martes, 6 de octubre de 2009

Episodios nacionales


Episodios Nacionales en versión reducida para alumnos de segundo de bachillerato.




El 19 de Marzo y el 2 de Mayo

por B. Pérez Galdós

VII

Lopito era un chicuelo de esos que prematuramente se quieren hacer pasar por hombres, pues también entonces existía esta casta, no conociendo para tal objeto otros medios que beber a porrillo y dar de puñetazos en las mesas, desvergonzarse con todo el mundo, mirar con aire matachín, y contar de sí propios inverosímiles aventuras. Pero con estas cualidades y otras muchas, el ex-pinche no dejaba de ser simpático, sin duda porque unía a su vanidosa desenvoltura la generosidad y el rumbo, que acompañan por lo regular a los pocos años. Convidome a cenar en la taberna, charlamos luego hasta las nueve y nos separamos tan amigotes, cual si hubiéramos aprendido a leer en la misma cartilla.

Al día siguiente, como no era posible volverme a Madrid, a causa de que los trajineros pedían fabulosos precios por el viaje, nos reunimos otra vez. Lopito estaba tan desocupado como yo, y entre la taberna del tío Malayerba y los jardines del Príncipe nos pasamos la mayor parte del día, conferenciando sobre cuanto nos ocurría, y especialmente acerca de acontecimientos públicos, asunto en que él se daba extraordinaria importancia. Al principio se mostraba algo reservado en esta cuestión; pero por último, no pudiendo resistir dentro de su alma el sofocante peso de un secreto, se franqueó conmigo generosamente.

-Si quieres -me dijo- puedes ganarte algunos cuartos. Yo te llevaré a casa del Sr. Pedro Collado; criado de S. A. el príncipe Fernando, y verás cómo te dan soldada. ¿Ves esos paletos manchegos que andan por ahí? Pues todos cobran ocho, diez o doce reales diarios, con viaje pagado y vino a discreción.

-¿Y por qué es eso, Lopito? Yo creí que esa gente gritaba y chillaba porque así era su gusto. ¿De modo que todo eso de vivan nuestros reyes y lo de muera el choricero es porque corre el dinero?

-No: te diré. Los españoles todos aborrecen a ese hombre; mas para que dejen sus casas y tierras y sus caballerías por venir aquí a gritar, es preciso que alguien les dé el jornal que pierden en un día como este. Todos los que servimos al infante D. Antonio Pascual y los criados del príncipe de Asturias hemos estado por ahí buscando gente. De Madrid hemos traído medio barrio de Maravillas, y en los pueblos de Ocaña, Titulcia, Villatobas, Corral de Almaguer, Villamejor y Romeral, creo que no han quedado más que las mujeres y los viejos, pues hasta un racimo de chiquillos trajo el Sr. Collado.

-Pero tonto -dije yo, creyendo presentar un argumento decisivo-, ¿qué importa que toda esa gente chille a las puertas de palacio pidiendo lo que no les han de dar? ¿Pues no tiene ahí S. M. sus reales tropas para hacerse respetar? Porque o somos o no somos. Si con un puñado de gente gritona traída de los pueblos y de las Vistillas de Madrid se puede obligar al rey a que haga una cosa, no sé para qué se toma ese señor el trabajo de llevar corona en la cabeza.

-Dices bien, Gabrielillo, y si el condenado generalísimo estuviera seguro de que la tropa le sostenía, ya podían volverse a sus casas todos esos caballeros, que han venido a darle una serenata; pero tú no sabes de la misa la media. También han repartido dinero a la tropa -añadió bajando la voz-; y como el príncipe de Asturias tiene no sé cuántas arcas llenas de onzas de oro que le ha ido dando su padre para juguetes... ya ves... S. A. hará lo que le dé la gana, porque le ayudan todos los señores de la grandeza, muchos obispos, muchos generales, y hasta los mismos ministros que ahora tiene el Rey.

-Eso sí que es una grandísima picardía -exclamé con ira-. Son ministros del Rey, son compañeros del otro, a quien sin duda deben los zapatos con que se calzan, y al mismo tiempo le hacen la mamola al niño Fernando, porque ven que el pueblo le quiere, y dicen: «Por fas o nefas, por la mano derecha o por la izquierda, no ha de tardar en sentarse en el trono».

Con este diálogo llegamos a la taberna, y allí nos sentamos, pidiendo Lopito para sí aguardiente de Chinchón, y yo tintillo de Arganda. No estábamos solos en aquella academia de buenas costumbres, porque cerca de la mesa en que nosotros perfeccionábamos nuestra naturaleza física y moral, se veían hasta dos docenas de caballeros, en cuyas fisonomías reconocí a algunos famosos Hércules y Teseos de Lavapiés, de aquellos que invocó con épico acento el poeta al decir:

Grandes, invencibles héroes,

que en los ejércitos diestros

de borrachera, rapiña,

gatería y vituperio,

fatigáis las faltriqueras...

Entre estos hombres vi otros de figura extraña, y tan astrosos y con tanto andrajo cubiertos, que daba lástima verlos.

-Estos -me dijo Lopito satisfaciendo mi curiosidad- son lo mejorcito de Zocodover de Toledo, donde ejercitan su destreza en el aligeramiento de bolsillos y alivio de caminantes.

También entraron en las tabernas muchos soldados de caballería, y al poco rato se había entablado conversación tan viva que no era posible entender ni una palabra, si palabras pueden llamarse las vociferaciones y juramentos de aquella gente. Unos sostenían que la familia real partiría aquella misma tarde, y otros que el Rey no había pensado en tal viaje. Pronto se disiparon las dudas, porque corrió la voz de que S. M. dirigía la voz a sus súbditos por medio de una proclama que al punto se fijó en todos los sitios públicos. En ella, después de llamar vasallos a los españoles, decía el buen Carlos IV, que la noticia del viaje era invención de la malicia, que no había que temer nada de los franceses, nuestros queridos amigos y aliados, y que él era muy dichoso en el seno de su familia y de su pueblo, al cual conceptuaba asimismo como empachado de prosperidad y bienaventuranza al amparo de paternales instituciones.

La mayor parte de los héroes de Zocodover y las Vistillas, no parecían inclinados a dar crédito a la regia palabra, antes bien se burlaban de cuantos acudían a leerla, añadiendo: -No se nos engañará. A mí con esas... Aspacito, Sr. D. Carlos, que ya lo arreglaremos.

Cuando fui a casa encontré a D. Celestino loco de alegría: paseaba con la sotana suelta por su habitación, y aunque no estaba presente ni aun en sombra el pícaro sacristán, mi amigo profería con desaforado acento estas palabras:

-¿Lo ves, malvado Santurrias? ¿Lo ves, tunante, borracho, mal acólito, que no sabes más que juntar gotas de aceite y mocos de vela para venderlo en pelotillas? ¿Ves cómo yo tenía razón? ¿Ves cómo los Reyes no han pensado nunca en semejante viaje? Sí, que ahí están esos señores en el trono para darte gusto a ti, pérfido sacristán, escurridor de lámparas y ganzúa de cepillos. ¿No bastaba que lo dijera yo, que soy amigo de Su Alteza Serenísima, y tengo estudios para comprender lo que conviene al interés de la nación? Véngase Vd. ahora con bromitas, amenáceme con tocar las campanas sin mi permiso. ¡Ah!, agradézcame el muy tunante que no me cale ahora mismo el manteo y teja para ir en persona a contarle a Su Alteza qué clase de pajarraco es usted, con lo cual, dicho se está que el señor Patriarca me lo pondría de patitas en la calle. Pero no, Sr. Santurrias; soy un hombre generoso y no iré; no quiero quitarle el pan a un viudo con cuatro hijos. Pero véngase Vd. ahora con bromitas diciendo que mi paisano acá y allá; y que le van a arrastrar, y repita aquello de «¡Viva Fernando, Kirie eleyson! ¡Muera Godoy, Christe eleyson!» con que me despierta todos los días.

A este punto llegaba, cuando advirtió que yo estaba delante, y echándome los brazos al cuello, me dijo:

-Al fin hemos salido de dudas. Todo era invención de Santurrias. ¿Qué hay por el pueblo? Estará la gente contentísima ¿no? Ahora cuando salga el señor príncipe de la Paz a paseo supongo que le victorearán... ¡Ay!, qué susto me he llevado, hijito. De veras creí que íbamos a tener un motín. ¡Un motín! ¿Sabes tú lo que es eso? En mi vida he visto tal cosa y sírvase Dios llevarme a su seno, antes que lo vea. Un motín no es ni más ni menos que salirse todos a la calle gritando viva esto o muera lo otro, y romper alguna vidriera y hasta si se ofrece golpear a algún desgraciado. ¡Qué horror! Gracias a Dios no tendremos ahora nada de esto, y sin duda la prudencia y tino de aquel hombre... ¿Sabes que estuve en su palacio a prevenirle de lo que pasaba y no me recibió?...

-Lo creo. En estos días no tendrá Su Alteza humor para recibir, porque como dijo el otro, no está la Magdalena para tafetanes.

-Tal vez él tenga noticias de las picardías de Santurrias y de los otros perdidos con quien se junta en la taberna del tío Malayerba -continuó el cura-. ¿Pero en dónde está ese endemoniado sacristán? No parece por aquí porque sabe que le he de poner más colorado que un pimiento riojano.

No había acabado de decirlo, cuando entreabriéndose la puerta, dejó ver los dientes, la plegada y siempre risueña boca, la exprimida cara y arrugada frente del sacristán.

-Venga acá -exclamó D. Celestino con alborozo-; venga el sapientísimo Sr. Santurrias, presunto cardenal metropolitano; venga acá para que nos ilustre con su saber, para que nos aconseje con su prudencia. ¿Puede decirnos cuándo es el viaje? Porque yo tengo para mí que la proclama de S. M. es una tiñería; y qué crédito merece el Rey de las Españas, de las Indias de Jerusalén, de Rodas, etc., cuando habla el Excmo. Sr. D. Gregorio de las Santurrias, sacristán que fue de monjas Bernardas, y hoy de mi parroquia. A ver, ¿nos sacará de dudas su señoría?

-Mañana, mañana, mañanita, señor cura -contestó el sacristán-. Dígame su paternidad: ¿saca o no las botellicas?

Y luego, sin desconcertarse ante la ironía de su superior, sino por el contrario burlándose de los graves gestos con que se le interpelaba, empezó a entonar los singulares cantos de su repertorio, haciendo -77- mil grotescos visajes y moviendo los brazos, ya en ademán de repicar, ya aparentando recorrer el teclado de un órgano, ya en fin, con la postura propia de tocar la guitarra, sin dejar de cantar en la forma siguiente:

-Domine, ne in furore tuo arguas me...

Es la corte la mapa

de ambas Castillas,

y la flor de la corte

las Maravillas.

Anda moreno,

que no hay cosa en el mundo

como tu pelo.

De profundis clamavi ad te, Domine Domine exaudi vocem meam...

Don, dilondón, don, don.

- VIII -

Al día siguiente no hallé tampoco quien me llevase a Madrid; pero deseando vivamente saber de Inés y curioso por oír de sus propios labios si era verdad o mentira la bienaventuranza que le habían ofrecido los Requejos, determiné marcharme a pie, lo cual, si no era muy cómodo, era más barato: don Celestino y yo hablábamos de esto, cuando Lopito entró a buscarme.

-Esta noche -me dijo al bajar la escalera- tendremos fiesta. No lo digas ni a tu camisa, Gabrielillo. Pues verás... aquel papelote que escribió ayer el Rey es una farsa. Bien decía yo que D. Carlitos, con su carita de pascua, nos está engañando.

-¿De modo que hay viaje?

-Tan cierto como ahora es día. Pero como no queremos que se vayan, porque esto es enjuague de Napoleón con Godoy para luego repartirse a España entre los dos; como no queremos que se vayan, el viaje se prepara ocultamente para esta noche. Si fuera verdad que no pensaban salir, ¿por qué no se ha retirado la tropa? ¿Por qué ha venido más tropa y más tropa, y más tropa? ¿Ves? Ahora está entrando un batallón por la calle de la Reina.

Confieso que a mí no me importaba gran cosa que saliese un batallón o entraran ciento, ni tampoco me ponía en cuidado el que mi Sr. D. Carlos se marchara a Andalucía o a donde mejor le conviniese. Así se lo manifesté a mi amigo; pero hallándose el alma de Lopito inundada de generoso entusiasmo, por el bien del reino, me hizo ver que mi indiferencia era censurable y hasta criminal. Largas horas pasamos discurriendo por el pueblo y matando el tiempo con amenas conversaciones. Él se empeñó en llevarme a la taberna, y a la taberna fuimos. La concurrencia era la misma, aunque el panorama de caras había variado, viéndose entre ellas la de Santurrias, que no -79- era la menos animada. También estaba allí muy macilento y meditabundo, con los agujereados codos sobre la mesa, el poeta calagurritano que tres años antes capitaneaba la turba de silbantes en el estreno de El sí de las niñas, y con él libaba el néctar de Esquivias en el mismo vaso otro de los dioses menores del Olimpo Comellesco, el famoso Cuarta y Media, calderero y poeta. ¡Pobres hijos de Apolo!

El pinche me dijo que todos aquellos personajes habían venido de Madrid traídos por los confeccionadores de la conjuración, y añadió:

-Esto para que se vea que también toman parte los hombres que se llaman científicos.

No puedo menos de decir que toda aquella gente me repugnaba, y en cuanto a sus intenciones y propósitos, todo me parecía absurdo sin explicarme por qué.

-Estúpidos -decía para mí- ¿pensáis que semejante gatería es capaz de quitar y poner reyes a su antojo?

Pero en la noche de aquel mismo día fue cuando pude medir en toda su inexplorada profundidad el abismo de ignorancia y fanatismo de aquel puñado de revolucionarios. No hallando otro alivio a mi aburrimiento que la asistencia a la taberna en compañía de Lopito, en cuanto cerró la noche procuré tranquilizar a D. Celestino y me fui allá. Lopito, que me aguardaba con impaciencia, me dijo al verme a su lado:

-Me alegro de que hayas venido, pues con eso no perderás lo mejor. Aquí está reunida toda la gente, y después... después veremos.

La taberna del tío Malayerba estaba llena de bote en bote, y también disfrutaba el honor de una desmesurada concurrencia, un patio interior destinado de ordinario a paradero y taller de carretería. No puedo haceros formar idea de la variedad de trajes que allí vi, pues creo que había cuantos han cortado la historia, la costumbre y el hambre con su triple tijera. Veíanse muchos hombres envueltos en mantas, con sombrero manchego y abarcas de cuero; otros tantos cuyas cabezas negras y redondas adornaba un pingajo enrollado, última gradación de turbante oriental; otros muchos calzados con la silenciosa alpargata, ese pie de gato que tan bien cuadra al ladrón; muchos con chalecos botonados de moneditas, se ceñían la faja morada, que parece el último jirón de la bandera de las comunidades; y entre esta mezcolanza de paños pardos, sombreros negros y mantas amarillas, se destacaban multitud de capas encarnadas cubriendo cuerpos famosos de las Vistillas, del Ave-María, del Carnero, de la Paloma, del Águila, del Humilladero, de la Arganzuela, de Mira el Río, de los Cojos, del Oso, del Tribulete, de Ministriles, de los Tres Peces, y otros célebres faubourgs (permítasenos la palabrota) donde siempre germinó al beso del sol de Castilla la flor de la granujería.

En cuanto a la variedad de las voces nada puedo decir, porque todos hablaban a un tiempo. Pero al fin de aquella reunión, como en todas las de igual naturaleza, resonó una voz para dominar a las demás. La multitud sabe a veces callar para oír, sin duda porque se marea con sus propios gritos. Algunos de los presentes dijeron: «que hable Pujitos», y al instante Pujitos, cediendo a los reiterados ruegos de sus amigos políticos (dispensadme este anacronismo), salió al mostrador de la taberna, rompiendo tres vasos y dos botellas, que sin duda le cargarían en cuenta al heredero de la corona de dos mundos.

Pujitos era lo que en los sainetes de D. Ramón de la Cruz se señala con la denominación de majo decente, es decir, un majo que lo era más por afición que por clase, personaje sublimado por el oficio de obra prima, el de carpintero o el de platero, y que no necesitaba vender hierro viejo en el Rastro, ni acarrear aguas de las fuentes suburbanas, ni cortar carne en las plazuelas, ni degollar reses en el matadero, ni vender aguardiente en Las Américas, ni machacar cacao en Santa Cruz, ni vender torrados en la verbena de San Antonio, ni lavar tripas allá por el portillo de Gilimón, ni freír buñuelos en la esquina del hospital de la V.O.T., ni menos se degradaba viviendo holgadamente a expensas de ninguna mondonguera, o castañera, o de alguna de las muchas Venus salidas de la jabonosa espuma del Manzanares. Pujitos estaba con un pie en la clase media; era un artesano honrado, un hábil maestro de obra prima; pero tan hecho desde su tierna y bulliciosa infancia a las trapisondas y jaleos manolescos, que ni en el traje ni en las costumbres se le distinguía de los famosos Tres Pelos, el Ronquito, Majoma, y otras notabilidades de las que frecuentemente salían a visitar las cortes y sitios reales de Ceuta, Melilla, etc.

Pujitos era español, y como es fácil comprender, tenía su poco de imaginación, pues alguno de los granos de sal pródigamente esparcidos por mano divina sobre esta tierra, había de caer en su cerebro. No sabía leer, y tenía ese don particular, también español neto, que consiste en asimilarse fácilmente lo que se oye; pero exagerando o trastornando de tal manera las ideas, que las repudiaría el mismo que por primera vez las echó al mundo. Pujitos era además bullanguero; era de esos que en todas épocas se distinguen, por creer que los gritos públicos sirven de alguna cosa; gustaba de hablar cuando le oían más de cuatro personas, y tenía todos los marcados instintos del personaje de club; pero como entonces no había tales clubs, ni milicias nacionales, fue preciso que pasaran catorce años para que Pujitos entrara con distinto nombre en el uso pleno de sus extraordinarias facultades. Setenta años más tarde, Pujitos hubiera sido un zapatero suscrito a dos o tres periódicos, teniente de un batallón de voluntarios, -83- vicepresidente de algún círculo propagandista, elector diestro y activo, vocal de una comisión para la compra de armas, inventor de algún figurín de uniforme; hubiera hablado quizás del derecho al trabajo y del colectivismo, y en vez de empezar sus discursos así: «Jeñores: denque los güenos españoles...», los comenzaría de este otro modo: «Ciudadanos: a raíz de la revolución...».

Pero entonces no se había hablado de los derechos del hombre, y lo poco que de la soberanía nacional dijeron algunos, no llegó a las tapiadas orejas de aquel personaje; ni entonces había asociaciones de obreros, ni derecho al trabajo, ni batallones de milicias, ni gorros encarnados; ni había periódicos, ni más discursos que los de la Academia, por cuyas razones Pujitos no era más que Pujitos.

De pie sobre el mostrador, con la capa terciada, el sombrero echado sobre la ceja derecha, aquel personaje, hombre pequeño de cuerpo, si bien de alma grande, morenito, con sus ojuelos abrillantados por los vapores que le subían del estómago, habló de esta manera:

-Jeñores: denque los güenos españoles golvimos en sí, y vimos quese menistro de los dimonios tenía vendío el reino a Napolión, risolvimos ir en ca el palacio de su sacarreal majestad pa icirle cómo estemos cansaos de que nos gobierne como nos está gobernando, y que naa más sino que nos han de poner -84- al Príncipe de Asturias, para que el puebro contento diga, «el Kirie eleyson cantando, ¡Viva el príncipe Fernando!». (Fuertes gritos y patadas.) Ansina se ha de hacer, que ínterin quel otro se guarda el dinero de la Nación, el puebro no come, y Madrid no quiere al menistro, con que, ¡juera el menistro!, que aquí semos toos españoles, y si quieren verlo, úrgennos un tantico y verán dó tenemos las manos. (Señales de asentimiento.) Pos sigo iciendo que esombre nos ha robao, nos ha perdío, y esta noche nos ha de dar cuenta de too, y hamos de ecirle al Rey que le mande a presillo y que nos ponga al príncipe Fernando, a quien por esta (y besó la cruz), juro que le efenderemos contra too el que venga, manque tenga enjércitos y más enjércitos. Jeñores: astamos ya hasta el gañote, y ahora no hay naa más sino dejarse de pedricar y coger las armas pacabar con Godoy, y digamos toos con el ángel:

El Kirie eleyson cantando,

¡Viva el príncipe Fernando!

