ejército corría a ocupar sus posiciones; la corneta y el tambor convocaban a todos los soldados, y gran número de gentes del pueblo, hombres y mujeres, corrían hacia las calles de Bailén. Nuestros destacamentos habían divisado las columnas avanzadas del general Vedel que venía de Guarromán en auxilio de Dupont, y ya a poca distancia, un cañonazo nos anunció la presencia de un nuevo enemigo. ¡Ay!, ¡si Vedel hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protector en aquel día de la España oprimida -244- y saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua, y se había principiado a negociar la capitulación.
Al instante mandó Reding un oficio al general francés dándole cuenta de lo ocurrido, y los enemigos se detuvieron más allá de una ermita que llaman de San Cristóbal, situada a mano izquierda del camino real, yendo de Bailén a Guarromán. Al poco rato vimos un oficial francés que llegó al pueblo con un oficio para Reding y otro para Dupont, y como en el cuartel general de este se estaban ya negociando las bases de la capitulación, nos consideramos seguros de ser atacados por la parte alta del camino, a causa de que la acordada suspensión de armas debía afectar a todas las fuerzas que componían el ejército imperial de Andalucía.
A pesar de esta confianza, varios regimientos, entre ellos el de Irlanda y el famosísimo de Órdenes Militares que tanto se había distinguido en la batalla, ocuparon el camino frente a las tropas de Vedel, las cuales iban llegando por momentos y tomaban posiciones. Mi regimiento fue colocado en la entrada oriental del pueblo. Sería poco más de la una cuando los franceses de Vedel, sin aguardar a que les contestara Dupont, rompieron el fuego contra Irlanda, sorprendiéndoles con fuerzas considerables. Gran efervescencia y algazara y tumulto en nuestras filas. Todos querían ir no a combatir con los franceses, sino a -245- pasarlos a cuchillo, por violar las leyes de la guerra. Pero nosotros teníamos, para sojuzgar a los traidores, rehenes preciosos, cuales eran los restos del ejército de Dupont, que estaban en nuestro poder, como una víctima maniatada y con la cabeza sobre el tajo. Durante la confusión que siguió al ataque, algunas tropas acudieron a cercar el campo francés vencido, y otras corrieron en auxilio de los regimientos de Irlanda y Órdenes, puestos en gran compromiso.
A pesar de la inferioridad de número y de posición de nuestras tropas, todo anunciaba que se iba a trabar un combate tan encarnizado como el primero, y los valerosos paisanos lo mismo que los soldados de línea ardían en generoso anhelo de morir si era preciso por rematar con una tarde épica la gloriosa mañana.
Pero la Providencia, como he dicho, estaba de nuestra parte. Casi juntamente con los primeros tiros de la embestida de Vedel, sonaron cañonazos lejanos, que al principio no supimos a qué dirección referir.
-¿Qué es eso? ¿Hacen fuego por el Herrumblar o es la gente de Mengíbar? -preguntaban allí.
-Es la división de D. Manuel de la Peña, que viene por la Casa del Rey -contestó uno que a todo escape venía del primer campo de batalla.
La tercera división, enviada al amanecer desde Andújar por Castaños en seguimiento de Dupont, había llegado, y se anunciaba al enemigo con disparos -246- de pólvora seca. Aterrado con este nuevo refuerzo, que aniquilaría los restos del ejército, si Vedel no se sometía al armisticio, Dupont dio enérgicas órdenes para que cesara el fuego de la división recién venida de Guarromán, y el fuego cesó. Con esto, los nueve mil hombres de Vedel se sometieron de antemano al pacto que ajustaba su general en jefe.
Seguimos, sin embargo, sobre las armas, y las entradas de la villa continuaron custodiadas por numerosas fuerzas, que se relevaban para proporcionarnos algún descanso.
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- XXIX -
Vino la noche. Los franceses, muertos de fatiga y de hambre en su campamento, aguardaban con anhelo a que la capitulación estuviese firmada. Los que menos paciencia tenían eran los suizos afiliados en el ejército imperial, y así que oscureció empezaron a pasarse a nuestro campo. Un historiador francés, queriendo atenuar el desastre de los suyos, ha escrito que la defección ocurrió durante la batalla; pero esto es falso. Lo peor es que otro historiador, no francés sino español, lo ha repetido con lamentable ligereza, faltando así a su patria y a la verdad, que es superior a todo.