Un alarido, un colosal balido resonó en la taberna, y el orador bajó de su escabel, rompiendo otro vaso. Mientras limpia el sudor de su frente coronada con los laureles oratorios, la moza de la taberna se acerca a escanciarle vino. ¿Es Hebe, la gallarda copera de los dioses, que vierte el néctar de Chipre en el vaso de oro del joven de los rubios cabellos, al regresar de la diurna carrera? No: es Mariminguilla, -85- la ninfa de Perales de Tajuña, a quien trajo desde las riberas de aquel florido río el Sr. Malayerba, dándole el cargo de escanciadora mayor, que desempeña entre pellizcos y requiebros.

Lopito, que tiene con ella alguna aventura pendiente, la llama, la pellizca también, dícele mil niñerías... pero a todas estas la multitud que ocupa la taberna se levanta obedeciendo a la orden de un hombre que allí se presentó de improviso. Salieron todos, y yo no queriendo perder el final de una función que parecía ser divertida, les seguí.

-Silencio todo el mundo -dijo una voz, perteneciente, según comprendí, a persona resuelta a hacerse obedecer; y la turba se puso en marcha con cierto orden. La noche era oscurísima; pero serena.

-¿A dónde vamos, Lopito? -pregunté a mi compañero.

-A donde nos lleven -me contestó por lo bajo-. ¿A que no sabes quién es ese que nos manda?

-¿Quién? ¿Aquel palurdo que va delante con montera, garrote, chaqueta de paño pardo y polainas; que se para a ratos, mira por las boca calles y se vuelve hacia acá para mandar que callen?

-Sí; pues ese es el señor conde de Montijo. Con que figúrate, chiquillo, si no podemos decir aquel refrán de... cuando los santos hablan, será porque Dios les habrá dado licencia.

- IX -

El grupo recorrió algunas calles, y uniose a otro más numeroso que encontramos al cuarto de hora de haber salido. Lopito, señalándome las tapias que se veían en el fondo del largo callejón, me dijo:

-Aquellas son las cocheras y la huerta del Príncipe de la Paz.

Pasamos de largo y vimos de lejos las dos cúpulas del palacio. Cerca del mercado se nos unieron otras muchas personas que, según Lopito, eran cocheros, palafreneros, pinches, mozos de cuadra y lacayos del infante D. Antonio y del príncipe de Asturias.

-Pero ¿qué vamos a hacer aquí? -pregunté a mi amigo-. ¿Vamos a impedir que los Reyes salgan del pueblo, o vamos simplemente a tomar el fresco?

-Eso lo hemos de ver pronto -me contestó-. Yo, si he de decirte la verdad, no sé lo que se ha de hacer, porque Salvador el cochero no me ha dicho más sino que vaya donde van los demás y grite lo que los demás griten. Ves, ahí frente tenemos el palacio: no hay luces en las ventanas ni se oye ruido alguno, como no sea el de las ranas que cantan en los charcos del río.

La voz del que nos mandaba dijo «alto», y no dimos un paso más.

-Es raro -dije a Lopito muy quedamente- que no hayamos encontrado centinelas que nos detengan; ni siquiera una ronda de tropa que nos pregunte a dónde vamos a estas horas.

-¡Necio! -me contestó-. ¡Si sabrá la tropa lo que se pesca! ¿Pues qué hacen ellos si no estarse quietecitos en sus cuarteles esperando a que les digan: caballeros, esto se acabó?

Dime por convencido y callé. Durante un rato bastante largo no se oyó más que el sordo murmullo de diálogos sostenidos en voz baja, algunos sordos ronquidos, sofocadas toses, y a lo lejos el canto de las discutidoras ranas y el rumor de leves movimientos del aire, sacudiendo las ramas de los olmos, que empezaban a reverdecer. La noche era tranquila, triste, impregnada de ese perfume extraño que emiten las primeras germinaciones de la primavera: el cielo estaba tachonado de estrellas, a cuya pálida claridad se dibujaban los espesos y negras arboledas, la silueta cortada del Real Palacio, y más allá la figura del Anteo de mármol levantado del suelo por Hércules en el grupo de la fuente monumental que limita el llamado Parterre. El sitio y la hora eran más propios para la meditación que para la asonada.

De improviso aquel silencio profundo y aquella oscuridad intensa se interrumpieron por el relámpago de un fogonazo y el estrépito de un tiro que no sé de dónde partió. La turba de que yo formaba parte lanzó mil gritos, desparramándose en todas direcciones. Parecía que reventaba una mina, pues no a otra cosa puedo comparar la erupción de aquel rencor contenido. Todos corrían, yo corría también. Lucieron antorchas y linternas, se alzaron al aire nudosos garrotes: muchas escopetas se dispararon, oyose un son vivísimo de cornetas militares, y multitud de piedras, despedidas por manos muy diestras, fueron a despedazar, produciendo horribles chasquidos, los cristales de una gran casa. Era la del Príncipe de la Paz.

La historia dice que el tumulto empezó porque la turba se empeñó en conocer a una dama encubierta que, acompañada de dos guardias de honor, salía en coche de casa del generalísimo. Aseguran algunos que en una de las ventanas del palacio se vio una luz, considerada como señal para empezar la gresca.

Del tiro y toque de corneta no tengo duda, porque los oí perfectamente. En cuanto a la luz, yo no la vi, pero creo haber oído decir a Lopito que él la vio, aunque no estoy muy seguro de ello. Poco importa que apareciera o no: lo primero es, si no cierto, muy verosímil, porque el centro de la conjuración estaba en el alcázar, y los principales conspiradores eran, como todo el mundo sabe, el príncipe de Asturias, -89- su tío, su hermano, sus amigos y adláteres, muchos gentiles hombres, altos funcionarios de la casa del Rey y algunos ministros.

Los alborotadores se multiplicaban a cada momento, pues nuevas oleadas de gente engrosaban la masa principal, sin que un soldado se presentase a contener al paisanaje. No tardó en caer al suelo destrozada por repetidos golpes y hachazos la puerta del palacio del Príncipe de la Paz, cuyo nombre pronunciaba el irritado vulgo entre horribles juramentos y amenazas.

La turba siempre es valiente en presencia de estos ídolos indefensos, para quienes ha sonado la hora de la caída. Tienen estos en contra suya la fatalidad de verse abandonados de improviso por los amigos tibios, por los servidores asalariados y hasta por los que todo lo deben al infeliz que cae, de modo que a las manos del odio justo o injusto, se unen para rematar la víctima las manos de la ingratitud, el más canalla de todos los vicios. Sintiendo el auxilio de la ingratitud, la turba se envalentona, se cree omnipotente e inspirada por un astro divino, y después se atribuye orgullosamente la victoria. La verdad es que todas las caídas repentinas, así como las elevaciones de la misma clase, tienen un manubrio interior, manejado por manos más expertas que las del vulgo.

Cuando la puerta de la casa se abrió, precipitose -90- la turba en lo interior, bramando de coraje. Su salvaje resoplido me causaba terror e indignación, mayormente cuando consideré que iba a saciar su sed de venganza en la persona de un hombre indefenso. Era aquella la primera vez que veía al pueblo haciendo justicia por sí mismo, y desde entonces le aborrezco como juez.

A los gritos de «¡Muera Godoy!» se mezclaban preguntas de feroz impaciencia; «¿Le han cogido?». «¿Le han matado?». Todos querían entrar; pero no era posible, porque la casa estaba ya atestada de gente. Desde fuera y al través de los balcones de par en par abiertos, se veía el resplandor de las hachas: siniestros gritos y ruidos de muebles o vasos que se quebraban bajo las garras de la fiera, salían de la casa a mezclarse con el concierto exterior. En un instante se encendió una gran hoguera que iluminó la calle: las campanas de todas las iglesias y conventos del pueblo tocaban sin cesar; pero no podía definirse si aquellos tañidos eran toques de alarma o repiques de triunfo.

Lopito, que bailaba como un demonio adolescente junto a la hoguera, se acercó a mí y me dijo:

-Gabriel, ¿no te entusiasmas?¿Qué haces ahí tan friote? Ven, subamos al palacio. Alguna vez ha de ser para nosotros. ¿No dicen que todo lo ha robado a la nación?

Casi arrastrado por mi joven amigo entré en el -91- palacio y subí a las habitaciones altas, abriéndonos paso por entre los energúmenos que bajaban y subían. Recorrí todas las salas por las cuales había transitado dos días antes, llegué al mismo despacho del príncipe, y vi la mesa donde escribí mi nombre. La multitud subía y bajaba, abría alacenas, rompía tapices, volcaba sofás y sillones, creyendo encontrar tras alguno de estos muebles al objeto de su ira; violentaba las puertas a puñetazos; hacía trizas a puntapiés los biombos pintados; desahogaba su indignación en inocentes vasos de China; esparcía lujosos uniformes por el suelo, desgarraba ropas, miraba con estúpido asombro su espantosa faz en los espejos, y después los rompía; llevaba a la boca los restos de cena que existían aún calientes en la mesa del comedor; se arrojaba sobre los finos muebles para quebrarlos, escupía en los cuadros de Goya, golpeaba todo por el simple placer de descargar sus puños en alguna parte; tenía la voluptuosidad de la destrucción, el brutal instinto tan propio de los niños por la edad como de los que lo son por la ignorancia; rompía con fruición los objetos de arte, como rompe el rapaz en su despecho la cartilla que no entiende; y en esta tarea de exterminio la terrible fiera empleaba a la vez y en espantosa coalición todas sus herramientas, las manos, las patas, las garras, las uñas y los dientes, repartiendo puñetazos, patadas, coces, rasguños, dentelladas, testarazos y mordiscos.

La rabia del monstruo aumentó cuando corrieron de boca en boca estas frases: «No está ese perro». «El endino se ha escapao». Efectivamente; el Príncipe no parecía por ninguna parte, de lo cual me alegré.

Cuando la turba no puede saciar su hambre de destrucción en el objeto humano de su rencor, suele darse el gustazo de tomar venganza en los cuerpos inocentes de los muebles que a aquel pertenecieron. Así ha ocurrido en todos los motines de nuestro repertorio, y así ocurrió en aquel, más que ninguno famoso, por las diversas causas que lo ocasionaron. Convencidos, pues, los conjurados de que no habrían a las manos ni un pelo del Príncipe de la Paz, concibieron el heroico pensamiento de quemar todas las preciosidades del palacio recién saqueado.

Con gozo sin igual, con la embriaguez del triunfo y la conciencia de su fuerza irresistible, comenzaron los nuevos huéspedes del palacio a arrojar por los balcones sillas, sofás, tapices, vasos, cuadros, candelabros, espejos, ropas, papeles, vajillas y otros mil perversos cómplices de la infame política de Godoy. La fiera cumplía este cometido con cierto orden, sin dejar de decir: «¡Muera ese tunante, ladrón!», y «¡Viva el Rey, viva el Príncipe de Asturias!».

Pero antes de que empezara esta operación, y cuando los exploradores se convencieron de que el -93- Príncipe había huido, la Princesa de la Paz, que estaba hasta entonces oculta, se presentó pidiendo socorro, e implorando la compasión de la multitud. El miedo hacía temblar a la infeliz señora, lo mismo que a su hija, niña de corta edad que con ambos puños en los ojos lloraba sin consuelo. No sé si los ruegos de la madre y de la hija ablandaron a los amotinados, o si las personas de categoría que dirigían la fiesta determinaron poner en salvo con todo miramiento y consideración a la infeliz princesa; lo cierto fue, que lejos de maltratarla de obra o de palabra, sacáronla de la casa, y puesta en una berlina fue llevada en ca el palacio de los reyes, como decía Pujitos, quien sin que nadie se lo ordenara, se encargó de tan caballeresca comisión.

Ustedes comprenderán que todo lo que fuese figurar en primer término agradaba a Pujitos, así es que si se reunía un pelotón para marchar a cualquier parte, allí estaba él para mandarlo, complaciéndose en decir: «Marchen, media güelta a lizquielda», con tanta marcialidad como un coronel de guardias walonas. No me cansaré de repetirlo: Pujitos tenía en su cráneo entre un lobanillo y un chichón, la protuberancia (¿cómo lo diré...?) la protuberancia de la tenientividad. Como Napoleón el genio de la guerra, poseía él el instinto de la milicia nacional; mas los hados no quisieron que llegase a mandar ninguna compañía de aquella honrada fuerza, porque antes -94- de 1820 la Parca cruel lo arrebató de este mundo, privando a nuestro planeta de tan grande y simpática figura.

Cuando los infatigables trabajadores del motín comenzaron a arrojar por ventanas y balcones los muebles del palacio, Lopito, que llevaba a cuestas una maravillosa obra de porcelana, producto de los talleres de la Moncloa, se llegó a mí y díjome:

-Gabrielillo, cuidado cómo coges nada. El tío Pedro, que está allí observando lo que hacemos, tiene en la mano una pistola, y dice que levantará la tapa de los sesos al que robe cualquier chuchería. No es el único gran caballero que anda entre nosotros. ¿Ves aquel hombre vestido de majo que está dando de patadas a un retrato de cuerpo entero? Pues es un gentil-hombre del cuarto del Príncipe. ¿Ves?, ya pasó el pie del otro lado de la tela. Tremendo agujero le han hecho. ¡Al fuego, al fuego!

La hoguera, alimentada con tanto combustible, subía a enorme altura, y las llamas oscilantes iluminaban de un modo pavoroso la calle toda, y también el interior del palacio. Parecíamos los cíclopes de una inmensa fragua; y digo parecíamos, porque yo también, temiendo que mi falta de entusiasmo fuera sospechosa y me proporcionase algún porrazo, puse manos a la obra, y cogiendo una armadura milanesa, en cuyo peto y casco se veían batallas microscópicas trabajadas por finísimo cincel, di con ella en la calle y en la hoguera. Ni por un momento cesaban los gritos de «muera Godoy»; y sin duda querían matarle a voces ya que de otra manera les fue imposible conseguirlo. Pero es de advertir que entre nosotros es muy común el intento de arreglar las más difíciles cuestiones mandando vivir o morir a quien se nos antoja, y somos tan dados a los gritos que repetidas veces hemos creído hacer con ellos alguna cosa.

Yo no sé si los asaltadores de la casa del Príncipe de la Paz creían estar quemando algo más que muebles muy finos y primorosas obras de arte; pero por lo que en boca de alguno de aquellos héroes oí, se me figura que estaban convencidos de que hacían un gran papel político; de que con la llama de los espinos y de los brezos, sin cesar alimentada por ébanos tallados y bordadas telas, estaban cauterizando las más feas llagas de la doliente España. ¡Ay! He presenciado después la misma escena repetida cada pocos años ya por esta idea, ya por la otra, y he dicho: «Algunas veces puede conseguirlo la espada en manos de un hombre de genio; pero el fuego en manos del vulgo, jamás».

Tras la armadura cogí un reló de bronce, y al llevarlo sobre mí sentía el palpitar de su máquina. El pobrecillo andaba, vivía; aquel artificio que tanto se parece a un ser animado, aquella obra de los hombres que parece obra de Dios, y que ha sido inventada -96- por la ciencia y adornada por las artes para uno de los más útiles empleos de la vida, iba a perecer a manos del hombre mismo, sin haber cometido más crimen que el de marcar las horas... ¿Pero a qué vienen estas consideraciones hechas ante la hoguera del rencor? Aunque me daba lástima del relojito, y lo estrechaba contra mi pecho escuchando su latido que iba a extinguirse, arrojelo al fin, y las mil piezas de su máquina ingeniosa repercutieron sobre el suelo. Al reló siguieron cuantas baratijas encontré a mano, entre ellas guantes perfumados, un estuche de marfil, pequeñas estatuas de alabastro y después unos mapas del Asia, libros lujosamente encuadernados que sin duda los muy necios se creían libres de la Inquisición, unas pantuflas, cuatro casacas con galones de plata y oro y el pupitre en que dos días antes se había extendido mi recomendación. ¡Fortuna, vil prostituta, por qué te invocan los hombres!

- X -

Cuando revolvía uno de los armarios, aparecieron varias cruces; pero algunos de los presentes, ni aun me permitieron tocarlas, y pusiéronlas todas en una bandeja de plata, para entregarlas, según decían, al Rey en persona. Lo más singular de la determinación de aquellos cortesanos tiznados con el hollín de la demagogia, era que disputaban sobre quién debía llevarlas, pues ninguno quería ceder a los demás semejante honor. Uno de ellos venció al fin; y no quisiera equivocarme, pero me pareció reconocer al señor de Mañara.

Con el crecer de la llama parecía que cobraban nuevos bríos los quemadores, si bien puede atribuirse este fenómeno a que algunos zaques dieron vuelta a la redonda, humedeciendo los secos paladares, y alegrando los ánimos que un trabajo tan penoso como patriótico, había comenzado a abatir. Creí oír la voz de Pujitos obligado nuevamente por sus amigos políticos a tomar la palabra; pero no, era Santurrias, que teniendo en la izquierda la bota y en la derecha mano un leño encendido, pronunciaba sentidas frases en loor del pueblo y del Rey, ambos en buen amor y compaña, para bien del reino; y añadía que el endino Príncipe de la Paz estaba bien castigado, puesto que eran ya cenizas todos los muebles que robó al reino, y que de aquí palante, es decir, en lo sucesivo, no habría más menistros pillos y lairones.

Las hogueras, cuando ya no había nada que echarles, se aplacaron: el populacho, mientras el tío Malayerba tuvo vino, y Pujitos y Santurrias elocuencia, seguía ardiendo y chisporroteando. Algunos quisieron trasladar el teatro de sus ingeniosas proezas a las puertas de palacio, no siendo extraños los dos oradores a un proyecto que ensanchaba la esfera de sus triunfos; pero debió oponerse a esto el tío Pedro y compañeros de polaina, mayormente cuando tenían la seguridad de que el motín de las calles no era más que una sucursal de la gran asonada que en los mismos momentos estallaba en palacio y en la cámara del rey Carlos IV.

Era ya la madrugada cuando quise retirarme, sin que lograra detenerme Lopito, que decía:

-Aún falta lo mejor. ¿Qué te parece, Gabrielillo, lo que hemos hecho? Pues entavía hemos de hacer mucho más. Ya habrá visto el Rey si se puede o no se puede. Pónganos otra vez menistros malos y verá cómo en menos que canta un gallo los despabilamos. Lo que es Lopito... je, je... ya habrán visto que tiene malas moscas... y como yo hubiera encontrado a Godoy en cualquiera parte de la casa, le juro que no sale vivo de mis manos.

Diciendo esto, el valiente pinche sacó una navajilla con la cual le vi describir heroicas curvas en el aire.

-Y si llegamos a ir a palacio -prosiguió alzando el arma homicida-, yo, yo mesmito soy el que me presento al Rey y a la Reina para decirles que si no nos ponen al príncipe Fernando en el trono, lo pondremos nosotros. Lo que es al Rey no le haré nada, porque es el Rey; pero a la Reina, manque se ponga de rodillas delante, no la perdono.

Dijo y guardó el arma. A todas estas llegó una compañía de guardias para custodiar la casa después de saqueada: fácil era comprender la inteligente dirección del motín de que había sido brutal instrumento un pueblo sencillo. Este no hubiera podido dar un paso más allá de la línea que se le marcara sin sentir encima la fuerte mano de la autoridad.

No necesito decir que cuando se montó la guardia, el predestinado Pujitos quiso formar parte de ella, aunque no era militar, y su genio organizador se entretuvo en reunir en pelotón hasta una docena de hombres, con los cuales se ocupó en patrullar por las inmediaciones de la casa, mandándoles marchar a compás y supliendo él mismo con su voz la falta de tambor.

Al fin me marché, no sólo porque tenía sueño, sino porque cuanto había visto y oído me repugnaba con exceso. Llegué a la casa del cura, y no puedo haceros formar idea del estado de agitación y fiebre en que le encontré. Envuelta en un pañuelo la cabeza, puesta la sotana vieja y con un antiguo gabán de paño burdo echado sobre los hombros y sus anchos pantuflos en los pies, estaba mi buen eclesiástico recorriendo de largo a largo los corredores y pasillos de su casa. Su aspecto era semejante al de los que sufren un terrible dolor de muelas; a cada instante se llevaba las manos a las orejas, como para resguardarlas del ruido que hacían aún las campanas de la iglesia vecina; de vez en cuando golpeaba el suelo con fuerte patada, y a lo mejor daba media vuelta, cambiando de dirección en su calenturiento paseo. Entretanto, no cesaba de hablar un solo momento. ¿Con quién? ¿Con las paredes, con la luna, con la parra, que enredándose en los maderos del corredor extendía sus flacos y secos brazos para coger alguna cosa? Cuando me vio, hablome sin aguardar a que llegase a su lado.

-Estoy loco, Gabrielillo, ¿qué pasa, qué ocurre? ¿Oyes las campanas de la parroquia? Por los mártires de Alcalá juro... no, jurar no, que es pecado... prometo que Santurrias me las ha de pagar todas juntas. ¿Pero has visto cómo se burla de mí ese condenado? No es él el que toca, que si fuera... Mira, estaba yo descabezando el primer sueño cuando me hizo saltar de la cama el ruido de las campanas. ¡Dios mío, qué algazara! Plin, plan, plin, plan... parecía que el cielo se venía abajo. Lleno de indignación subí a la torre, pero Santurrias no estaba, y en su lugar sus cuatro hijos tocaban las campanas. Tal era mi cólera, que resolví mostrar la mayor energía y les dije: «Pillos, granujas, váyanse de aquí noramala»; pero ellos se rieron de mí y siguieron tocando... plin, plan, plin, plan... ¡Si hubieras visto a los cuatro condenados muchachos, con qué alegría, con qué frenesí tiraban de las cuerdas!... ¡Malditos sean!... Pues uno de ellos, el mayor, es listillo y muy mono... y ayuda a misa como un zarapico. Pero me dio tal enfado, que les mandé salir de la torre. ¿Tú me obedeciste?, pues ellos tampoco; el más chico me dijo: «Pare Gorio jue a matal a Godoy y nos puso a que tocálamos fuelte, fuelte». Desde las once hasta ahora no han cesado ni un momento. ¿Pero dime, qué ocurre en el pueblo? He visto el resplandor de una llamarada, he sentido gritos. La tía Gila fue por orden mía a ver lo que pasaba, y volvió horrorizada, diciendo que estaban quemando todo el Palacio Real de punta a punta, y los jardines, y el Tajo y la cascada. Cuéntame, hijito, que estoy sin sosiego.

Contele lo que había pasado en casa del Príncipe su amigo.

-Pero a estas horas habrán salido las tropas para castigar a esa vil plebe -me dijo.

-¡Quia! ¡Si entre la multitud había muchos soldados! La tropa debe de estar sobornada.

-Pero a estas horas el Príncipe ha de estar tomando sus disposiciones para arreglarlo todo... porque él no es hombre que se anda con chiquitas, y si les sienta la mano... Cuánto deploro no haber podido advertirle ayer lo que se preparaba. Ya ves, hubiéramos podido evitar ese tumulto. ¡Miserable de mí!... Yo, yo tengo la culpa de lo que está pasando. Si no fuera por este genio corto que Dios me ha dado...

-El Príncipe ha huido, y debe estar a estas horas muy lejos de Aranjuez.

-¡Que ha huido! No puede ser, no puede ser -exclamó con cierta enajenación-. Gabriel: ¿para qué mientes? ¿O eres tú también de los que creen las majaderías y simplezas de Santurrias?

A este punto llegábamos de nuestro coloquio, cuando sentimos una voz ronca y desapacible que gritaba en el portal.

-¡Ah! -dijo el cura-, me parece que siento a Santurrias. Ahora va a ser ella: no intercedas por él... estoy decidido... ahora sí que es preciso ser enérgico.

La voz se acercaba. Era efectivamente el sacristán, que cantaba así, subiendo por la escalera:

Vale una seguidilla

de las manchegas,

por veinticinco pares

de las boleras.

Solvet sæclum in favilla, teste David cum Sibylla.

-Váyase Vd., Sr. Santurrias -exclamó el cura-. No le quiero ver a Vd., no quiero oír sus necedades.

El sacristán, que hasta entonces no nos había visto, se paró ante nosotros, y lanzando una carcajada de estupidez, habló así, con lengua estropajosa:

El Kirieleyson cantando,

¡Viva el príncipe Fernando!

Luego dio fuertes golpes en el suelo con un garrote medio quemado que en la mano traía, y -103- acto continuo empezó a marchar militarmente por el corredor, imitando con la boca el ruido del tambor.

-¡Está borracho! -dijo el cura-. Pero miserable, ¿no ves que el vino se te sale por los ojos?

Santurrias, apoyado en su palo para no caer al suelo, alargó su cuello, fijó en nosotros los encandilados ojos, arrugose su cara más aún que de ordinario, y dijo:

-Señor paterniá: el Príncipe ha juío... ¡Viva el Rey! ¡Muera el Choricero! ¡Muera ese pillo lairón!... ¡O salutaris hooo... stia! Si me bían dejao, le hago porvo con este palo... Prrun, prrun... ¡marchen! Media güelta... ¡Viva el comendante Pujitos!

-¡Oh espectáculo lastimoso! -dijo D. Celestino-. Está como una cuba. Ya no le aguanto más... a la calle, a la calle mañana mismo. Se lo diré al señor patriarca... Pero no; ahora me acuerdo de que es un viudo con cuatro hijos.

A todas estas las campanas seguían tocando con igual furia, prueba evidente de que el entusiasmo de los cuatro muchachos no había disminuido.

Santurrias se agarró al antepecho del corredor para no caer. Después de haber dicho mil herejías, que a D. Celestino le pusieron el cabello de puntas, dijo que nos iba a contar lo que había hecho.

-Calla de una vez, deshonra de la santa Iglesia, borracho, hereje, blasfemo -le dijo D. Celestino empujándole-. Yo te aseguro que si no fueras un viudo con cuatro hijos...

-Pos, pos... -balbuceó Santurrias- lo que hamos hecho se llama... ¡rigolución!... Que si vamos a palacio, que si no vamos. Yo quería ir pa pedí la aldicación.

-¡Cómo! -exclamó el cura con espanto-. ¿Ha abdicado S. M. el rey Carlos IV?

-Nones... entavía nones...

Quantus tremor es futurus

Quando judex est venturus.

Viva quien baila,

que merece la moza

mejor de España.

¡Muera Godoy!... marchen... señor cura: ya el menistro no es menistro, polque el Rey...

-Creo que el Rey -dije yo para sacar de su ansiedad al buen anciano- ha firmado ya la destitución del Príncipe de la Paz. Según allí se dijo, los ministros que estaban en palacio se lo pedían así.

-Eso... eso... juimos a palacio -continuó Santurrias, que no pudiendo sostenerse ya, había caído al suelo- y salió un gentilón con un papé escrito y leyó... y decía... decía: «Queriendo mandal por mi mesma mesmedá en el enjército y la marina, he venido en ex... ex... ex...».

-En exonerar -dijo el cura dirigiendo sus ojos al cielo.

Santurrias murmuró algunas palabras más entre latinas y castellanas, y calló al fin. Un fuerte ronquido anunció el aplanamiento de aquel elevado espíritu, conturbado por el vino de la conjuración.

Observé que D. Celestino enjugaba una lágrima con la punta del mismo pañuelo que tenía arrollado en la cabeza. Amanecía, y una turba de pájaros procedentes de los árboles cercanos, pasaron por sobre el patio cantando un himno de paz. Las primeras luces de la mañana iluminaron la casa, y el cura se retiró a su cuarto, diciendo:

-Dentro de un rato diré la misa y la aplicaré por la salvación de mi amigo el Príncipe de la Paz... ¡Ay!, si yo le hubiera avisado con tiempo... Pero ¿no oyes? ¡Esas condenadas campanas me tienen loco!

En efecto, los cuatro muchachos seguían tocando.

- XI -

Pasé todo aquel día durmiendo. Al caer de la tarde salí para observar el aspecto del pueblo, y en la taberna encontré a Lopito, que hacía con su navajita mil rúbricas en el aire, para que le viera Mariminguilla. Después, guardando el arma, me dijo:

-Le he caído en gracia a la muchacha, y si el tío Malayerba no me la deja sacar de aquí, ya sabrá quién es Lopito. ¡Qué bien me porté anoche, Gabriel! Todos están entusiasmados conmigo, y para cuando tengamos al Príncipe en el trono, ya me han prometido darme una plaza de ocho mil reales en la contaduría del Consejo de Hacienda.

-Chico, si tienes buena letra...

-Ni buena ni mala, porque no sé escribir; pero eso será lo de menos. Me ha dicho Juan el cochero que ahora van a quitar de las oficinas a todos los que puso el Príncipe de la Paz, y como son cientos de miles, quedarán muchas plazas vacantes. Conque a toos nos han de poner... porque, chico, esto de la montería me cansa, y para algo más que para cuidar perros y machos de perdiz, me parece que nos echaron nuestras madres al mundo.

-Pero ¿ponen al Príncipe de Asturias, o no le ponen?

-Nos lo pondrán; y si no, ¿para qué vienen ahí las tropas de Napoleón? ¡Qué bueno estuvo lo de anoche! Dicen que el Rey temblaba como un chiquillo, y quería venir a calmarnos; pero parece que los ministrillos no le dejaron. La Reina decía que nos debían matar a todos para que no pasara aquí otra como la de Francia, donde le cortaron la cabeza a los reyes con un instrumento que llaman la tía Guillotina. Así me lo contó esta mañana Pujitos, que sabe de toas estas cosas, y lo ha leído en un papel que tiene. Nosotros queremos al Rey, porque es el Rey, y esta mañana, cuando salió al balcón, gritamos mucho y le aclamamos. Él se llevaba la mano a los ojos para secarse las lágrimas; pero la condenada Reina estaba allí como un palo, y no nos saludó. Pujitos que lo sabe todo, dice que es porque está afligida con lo que hemos hecho en casa del Choricero, y asegura que ella lo tiene escondido en su camarín.

-Puede ser.

-Pues yo me he lucido -continuó Lopito alzando la voz para que lo oyera Mariminguilla-. Esta mañana cuando prendieron a D. Diego Godoy, hermano del ministro, íbamos toos gritando detrás, y yo le tiré una piedra, que si le llega a dar en metá la cara, lo deja en el sitio.

-¿Y qué había hecho ese señor?

-¿Te parece poco ser hermano de ese pillastrón? Era coronel de guardias, pero sus mismos soldados le quitaron las insignias y ahora me lo van a llevar a un castillo.

Aquella noche oí un nuevo discurso de Pujitos; pero haré a mis lectores el señalado favor de no copiarlo aquí. El poeta calagurritano que antes mencioné, jefe de la conspiración literaria fraguada contra El sí de las niñas, se arrimó a nosotros, acompañado de Cuarta y Media, y entre uno y otro nos descerrajaron la cabeza con media docena de sonetos y otros proyectiles fundidos en sus cerebros. Pero después que nos molieron a sonetazos, Lopito trabó cierta pendencia con el poeta, porque a este se le antojó requebrar a Mariminguilla, llamándola ninfa de no sé qué aguas o poéticos charcos. La navaja de Lopito salió a relucir, y si el poeta no hubiera sido el más cobarde de los cabalgantes del Pegaso, habría corrido mezclada en espantoso río la sangre de un futuro empleado de Hacienda, y la de un pretérito émulo del viejo Homero.

Nada más ocurrió en aquella noche, digno de ser transmitido a la posteridad; pero a la mañana siguiente se esparció con la rapidez del rayo por todo el pueblo la voz de que el Príncipe de la Paz había sido encontrado en su propia casa. La taberna del tío Malayerba se vació en dos minutos, y de todas partes cundió en gran masa la gente para verle salir.

Era cierto: Godoy se había refugiado en un desván donde le encerró uno de sus sirvientes, el cual, preso después, no pudo acudir a sacarle. A las treinta y seis horas de encierro, el Príncipe, prefiriendo sin duda la muerte a la angustia, hambre y sed que le devoraban, bajó de su escondite, presentándose a los guardias que custodiaban su morada. Estos, lejos de amparar al que un día antes era su jefe, alborotaron el vecindario, y la misma turbamulta de la noche del 17 acudió con heroico entusiasmo a apoderarse de él.

-¡Ya pareció, ya le cogimos, ya es nuestro! -exclamaban muchas voces.

Fuimos todos allá, y en la puerta del palacio el agolpado gentío formaba una muralla. Los feroces gritos, los aullidos de cólera componían espantoso y discorde concierto. Sorprendiome oír entre tanta algarabía las voces de algunas mujeres chillonas, que deshonraban a su sexo pidiendo venganza. Lopito no cabía en sí de satisfacción, y la navajilla fue blandida sobre nuestras cabezas, como si quisiera partir el firmamento en dos pedazos.

Empujábamos todos, pugnando cada cual por acercarse, y codazo por aquí, codazo por allí, Lopito y yo pudimos aproximarnos bastante a la puerta. El poeta y Cuarta y Media estaban en primera fila. El segundo de estos personajes se volvió a mí, y me dijo con gozo:

-Creo que no saldrá vivo de manos del pueblo.

-¿Y a Vd. qué le ha hecho ese caballero? -le pregunté.

-¡Oh! -me contestó-. Ese hombre es un infame, un pícaro que se ha hecho rico a costa del reino. Yo le aborrezco, le detesto: yo soy una víctima de sus picardías. Ha de saber Vd. que la tienda de calderería que tengo me la puso él, por ser yo hijo de la que le lavaba la ropa... Al año de tener la tienda me arruiné, y él me dio unos cuartos para seguir adelante; pero como le pidiese un destino donde con descanso y sin trabajar me ganase la vida, tuvo la poca vergüenza de contestarme que yo no debía ser empleado sino calderero, y añadió que yo era un animal. Vea Vd., ¡decir que yo soy un animal!

No quise oírle más, y me volví de otro lado. La turba chillaba: no he podido olvidar nunca aquellos gritos que relaciono siempre con la voz de los seres más innobles de la creación; y mientras aquel gatazo de mil voces mayaba, extendía determinadamente su garra con la decisión irrevocable y parecida al valor que resulta de la superioridad física, con la fuerte entereza que da el sentirse gato en presencia del ratón.

La tropa contenía al pueblo, anheloso de entrar, y algunos jinetes de la guardia se colocaron a derecha e izquierda de la puerta. No lejos de allí, Pujitos, que tenía, como hemos dicho, el instinto, el genio de la reglamentación del desorden, mandaba a la turba que se pusiese en fila, y decía alzando su garrote:

-Señores: a un laíto... de dos en dos. Formen en batallón, y no rempujen.

De pronto un clamor inmenso, compuesto de declamaciones groseras, de torpes dichos, de gritos rencorosos resonó en la calle. En la puerta había aparecido un hombre de mediana estatura, con el pelo en desorden, el rostro blanco como el mármol, los ojos hundidos y amoratados, los brazos caídos, en mangas de camisa y con un capote echado sobre los hombros. Era el ministro de ayer, el jefe de los ejércitos de mar y tierra, el árbitro del gobierno, el opulento Príncipe y prócer, señor de inmensos estados, el amigo íntimo de los Reyes, el dispensador de gracias, el dueño de España y de los españoles, pues de aquella y de estos disponía como de hacienda propia; el coloso de la fortuna, el que de nada se convirtió en todo, y de pobre en millonario, el guardia que a los veinticinco años subió desde las cuadras de su regimiento al trono de los Reyes, el conde de Eboramonte y duque de Sueca y duque de la Alcudia, y Príncipe de la Paz, y Alteza Serenísima que en un día, en un instante, en un soplo había caído desde la cumbre de su grandeza y poder al charco de la miseria y de la nulidad más espantosas.

Cuando apareció, mil puños cerrados se extendieron hacia él: los caballos tuvieron que recular, y los jinetes que hacer uso de sus sables, para que el cuerpo del Príncipe no desapareciera, arista devorada por aquel gran fuego del odio humano. El favorito dirigió al pueblo una mirada que imploraba conmiseración; pero el pueblo que en tales momentos es siempre una fiera, más se irritaba cuanto más le veía; sin duda el mayor placer de esa bestia que se llama vulgo, consiste en ver descender hasta su nivel a los que por mucho tiempo vio a mayor altura.

El piquete de guardias de a caballo trató de conducir al Príncipe al cuartel, para lo cual fue preciso que él se colocase entre dos caballos, apoyando sus brazos en los arzones, y siguiendo el paso de aquellos, que si al principio era lento, después fue muy acelerado con objeto de terminar pronto tan fatal viacrucis. Entre tanto la multitud pugnaba por apartar los caballos; por aquí se alargaba un brazo, por allí una pierna; los garrotes se blandían bajo la barriga de los corceles, y las piedras llovían por encima. Tanto menudeaban estas, que los jinetes empezaron a amoscarse y repartieron algunos linternazos.

Lopito, ebrio de gozo me dijo:

-He sido más listo que todos, porque me escurrí por entre las patas de los caballos, y le pinché con mi navaja. Mírala: entavía tiene sangre.

Cuarta y Media vociferaba diciendo:

-Es una iniquidad lo que hacen con nosotros. Esos guardias debían ser fusilados. ¿Por qué no nos dejan acercar?

Pujitos, que en su petulancia no carecía de generosidad, fue el único de los por mí conocidos, en quien advertí señales de compasión.

Hubo momentos angustiosos en que la turba se arremolinaba estrechándose, y parecía próxima a devorar al prisionero y a los jinetes que le custodiaban; pero estos sabían abrirse paso, y aclarándose el grupo volvía a aparecer la cara del mártir, asido -113- con convulsas manos a los arzones, cerrados sus ojos, la frente herida y cubierta de sangre, las piernas flojas y trémulas, llevado casi en volandas y casi arrastrando, con la respiración jadeante, la boca espumosa, las ropas desgarradas. Parecíame mentira que fuese aquel el mismo hombre que dos días antes me recibió en su palacio, el mismo a quien vi asediado por los pretendientes, agitado y receloso sin duda, pero seguro aún de su poder, y muy ajeno a aquella tan repentina y traidora y alevosa mudanza del destino... ¡Y los chicos más desarrapados se aventuraban entre los pies de las cabalgaduras para golpearle, y las mujeres le arrojaban el fango de las calles, menos repugnante que las exclamaciones de los hombres... y estos no disparaban sus escopetas por temor de herir a los soldados! No creo que haya ocurrido jamás caída tan degradante. Sin duda está escrito que la caída sea tan ignominiosa como la elevación.

Los favoritos que dejaron su cabeza sobre el tajo de un cadalso, fueron sin disputa menos mártires que D. Manuel Godoy, llevado en vergonzosa procesión entre feroces risas y torpes dicharachos, sin morir, porque no matan los arañazos y pellizcos.

- XII -

Al fin entró en el cuartel la comitiva, y el populacho, azuzado sin cesar por los lacayos palaciegos, tuvo el sentimiento de no poder mostrar su heroísmo con el éxito que deseara. Alguno de los más celosos entre tan bravos campeones salió malherido a consecuencia de que todas las piedras lanzadas contra el ministro no seguían la dirección dada por la mano que las tiraba. Digo esto, porque en el momento en que Santurrias se encaramaba sobre los hombros de dos palurdos para poder asestar un golpe certero al infeliz mártir, recibió una peladilla de arroyo sobre la ceja derecha con tanta fuerza, que el benemérito sacristán cayó al suelo sin sentido. Al punto los que más cerca estábamos, Lopito y yo, corrimos en su ayuda, y en unión de otras dos personas caritativas, llevamos aquel talego a su casa, pues Santurrias vivía pared por medio con mi buen amigo D. Celestino del Malvar. Luego que este vio entrar a su subalterno tan mal parado, cruzó las manos y dijo:

-Castigo de Dios ha sido, por las muchas blasfemias de este hombre y su abominable complicidad con los enemigos del Estado. No es esta ocasión de demostrar cólera, sino blandura: aquí estoy yo para curarle y asistirle, pues prójimo es, aunque un grandísimo bribón. Dejadle ahí sobre una estera, que yo prepararé las bizmas y el ungüento, con lo cual quedará como nuevo. Ánimo, amigo Santurrias, ¿estáis encandilado todavía? ¿Queréis que saque una de aquellas botellas que tanto deseáis? Tía Gila -añadió dando una llave a la mujer que le servía- abra Vd. la alacena y saque al punto una de las que dicen La Nava, seco, para ver si con la perspectiva de ella se reanima un tantico este hombre. Y vosotros, chiquillos -prosiguió dirigiéndose a los cuatro hijos de Santurrias que exhalaban plañideros hipidos en torno al desmayado cuerpo de su padre- no lloréis, que esto no es más que un rasguño alcanzado por este buen hombre en alguna disputa. No lloréis, que vuestro padre vive y estará sano dentro de una hora... Y si muriese, yo os prometo que no quedaréis huérfanos, porque aquí me tenéis a mí, que os he de amparar como un padre. Vamos, chiquillos, aquí no servís más que de estorbo. Idos a jugar... Vaya, para que os quitéis de en medio, os permito que toquéis un poquito las campanas, picarones... id a la torre; pero no toquéis fuerte, tocad a sermón o a completas.