La capitulación iba despaciosamente, porque los parlamentarios se habían juntado en Andújar, residencia del general en jefe, y en Bailén no teníamos noticia de lo que allí pasaba. Temiendo que los enemigos intentaran escaparse, nuestros generales tomaron acertadas precauciones, y la artillería ocupó, mecha encendida, los puestos convenientes. Al mismo tiempo millares de paisanos, discurriendo por cerros y alturas, hostigaban de tal modo a los franceses en todas partes, que no les era posible moverse. Esta -251- vigilancia permitía descansar a una parte del ejército; y especialmente los heridos, aunque sólo lo fueran muy levemente como yo, teníamos libertad para estar en el pueblo, donde nos ocupábamos en reunir víveres y llevarlos a los del campamento, así como en acomodar a los heridos graves en las principales casas.
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Cuando recorrimos el campo francés, pudimos observar la terrible situación de nuestros enemigos. Los carros de heridos ocupaban una extensión inmensa, y para sepultar sus tres mil muertos, habían abierto profundas zanjas donde los iban arrojando en montón, cubriéndoles luego con la mortaja común de la tierra. Algunos heridos de distinción estaban en las Ventas del Rey; pero la mayor parte, como he dicho, tenían su hospital a lo largo del camino, y allí los cirujanos no daban paz a la mano para vendar y amputar, salvando de la muerte a los que podían. -262- Los soldados sanos sufrían los horrores del hambre, alimentándose muy mal con caldos de cebada y un pan de avena, que parecía tierra amasada.
Todos anhelaban que se firmase de una vez la capitulación para salir de tan lastimoso estado; pero la capitulación iba despacio, porque los generales españoles querían sacar el mejor partido posible de su triunfo. Según oí decir aquel día cuando regresamos a Bailén, ya estaba acordado que se concediese a los franceses el paso de la sierra para regresar a Madrid, cuando se interceptó un oficio en que el lugarteniente general del Reino mandaba a Dupont replegarse a la Mancha. Comprendieron entonces los españoles que conceder a los franceses lo mismo que querían, era muy desairado para nuestras armas, y acordaron considerarles como prisioneros de guerra, obligándoles a entregar las armas. Pero aún el día 21 los contratantes del lado francés, generales Chabert y Marescot, y los del lado español, Castaños y conde de Tilly, no habían llegado a ponerse de acuerdo sobre las particularidades de la rendición.
También alcanzamos a ver a lo largo del camino la interminable fila de carros donde los imperiales llevaban todo lo cogido en Córdoba. ¡Funestas riquezas! Dicen algunos historiadores que si los franceses no hubieran llevado botín tan numeroso, habrían podido salvarse retirándose por la sierra; pero que el afán de no dejar atrás aquellos quinientos carros llenos de -263- riquezas les puso en el aprieto de rendirse, con la esperanza de salvar el convoy. Yo no creo que los franceses hubieran podido escaparse con carros ni sin carros, porque allí estábamos nosotros para impedírselo; pero sea lo que quiera, lo cierto es que Napoleón dijo algún tiempo después a Savary en Tolosa, hablando de aquel desastre tan funesto al Imperio:
«Más hubiera querido saber su muerte que su deshonra. No me explico tan indigna cobardía sino por el temor de comprometer lo que había robado»7.
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Desde que amaneció corrían voces de que la capitulación estaba firmada, y más nos lo hacía creer la -264- circunstancia de que varios oficiales pasaron frecuentemente de un campo a otro, trayendo y llevando despachos.
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-¡Cómo me querían aquellos demonios de franceses! -272- Uno de ellos sabía español y hablaba a ratos conmigo. Me dijo que los españoles eran muy valientes y muy honrados; pero que hacían mal en defender a Fernando VII, porque este príncipe es un farsantuelo que engañó a su padre y ahora está engañando a la Nación y al Emperador.
Doña María se llevó la mano a los ojos.
-Yo le aseguré que los españoles les echaríamos de España, y él me contestó que parecía probable, porque la guerra iba tomando mal aspecto; pero que esto sería un mal para nosotros, porque de venir otra vez Fernando VII, España seguiría con su mal Gobierno, y con las muchas cosas perversas, injustas y anticuadas que hay aquí.
-¡Oh! ¿Y no se le ocurrió a Vd. la contestación a tan atrevido y antipatriótico aserto? -preguntó con énfasis el diplomático.