Como se levanta la bandada de pájaros, sorprendida por el cazador, así volaron fuera del cuarto los cuatro muchachos, y un instante después todas las viejas del pueblo salían a sus puertas y balcones diciéndose unas a otras: -Señora doña Blasa, esta tarde tenemos sermón y completas. Buena falta hace, a ver si se acaban pronto estas herejías.

Santurrias, que había perdido mucha sangre, recobró algo tarde el completo uso de sus eminentes facultades, y al abrir a la luz del día sus ojos, permaneció como atontado por un buen rato, hasta que fue devuelta a su lengua el don de la facundia.

-¡Que lo ahorquen! -dijo-. Que nos lo den; que lo echen hacia ca, y nosotros le enjusticiaremos. Despachemos primero a los guardias de a caballo y dimpués a él... No arrempujar, señores. Darle onde le duela. Pincha tú por bajo, Agustinillo, que yo con esta almendra le echo la puntería en metá la nariz. ¡Mil demonios! ¿Quién tira piedras?... ¡Muerto soy!

-No, yerba ruin: vivo estás -dijo D. Celestino aplicándole una venda a la herida-. Mira esto que he puesto delante. Es una botella de aquellas que deseabas, borracho: tuya será cuando te pongas bueno, si prometes no decir disparates.

Después nos preguntó que en qué refriega había acontecido tan funesto percance, y Lopito y yo, cada cual con distinta manera y estilo, le contamos lo que había sucedido, el encuentro del Príncipe, su prisión, y su suplicio por las calles del pueblo.

-Corro allá, voy al instante -exclamó fuera de sí D. Celestino-. Es mi bienhechor, mi amigo, mi paisano y aun creo que pariente. ¿Cómo he de desampararle en su desventura?

Quisimos disuadirle de tan peligroso intento; pero él no reparaba en obstáculos ni menos en el riesgo que corría, haciendo pública ostentación de sus sentimientos humanitarios en favor del desgraciado valido. Nada le convencía, y después que dejó a Santurrias muy bien vendado, y ya algo repuesto de su malestar, tomó el manteo, vistiose a toda prisa y fue en dirección del cuartel.

-No se exponga Vd. -le decía yo por el camino-. Mire que son unos bárbaros, y en cuanto Vd. demuestre que es amigo del Príncipe, no respetarán ni sus canas, ni su traje.

-¡Que me maten! -contestó-. Quiero ver al Príncipe... Cuando me acuerdo de lo que me quería ese buen señor... ¡Ah! Gabrielillo: lo que está pasando es espantoso y clama al cielo. Pase que algunos estén descontentos de su gobierno; pase que le tengan otros por mal ministro, aunque yo creo que es el mejor que hemos tenido desde hace mucho tiempo; se puede perdonar que sus enemigos le quieran derribar y le insulten; se comprende que dichos enemigos en un momento de coraje le prendan, le arrastren, le ahorquen; pero hijo, que esto lo hagan los mismos a quienes ha favorecido tanto, los que sacó de la miseria, los que de furrieles trocó él en capitanes, y de covachuelos en ministros, los que han vivido a su arrimo, y han comido sobre sus manteles, y le han adulado en verso y en prosa... ¡ah!, esto no tiene perdón de Dios, y menos si se considera que se han valido para esto de los mismos lacayos, cocineros y criados de los infantes... Hijo mío, me parece que veo la corona de España paseada por los patanes y los majos en la punta de sus innobles garrotes.

Llegamos al cuartel, cuya puerta estaba bloqueada por el populacho, D. Celestino se abrió paso difícilmente. Algunos preguntaron con sorna: -«¿Adónde va el padrito?», y él, dando codazos a diestra y siniestra, repetía: -«Quiero ver a ese desgraciado, mi amigo y bienhechor».

Muy mal recibidas fueron estas palabras; pero al fin más que la exaltada pasión pudo el tradicional respeto que al pueblo español infundían los sacerdotes.

-Hijos míos -les decía-: sed caritativos; no seáis crueles ni aun con vuestros enemigos.

La turba se amansó, y D. Celestino pudo abrirse calle por entre dos filas de garrotes, navajas, escopetas, sables y puños vigorosos, que se apartaban para darle paso. Yo estaba muy asustado viéndole entre aquella gente, y mi viva inquietud no se calmó hasta que le consideré sano y salvo dentro del cuartel.

Y los cuatro hijos de Santurrias seguían tocando a sermón y completas, y la iglesia se llenaba de viejas, que al tomar agua bendita se saludaban diciendo: -«Creo que aún no ha concluido todo, y que tendremos esta tarde otra jaranita». Y el segundo acólito, creyendo que la cosa iba de veras, encendió el altar y preparó las ropas, y abrió los libros santos. Y dieron las tres, las tres y media, las cuatro, las cuatro y media y el cura no aparecía, y las viejas se impacientaban, y el segundo acólito se volvía loco, y los cuatro hijos de Santurrias seguían tocando.

Y yo fui también a la iglesia, y sentado en un banco reflexioné detenidamente sobre la inestabilidad de las glorias humanas, hasta que al fin, observando que la impaciencia de las viejas llegaba a su último extremo y que empezaban a entablar diálogos pintorescos para matar el fastidio, salí en busca de mi amigo. Encontrele muy a punto en el momento en que regresaba del cuartel. Su rostro era cadavérico: su habla trémula.

-¡Ah Gabriel! -me dijo-. Vengo traspasado de dolor. Allí sobre unas fétidas pajas, cubierto de sangre y pidiendo a voces la muerte, está el que ayer gobernaba dos mundos. Ni un alma compasiva se acerca a darle consuelo. Ayer cien mil soldados le obedecían, y hoy hasta los furrieles se ríen de su miseria. No creí que todo se pudiera perder tan pronto; pero ¡ay, hijo!, el hombre es así. Gusta mucho de las caídas, y el día en que un poderoso de la tierra viene al suelo siempre es un día feliz.

-Sosiéguese Vd. -le dije-. Vd. no recordará que mandó tocar a sermón y a completas. La iglesia está llena de gente. No hay más remedio sino subir al púlpito.

-Hablé con él -prosiguió sin hacerme caso-. El corazón se me parte recordándolo. Desde anteanoche hasta esta mañana estuvo en un desván, envuelto en un saco de esteras, muerto de hambre y de sed. La horrorosa calentura le devoraba de tal modo, que prefirió la muerte. Por eso salió el infeliz. ¡Pobre amigo mío! Yo le dije: «Señor si cada uno de los que han recibido un beneficio de vuestra alteza, le hubiera echado una gota de agua en la boca, su sed se habría apagado». Él me miró con expresión de agradecimiento, y no dijo nada, pero a mí se me caían las lágrimas. Todo esto ha sido obra del Príncipe de Asturias y de sus amigos. Bien claro se ve. Cuando el Príncipe fue de orden de su padre a calmar al pueblo para que no despedazara al infeliz prisionero, los amotinados le aclamaban y obedecían. Y esto no ha de parar aquí. Ellos quieren la abdicación del Rey, y viendo que esto no es fácil de conseguir, tratan de irritar más al populacho para que D. Carlos coja miedo y suelte la corona. Ahora pusieron en la puerta del cuartel un coche de colleras, con lo cual ese bestia de pueblo creyó que el preso iba a ser puesto en salvo de orden del Rey. ¡Qué fácilmente se engaña a esos desgraciados! El ardid salió bien, porque la turba destrozó el carruaje, y después ha corrido hacia palacio dando vivas a Fernando VII.

-Ya me lo explicará Vd. detenidamente -repuse-. Ahora prepárese Vd. para ir a la iglesia, donde le aguarda una multitud de respetables señoras.

-¿Qué dices? Si no hay sermón esta tarde...

-Vd. mandó a los cuatro muchachos que tocaran a...

-¡Es verdad, qué inadvertencia! -dijo muy confundido-. Y están allí esas buenas señoras, doña Robustiana, doña Gumersinda, doña Nicolasa la del escribano. ¡Oh! ¿Qué dirá Nicolasa si no predico?

-Es preciso que Vd. haga un esfuerzo.

-Si no tengo ideas, si no sé qué decir. No puedo apartar mi mente del espectáculo que he visto. ¡Ah! ¡Cuánto me quería! ¡Si vieras cómo me apretó la mano! Yo lloraba a moco y baba. Si a él se lo debo todo. Él fue mi amparo, él me dio este beneficio a los catorce años de haberlo solicitado, enseguida, como quien dice. Y lo mejor es que sin merecimientos por parte mía... No, no puedo predicar... estoy atontado... Esos endiablados muchachos todavía no cesan de tocar a sermón... ¡Oh! tendré que hacer un esfuerzo.

D. Celestino, comprendiendo la necesidad de no desairar a sus feligresas, entró en su iglesia y oró un poco, recogiendo su espíritu. Después subió al púlpito y predicó un sermón sobre la ingratitud.

Todas las viejas lloraron.

............................................................................................................................................



- XXV -

Alejándome todo lo posible del centro de la villa, llegué a la plazuela de Palacio, donde me detuvo un obstáculo casi insuperable; un gran gentío, que bajando de las calles del Viento, de Rebeque, del Factor, de Noblejas y de las plazuelas de San Gil y del Tufo, invadía toda la calle Nueva y parte de la plazuela de la Armería. Pensando que sería probable encontrar entre tanta gente al licenciado Lobo, procuré abrirme paso hasta rebasar tan molesta compañía; pero esto era punto menos que imposible, porque me encontraba envuelto, arrastrado por aquel inmenso oleaje humano, contra el cual era difícil luchar.

Yo estaba tan preocupado con mis propios asuntos, que durante algún tiempo no discurrí sobre la causa de aquella tan grande y ruidosa reunión de gente, ni sobre lo que pedía, porque indudablemente pedía o manifestaba desear alguna cosa. Después de recibir algunos porrazos y tropezar repetidas veces, me detuve arrimado al muro de Palacio, y pregunté a los que me rodeaban:

-¿Pero qué quiere toda esa gente?

-Es que se van, se los llevan -me dijo un chispero-, y eso no lo hemos de consentir.

El lector comprenderá que no me importaba gran cosa que se fueran o dejaran de irse los que lo tuvieran por conveniente, así es que intenté seguir mi camino. Poco había adelantado, cuando me sentí cogido por un brazo. Estremecime de terror creyendo que estaba nuevamente en las garras del licenciado; pero no se asusten Vds.: era Pacorro Chinitas.

-¿Con que parece que se los llevan? -me dijo.

-¿A los infantes? Eso dicen; pero te aseguro, Chinitas que eso me tiene sin cuidado.

-Pues a mí no. Hasta aquí llegó la cosa, hasta aquí aguantamos, y de aquí no ha de pasar. Tú eres un chiquillo y no piensas más que en jugar, y por eso no te importa.

-Francamente, Chinitas, yo tengo que ocuparme demasiado de lo que a mí me pasa.

-Tú no eres español -me dijo el amolador con gravedad.

-Sí que lo soy -repuse.

-Pues entonces no tienes corazón, ni eres hombre para nada.

-Sí que soy hombre y tengo corazón para lo que sea preciso.

-Pues entonces, ¿qué haces ahí como un marmolillo? ¿No tienes armas? Coge una piedra y rómpele la cabeza al primer francés que se te ponga por delante.

-Han pasado sin duda cosas que yo no sé, porque he estado muchos días sin salir a la calle.

-No, no ha pasado nada todavía, pero pasará. ¡Ah! Gabrielillo, lo que yo te decía ha salido cierto. Todos se han equivocado, menos el amolador. Todos se han ido y nos han dejado solos con los franceses. Ya no tenemos Rey, ni más gobierno que esos cuatro carcamales de la Junta.

Yo me encogí de hombros, no comprendiendo por qué estábamos sin Rey y sin más gobierno que los cuatro carcamales de la Junta.

-Gabriel -me dijo mi amigo después de un rato- ¿te gusta que te manden los franceses, y que con su lengua que no entiendes, te digan «haz esto o haz lo otro», y que se entren en tu casa, y que te hagan ser soldado de Napoleón, y que España no sea España, vamos al decir, que nosotros no seamos como nos da la gana de ser, sino como el Emperador quiera que seamos?

-¿Qué me ha de gustar? Pero eso es pura fantasía tuya. ¿Los franceses son los que nos mandan? ¡Quia! Nuestro Rey, cualquiera que sea, no lo consentiría.

-No tenemos Rey.

-¿Pero no habrá en la familia otro que se ponga la corona?

-Se llevan todos los infantes.

-Pero habrá grandes de España y señores de muchas campanillas, y generales y ministros que les digan a los ministros: «Señores, hasta aquí llegó. Ni un paso más».

-Los señores de muchas campanillas se han ido a Bayona, y allí andan a la greña por saber si obedecen al padre o al hijo.

-Pero aquí tenemos tropas que no consentirán...

-El Rey les ha mandado que sean amigos de los franceses y que les dejen hacer.

-Pero son españoles, y tal vez no obedezcan esa barbaridad; porque dime: si los franceses nos quieren mandar, ¿es posible que un español de los que vistan uniforme lo consienta?

-El soldado español no puede ver al francés pero son uno por cada veinte. Poquito a poquito se han ido entrando, entrando, y ahora, Gabriel, esta baldosa en que ponemos los pies es tierra del emperador Napoleón.

-¡Oh, Chinitas! Me haces temblar de cólera. Eso no se puede aguantar, no señor. Si las cosas van como dices, tú y todos los demás españoles que tengan vergüenza cogerán un arma, y entonces...

-No tenemos armas.

-Entonces, Chinitas, ¿qué remedio hay? Yo creo que si todos, todos, todos dicen: «vamos a ellos», los franceses tendrán que retirarse.

-Napoleón ha vencido a todas las naciones.

-Pues entonces echémonos a llorar y metámonos en nuestras casas.

-¿Llorar? -exclamó el amolador cerrando los puños-. Si todos pensaran como yo... No se puede decir lo que sucederá, pero... Mira: yo soy hombre de paz, pero cuando veo que estos condenados franceses se van metiendo callandito en España diciendo que somos amigos: cuando veo que se llevan engañado al Rey; cuando les veo por esas calles echando facha y bebiéndose el mundo de un sorbo; cuando pienso que ellos están muy creídos de que nos han metido en un puño por los siglos de los siglos, me dan ganas... no de llorar, sino de matar, pongo el caso, pues... quiero decir que si un francés pasa y me toca con su codo en el pelo de la ropa, levanto la mano... mejor dicho... abro la boca y me lo como. Y cuidado, que un francés me enseñó el oficio que tengo. El francés me gusta; pero allá en su tierra.

- XXVI -

Durante nuestra conversación advertí que la multitud aumentaba, apretándose más. Componíanla personas de ambos sexos y de todas las clases de la sociedad, espontáneamente venidas por uno de esos llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten de ninguna voz oficial, y resuenan de improviso en los oídos de un pueblo entero, hablándole el balbuciente lenguaje de la inspiración. La campana de ese arrebato glorioso no suena sino cuando son muchos los corazones dispuestos a palpitar en concordancia con su anhelante ritmo, y raras veces presenta la historia ejemplos como aquel, porque el sentimiento patrio no hace milagros sino cuando es una condensación colosal, una unidad sin discrepancias de ningún género, y por lo tanto una fuerza irresistible y superior a cuantos obstáculos pueden oponerle los recursos materiales, el genio militar y la muchedumbre de enemigos. El más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional, y la disciplina que da más cohesión el patriotismo.

Estas reflexiones se me ocurren ahora recordando aquellos sucesos. Entonces, y en la famosa mañana de que me ocupo, no estaba mi ánimo para consideraciones de tal índole, mucho menos en presencia de un conflicto popular que de minuto en minuto tomaba proporciones graves. La ansiedad crecía por momentos: en los semblantes había más que ira, aquella tristeza profunda que precede a las grandes resoluciones, y mientras algunas mujeres proferían gritos lastimosos, oí a muchos hombres discutiendo en voz baja planes de no sé qué inverosímil lucha.

El primer movimiento hostil del pueblo reunido fue rodear a un oficial francés que a la sazón atravesó por la plaza de la Armería. Bien pronto se unió a aquél otro oficial español que acudía como en auxilio del primero. Contra ambos se dirigió el furor de hombres y mujeres, siendo estas las que con más denuedo les hostilizaban; pero al poco rato una pequeña fuerza francesa puso fin a aquel incidente. Como avanzaba la mañana, no quise ya perder más tiempo, y traté de seguir mi camino; mas no había pasado aún el arco de la Armería, cuando sentí un ruido que me pareció cureñas en acelerado rodar por calles inmediatas.

-¡Que viene la artillería! -clamaron algunos.

Pero lejos de determinar la presencia de los artilleros una dispersión general, casi toda la multitud corría hacia la calle Nueva. La curiosidad pudo en mí más que el deseo de llegar pronto al fin de mi viaje, y corrí allá también; pero una detonación espantosa heló la sangre en mis venas; y vi caer no lejos de mí algunas personas, heridas por la metralla. Aquel fue uno de los cuadros más terribles que he presenciado en mi vida. La ira estalló en boca del pueblo de un modo tan formidable, que causaba tanto espanto como la artillería enemiga. Ataque tan imprevisto y tan rudo había aterrado a muchos que huían con pavor, y al mismo tiempo acaloraba la ira de otros, que parecían dispuestos a arrojarse sobre los artilleros; mas en aquel choque entre los fugitivos y los sorprendidos, entre los que rugían como fieras y los que se lamentaban heridos o moribundos bajo las pisadas de la multitud, predominó al fin el movimiento de dispersión, y corrieron todos hacia la calle Mayor. No se oían más voces que «armas, armas, armas». Los que13 no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones, y si un momento antes la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería todos fueron actores. Cada cual corría a su casa, a la ajena o a la más cercana en busca de un arma, y no encontrándola, echaba mano de cualquier herramienta. Todo servía con tal que sirviera para matar.

El resultado era asombroso. Yo no sé de dónde salía tanta gente armada. Cualquiera habría creído en la existencia de una conjuración silenciosamente preparada; pero el arsenal de aquella guerra imprevista y sin plan, movida por la inspiración de cada uno, estaba en las cocinas, en los bodegones, en los almacenes al por menor, en las salas y tiendas de armas, en las posadas y en las herrerías.

La calle Mayor y las contiguas ofrecían el aspecto de un hervidero de rabia imposible de describir por medio del lenguaje. El que no lo vio, renuncie a tener idea de semejante levantamiento. Después me dijeron que entre 9 y 11 todas las calles de Madrid presentaban el mismo aspecto; habíase propagado la insurrección como se propaga la llama en el bosque seco azotado por impetuosos vientos.

En el Pretil de los Consejos, por San Justo y por la plazuela de la Villa, la irrupción de gente armada viniendo de los barrios bajos era considerable; mas por donde vi aparecer después mayor número de hombres y mujeres, y hasta enjambres de chicos y algunos viejos fue por la plaza Mayor y los portales llamados de Bringas. Hacia la esquina de la calle de Milaneses, frente a la Cava de San Miguel, presencié el primer choque del pueblo con los invasores, porque habiendo aparecido como una veintena de franceses que acudían a incorporarse a sus regimientos, fueron atacados de improviso por una cuadrilla de mujeres ayudadas por media docena de hombres. Aquella lucha no se parecía a ninguna peripecia de los combates ordinarios, pues consistía en reunirse súbitamente envolviéndose y atacándose sin reparar en el número ni en la fuerza del contrario. Los extranjeros se defendían con su certera puntería y sus buenas armas: pero no contaban con la multitud de brazos que les ceñían por detrás y por delante, como rejos de un inmenso pulpo; ni con el incansable pinchar de millares de herramientas, esgrimidas contra ellos con un desorden y una multiplicidad semejante al de un ametrallamiento a mano; ni con la espantosa centuplicación de pequeñas fuerzas que sin matar imposibilitaban la defensa. Algunas veces esta superioridad de los madrileños era tan grande, que no podía menos de ser generosa; pues cuando los enemigos aparecían en número escaso, se abría para ellos un portal o tienda donde quedaban a salvo, y muchos de los que se alojaban en las casas de aquella calle debieron la vida a la tenacidad con que sus patronos les impidieron la salida.

No se salvaron tres de a caballo que corrían a todo escape hacia la Puerta del Sol. Se les hicieron varios disparos; pero irritados ellos cargaron sobre un grupo apostado en la esquina del callejón de la Chamberga, y bien pronto viéronse envueltos por el paisanaje. De un fuerte sablazo, el más audaz de los tres abrió la cabeza a una infeliz maja en el instante en que daba a su marido el fusil recién cargado, y la imprecación de la furiosa mujer al caer herida al suelo, espoleó el coraje de los hombres. La lucha se trabó entonces cuerpo a cuerpo y a arma blanca.

Entretanto yo corrí hacia la Puerta del Sol buscando lugar más seguro, y en los portales de Pretineros encontré a Chinitas. La Primorosa salió del grupo cercano exclamando con frenesí:

-¡Han matado a Bastiana! Más de veinte hombres hay aquí y denguno vale un rial. Canallas; ¿para qué os ponéis bragas si tenéis almas de pitiminí?

-Mujer -dijo Chinitas cargando su escopeta- quítate de en medio. Las mujeres aquí no sirven más que de estorbo.

-Cobardón, calzonazos, corazón de albondiguilla -dijo la Primorosa pugnando por arrancar el arma a su marido-. Con el aire que hago moviéndome, mato yo más franceses que tú con un cañón de a ocho.

Entonces uno de los de a caballo se lanzó al galope hacia nosotros blandiendo su sable.

-¡Menegilda!, ¿tienes navaja? -exclamó la esposa de Chinitas con desesperación.

-Tengo tres, la de cortar, la de picar y el cuchillo grande.

-¡Aquí estamos, espanta-cuervos! -gritó la maja tomando de manos de su amiga un cuchillo carnicero cuya sola vista causaba espanto.

El coracero clavó las espuelas a su corcel y despreciando los tiros se arrojó sobre el grupo. Yo vi las patas del corpulento animal sobre los hombros de la Primorosa; pero ésta, agachándose más ligera que el rayo, hundió su cuchillo en el pecho del caballo. Con la violenta caída, el jinete quedó indefenso, y mientras la cabalgadura expiraba con horrible pataleo, lanzando ardientes resoplidos, el soldado proseguía el combate ayudado por otros cuatro que a la sazón llegaron.

Chinitas, herido en la frente y con una oreja menos, se había retirado como a unas diez varas más allá, y cargaba un fusil en el callejón del Triunfo, mientras la Primorosa le envolvía un pañuelo en la cabeza, diciéndole:

-Si te moverás al fin. No parece sino que tienes en cada pata las pesas del reló de Buen Suceso.

El amolador se volvió hacia mí y me dijo:

-Gabrielillo, ¿qué haces con ese fusil? ¿Lo tienes en la mano para escarbarte los dientes?

En efecto, yo tenía en mis manos un fusil sin que hasta aquel instante me hubiese dado cuenta de ello. ¿Me lo habían dado? ¿Lo tomé yo? Lo más probable es que lo recogí maquinalmente, hallándose cercano al lugar de la lucha, y cuando caía sin duda de manos de algún combatiente herido; pero mi turbación y estupor eran tan grandes ante aquella escena, que ni aun acertaba a hacerme cargo de lo que tenía entre las manos.

-¿Pa qué está aquí esa lombriz? -dijo la Primorosa encarándose conmigo y dándome en el hombro una fuerte manotada-. Descosío: coge ese fusil con más garbo. ¿Tienes en la mano un cirio de procesión?

-Vamos: aquí no hay nada que hacer -afirmó Chinitas, encaminándose con sus compañeros hacia la Puerta del Sol.

Echeme el fusil al hombro y les seguí. La Primorosa seguía burlándose de mi poca aptitud para el manejo de las armas de fuego.

-¿Se acabaron los franceses? -dijo una maja mirando a todos lados-. ¿Se han acabado?

-No hemos dejado uno pa simiente de rábanos -contestó la Primorosa-. ¡Viva España y el Rey Fernando!

En efecto, no se veía ningún francés en toda la calle Mayor; pero no distábamos mucho de las gradas de San Felipe, cuando sentimos ruido de tambores, después ruido de cornetas, después pisadas de caballos, después estruendo de cureñas rodando con precipitación. El drama no había empezado todavía realmente. Nos detuvimos, y advertí que los paisanos se miraban unos a otros, consultándose mudamente sobre la importancia de las fuerzas ya cercanas. Aquellos infelices madrileños habían sostenido una lucha terrible con los soldados que encontraron al paso, y no contaban con las formidables divisiones y cuerpos de ejército que se acampaban en las cercanías de Madrid. No habían medido los alcances y las consecuencias de su calaverada, ni aunque los midieran, habrían retrocedido en aquel movimiento impremeditado y sublime que les impulsó a rechazar fuerzas tan superiores. Había llegado el momento de que los paisanos de la calle Mayor pudieran contar el número de armas que apuntaban a sus pechos, porque por la calle de la Montera apareció un cuerpo de ejército, por la de Carretas otro, y por la Carrera de San Jerónimo el tercero, que era el más formidable.

-¿Son muchos? -preguntó la Primorosa.

-Muchísimos, y también vienen por esta calle. Allá por Platerías se siente ruido de tambores.

Frente a nosotros y a nuestra espalda teníamos a los infantes, a los jinetes y a los artilleros de Austerlitz. Viéndoles, la Primorosa reía; pero yo... no puedo menos de confesarlo... yo temblaba.

- XXVII -

Llegar los cuerpos de ejército a la Puerta del Sol y comenzar el ataque, fueron sucesos ocurridos en un mismo instante. Yo creo que los franceses, a pesar de su superioridad numérica y material, estaban más aturdidos que los españoles; así es que en vez de comenzar poniendo en juego la caballería, hicieron uso de la metralla desde los primeros momentos.

La lucha, mejor dicho, la carnicería era espantosa en la Puerta del Sol. Cuando cesó el fuego y comenzaron a funcionar los caballos, la guardia polaca llamada noble, y los famosos mamelucos cayeron a sablazos sobre el pueblo, siendo los ocupadores de la calle Mayor los que alcanzamos la peor parte, porque por uno y otro flanco nos atacaban los feroces jinetes. El peligro no me impedía observar quién estaba en torno mío, y así puedo decir que sostenían mi valor vacilante además de la Primorosa, un señor grave y bien vestido que parecía aristócrata, y dos honradísimos tenderos de la misma calle, a quienes yo de antiguo conocía.

Teníamos a mano izquierda el callejón de la Duda; como sitio estratégico que nos sirviera de parapeto y de camino para la fuga, y desde allí el señor noble y yo, dirigíamos nuestros tiros a los primeros mamelucos que aparecieron en la calle. Debo advertir, que los tiradores formábamos una especie de retaguardia o reserva, porque los verdaderos y más aguerridos combatientes, eran los que luchaban a arma blanca entre la caballería. También de los balcones salían muchos tiros de pistola y gran número de armas arrojadizas, como tiestos, ladrillos, pucheros, pesas de reló, etc.

-Ven acá, Judas Iscariote -exclamó la Primorosa,dirigiendo los puños hacia un mameluco que hacía estragos en el portal de la c asa de Oñate-. ¡Y no hay quien te meta una libra de pólvora en el cuerpo! ¡Eh, so estantigua!, ¿pa qué le sirve ese chisme? Y tú, Piltrafilla, echa fuego por ese fusil, o te saco los ojos.

Las imprecaciones de nuestra generala nos obligaban a disparar tiro tras tiro.

Pero aquel fuego mal dirigido no nos valía gran cosa, porque los mamelucos habían conseguido despejar a golpes gran parte de la calle, y adelantaban de minuto en minuto.

-A ellos, muchachos -exclamó la maja, adelantándose al encuentro de una pareja de jinetes, cuyos caballos venían hacia nosotros.

Ustedes no pueden figurarse cómo eran aquellos combates parciales. Mientras desde las ventanas y desde la calle se les hacía fuego, los manolos les atacaban navaja en mano, y las mujeres clavaban sus dedos en la cabeza del caballo, o saltaban, asiendo por los brazos al jinete. Este recibía auxilio, y al instante acudían dos, tres, diez, veinte, que eran atacados de la misma manera, y se formaba una confusión, una mescolanza horrible y sangrienta que no se puede pintar. Los caballos vencían al fin y avanzaban al galope, y cuando la multitud encontrándose libre se extendía hacia la Puerta del Sol, una lluvia de metralla le cerraba el paso.

Perdí de vista a la Primorosa en uno de aquellos espantosos choques; pero al poco rato la vi reaparecer lamentándose de haber perdido su cuchillo, y me arrancó el fusil de las manos con tanta fuerza, que no pude impedirlo. Quedé desarmado en el mismo momento en que una fuerte embestida de los franceses nos hizo recular a la acera de San Felipe el Real. El anciano noble fue herido junto a mí: quise sostenerle; pero deslizándose de mis manos, cayó exclamando: «¡Muera Napoleón! ¡Viva España!».

Aquel instante fue terrible, porque nos acuchillaron sin piedad; pero quiso mi buena estrella, que siendo yo de los más cercanos a la pared, tuviera delante de mí una muralla de carne humana que me defendía del plomo y del hierro. En cambio era tan fuertemente comprimido contra la pared, que casi llegué a creer que moría aplastado. Aquella masa de gente se replegó por la calle Mayor, y como el violento retroceso nos obligara a invadir una casa de las que hoy deben tener la numeración desde el 21 al 25, entramos decididos a continuar la lucha desde los balcones. No achaquen Vds. a petulancia el que diga nosotros, pues yo, aunque al principio me vi comprendido entre los sublevados como al acaso y sin ninguna iniciativa de mi parte, después el ardor de la refriega, el odio contra los franceses que se comunicaba de corazón a corazón de un modo pasmoso, me indujeron a obrar enérgicamente en pro de los míos. Yo creo que en aquella ocasión memorable hubiérame puesto al nivel de algunos que me rodeaban, si el recuerdo de Inés y la consideración de que corría algún peligro no aflojaran mi valor a cada instante.

Invadiendo la casa, la ocupamos desde el piso bajo a las buhardillas: por todas las ventanas se hacía fuego arrojando al mismo tiempo cuanto la diligente valentía de sus moradores encontraba a mano. En el piso segundo un padre anciano, sosteniendo a sus dos hijas que medio desmayadas se abrazaban a sus rodillas, nos decía: «Haced fuego; coged lo que os convenga. Aquí tenéis pistolas; aquí tenéis mi escopeta de caza. Arrojad mis muebles por el balcón, y perezcamos todos y húndase mi casa si bajo sus escombros ha de quedar sepultada esa canalla. ¡Viva Femando! ¡Viva España! ¡Muera Napoleón!».

Estas palabras reanimaban a las dos doncellas, y la menor nos conducía a una habitación contigua, desde donde podíamos dirigir mejor el fuego. Pero nos escaseó la pólvora, nos faltó al fin, y al cuarto de hora de nuestra entrada ya los mamelucos daban violentos golpes en la puerta.

-Quemad las puertas y arrojadlas ardiendo a la calle -nos dijo el anciano-. Ánimo, hijas mías. No lloréis. En este día el llanto es indigno aun en las mujeres. ¡Viva España! ¿Vosotras sabéis lo que es España? Pues es nuestra tierra, nuestros hijos, los sepulcros de nuestros padres, nuestras casas, nuestros reyes, nuestros ejércitos, nuestra riqueza, nuestra historia, nuestra grandeza, nuestro nombre, nuestra religión. Pues todo esto nos quieren quitar. ¡Muera Napoleón!

Entretanto los franceses asaltaban la casa, mientras otros de los suyos cometían las mayores atrocidades en la de Oñate.

-Ya entran, nos cogen y estamos perdidos -exclamamos con terror, sintiendo que los mamelucos se encarnizaban en los defensores del piso bajo.

-Subid a la buhardilla -nos dijo el anciano con frenesí- y saliendo al tejado, echad por el cañón de la escalera todas las tejas que podáis levantar. ¿Subirán los caballos de estos monstruos hasta el techo?

Las dos muchachas, medio muertas de terror, se enlazaban a los brazos de su padre, rogándole que huyese.

-¡Huir! -exclamaba el viejo-. No, mil veces no. Enseñemos a esos bandoleros cómo se defiende el hogar sagrado. Traedme fuego, fuego, y apresarán nuestras cenizas, no nuestras personas.

Los mamelucos subían. Estábamos perdidos. Yo me acordé de la pobre Inés, y me sentí más cobarde que nunca. Pero algunos de los nuestros habíanse en tanto internado en la casa, y con fuerte palanca rompían el tabique de una de las habitaciones más escondidas. Al ruido, acudí allá velozmente, con la esperanza de encontrar escapatoria, y en efecto vi que habían abierto en la medianería un gran agujero, por donde podía pasarse a la casa inmediata. Nos hablaron de la otra parte, ofreciéndonos socorro, y nos apresuramos a pasar; pero antes de que estuviéramos del opuesto lado sentimos, a los mamelucos y otros soldados franceses vociferando en las habitaciones principales: oyose un tiro; después una de las muchachas lanzó un grito espantoso y desgarrador. Lo que allí debió ocurrir no es para contado.

Cuando pasamos a la casa contigua, con ánimo de tomar inmediatamente la calle, nos vimos en una habitación pequeña y algo oscura, donde distinguí dos hombres, que nos miraban con espanto. Yo me aterré también en su presencia, porque eran el uno el licenciado Lobo, y el otro Juan de Dios.

Habíamos pasado a una casa de la calle de Postas, a la misma casa en cuyo cuarto entresuelo había yo vivido hasta el día anterior al servicio de los Requejos. Estábamos en el piso segundo, vivienda del leguleyo trapisondista. El terror de este era tan grande que al vernos dijo:

-¿Están ahí los franceses? ¿Vienen ya? Huyamos.

Juan de Dios estaba también tan pálido y alterado, que era difícil reconocerle.

-¡Gabriel! -exclamó al verme-. ¡Ah!, tunante; ¿qué has hecho de Inés?

-Los franceses, los franceses -exclamó Lobo saliendo a toda prisa de la habitación y bajando la escalera de cuatro en cuatro peldaños-. ¡Huyamos!

La esposa del licenciado y sus tres hijas, trémulas de miedo, corrían de aquí para allí, recogiendo algunos objetos para salir a la calle. No era ocasión de disputar con Juan de Dios, ni de darnos explicaciones sobre los sucesos de la madrugada anterior, así es que salimos a todo escape, temiendo que los mamelucos invadieran aquella casa.

El mancebo no se separaba de mí, mientras que Lobo, harto ocupado de su propia seguridad, se cuidaba de mi presencia tanto como si yo no existiera.

-¿A dónde vamos? -preguntó una de las niñas al salir-. ¿A la calle de San Pedro la Nueva, en casa de la primita?

-¿Estáis locas? ¿Frente al parque de Monteleón?

-Allí se están batiendo -dijo Juan de Dios-. Se ha empeñado un combate terrible, porque la artillería española no quiere soltar el parque.

-¡Dios mío! ¡Corro allá! -exclamé sin poderme contener.

-¡Perro! -gritó Juan de Dios, asiéndome por un brazo-. ¿Allí la tienes guardada?

-Sí, allí está -contesté sin vacilar-. Corramos.

Juan de Dios y yo partimos como dos insensatos en dirección a mi casa.

En nuestra carrera no reparábamos en los mil peligros que a cada paso ofrecían las calles y plazas de Madrid, y andábamos sin cesar, tomando las vías más apartadas del centro, con tantas vueltas y rodeos, que empleamos cerca de dos horas para llegar a la puerta de Fuencarral por los pozos de nieve. Por un largo rato, ni yo hablaba a mi acompañante, ni él a mí tampoco, hasta que al fin Juan de Dios, con voz entrecortada por el fatigoso aliento, me dijo:

-¿Pero tú sacaste a Inés para entregármela después, o eres un tunante ladrón digno de ser fusilado por los franceses?

-Sr. Juan de Dios -repuse apretando más el paso-. No es ocasión de disputar, y vamos más a prisa, porque si los franceses llegan a meterse en mi casa...

-¡Cuánto se asustará la pobrecita! Pero di, ¿por qué la sacaste, por qué me encontré encerrado en el sótano con aquella maldita mujer...? ¡Oh!, me falta el aliento; pero no nos detengamos... ¿Inés no se asustó al verse en tu poder? ¿No te preguntó por mí, no te rogó que me llevases a su lado? ¡Qué confusión! ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Quién eres tú? ¿Eres un infame o un hombre de bien? Ya me darás cuenta y razón de todo. ¡Ay!, cuando me encontré en el sótano con Restituta... ¿Ves este rasguño que tengo en la mano?... Yo me quedé azorado y mudo de espanto cuando la vi. ¡Qué desdicha! Creo que fue castigo de Dios por los pecadillos de que te hablé... Ella me insultaba llamándome ladrón, y a mí un sudor se me iba y otro se me venía. Luego que tratamos de salir... La compuerta cerrada... ella parecía una gata rabiosa. ¿Ves este arañazo que tengo en la cara...? Descansemos un rato, porque me ahogo. ¿No llegamos nunca a tu casa? ¿Y mi Inés está allí? Pero tunante, modera un poco el paso y dime: ¿Inés me espera? ¿Te mandó en busca mía? ¿Sabe que a mí me debe su libertad? Gabriel, te juro que tengo la cabeza como una jaula de grillos, y que no sé qué pensar. Cuando vi entrar a Restituta... ¿Creerás que no puedo apartar de mi memoria su repugnante imagen? Lo que dije... aquellos dos pecadillos... Pero en cuanto Inés esté a mi lado, me confesaré... El Santísimo Sacramento sabe que mi intención es buena, y que el inmenso, el loco amor que me domina es causa de todo... ¿Pero no hablas? ¿Estás mudo? ¿Inés me espera? Dímelo francamente y no me hagas padecer. ¿Está contenta, está triste? ¿Ella quiso desde luego salir contigo para esperarme fuera?... ¡Mil demonios! ¿Cuándo llegamos a tu casa? Me aguarda, ¿no es verdad? Ahora le hablaré cara a cara por primera vez. ¿Sabes que me da vergüenza?... Pero ella quizás me dirá primero algunas palabras, dándome pie para que después siga yo hablando como un cotorro. ¿Estás tú seguro de que leyó mi carta? Pues si la leyó, ya está al corriente de mi ardiente amor, y en cuanto me vea se arrojará llorando en mis brazos, dándome gracias por su salvación. ¿No lo crees tú así? ¿Pero por qué callas? ¿Te has quedado sin lengua? ¿Qué le has dicho tú, qué te ha dicho ella? ¿No te habló de aquel pasaje de la carta en que le decía que mi amor es tan casto como el de los ángeles del cielo?... Me faltó decirle que mi corazón es el altar en que la adoro con tanto fervor como al Dios que hizo el mundo para todos y para nosotros una isla desierta llena de flores y pajaritos muy lindos que canten día y noche... ¡Ah, Gabriel! ¿Sabes que soy rico? Cogí lo mío, aunque la condenada me clavó las uñas para arrebatármelo. ¡Cuánto luchamos! ¡Espantosa noche! Por fin, ya muy avanzado el día, llega D. Mauro y abre el sótano para sacarte... Salimos Restituta y yo; ella está medio muerta. Su hermano, al vernos... ¡Jesús, cómo se pone! Después de insultarnos, nos dice que tenemos que casarnos el mismo día. Luego, al saber que Inés se ha fugado contigo, brama como un león, arráncase los cabellos, y después de amenazar con la muerte a su hermana y a mí, enciende las dos velas al santo patrono. Yo salgo de la casa sin contestar a nada, y como ya empiezan los tiros, me refugio en la del licenciado Lobo... Todos están allí llenos de terror... los franceses, los franceses... ¡ban, bun!, golpean un tabique, acudimos: se abre un agujero y apareces tú... ¿Pero llegaremos al fin? ¡Qué impaciente estará la pobrecita! Cuando me vea entrar, ella romperá a hablar, ¿no lo crees tú? Si no... yo estoy seguro de que me quedaré como una estatua. Si se me quitara esta vergüenza...

Yo no contestaba a ninguna de las atropelladas e inconexas razones de Juan de Dios, pues más que la verbosidad de aquel desgraciado, ocupaba mi mente la idea de los peligros que corrían Inés y su tío en mi casa. Nuestra marcha era sumamente fatigosa, pues algunas veces después de recorrer toda una calle, teníamos que volver atrás huyendo de los mamelucos: otras veces nos detenía algún grupo compuesto en su mayor parte de mujeres y ancianos que con lamentos y gritos rodeaban un cadáver, víctima reciente de los invasores; más adelante veíamos desfilar precipitadamente pelotones de granaderos que hacían retroceder a todo el mundo; luego el espectáculo de una lucha parcial, tan encarnizada como las anteriores, era lo que de improviso nos estorbaba el paso.

En la calle de Fuencarral el gentío era grande, y todos corrían hacia arriba, como en dirección al parque. Oíanse fuertes descargas, que aterraron a mi acompañante, y cuando embocamos a la calle de la Palma por la casa de Aranda, los gritos de los héroes llegaban hasta nuestros oídos.