-Yo le dije que aquí íbamos ahora a arreglar todas esas cosas, y a quitar la santa Inquisición, y los diezmos, y los mayorazgos, como me decía el Sr. de Santorcaz.
Doña María aferró sus manos a los brazos de la silla como si quisiera estrujar la madera entre sus dedos.
-Sobre todo los mayorazgos -prosiguió Rumblar-. También le dije al francés que yo soy mayorazgo y que después de casado tendré dos vinculaciones. ¡Cómo se reía cuando le dije que era Grande de España! Todos -273- acudían a verme y me volvieron a dar de beber, y me caí otra vez al suelo cantando que me las pelaba.
¡Ay! Doña María se llevó las manos a la cabeza, doña María cerró los ojos, doña María golpeó el suelo con su pie derecho, doña María semejaba la imponente imagen de la tradición aplastando la hidra revolucionaria.
-Esta mañana me preguntaron si yo tenía hermanas guapas. Díjeles que eran muy bonitas, y luego me dijeron que vendrían a verlas, y que si se las quería dar para casarse con ellas, puesto que también serían mayorazgas. Yo les contesté que mayorazgo era el que había nacido primero.
Y luego dirigiéndose a sus hermanitas, les dijo:
-Os fastidiasteis, chicas, por haber nacido hembras y después que yo. Una de Vds. se casará con cualquier pelele, y la otra se meterá en un conventito a rezar por nosotros los pecadores, a no ser que algún día vea un galán por la reja, y se enamore, y luego se tire por la ventana a la calle.
Doña María no podía resistir más. Iba a estallar su furibunda cólera; pero aún era mayor el caudal de su prudencia que el caudal de su enojo... se contuvo y cerró otra vez los ojos ya que no podía cerrar los oídos.
-Después -siguió el mancebo-, me dijeron si mis hermanas usaban navaja, si tocaban la guitarra, si iban a los toros y si yo era familiar de la Inquisición. -274- ¡Cómo se reían aquellos condenados! Lo gracioso es que no me dejaban salir de allí, y a cada rato me decían so, so, so.
-Un sot -dijo el diplomático-. Pues sospecho que os llamaron tonto. ¡Oh iniquidad de la Nación francesa! ¡Vea Vd., Sr. D. Paco, lo que es un pueblo carcomido por el jacobinismo!... ¿Y no les dio Vd. un par de sablazos?
-Si me querían mucho. Anoche me tuvieron toda la noche bailando el bolero y la cachucha, en medio de un corrillo donde había más de cuarenta oficiales.
Asunción y Presentación seguían esperando con ansia la ocasión de reír; pero esta ocasión no llegaba, y consultando el rostro de su madre, veíanle cada vez más borrascoso. Así es que las dos estaban muertas de miedo.
D. Paco, conociendo que se preparaba un cataclismo, quiso conjurarlo y dijo a su discípulo:
-Vamos, basta de franceses, D. Diego. Hable Vd. de otra cosa. Si no fuera demasiado largo, os mandaría que recitarais aquel capítulo sobre la batalla del Gránico que os hice aprender de memoria; mas para que tan escogido concurso, y especialmente este fresco azahar de Andalucía, vuestra prometida; para que todos, en una palabra, puedan apreciar la buena pronunciación de Vd. y su cadencioso oído, échenos cualquiera de esos romances que sabe... vamos. Atención, señores.
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-El del Barandal del cielo -dijo Asunción respirando con alegría.
-El de los Santos pechos -dijo Presentación.
-Vamos, no se haga Vd. de rogar.
-Pues voy a echarles una canción que me enseñaron los franceses.
-No, nada de franceses.
-Si es muy bonita, aunque a decir verdad, yo no la entiendo.
Y sin esperar más, púsose en pie D. Diego, y accionando como un cómico, con voz fuerte y exaltado acento, cantó así:


¡Allons enfants de la patrie
le jour de gloire est arrivé!
Contre nous de la tyrannie
l'etendart sanglant est levé!


Asunción y Presentación reían como locas, y doña María no dijo nada. Ninguno de la familia había entendido una palabra.
-Es bonita la canción -dijo D. Paco-, pero no la comprendemos.