Era entre doce y una. Dando un gran rodeo pudimos al fin entrar en la calle de San José, y desde lejos distinguí las altas ventanas de mi casa entre el denso humo de la pólvora.

-No podemos subir a nuestra casa -dije a Juan de Dios-, a menos que no nos metamos en medio del fuego.

-¡En medio del fuego! ¡Qué horror! No: no expongamos la vida. Veo que también hacen fuego desde algún balcón. Escondámonos, Gabriel.

-No avancemos. Parece que cesa el fuego.

-Tienes razón. Ya no se oyen sino pocos tiros, y me parece que oigo decir: «victoria, victoria».

-Sí, y el paisanaje se despliega, y vienen algunos hacia acá. ¡Ah! ¿No son franceses aquellos que corren hacia la calle de la Palma? Sí: ¿no ve Vd. los sombreros de piel?

-Vamos allá. ¡Qué algazara! Parece que están contentos. Mira cómo agitan las gorras aquellos que están en el balcón.

-Inés, allí está Inés, en el balcón de arriba, arriba... Allí está: mira hacia el parque, parece que tiene miedo y se retira. También sale a curiosear don Celestino. Corramos y ahora nos será fácil entrar en la casa.

Después de una empeñada refriega, el combate había cesado en el parque con la derrota y retirada del primer destacamento francés que fue a atacarlo. Pero si el crédulo paisanaje se entregó a la alegría creyendo que aquel triunfo era decisivo; los jefes militares conocieron que serían bien pronto atacados con más fuerzas, y se preparaban para la resistencia. Pacorro Chinitas, que había sido uno de los que primero acudieron a aquel sitio, se llegó a mí ponderándome la victoria alcanzada con las cuatro piezas que Daoíz había echado a la calle; pero bien pronto él y los demás se convencieron de que los franceses no habían retrocedido sino para volver pronto con numerosa artillería. Así fue en efecto, y cuando subíamos la escalera de mi casa, sentí el alarmante rumor de la tropa cercana.

El mancebo tropezaba a cada peldaño, circunstancia que cualquiera hubiera atribuido al miedo, y yo atribuí a la emoción. Cuando llegamos a presencia de Inés y D. Celestino, estos se alegraron en extremo de verme sano, y ella me señaló una imagen de la Virgen, ante la cual habían encendido dos velas. Juan de Dios permaneció un rato en el umbral, medio cuerpo fuera y dentro el otro medio, con el sombrero en la mano, el rostro pálido y contraído, la actitud embarazosa, sin atreverse a hablar ni tampoco a retirarse, mientras que Inés, enteramente ocupada de mi vuelta, no ponía en él la menor atención.

-Aquí, Gabriel -me dijo el clérigo-, hemos presenciado escenas de grande heroísmo. Los franceses han sido rechazados. Por lo visto, Madrid entero se levanta contra ellos.

Al decir esto, una detonación terrible hizo estremecer la casa.

-¡Vuelven los franceses! Ese disparo ha sido de los nuestros, que siguen decididos a no entregarse. Dios y su santa Madre, y los cuatro patriarcas y los cuatro doctores nos asistan.

Juan de Dios continuaba en la puerta, sin que mis dos amigos, hondamente afectados por el próximo peligro hicieran caso de su presencia.

-Va a empezar otra vez -exclamó Inés huyendo de la ventana después de cerrarla-. Yo creí que se había concluido. ¡Cuántos tiros! ¡Qué gritos! ¿Pues y los cañones? Yo creí que el mundo se hacía pedazos; y puesta de rodillas no cesaba de rezar. Si vieras, Gabriel... Primero sentimos que unos soldados daban recios golpes en la puerta del parque. Después vinieron muchos hombres y algunas mujeres pidiendo armas. Dentro del patio un español con uniforme verde disputó un instante con otro de uniforme azul, y luego se abrazaron, abriendo enseguida las puertas. ¡Ay! ¡Qué voces, qué gritos! Mi tío se echó a llorar y dijo también «¡viva España!» tres veces, aunque yo le suplicaba que callase para no dar que hablar a la vecindad. Al momento empezaron los tiros de fusil, y al cabo de un rato los de cañón, que salieron empujados por dos o tres mujeres... El del uniforme azul mandaba el fuego, y otro del mismo traje, pero que se distinguía del primero por su mayor estatura, estaba dentro disponiendo cómo se habían de sacar la pólvora y las balas... Yo me estremecía al sentir los cañonazos; y si a veces me ocultaba en la alcoba, poniéndome a rezar, otras podía tanto la curiosidad, que sin pensar en el peligro me asomaba a la ventana para ver todo... ¡Qué espanto! Humo, mucho humo, brazos levantados, algunos hombres tendidos en el suelo y cubiertos de sangre y por todos lados el resplandor de esos grandes cuchillos que llevan en los fusiles.

Una segunda detonación seguida del estruendo de la fusilería, nos dejó paralizados de estupor. Inés miró a la Virgen, y el cura encarándose solemnemente con la santa imagen, dirigiole así la palabra:

-Señora: proteged a vuestros queridos españoles, de quienes fuisteis reina y ahora sois capitana. Dadles valor contra tantos y tan fieros enemigos, y haced subir al cielo a los que mueran en defensa de su patria querida.

Quise abrir la ventana; pero Inés se opuso a ello muy acongojada. Juan de Dios, que al fin traspasó el umbral, se había sentado tímidamente en el borde de una silla puesta junto a la misma puerta, donde Inés le reconoció al fin, mejor dicho, advirtió su presencia, y antes que formulara una pregunta, le dije yo:

-Es el Sr. Juan de Dios, que ha venido a acompañarme.

-Yo... yo... -balbució el mancebo en el momento en que la gritería de la calle apenas permitía oírle-. Gabriel habrá enterado a Vd...

-El miedo le quita a Vd. el habla -dijo Inés-. Yo también tengo mucho miedo. Pero Vd. tiembla, Vd. está malo...

En efecto, Juan de Dios parecía desmayarse, y alargaba sus brazos hacia la muchacha, que absorta y confundida no sabía si acercarse a darle auxilio o si huir con recelo de visitante tan importuno. Yo estaba an excitado, que sin parar mientes en lo que junto a mí ocurría, ni atender al pavor de mi amiga, abrí resueltamente la ventana. Desde allí pude ver los movimientos de los combatientes, claramente percibidos, cual si tuviera delante un plano de campaña con figuras movibles. Funcionaban cuatro piezas: he oído hablar de cinco, dos de a 8 y tres de a 4; pero yo creo que una de ellas no hizo fuego, o sólo trabajó hacia el fin de la lucha. Los artilleros me parece que no pasaban de veinte; tampoco eran muchos los de infantería mandados por Ruiz; pero el número de paisanos no era escaso ni faltaban algunas heroicas amazonas de las que poco antes vi en la Puerta del Sol. Un oficial de uniforme azul mandaba las dos piezas colocadas frente a la calle de San Pedro la Nueva14. Por cuenta del otro del mismo uniforme y graduación corrían las que enfilaban la calle de San Miguel y de San José15, apuntando una de ellas hacia la de San Bernardo, pues por allí se esperaban nuevas fuerzas francesas en auxilio de las que invadían la Palma Alta y sitios inmediatos a la iglesia de Maravillas. La lucha estaba reconcentrada entonces en la pequeña calle de San Pedro la Nueva, por donde atacaron los granaderos imperiales en número considerable. Para contrarrestar su empuje los nuestros disparaban las piezas con la mayor rapidez posible, empleándose en ello lo mismo los artilleros que los paisanos; y auxiliaba a los cañones la valerosa fusilería que tras las tapias del parque, en la puerta, y en la calle, hacía mortífero e incesante fuego.

Cuando los franceses trataban de tomar las piezas a la bayoneta, sin cesar el fuego por nuestra parte, eran recibidos por los paisanos con una batería de navajas, que causaban pánico y desaliento entre los héroes de las Pirámides y de Jena, al paso que el arma blanca en manos de estos aguerridos soldados, no hacía gran estrago moral en la gente española, por ser esta de muy antiguo aficionada acon ella, de modo que al verse heridos, antes les enfurecía que les desmayaba. Desde mi ventana abierta a la calle de San José, no se veía la inmediata de San Pedro la Nueva, aunque la casa hacía esquina a las dos, así es que yo, teniendo siempre a los españoles bajo mis ojos, no distinguía a los franceses, sino cuando intentaban caer sobre las piezas, desafiando la metralla, el plomo, el acero y hasta las implacables manos de los defensores del parque. Esto pasó una vez, y cuando lo vi pareciome que todo iba a concluir por el sencillo procedimiento de destrozarse simultáneamente unos a otros; pero nuestro valiente paisanaje, sublimado por su propio arrojo y el ejemplo, y la pericia, y la inverosímil constancia de los dos oficiales de artillería, rechazaba las bayonetas enemigas, mientras sus navajas, hacían estragos, rematando la obra de los fusiles. Cayeron algunos, muchos artilleros, y buen número de paisanos; pero esto no desalentaba a los madrileños. Al paso que uno de los oficiales de artillería hacía uso de su sable con fuerte puño sin desatender el cañón cuya cureña servía de escudo a los paisanos más resueltos, el otro, acaudillando un pequeño grupo, se arrojaba sobre la avanzada francesa, destrozándola antes de que tuviera tiempo de reponerse. Eran aquellos los dos oficiales oscuros y sin historia, que en un día, en una hora, haciéndose, por inspiración de sus almas generosas, instrumento de la conciencia nacional, se anticiparon a la declaración de guerra por las juntas y descargaron los primeros golpes de la lucha que empezó a abatir el más grande poder que se ha señoreado del mundo. Así sus ignorados nombres alcanzaron la inmortalidad.

El estruendo de aquella colisión, los gritos de unos y otros, la heroica embriaguez de los nuestros y también de los franceses, pues estos evocaban entre sí sus grandes glorias para salir bien de aquel empeño, formaban un conjunto terrible, ante el cual no existía el miedo, ni tampoco era posible resignarse a ser inmóvil espectador. Causaba rabia y al mismo tiempo cierto júbilo inexplicable lo desigual de las fuerzas, y el espectáculo de la superioridad adquirida por los débiles a fuerza de constancia. A pesar de que nuestras bajas eran inmensas, todo parecía anunciar una segunda victoria. Así lo comprendían sin duda los franceses, retirados hacia el fondo de la calle de San Pedro la Nueva; y viendo que para meter en un puño a los veinte artilleros ayudados de paisanos y mujeres, era necesaria más tropa con refuerzos de todas armas, trajeron más gente, trajeron un ejército completo; y la división de San Bernardino, mandada por Lefranc apareció hacia las Salesas Nuevas con varias piezas de artillería. Los imperiales daban al parque cercado de mezquinas tapias las proporciones de una fortaleza, y a la abigarrada pandilla las proporciones de un pueblo.

Hubo un momento de silencio, durante el cual no oí más voces que las de algunas mujeres, entre las cuales reconocí la de la Primorosa, enronquecida por la fatiga y el perpetuo gritar. Cuando en aquel breve respiro me aparté de la ventana, vi a Juan de Dios completamente desvanecido. Inés estaba a su lado, presentándole un vaso de agua.

-Este buen hombre -dijo la muchacha- ha perdido el tino. ¡Tan grande es su pavor! Verdad que la cosa no es para menos. Yo estoy muerta. ¿Se ha acabado, Gabriel? Ya no se oyen tiros. ¿Ha concluido todo? ¿Quién ha vencido?

Un cañonazo resonó estremeciendo la casa. A Inés cayósele el vaso de las manos, y en el mismo instante entró D. Celestino, que observaba la lucha desde otra habitación de la casa.

-Es la artillería francesa -exclamó-. Ahora es ella. Traen más de doce cañones. ¡Jesús, María y José nos amparen! Van a hacer polvo a nuestros valientes paisanos. ¡Señor de justicia! ¡Virgen María, santa patrona de España!

Juan de Dios abrió sus ojos buscando a Inés con una mirada calmosa y apagada como la de un enfermo. Ella, en tanto, puesta de rodillas ante la imagen, derramaba abundantes lágrimas.

-Los franceses son innumerables -continuó el cura-. Vienen cientos de miles. En cambio los nuestros, son menos cada vez. Muchos han muerto ya. ¿Podrán resistir los que quedan? ¡Oh! Gabriel, y usted, caballero, quien quiera que sea, aunque presumo será español: ¿están Vds. en paz con su conciencia, mientras nuestros hermanos pelean abajo por la patria y por el Rey? Hijos míos, ánimo: los franceses van a atacar por tercera vez. ¿No veis cómo se aperciben los nuestros para recibirlos con tanto brío como antes? ¿No oís los gritos de los que han sobrevivido al último combate? ¿No oís las voces de esa noble juventud? Gabriel, Vd., caballero, cualquiera que sea, ¿habéis visto a las mujeres? ¿Darán lección de valor esas heroicas hembras a los varones que huyen de la honrosa lucha?

Al decir esto, el buen sacerdote, con una alteración que hasta entonces jamás había advertido en él, se asomaba al balcón, retrocedía con espanto, volvía los ojos a la imagen de la Virgen, luego a nosotros, y tan pronto hablaba consigo mismo como con los demás.

-Si yo tuviera quince años, Gabriel -continuó- si yo tuviera tu edad... Francamente, hijos míos, yo tengo muchísimo miedo. En mi vida había visto una guerra, ni oído jamás el estruendo de los mortíferos cañones; pero lo que es ahora cogería un fusil, sí señores, lo cogería... ¿No veis que va escaseando la gente? ¿No veis cómo los barre la metralla?... Mirad aquellas mujeres que con sus brazos despedazados empujan uno de nuestros cañones hasta embocarle en esta calle. Mirad aquel montón de cadáveres del cual sale una mano increpando con terrible gesto a los enemigos. Parece que hasta los muertos hablan, lanzando de sus bocas exclamaciones furiosas... ¡Oh!, yo tiemblo, sostenedme; no, dejadme tomar un fusil, lo tomaré yo. Gabriel, caballero, y tú también, Inés; vamos todos a la calle, a la calle. ¿Oís? Aquí llegan las vociferaciones de los franceses. Su artillería avanza. ¡Ah!, perros: todavía somos suficientes, aunque pocos. ¿Queréis a España, queréis este suelo? ¿Queréis nuestras casas, nuestras iglesias, nuestros reyes, nuestros santos? Pues ahí está, ahí está dentro de esos cañones lo que queréis. Acercaos... ¡Ah! Aquellos hombres que hacían fuego desde la tapia han perecido todos. No importa. Cada muerto no significa más sino que un fusil cambia de mano, porque antes de que pierda el calor de los dedos heridos que lo sueltan, otros lo agarran... Mirad: el oficial que los manda parece contrariado, mira hacia el interior del parque y se lleva la mano a la cabeza con ademán de desesperación. Es que les faltan balas, les falta metralla. Pero ahora sale el otro con una cesta de piedras... sí... son piedras de chispa. Cargan con ellas, hacen fuego... ¡Oh!, que vengan, que vengan ahora. ¡Miserables! España tiene todavía piedras en sus calles para acabar con vosotros... Pero ¡ay!, los franceses parece que están cerca. Mueren muchos de los nuestros. -271- Desde los balcones se hace mucho fuego; mas esto no basta. Si yo tuviera veinte años... Si yo tuviera veinte años, tendría el valor que ahora me falta, y me lanzaría en medio del combate, y a palos, sí señores, a palos, acabaría con todos esos franceses. Ahora mismo, con mis sesenta años... Gabriel, ¿sabes tú lo que es el deber? ¿Sabes tú lo que es el honor? Pues para que lo sepas, oye: Yo que soy un viejo inútil, yo que nunca he visto un combate, yo que jamás he disparado un tiro, yo que en mi vida he peleado con nadie, yo que no puedo ver matar un pollo, yo que nunca he tenido valor para matar un gusanito, yo que siempre he tenido miedo a todo, yo que ahora tiemblo como una liebre y a cada tiro que oigo parece que entrego el alma al Señor, voy a bajar al instante a la calle, no con armas, porque armas no me corresponden, sino para alentar a esos valientes, diciéndoles en castellano aquello de Dulce et decorum est pro patria mori!

Estas palabras, dichas con un entusiasmo que el anciano no había manifestado ante mí sino muy pocas veces, y siempre desde el púlpito, me enardeció de tal modo que me avergoncé de reconocerme cobarde espectador de aquella heroica lucha sin disparar un tiro, ni lanzar una piedra en defensa de los míos. A no contenerme la presencia de Inés, ni un instante habría yo permanecido en aquella situación. Después cuando vi al buen anciano precipitarse fuera de la casa, dichas sus últimas palabras, miedo y amor se oscurecieron en mí ante una grande, una repentina iluminación de entusiasmo, de esas que rarísimas veces, pero con fuerza poderosa, nos arrastran a las grandes acciones.

Inés hizo un movimiento como para detenerme pero sin duda su admirable buen sentido comprendió cuánto habría desmerecido a mis propios ojos cediendo a los reclamos de la debilidad, y se contuvo ahogando todo sentimiento. Juan de Dios, que al volver de su desmayo era completamente extraño a la situación que nos encontrábamos, y no parecía tener ojos ni oídos más que para espectáculos y voces de su propia alma, se adelantó hacia Inés con ademán embarazoso, y le dijo:

-Pero Gabriel la habrá enterado a Vd. de todo. ¿La he ofendido a Vd. en algo? Bien habrá comprendido Vd...

-Este caballero -dijo Inés- está muerto de miedo, y no se moverá de aquí. ¿Quiere Vd. esconderse en la cocina?

-¡Miedo! ¡Que yo tengo miedo! -exclamó el mancebo con un repentino arrebato que le puso encendido como la grana-. ¿A dónde vas, Gabriel?

-A la calle -respondí saliendo-. A pelear por España. Yo no tengo miedo.

-Ni yo, ni yo tampoco -afirmó resuelta, furiosamente Juan de Dios corriendo detrás de mí.

- XXVIII -

Llegué a la calle en momentos muy críticos. Las dos piezas de la calle de San Pedro habían perdido gran parte de su gente, y los cadáveres obstruían el suelo. La colocada hacia Poniente había de resistir el fuego de la de los franceses, sin más garantía de superioridad que el heroísmo de D. Pedro Velarde y el auxilio de los tiros de fusil. Al dar los primeros pasos encontré uno, y me situé junto a la entrada del parque, desde donde podía hacer fuego hacia la calle Ancha, resguardado por el machón de la puerta. Allí se me presentó una cara conocida, aunque horriblemente desfigurada, en la persona de Pacorro Chinitas, que incorporándose entre un montón de tierra y el cuerpo de otro infeliz ya moribundo, hablome así con voz desfallecida:

-Gabriel, yo me acabo; yo no sirvo ya para nada.

-Ánimo, Chinitas -dije devolviéndole el fusil que caía de sus manos-, levántate.

-¿Levantarme? Ya no tengo piernas. ¿Traes tú pólvora? Dame acá: yo te cargaré el fusil... Pero me caigo redondo. ¿Ves esta sangre? Pues es toda mía y de este compañero que ahora se va... Ya expiró... Adiós, Juancho: tú al menos no verás a los franceses en el parque.

Hice fuego repetidas veces, al principio muy torpemente, y después con algún acierto, procurando siempre dirigir los tiros a algún francés claramente destacado de los demás. Entre tanto, y sin cesar en mi faena, oí la voz del amolador que apagándose por grados decía: «Adiós, Madrid, ya me encandilo... Gabriel, apunta a la cabeza. Juancho que ya estás tieso, allá voy yo también: Dios sea conmigo y me perdone. Nos quitan el parque; pero de cada gota de esta sangre saldrá un hombre con su fusil, hoy, mañana y al otro día. Gabriel, no cargues tan fuerte, que revienta. Ponte más adentro. Si no tienes navaja, búscala, porque vendrán a la bayoneta. Toma la mía. Allí está junto a la pierna que perdí... ¡Ay!, ya no veo más que un cielo negro. ¡Qué humo tan negro! ¿De dónde viene ese humo? Gabriel, cuando esto se acabe, ¿me darás un poco de agua? ¡Qué ruido tan atroz!... ¿Por qué no traen agua? ¡Agua, Señor Dios Poderoso! ¡Ah!, ya veo el agua; ahí está. La traen unos angelitos; es un chorro, una fuente, un río...».

Cuando me aparté de allí, Chinitas ya no existía. La debilidad de nuestro centro de combate me obligó a unirme a él, como lo hicieron los demás. Apenas quedaban artilleros, y dos mujeres servían la pieza principal, apuntaban hacia la calle Ancha. -275- Era una de ellas la Primorosa, a quien vi soplando fuertemente la mecha, próxima a extinguirse.