Entonces el diplomático levantose ceremoniosa y gravemente, y tomando un tono de hombre severo habló así:
-¿Sabe Vd. lo que está cantando? Pues está cantando la Marsellesa, esa canción impía y sanguinaria, -276- señores, esa canción que acompañó al suplicio a todos los mártires de la revolución, incluso Luis XVI, mi querido amigo... porque han de saber Vds. que Luis XVI y yo teníamos muchas bromas y nos echábamos el brazo por el hombro paseándonos por Versalles... ¡La Marsellesa, señores, la Marsellesa! También acompañó al cadalso a María Antonieta... ¡y qué buena era aquella señora! ¡Cuántas veces la vi marcando pañuelos en una ventana baja del pequeño Trianon! ¡Cómo me quería!... En fin, este joven me ha horripilado con la tal tonadilla...

- XXXII -
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Yo no vi el triste desfile de los ocho mil soldados de Dupont cuando entregaron sus armas ante el general Castaños, porque esto tuvo lugar en Andújar. A pesar -279- de que la primera y segunda división habían sido las vencedoras de los franceses, la honra de presenciar la rendición fue otorgada a la tercera y a la de reserva, por una de esas injusticias tan comunes en nuestra tierra, lo mismo en estos días de vergüenza que en aquellos de gloria. Por delante de nosotros desfilaron las tropas de Vedel, en número de nueve mil trescientos hombres, y dejando sus armas en pabellón, nos entregaron muchas águilas y cuarenta cañones.
Les mirábamos y nos parecía imposible que aquellos fueran los vencedores de todo el mundo. Después de haber borrado la geografía del continente para hacer otra nueva, clavando sus banderas donde mejor les pareció, desbaratando imperios, y haciendo con tronos y reyes un juego de titiriteros, tropezaban en una piedra del camino de aquella remota Andalucía, tierra casi olvidada del mundo desde la expulsión del islamismo. Su caída hizo estremecer de gozosa esperanza a todas las Naciones oprimidas. Ninguna victoria francesa resonó en Europa tanto como aquella derrota, que fue sin disputa el primer traspiés del Imperio. Desde entonces caminó mucho, pero siempre cojeando.
España, armándose toda y rechazando la invasión con la espada y la tea, con la navaja, con las uñas y con los dientes, iba a probar, como dijo un francés, que los ejércitos sucumben, pero que las Naciones son invencibles.
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Y ahora consideren Vds. lo que pasaba del otro lado de Sierra-Morena en aquel mismo mes de Julio. El día 7 había jurado José en Bayona la Constitución hecha por unos españoles vendidos al extranjero. El día 9 el mismo José traspasaba la frontera para venir a gobernarnos. El día 15 ganaba Bessières en los campos de Rioseco una sangrienta batalla, y al tener de ella noticia Napoleón, decía lleno de gozo: «La batalla de Rioseco pone a mi hermano en el trono de España, como la de Villaviciosa puso a Felipe V». Napoleón partió para París el 21, creyendo que lo de España no ofrecía cuidado alguno. El 20, un día después de nuestra batalla, entró José en Madrid, y aunque la recepción glacial que se le hizo le causara suma aflicción, aún le parecía que el buen momio de la corona duraría bastante tiempo.
Pero hacia los días 25, 26 y 27 se esparce por la capital un rumor misterioso que conmueve de alegría -281- a los españoles y llena de terror a los franceses; corre la voz de que los paisanos andaluces y algunas tropas de línea han derrotado a Dupont, obligándole a capitular. Este rumor crece y se extiende; pero nadie lo quiere creer, los españoles por parecerles demasiado lisonjero, y los franceses por considerarlo demasiado terrible. El absurdo se propaga y parece confirmarse; pero la corte de José se ríe y no da crédito a aquel cuento de viejas. Cuando no queda duda de que semejante imposible es un hecho real, la corte que aún no había instalado sus bártulos, huye despavorida; las tropas de Moncey, que rechazadas de Valencia se habían replegado a la Mancha, se unen a las de Madrid, y todos juntos, soldados, generales y Rey intruso, corren precipitadamente hacia el Norte, asolando el país por donde pasan. Aquel fantasma de reino napoleónico se disipaba como el humo de un cañonazo.
Y ahora os he de hablar de cómo la guerra que parecía próxima a concluir, se trabó de nuevo con más fuerzas; os he de hablar de aquel infeliz y bondadoso rey José y de su corte, y de su hermano, y del paso de Somosierra con la famosa carga de los lanceros polacos, y del sitio de Madrid, y de otras muchas curiosísimas cosas; pero todo se ha de quedar para el libro siguiente.
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FIN


Octubre-Noviembre de 1873.

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