-Mi general -decía a Daoíz-. Mientras su merced y yo estemos aquí, no se perderán las Españas ni sus Indias... Allá va el petardo... Venga ahora acá el destupidor. Cómo rempuja pa tras este animal cuando suelta el tiro. ¡Ah! ¿Ya estás aquí, Tripita? -gritó al verme-. Toca este instrumento y verás lo bueno.

El combate llegaba a un extremo de desesperación; y la artillería enemiga avanzó hacia nosotros. Animados por Daoíz, los heroicos paisanos pudieron rechazar por última vez la infantería francesa que se destacaba en pequeños pelotones de la fuerza enemiga.

-¡Ea! -gritó la Primorosa cuando recomenzó el fuego de cañón-. Atrás, que yo gasto malas bromas. ¿Vio Vd. cómo se fueron, señor general? Sólo con mirarles yo con estos recelestiales ojos, les hice volver pa tras. Van muertos de miedo. ¡Viva España y muera Napoleón!... Chinitas, ¿no está por ahí Chinitas? Ven acá, cobarde, calzonazos.

Y cuando los franceses, replegando su infantería, volvieron a cañonearnos, ella, después de ayudar a cargar la pieza, prosiguió gritando desesperadamente:

-Renacuajos, volved acá. Ea, otro paseíto. Sus mercedes quieren conquistarme a mí, ¿no verdá? Pues aquí me tenéis. Vengan acá: soy la reina, sí señores, soy la emperadora del Rastro, y yo acostumbro a fumar en este cigarro de bronce, porque no las gasto menos. ¿Quieren ustedes una chupadita? Pos allá va. Desapártense pa que no les salpique la saliva; si no...

La heroica mujer calló de improviso, porque la otra maja que cerca de ella estaba, cayó tan violentamente herida por un casco de metralla, que de su despedazada cabeza saltaron salpicándonos repugnantes pedazos. La esposa de Chinitas, que también estaba herida, miró el cuerpo expirante de su amiga. Debo consignar aquí un hecho trascendental; la Primorosa se puso repentinamente pálida, y repentinamente seria. Tuvo miedo.

Llegó el instante crítico y terrible. Durante él sentí una mano que se apoyaba en mi brazo. Al volver los ojos vi un brazo azul con charreteras de capitán. Pertenecía a D. Luis Daoíz, que herido en la pierna, hacía esfuerzos por no caer al suelo y se apoyaba en lo que encontró más cerca. Yo extendí mi brazo alrededor de su cintura, y él, cerrando los puños, elevándolos convulsamente al cielo, apretando los dientes y mordiendo después el pomo de su sable, lanzó una imprecación, una blasfemia, que habría hecho desplomar el firmamento, si lo de arriba obedeciera a las voces de abajo.

En seguida se habló de capitulación y cesaron los fuegos. El jefe de las fuerzas francesas acercose a nosotros, y en vez de tratar decorosamente de las condiciones de la rendición, habló a Daoíz de la manera más destemplada y en términos amenazadores y groseros. Nuestro inmortal artillero pronunció entonces aquellas célebres palabras: Si fuerais capaz de hablar con vuestro sable, no me trataríais así.

El francés, sin atender a lo que le decía, llamó a los suyos, y en el mismo instante... Ya no hay narración posible, porque todo acabó. Los franceses se arrojaron sobre nosotros con empuje formidable. El primero que cayó fue Daoíz, traspasado el pecho a bayonetazos. Retrocedimos precipitadamente hacia el interior del parque todos los que pudimos, y como aun en aquel trance espantoso quisiera contenernos D. Pedro Velarde, le mató de un pistoletazo por la espalda un oficial enemigo. Muchos fueron implacablemente pasados a cuchillo; pero algunos y yo pudimos escapar, saltando velozmente por entre escombros, hasta alcanzar las tapias de la parte más honda, y allí nos dispersamos, huyendo cada cual por donde encontró mejor camino, mientras los franceses, bramando de ira, indicaban con sus alaridos al aterrado vecindario que Monteleón había quedado por Bonaparte.

Difícilmente salvamos la vida, y no fuimos muchos los que pudimos dar con nuestros fatigados cuerpos en la huerta de las Salesas Nuevas o en el quemadero. Los franceses no se cuidaban de perseguirnos, o por creer que bastaba con rematar a los más próximos, o porque se sentían con tanto cansancio como nosotros. Por fortuna, yo no estaba herido sino muy levemente en la cabeza, y pude ponerme a cubierto en breve tiempo: al poco rato ya no pensaba más que en volver a mi casa, donde suponía a Inés en penosa angustia por mi ausencia. Cuando traté de regresar hallé cerrada la puerta de Santo Domingo; y tuve que andar mucho trecho buscando el portillo de San Joaquín. Por el camino me dijeron que los franceses, después de dejar una pequeña guarnición en el parque, se habían retirado. Dirigime con esta noticia tranquilamente a casa, y al llegar a la calle de San José, encontré aquel sitio inundado de gente del pueblo, especialmente de mujeres, que reconocían los cadáveres. La Primorosa había recogido el cuerpo de Chinitas. Yo vi llevar el cuerpo, vivo aún, de Daoíz en hombros de cuatro paisanos, y seguido de apiñado gentío. D. Pedro Velarde oí que había sido completamente desnudado por los franceses, y en aquellos instantes sus deudos y amigos estaban amortajándole para darle sepultura en San Marcos. Los imperiales se ocupaban en encerrar de nuevo las piezas, y retiraban silenciosamente sus heridos al interior del parque: por último, vi una pequeña fuerza de caballería polaca, estacionada hacia la calle de San Miguel.

Ya estaba cerca de mi casa, cuando un hombre cruzó a lo lejos la calle, con tan marcado ademán de locura, que no pude menos de fijar en él mi atención. Era Juan de Dios, y andaba con pie inseguro de aquí para allí como demente o borracho, sin sombrero, el pelo en desorden sobre la cara, las ropas destrozadas y la mano derecha envuelta en un pañuelo manchado de sangre.

-¡Se la han llevado! -exclamó al verme, agitando sus brazos con desesperación.

-¿A quién? -pregunté, adivinando mi nueva desgracia.

-¡A Inés!... Se la han llevado los franceses; se han llevado también a aquel infeliz sacerdote.

La sorpresa y la angustia de tan tremenda nueva me dejaron por un instante como sin vida.

- XXIX -

-Una vez que tomaron el parque -continuó Juan de Dios-, entraron en esa casa de la esquina y en otra de la calle de San Pedro para prender a todos los que les habían hecho fuego, y sacaron hasta dos docenas de infelices. ¡Ay, Gabriel, qué consternación! Yo entraba en la taberna para echarme un poco de agua en la mano... porque sabrás que una -280- bala me llevó los dos dedos... entraba en la taberna y vi que sacaban a Inés. La pobrecita lloraba como un niño y volvía la vista a todos lados, sin duda buscándome con sus ojos. Acerqueme, y hablando en francés, rogué al sargento que la soltase; pero me dieron tan fuerte golpe que casi perdí el sentido. ¡Si vieras cómo lloraba el pobre ángel, y cómo miraba a todos lados, buscándome sin duda!... Yo me vuelvo loco, Gabriel. El buen eclesiástico subía la escalera cuando lo cogieron, y dicen que llevaba un cuchillo en la mano. Todos los de la casa están presos. Los franceses dijeron que desde allí les habían tirado una cazuela de agua hirviendo. Gabriel, si no ponen en libertad a Inés, yo me muero, yo me mato, yo les diré a los franceses que me maten.

Al oír esta relación, el vivo dolor arrancó al principio ardientes lágrimas a mis ojos; pero después fue tanta mi indignación, que prorrumpí en exclamaciones terribles y recorrí la calle gritando como un insensato. Aún dudé; subí a mi casa, encontrela desierta; supe de boca de algunos vecinos consternados la verdad, tal como Juan de Dios me la había dicho, y ciego de ira, con el alma llena de presentimientos siniestros, y de inexplicables angustias, marché hacia el centro de Madrid, sin saber a dónde me encaminaba, y sin que me fuera posible discurrir cuál partido sería más conveniente en tales circunstancias. ¿A quién pedir auxilio, si yo a mi vez era también injustamente perseguido? A ratos me alentaba la esperanza de que los franceses pusieran en libertad a mis dos amigos. La inocencia de uno y otro, especialmente de ella, era para mí tan obvia, que sin género de duda había de ser reconocida por los invasores.

Juan de Dios me seguía, y lloraba como una mujer.

-Por ahí van diciendo -me indicó- que los prisioneros han sido llevados a la casa de Correos. Vamos allá, Gabriel, y veremos si conseguimos algo.

Fuimos al instante a la Puerta del Sol, y en todo su recinto no oíamos sino quejas y lamentos, por el hermano, el padre, el hijo o el amigo, bárbaramente aprisionados sin motivo. Se decía que en la casa de Correos funcionaba un tribunal militar; pero después corrió la voz de que los individuos de la junta habían hecho un convenio con Murat, para que todo se arreglara, olvidando el conflicto pasado y perdonándose respectivamente las imprudencias cometidas. Esto nos alborozó a todos los presentes, aunque no nos parecía muy tranquilizador ver a la entrada de las principales calles una pieza de artillería con mecha encendida. Dieron las cuatro de la tarde, y no se desvanecía nuestra duda, ni de las puertas de la fatal casa de Correos salía otra gente que algún oficial de órdenes que a toda prisa partía hacia el Retiro o la Montaña. Nuestra ansiedad crecía; profunda zozobra invadía los ánimos, y todos se dispersaban tratando de buscar noticias verídicas en fuentes autorizadas.

De pronto oigo decir que alguien va por las calles leyendo un bando. Corremos todos hacia la del Arenal, pero no nos es posible enterarnos de lo que leen. Preguntamos y nadie nos responde, porque nadie oye. Retrocedemos pidiendo informes, y nadie nos los da. Volvemos a mirar la casa de Correos tras cuyas paredes están los que nos son queridos, y media compañía de granaderos con algunos mamelucos dispersan al padre, al hermano, al hijo, al amante, amenazándoles con la muerte. Nos vamos al fin por las calles, cada cual discurriendo qué influencias pondrá en juego para salvar a los suyos.

Juan de Dios y yo nos dirigimos hacia los Caños del Peral, y al poco rato vimos un pelotón de franceses que conducían maniatados y en traílla como a salteadores, a dos ancianos y a un joven de buen porte. Después de esta fatídica procesión, vimos hacia la calle de los Tintes otra no menos lúgubre, en que iban una señora joven, un sacerdote, dos caballeros y un hombre del pueblo en traje como de vendedor de plazuela. La tercera la encontramos en la calle de Quebrantapiernas, y se componía de más de veinte personas, pertenecientes a distintas clases de la sociedad. Aquellos infelices iban mudos y resignados guardando el odio en sus corazones, y ya no se oían voces patrióticas en las calles de la ciudad vencida y aherrojada, porque los invasores dominábanla toda piedra por piedra, y no había esquina donde no asomase la boca de un cañón, ni callejuela por la cual no desfilaran pelotones de fusileros, ni plaza donde no apareciesen, fúnebremente estacionados, fuertes piquetes de mamelucos, dragones o caballería polaca.

Repetidas veces vimos que detenían a personas pacíficas y las registraban, llevándoselas presas por si acertaban a guardar acaso algún arma, aunque fuera navaja para usos comunes. Yo llevaba en el bolsillo la de Chinitas, y ni aun se me ocurrió tirarla, ¡tales eran mi aturdimiento y abstracción! Pero tuvimos la suerte de que no nos registraran. Últimamente y a medida que anochecía, apenas encontrábamos gente por las calles. No íbamos, no, a la ventura por aquellos desiertos lugares, pues yo tenía un proyecto que al fin comuniqué a mi acompañante; pensaba dirigirme a casa de la marquesa, con viva esperanza de conseguir de ella poderoso auxilio en mi tribulación. Juan de Dios me contestó que él por su parte había pensado dirigirse a un amigo que a su vez lo era del Sr. O'farril, individuo de la Junta. Dicho esto, convinimos en separarnos, prometiendo acudir de nuevo a la Puerta del Sol una hora después.

Fui a casa de la marquesa, y el portero me dijo que Su Excelencia había partido dos días antes para Andalucía. También pregunté por Amaranta; mas tuve el disgusto de saber que Su Excelencia la señora condesa estaba en camino de Andalucía. Desesperado regresé al centro de Madrid, elevando mis pensamientos a Dios, como el más eficaz amparador de la inocencia, y traté de penetrar en la casa de Correos. Al poco rato de estar allí procurándolo inútilmente, vi salir a Juan de Dios tan pálido y alterado que temblé adivinando nuevas desdichas.

-¿No está? -pregunté-. ¿Los han puesto en libertad?

-No -dijo secando el sudor de su frente-. Todos los presos que estaban aquí han sido entregados a los franceses. Se los han llevado al Buen Suceso, al Retiro, no sé a dónde... ¿Pero no conoces el bando? Los que sean encontrados con armas, serán arcabuceados... Los que se junten en grupo de más de ocho personas, serán arcabuceados... Los que hagan daño a un francés, serán arcabuceados... Los que parezcan agentes de Inglaterra, serán arcabuceados.

-¿Pero dónde está Inés? -exclamé con exaltación-. ¿Dónde está? Si esos verdugos son capaces de sacrificar a una niña inocente, y a un pobre anciano, la tierra se abrirá para tragárselos, las piedras se levantarán solas del suelo para volar contra ellos, el cielo se desplomará sobre sus cabezas, se encenderá el aire, y el agua que beban se les tornará veneno; y si esto no sucede, es que no hay Dios ni puede haberlo. Vamos, amigo: hagamos esta buena obra. ¿Dice Vd. que están en el Retiro?

-O aquí en el Buen Suceso, o en la Moncloa. Gabriel, yo salvaré a Inés de la muerte, o me pondré delante de los fusiles de esa canalla para que me quiten también la vida. Quiero irme al cielo con ella; si supiera que sus dulces ojos no me habían de mirar más en la tierra, ahora mismo dejaría de existir. Gabriel, todo lo que tengo es tuyo si me ayudas a buscarla; que después que ella y yo nos juntemos, y nos casemos, y nos vayamos al lugar desierto que he pensado, para nada necesitamos dinero. Yo tengo esperanza; ¿y tú?

-Yo también -respondí, pensando en Dios.

-Pues, hijo, marcha tú al Retiro, que yo entraré en el Buen Suceso, por la parte del hospital, que allí conozco a uno de los enfermeros. También conozco a dos oficiales franceses. ¿Podrán hacer algo por ella? Vamos: las diez. ¡Ay! ¿No oíste una descarga?

-Sí, hacia abajo; hacia el Prado: se me ha helado la sangre en las venas. Corre allá. Adiós, y buena suerte. Si no nos encontramos después aquí, en mi casa.

Dicho esto, nos separamos a toda prisa, y yo corrí por la Carrera de San Jerónimo. La noche era oscura, fría y solitaria. En mi camino encontré tan sólo algunos hombres que corrían despavoridos, y a cada paso lamentos dolorosísimos llegaban a mis oídos. A lo lejos distinguí las pisadas de las patrullas francesas y de rato en rato un resplandor lejano seguido de estruendosa detonación. Cómo se presentaba en mi alma atribulada aquel espectáculo en la negra noche, aquellos ruidos pavorosos, no es cosa que puedo yo referir, ni palabras de ninguna lengua alcanzan a manifestar angustia tan grande. Llegaba junto al Espíritu Santo, cuando sentí muy cercana ya una descarga de fusilería. Allá abajo en la esquina del palacio de Medinaceli la rápida luz del fogonazo, había iluminado un grupo, mejor dicho, un montón de personas, en distintas actitudes colocadas, y con diversos trajes vestidos. Tras de la detonación, oyéronse quejidos de dolor, imprecaciones que se apagaban al fin en el silencio de la noche. Después algunas voces hablando en lengua extranjera, dialogaban entre sí; se oían las pisadas de los verdugos, cuya marcha en dirección al fondo del Prado era indicada por los movimientos de unos farolillos de agonizante luz. A cada rato circulaban pequeños tropeles, con gentes maniatadas, y hacia el Retiro se percibía resplandor muy vivo, como de la hoguera de un vivac.

Acerqueme al palacio de Medinaceli por la parte del Prado, y allí vi algunas personas que acudían a reconocer los infelices últimamente arcabuceados. Reconocilos yo también uno por uno, y observé que pequeña parte de ellos estaban vivos, aunque ferozmente heridos; y arrastrábanse estos pidiendo socorro, o clamaban en voz desgarradora suplicando que se les rematase. Entre todas aquellas víctimas no había más que una mujer, que no tenía semejanza con Inés, ni encontré tampoco sacerdote alguno. Sin prestar oídos a las voces de socorro, ni reparar tampoco en el peligro que cerca de allí se corría, me dirigí hacia el Retiro.

En la puerta que se abría al primer patio me detuvieron los centinelas. Un oficial se acercó a la entrada.

-Señor -exclamé juntando las manos y expresando de la manera más espontánea el vivo dolor que me dominaba-, busco a dos personas de mi familia que han sido traídas aquí por equivocación. Son inocentes: Inés no arrojó a la calle ningún caldero de agua hirviendo, ni el pobre clérigo ha matado a ningún francés. Yo lo aseguro, señor oficial, y el que dijese lo contrario es un vil mentiroso.

El oficial, que no entendía, hizo un movimiento para echarme hacia fuera; pero yo, sin reparar en consideraciones de ninguna clase, me arrodillé delante de él, y con fuertes gritos proseguí suplicando de esta manera:

-Señor oficial, ¿será Vd. tan inhumano que mande fusilar a dos personas inofensivas, a una muchacha de diez y seis años y a un infeliz viejo de sesenta! No puede ser. Déjeme Vd. entrar; yo le diré cuáles son, y Vd. les mandará poner en libertad. Los pobrecitos no han hecho nada. Fusílenme a mí, que disparé muchos tiros contra Vds. en la acción del parque; pero dejen en libertad a la muchacha y al sacerdote. Yo entraré, les sacaremos... Mañana, mañana probaré yo, como esta es noche, que son inocentes, y si no resultasen tan inocentes como los ángeles del cielo, fusíleme Vd. a mí cien veces. Señor oficial, Vd. es bueno, Vd. no puede ser un verdugo. Esas cruces que tiene en el pecho las habrá adquirido honrosamente en las grandes batallas que dicen ha ganado el ejército de Napoleón. Un hombre como usted no puede deshonrarse asesinando a mujeres inocentes. Yo no lo creo, aunque me lo digan. Señor oficial, si quieren Vds. vengarse de lo de esta mañana maten a todos los hombres de Madrid, mátenme a mí también; pero no a Inés. ¿Vd. no tiene hermanitas jóvenes y lindas? Si Vd. las viera amarradas a un palo, a la luz de una linterna, delante de cuatro soldados con los fusiles en la cara, ¿estaría tan sereno como ahora está? Déjeme entrar: yo le diré quiénes son los que busco, y entre los dos haremos esta buena obra que Dios le tendrá en cuenta cuando se muera. El corazón me dice que están aquí... entremos, por Dios y por la Virgen. Vd. está aquí en tierra extranjera, y lejos, muy lejos de los suyos. Cuando recibe cartas de su madre o de sus hermanitas, ¿no le rebosa el corazón de alegría, no quiere verlas, no quiere volver allá? Si le dijesen que ahora las estaban poniendo un farol en el pecho para fusilarlas...

El estrépito de otra descarga me hizo enmudecer, y la voz expiró en mi garganta por falta de aliento. Estuve a punto de caer sin sentido; pero haciendo un heroico esfuerzo, volví a suplicar al oficial con voz ronca y ademán desesperado, pretendiendo que me dejase entrar a ver si algunos de los recién inmolados eran los que yo buscaba. Sin duda mi ruego, expresado ardientemente y con profundísima verdad, conmovió al joven oficial, más por la angustia de mis ademanes que por el sentido de las palabras, extranjeras para él, y apartándose a un lado me indicó que entrara. Hícelo rápidamente, y recorrí como un insensato el primer patio y el segundo. En este, que era el de la Pelota, no había más que franceses; pero en aquel yacían por el suelo las víctimas aún palpitantes, y no lejos de ellas las que esperaban la muerte. Vi que las ataban codo con codo, obligándolas a ponerse de rodillas, unos de espalda, otros de frente. Los más extendían los brazos agitándolos al mismo tiempo que lanzaban imprecaciones y retos a los verdugos; algunos escondían con horror la cara en el pecho del vecino; otros lloraban; otros pedían la muerte, y vi uno que rompiendo con fuertes sacudidas las ligaduras, se abalanzó hacia los granaderos. Ninguna fórmula de juicio, ni tampoco preparación espiritual, precedían a esta abominación: los granaderos hacían fuego una o dos veces, y los sacrificados se revolvían en charcos de sangre con espantosa agonía.

Algunos acababan en el acto; pero los más padecían largo martirio antes de expirar, y hubo muchos que heridos por las balas en las extremidades y desangrados, sobrevivieron después de pasar por muertos hasta la mañana del día 3, en que los mismos franceses, reconociendo su mala puntería, les mandaron al hospital. Estos casos no fueron raros, y yo sé de dos o tres a quienes cupo la suerte de vivir después de pasar por los horrores de una ejecución sangrienta. Un maestro herrero, comprendido en una de las traíllas del Retiro, dio señales de vida al día siguiente, y al borde mismo del hoyo en que se le preparaba sepultura: lo mismo aconteció a un tendero de la calle de Carretas, y hasta hace poco tiempo ha existido uno que era entonces empleado en la imprenta de Sancha, y fue fusilado torpemente dos veces, una en la Soledad, donde se hizo la primera matanza, después en el patio del Buen Suceso, desde cuyo sitio pudo escapar, arrastrándose entre cadáveres y regueros de sangre hasta el hospital cercano, donde le dieron auxilio. Los franceses, aunque a quema-ropa, disparaban mal, y algunos de ellos, preciso es confesarlo, con marcada repugnancia, pues sin duda conocían el envilecimiento en que habían repentinamente caído las águilas imperiales.

Casi sin esperar a que se consumara la sentencia de los que cayeron ante mí, les examiné a todos. Las linternas, puestas delante de cada grupo, alumbraban con siniestra luz la escena. Ni entre los inmolados ni entre los que aguardaban el sacrificio, vi a Inés ni a D. Celestino, aunque a veces me parecía reconocerles en cualquier bulto que se movía implorando compasión o murmurando una plegaria.

Recuerdo que en aquel examen una mano helada cogió la mía, y al inclinarme vi un hombre desconocido que dijo algunas palabras y expiró. Repetidas veces pisé los pies y las manos de varios desgraciados; pero en trances tan terribles, parece que se extingue todo sentimiento compasivo hacia los extraños, y buscando con anhelo a los nuestros, somos impasibles para las desgracias ajenas.

Algunos franceses me obligaron a alejar de aquel sitio; y por las palabras que oí me juzgué en peligro de ser también comprendido en la traílla pero a mí no me importaba la muerte, ni en tal situación hubiera dejado de mirar a un punto donde creyera distinguir el semblante de mis dos amigos, aunque me arcabucearan cien veces. Corrí hacia otro extremo del patio, donde sonaban lamentos y mucha bulla de gente, cuando un anciano se acercó a mí tomándome por el brazo.

-¿A quién busca Vd.? -le dije.

-¡Mi hijo, mi único hijo! -me contestó-. ¿Dónde está? ¿Eres tú mi hijo? ¿Eres tú mi Juan? ¿Te han fusilado? ¿Has salido de aquel montón de muertos?

Comprendí por su mirada y por sus palabras que aquel hombre estaba loco, y seguí adelante. Otro se llegó a mí y preguntome a su vez que a quién buscaba. Contele brevemente la historia, y me dijo:

-Los que fueron presos en el barrio de Maravillas, no han venido aquí ni a la casa de Correos. Están en la Moncloa. Primero los llevaron a San Bernardino, y a estas horas... Vamos allá. Yo tengo un salvo-conducto de un oficial francés, y podemos salir.

Salimos en efecto, y en el Prado aquel hombre corrió desaladamente y le perdí de vista. Yo también corrí cuanto me era posible, pues mis fuerzas, a tan terribles pruebas sometidas por tanto tiempo, desfallecían ya. No puedo decir qué calles pasé, porque ni miraba a mi alrededor, ni tenía entonces más ojos que los del alma para ver siempre dentro de mí mismo el espectáculo de aquella gran tragedia. Sólo sé que corrí sin cesar; sólo sé que ninguna voz, ninguna queja que sonasen cerca de mí me conmovían ni me interesaban; sólo sé que mientras más corría, mayores eran mi debilidad y extenuación, y que al fin, no sé en qué calle, me detuve apoyándome en la pared cercana, porque mi cuerpo se caía al suelo y no me era posible dar un paso más. Limpié el sudor de mi frente; parecíame que se había acabado el aire y que el suelo se marchaba también bajo mis pies, que las casas se hundían sobre mi cabeza. Recuerdo haber hecho esfuerzos para seguir; pero no me fue posible, y por un espacio de tiempo que no puedo apreciar, sólo tinieblas me rodearon, acompañadas de absoluto silencio.

- XXX -

Durante mi desvanecimiento, hijo de la extenuación, traje a la memoria las arboledas de Aranjuez, con sus millares de pájaros charlatanes, aquellas tardes sonrosadas, aquellos paseos por los bordes del Jarama y el espectáculo de la unión de este con el Tajo. Me acordé de la casa del cura y parecíame ver la parra del patio y los tiestos de la huerta, y oír los chillidos de la tía Gila, riñendo formalmente con las gallinas porque sin su permiso se habían salido del corral. Se me representaba el sonido de las campanas de la iglesia, tocadas por los cuatro muchachos o por el ingrato padre. La imagen de Inés completaba todas estas imágenes, y en mi delirio no me parecía que estaba la desgraciada muchacha junto a mí ni tampoco delante, sino dentro de mi propia persona, como formando parte del ser a quien reconocía como yo mismo. Nada estorbaba nuestra felicidad, ni nos cuidábamos de lo porvenir, porque abandonada a su propio ímpetu la corriente de nuestras almas, se habían juntado al fin Tajo y Jarama, y mezcladas ambas corrientes cristalinas, cavaban en el ancho cauce de una sola y fácil existencia.

Sacome de aquel estado soñoliento un fuerte golpe que me dieron en el cuerpo, y no tardé en verme rodeado de algunas personas, una de las cuales dijo examinándome de cerca: «Está borracho».

Creí reconocer la voz del licenciado Lobo, aunque a decir verdad, aún hoy no puedo asegurar que fuera él quien tal cosa dijo. Lo que sí afirmo es que uno de los que me miraban era Juan de Dios.

-¡Eres tú, Gabriel! -me dijo-. ¿Cómo estás por los suelos? Bonito modo de buscar a la muchacha. No está en el Retiro, ni en el Buen Suceso. El señor licenciado me ayuda en mis pesquisas, y estamos seguros de encontrarla, y aun de salvarla.

Estas palabras las oí confusamente, y después me quedé solo, o mejor dicho, acompañado de algunos chicuelos que me empujaban de acá para allá jugando conmigo. No tardé en recobrar con el completo uso de mis facultades, la idea perfecta de la terrible situación, sólo olvidada durante un rato de marasmo físico y de turbación mental. Oí distintamente las dos en un reloj cercano, y observé el sitio en que me encontraba, el cual no era otro que la plazuela del Barranco, inmediata a los Caños del Peral. Contemplar mental y retrospectivamente cuanto había pasado, medir con el pensamiento la distancia que me separaba de la Montaña y correr hacia allá todo pasó en el mismo instante. Sentíame ágil; la desesperación aligeraba tanto mis pasos, que en poco tiempo llegué al fin de mi viaje; y en la portalada que daba a la huerta del Príncipe Pío vi tanta gente curiosa que era difícil acercarse. Yo lo hice a pesar de los obstáculos, y habría sido preciso matarme para hacerme retroceder. Las mujeres allí reunidas daban cuenta de los desgraciados que habían visto penetrar para no salir más. Desde luego quise introducirme, e intenté conmover a los centinelas con ruegos, con llantos, con razones, hasta con amenazas. Pero mis esfuerzos eran inútiles y cuanto más clamaba, más enérgicamente me impelían hacia fuera. Después de forcejear un rato, la desesperación y la rabia me sugirieron estas palabras que dirigí al centinela.

-Déjeme entrar. Vengo a que me fusilen.

El centinela me miró con lástima, y apartome con la culata de su fusil.

-¡Tienes lástima de mí -continué- y no la tienes de los que busco! No, no tengas lástima. Yo quiero entrar. Quiero ser arcabuceado con ellos.

Fui nuevamente rechazado: pero de tal modo me dominaba el deseo de entrar, y tan terriblemente pesaba sobre mi espíritu aquella horrorosa incertidumbre, que la vida me parecía precio mezquino para comprar el ingreso de la funesta puerta, tras la cual agonizaban o se disponían a la muerte mis dos amigos.

Desde fuera escuchaba un sordo murmullo, concierto lúgubre a mi parecer, de plegarias dolorosas y de violentas imprecaciones. Yo tan pronto me apartaba de la puerta como volvía a ella, a suplicar de nuevo, y la angustia me sugería razones incontestables para cualquiera, menos para los franceses. A veces golpeaba la pared con mi cabeza, a veces clavábame las uñas en mi propio cuerpo hasta hacerme sangre; medía con la vista la altura de la tapia, aspirando a franquearla de un vuelo; iba y venía sin cesar insultando a los afligidos circunstantes y miraba el negro cielo, por entre cuyos turbios y apelmazados celajes creía distinguir danzando en veloz carrera una turba de mofadores demonios.

Volvía a suplicar al centinela, diciéndole:

-¿Por qué no me fusiláis? ¿Por qué no entro, para que me maten con mis amigos? ¡Ah! ¡Asesinos de Madrid! ¿Sabéis para qué quiero yo a vuestro Emperador? Para esto.

Y escupía con rabia a los pies de los soldados, que sin duda me tenían por loco. Luego, concibiendo una idea que me parecía salvadora, registré ávidamente mis bolsillos como si en ellos encerrase un tesoro, y sacando la navaja de Chinitas que aún conservaba, exclamé con febril alegría:

-¡Ah! ¿No veis lo que tengo aquí? Una navaja, un cuchillo aún manchado de sangre. Con él he matado muchos franceses, y mataría al mismo Napoleón I. ¿No prendéis a todo el que lleva armas? Pues aquí estoy. Torpes; habéis cogido a tantos inocentes y a mí me dejáis suelto por las calles... ¿No me andabais buscando? Pues aquí estoy. Ved, ved el cuchillo; aún gotea sangre.

Tan convincentes razones me valieron el ser aprehendido; y al fin penetré en la huerta. Apenas había dado algunos pasos hacia las personas que confusamente distinguía delante de mí, cuando un vivo gozo inundó mi alma. Inés y D. Celestino estaban allí, ¡pero de qué manera! En el momento de mi entrada a ambos los ataban, como eslabones de la cadena humana que iba a ser entregada al suplicio. Me arrojé en sus brazos, y por un momento, estrechados con inmenso amor, los tres no fuimos más que uno solo. Inés empezó después a llorar amargamente; mas el clérigo conservaba su semblante sereno.

-Desde que le has visto, Inés, has perdido la serenidad -dijo gravemente-. Ya no estamos en la tierra. Dios aguarda a sus queridos mártires, y la palma que merecemos nos obliga a rechazar todo sentimiento que sea de este mundo.

-¡Inés! -exclamé con el dolor más vivo que he sentido en toda mi vida-. ¡Inés! Después de verte en esta situación, ¿qué puedo hacer sino morir?

Y luego volviéndome a los franceses ebrio de coraje, y sintiéndome con un valor inmenso, extraordinario, sobrehumano, exclamé:

-Canallas, cobardes verdugos, ¿creéis que tengo miedo a la muerte? Haced fuego de una vez y acabad con nosotros.

Mi furor no irritaba a los franceses, que hacían los preparativos del sacrificio con frialdad horripilante. Lleváronme a presencia de uno, el cual después de decirme algunas palabras, me envió ante otro que al fin decidió de mi suerte. Al poco rato me vi puesto en fila junto al clérigo, cuya mano estrechó la mía.

-¿Cuándo te cogieron? ¿Te encontraron alguna arma, desgraciado? -me dijo-. Pero no es esta ocasión de mostrar odio, sino resignación. Vamos a entrar en nueva y más gloriosa vida. Dios ha querido que nuestra existencia acabe en este día, y nos ha dado el laurel de mártires por la patria, que todos no tienen la dicha de alcanzar. Gabriel, eleva tu mente al cielo. Tú estás libre de todo pecado, y yo te absuelvo. Hijo mío, este trance es terrible; pero tras él viene la bienaventuranza eterna. Sigue el ejemplo -299- de Inés. Y tú, hija mía, la más inocente de todas las víctimas inmoladas en este día, implora por nosotros, si como creo llegas la primera al goce de la eterna dicha.

Pero yo no atendía a las razones de mi amigo, sino que me empeñaba en hablar con Inés, en distraerla de su devoto recogimiento, en pretender que dirigiera a mí las palabras que a Dios sin duda dirigía, en obligarla a alzar los ojos y mirarme, pues sin esto, yo me sentía incapaz de contrición.

Un oficial francés nos pasó una especie de revista, examinándonos uno a uno.

-¿Para qué prolongáis nuestro martirio? -exclamé sin poderme contener al ver sobre mí la impertinente mirada del francés-. Todos somos españoles; todos hemos luchado contra vosotros; por cada vida que ahoguéis en sangre, renacerán otras mil que al fin acabarán con vosotros, y ninguno de los que estáis aquí verá la casa en que nació.

-Gabriel, modérate y perdónalos como les perdono yo -me dijo el cura-. ¿Qué te importa esa gente? ¿Para qué les afeas su pasado, si harto lo verán en el turbio espejo de su conciencia? ¿Qué importa morir? Hijo mío, destruirán nuestros cuerpos, pero no nuestra alma inmortal, que Dios ha de recibir en su seno. Perdónalos; haz lo que yo, que pienso pedir a Dios por los enemigos del príncipe de la Paz, mi amigo y hasta pariente; por Santurrias, por el licenciado Lobo, por los tíos de Inesilla, y hasta por los franceses que nos quieren quitar nuestra patria. Mi conciencia está más serena que ese cielo que tenemos sobre nuestras cabezas y por cuyo lejano horizonte aparece ya la aurora del nuevo día. Lo mismo están nuestras almas, Gabriel, y en ellas despuntan ya los primeros resplandores del día sin fin.

-Ya amanece -dije mirando a Oriente-. Inés: no bajes los ojos, por Dios, y mírame; estréchate más contra nosotros.

-Procura serenar tu conciencia, hijo mío -continuó el clérigo-. La mía está serena. No, no he manchado mis manos con sangre porque soy sacerdote; me encontraron con un cuchillo, pero no era mío. Yo cumplí mi deber, que era arengar a aquellos valientes, y si ahora me soltaran acudiría de pueblo en pueblo repitiendo aquello de Dulce et decorum est del gran latino. Únicamente me arrepiento de no haber advertido a tiempo al señor Príncipe. ¡Ah!, si él hubiera puesto en la cárcel a aquellos perdidos... tal vez no habría caído, tal vez no habría sido rey Fernando VII, tal vez no habrían venido los franceses... tal vez... Pero Dios lo ha querido así... Verdad es que si yo hubiera vencido la cortedad de mi genio... si yo hubiera prevenido a Su Alteza, que me quería tanto... ¡Ah!, no nos ocupemos ya más que de morir y perdonar. ¡Ah, Gabriel! Haz lo que yo, y verás con cuánta tranquilidad recibes la muerte. ¿Ves a Inés? ¿No parece su cara la de un ángel celeste? ¿No la ves cómo está tranquila en su recogimiento, y digna y circunspecta sin afectación; no la ves cómo mira a los franceses sin odio, y suspira dulcemente, animándonos con su mirada!

-¡Inés! -exclamé yo sin poder adquirir nunca la serenidad que D. Celestino me pedía-. Tú no debes morir, tú no morirás. Señor oficial, fusiladnos a todos, fusilad al mundo entero, pero poned en libertad a esta infeliz muchacha que nada ha hecho. Así como digo y repito, y juro que he matado yo más de cincuenta franceses, digo y repito, y juro que Inés no arrojó a la calle ningún caldero de agua hirviendo, como han dicho.

El francés16 miró a Inés, y viéndola tan humilde, tan resignada, tan bella, tan dulcemente triste en su disposición para la muerte, no pudo menos de mostrarse algo compasivo. D. Celestino viendo aquella inclinación favorable, se echó a llorar y dijo también: «todos nosotros hemos pecado; pero Inés es inocente».

Las lágrimas del anciano produjeron en mí trastorno tan vivo, que de improviso a la tirantez colérica de mi irritado ánimo sucedió una como tranquila aunque penosísima expansión, un reblandecimiento, si así puede decirse, de mi endurecido dolor.

-Inés es inocente -exclamé de nuevo-. ¿No ven ustedes su semblante, señores oficiales? ¡Ah!, ustedes son unos caballeros muy decentes y muy honrados, y no pueden cometer la villanía de asesinar a esta niña.

-Nosotros no valemos para nada -dijo el clérigo con voz balbuciente-. Mátennos en buen hora, porque somos hombres y el que más y el que menos... Pero ella... señores militares... Me parece que son ustedes unas personas muy finas... pues... ¡Ah! Inés es inocente. No tienen Vds. conciencia; ¿no tienen en su corazón una voz que les dice que esa jovencita es inocente?

El oficial pareció más inclinado a la compasión, pareció hasta conmovido. Acercándose, miró a Inés con interés.

Mas la muchacha se abrazó a nosotros en el momento en que los granaderos formaron la horrenda fila. Yo miraba todo aquello con ojos absortos y sentíame nuevamente aletargado, con algo como enajenación o delirio en mi cabeza. Vi que se acercó otro oficial con una linterna, seguido de dos hombres, uno de los cuales nos examinó ansiosamente, y al llegar a Inés, parose y dijo: «Esta».

Era Juan de Dios, acompañado del licenciado Lobo y de aquel mismo oficial francés que varias veces le visitó en nuestra tienda. Lo que entonces pasó se me representa siempre en formas vagas como las que pasea la mentirosa fiebre ante nuestros ojos cuando estamos enfermos.

El oficial recienvenido y el que antes nos custodiaba hablaron un instante con precipitación. El segundo dirigiose en seguida a desatar a Inés para entregarla a su amigo. ¡Momento inexplicable! Inés no quería separarse de nosotros, y abrazándonos, se aferraba a la muerte con sus manos ya libres. Un violento, un irresistible egoísmo que hundía sus poderosas raíces hasta lo más profundo de mi ser, se apoderó de mí. No sé qué íntima fuerza desarrollada de súbito me permitió romper la ligadura de un brazo y pude asir fuertemente a Inés, mientras con angustiosa impaciencia miraba los fusiles del pelotón de granaderos.

Instante terrible cuyo recuerdo hiela la sangre en las venas y paraliza el corazón, simulando la muerte. Aunque la muchacha quería compartir nuestra suerte, la tardía compasión de nuestros asesinos nos la quitaba. Ella, durante la breve lucha, dijo algo que he olvidado. Yo también pronuncié palabras de que hoy no puedo darme cuenta. Pero nos la quitaron: recuerdo la extraña sensación que experimenté al perder el calor de sus manos y de su cara. Yo estaba como loco. Pero la vi claramente cuando se la llevaron, cuando desapareció de entre las filas, arrastrada, sostenida, cargada por Juan de Dios.

Y al ver esto sentí un estruendo horroroso, después un zumbido dentro de la cabeza y un hervidero en todo el cuerpo; después un calor intenso, seguido -304- de penetrante frío; después una sensación inexplicable, como si algo rozara por toda mi epidermis; después un vapor dentro del pecho, que subía invadiendo mi cabeza; después una debilidad incomprensible que me hacía el efecto de quedarme sin piernas; después una palpitación vivísima en el corazón; después un súbito detenimiento en el latido de esta víscera; después la pérdida de toda sensación en el cuerpo, y en el busto, y en el cuello, y en la boca; después la inconsciencia de tener cabeza, la absoluta reconcentración de todo yo en mi pensamiento; después unas como ondulaciones concéntricas en mi cerebro, parecidas a las que forma una piedra cayendo al mar; después un chisporroteo colosal que difundía por espacios mayores que cielo y tierra juntos la imagen de Inés en doscientos mil millones de luces; después oscuridad profunda, misteriosamente asociada a un agudísimo dolor en las sienes; después un vago reposo, una extinción rápida, un olvido creciente e invasor, y por último nada, absolutamente nada.



FIN DE EL 19 DE MARZO Y EL 2 DE MAYO

Madrid.-Julio de 1873.


No hay comentarios:

Publicar un comentario